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Authors: Agatha Christie

Matrimonio de sabuesos (27 page)

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—Pero, ¿acaso puede sacarse alguna deducción de unas botas?

—¿Y por qué no?

—¡Qué sé yo! ¿Quién puede desear calzarse las botas de otro?

—Podían simplemente haberse equivocado de maletín —sugirió Tommy.

—Sí, cabe en lo posible. Pero si eran papeles lo que ellos buscaban, lo más lógico sería que se hubiesen equivocado de cartera, no de maletín. Insisto en que las botas nada tienen que ver con este asunto.

—Bien —dijo Tommy exhalando un profundo suspiro—. Nuestro primer paso ha de ser el de entrevistarnos con el amigo Richards. Quizás él pueda arrojar un poco de luz en este misterio.

Al presentar la tarjeta de mister Wilmott, Tommy fue admitido en uno de los saloncitos de la Embajada, donde poco después se presentó un joven pálido y de modales respetuosos que, con voz apagada, hizo su presentación y se dispuso a ser sometido a un interrogatorio.

—Yo soy Richards, caballero. El sirviente de mister Wilmott. Me ha dicho mi señor que deseaba usted interrogarme.

—Sí, Richards. Míster Wilmott fue a visitarme esta mañana y me sugirió que le hiciese unas cuantas preguntas acerca de cierto incidente ocurrido con un maletín.

—Sé que mister Wilmott está algo preocupado por el caso, pero no sé por qué. Que yo sepa, nada se ha perdido. Por el hombre que vino a hacer el cambio supe que el suyo pertenecía al senador Westerham.

—¿Cómo era ese hombre?

—De unos cuarenta y cinco o cincuenta años, pelo gris y de aspecto bastante distinguido. Creo que era el ayuda de cámara del senador.

—¿Llegó usted a abrir la maleta?

—¿Cuál, señor?

—Me refería a la que trajo usted del barco, pero no estará de más que también me dé usted algunos detalles acerca de la de mister Wilmott. ¿Cree usted que ésta llegó a ser desempaquetada?

—No lo sé. Su aspecto era de que no. Estaba tal cual yo la dejé en el barco. Seguramente el caballero, o quienquiera que fuese, la abrió, y al ver que no era la suya volvió a cerrarla y la trajo sin pérdida de tiempo.

—¿No faltaba nada? ¿Ni el más insignificante artículo?

—No.

—Ahora vamos a la otra. ¿Llegó usted a abrirla?

—A decir verdad estaba a punto de hacerlo cuando se presentó el ayuda de cámara, o lo que sea, del senador Westerham.

—Pero, ¿llegó usted a abrirla?

—Lo hicimos entre los dos para convencernos de que esta vez no habría ya equivocación posible. El hombre dijo que estaba bien, volvió a cerrarla y se la llevó.

—¿Qué había dentro? ¿Botas también?

—No, señor. Artículos de tocador en su mayor parte. Entre ellos una gran lata de sales para el baño.

Tommy decidió, de momento, cambiar el tema de la conversación.

—¿Recuerda usted haber visto a alguien curioseando entre los objetos personales de mister Wilmott?

—No, señor.

—¿Algo sospechoso, de acto o de palabra? El hombre pareció titubear.

—Ahora que recuerdo... —comenzó.

—Sí, sí, diga...

—No creo que tuviese que ver nada con lo que hablamos, pero... Ocurrió algo, una vez, con una joven que venía en el mismo barco.

—¿Una joven? A ver, a ver, cuente.

—Una señorita muy simpática. Creo que se llamaba Eileen 0'Hara. No muy alta, elegante y de cabellos negros. Su aspecto era más bien el de una extranjera.

—¿Ah, sí? ¡Hombre, esto parece interesante! —dijo Tommy preparándose a escuchar con atención.

—Le dio una especie de desvanecimiento precisamente frente a la puerta del camarote de mister Wilmott. La hice entrar y la dejé recostada en un sofá mientras yo iba apresuradamente en busca del doctor. Tardé algunos minutos en dar con él, y al volver en su compañía encontramos a miss 0'Hara ya casi repuesta de su ligera indisposición.

—¡Oh! —dijo Tommy. —Supongo que no creerá usted que...

—Es muy difícil saber exactamente lo que debe uno creer —respondió Tommy sin dar aparentemente gran importancia a lo que acababa de decir—. ¿Sabe usted si viajaba sola miss 0'Hara?

—Creo que sí, señor.

—¿La ha vuelto usted a ver desde que desembarcaron?

—No, señor.

—Bien —dijo Tommy después de quedarse breves momentos entregado a profundas reflexiones—. Creo que esto es todo. Gracias, Richards.

—Gracias a usted, señor.

De vuelta a la oficina, Tommy explicó a Tuppence la conversación sostenida con Richards. Ésta escuchó el relato con la mayor atención.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó al fin.

—Que ese desmayo me huele a algo sospechoso. Tan oportuno como injustificado. Y ese nombre de Eileen 0'Hara, ¿no te dice nada? Casi imposible tratándose de una irlandesa.

—Al menos tenemos ya algo en qué fundamentar nuestras pesquisas. ¿Sabes lo que voy a hacer, Tuppence? Poner un anuncio.

—¿Qué?

—Sí, un anuncio solicitando informes sobre el paradero de una tal Eileen 0'Hara, pasajera del
Nomadic
en fecha tal y tal. Si es mujer de ley acudirá en persona, y si no, no faltará quien nos traiga las noticias que necesitamos.

—Pero no olvides que con eso conseguirás también ponerla en guardia.

—Sí, pero, ¿qué quieres? Es preciso correr el riesgo.

—Todavía no acabo de comprender la finalidad de todo esto —dijo Tuppence—. Si una cuadrilla de ladrones se apodera de una de las maletas del embajador, la retiene una o dos horas en su poder y después la devuelve, sin haber hecho ningún uso de lo que había dentro, ¿qué han salido ganando con todo ello?

Tommy la miró fijamente unos instantes.

—Tienes razón —dijo al fin—, y aunque no lo creas, acabas de darme una idea.

Pasaron dos días, Tuppence había salido a comer y Tommy, solo en el austero despacho de mister Blunt, trataba de ampliar sus conocimientos leyendo lo más selecto de entre las últimas novelas de misterio.

Se abrió la puerta de la oficina y en ella apareció la conocida figura del joven Albert.

—Miss Cicely March desea verle. Dice que viene en respuesta a su reciente anuncio en los diarios.

—Hazla pasar —gritó Tommy, escondiendo el libro en uno de los cajones.

Un minuto más tarde Albert introducía en el despacho a la recién llegada. Acababa apenas Tommy de apreciar que ésta era rubia y extremadamente bonita, cuando ocurrió algo extraordinario.

La misma puerta por la que había entrado Albert se volvió a abrir con violencia y en el umbral apareció la pintoresca figura de un hombre fuerte y moreno, latino al parecer, con una corbata de color rojo fuego lo más escandalosamente llamativa que podía uno imaginarse. Tenía las facciones contraídas por la rabia, y en la mano empuñaba una reluciente pistola.

—¿Conque ésta es la oficina de ese metomentodo a quien llaman Blunt? —dijo en perfecto inglés. Su voz era amenazadora y silbante—. ¡Arriba las manos o disparo!

La orden tenía todas las características de ser llevaba a la práctica si no se obedecía; así es que Tommy hubo, muy a disgusto suyo, de extender los brazos en dirección al techo. La joven se acurrucó contra la pared después de lanzar un apagado grito de terror.

—Esta señorita se vendrá conmigo —prosiguió el hombre- . Sí, sí, amiga mía. Usted no me ha visto en su vida, pero eso no hace al caso. No puedo permitir que mis planes corran el peligro de frustrarse por un pequeño detalle así. Además, creo recordar que usted estaba entre los pasajeros del
Nomadic
. ¿A qué ha venido aquí? A contar, sin duda, algo de lo que viera en el barco, ¿eh? Es usted muy listo, mister Blunt, pero da la circunstancia de que yo también acostumbro a leer la sección de anuncios y me he podido enterar así de este pequeño juego.

—Me interesa sobremanera lo que está usted diciendo, caballero, y le suplico que continúe —dijo Tommy.

—Me gusta su tupé, mister Blunt, pero debo advertirle que no le va a servir de nada. Desde este momento está usted señalado. Renuncie a meterse donde no le llama nadie, y todo irá bien. De lo contrario... Dios tenga piedad de su alma. La muerte no tarda en llegar para aquellos que se empeñan en cruzarse en nuestro camino.

Tommy no contestó. Miraba por encima del hombro del intruso como quien viera un alma en pena, algo irreal.

Y a decir verdad vio algo que le causó más impresión que la que le hubiese producido la presencia de un fantasma. Hasta ahora no se le había ocurrido pensar en Albert como factor decisivo en la solución del conflicto. Le suponía tendido en el suelo, sin sentido, víctima de la asechanza del siniestro visitante.

Sin embargo, y sin saber cómo, Albert había logrado escapar a la atención del intruso. Pero en vez de ir a buscar un policía como en su lugar hubiese hecho cualquier inglés normal, optó por tomar cartas directamente en el asunto. La puerta situada tras el extraño personaje se abrió lentamente y Albert se mantuvo en la abertura con un gran rollo de cuerda colgado del brazo.

Un angustioso grito de protesta iba a salir de los labios de Tommy, pero ya era tarde. Albert, loco de entusiasmo, había lanzado su lazo sobre la cabeza del asaltante y con un violento tirón le hizo perder el equilibrio y caer pesadamente cuan largo era.

Y sucedió lo inevitable. Retumbó la pistola y una bala fue a incrustarse en la pared después de rozar peligrosamente una de las orejas de Tommy.

—¡Lo cacé, señor! —gritó Albert ebrio de entusiasmo—. De algo había de servir un deporte que he venido practicando desde hace tiempo en mis ratos perdidos. ¿Quiere usted ayudarme? Este hombre es en demasía violento y no puedo con él.

Tommy se apresuró a acudir en auxilio de su fiel ayudante, pero resuelto a privarle en lo sucesivo de la mayor cantidad posible de ratos perdidos.

—¡Idiota, más que idiota! —dijo—. ¿Por qué no te fuiste a buscar a un policía? Has estado a punto, con tus impertinencias, de que este hombre me metiera con toda facilidad una bala en mitad de la cabeza.

—Pero no me negará que mi lazada ha sido impecable —continuó el jovenzuelo sin dar su brazo a torcer—. Es admirable lo que esos vaqueros pueden llegar a hacer en las praderas.

—Sí, sí, pero ten en cuenta que no estamos en las praderas, sino en una ciudad civilizada.

—Y ahora, mi querido amigo —añadió, dirigiéndose a la postrada figura—, vamos a ver lo que hacemos con usted.

Un torrente de imprecaciones en lengua extranjera fue su única respuesta.

—No comprendo una palabra de lo que dice —replicó Tommy—, pero me da en la nariz que son palabras indignas de ser pronunciadas en presencia de una dama. Usted me perdonará señorita... ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?

—March —contestó la muchacha, que continuaba pegada a la pared, pálida y temblorosa.

Al fin se adelantó, y, poniéndose junto a Tommy, se dedicó a mirar al extraño con recelosa curiosidad.

—¿Qué van ustedes a hacer con él? —preguntó.

—Si quiere usted, ahora es cuando podría ir a buscar a un guardia —dijo Albert, dirigiéndose a su jefe.

Pero Tommy, al levantar la vista, vio el leve movimiento negativo de cabeza que hizo la muchacha y exclamó:

—Vamos a dejarle marchar por esta vez. Pero no sin antes darme el placer de echarle a patadas escaleras abajo, aunque sólo sea para enseñarle el modo cómo debe de comportarse en presencia de una dama.

Le quitó la cuerda que llevaba al cuello y, poniéndole en pie sin grandes miramientos, se lo llevó a empujones hasta la misma puerta exterior de la oficina.

Se oyeron unos gritos agudos seguidos de un batacazo sordo como el que produce un bulto al caer desde cierta altura. Tommy volvió a entrar satisfecho y sonriente.

La muchacha le miraba con ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Le... le ha hecho usted daño? —preguntó.

—Creo que sí, pero no estoy muy seguro. Esos rufianes siempre acostumbran a chillar antes de que se les toque. ¿Quiere usted que entremos de nuevo en mi despacho, miss March, y que prosigamos nuestra interrumpida conversación? No creo que nadie venga a estorbarnos de nuevo.

—Y si viene ya sabe que aquí estoy yo con mi lazo —observó Albert.

—Guarda esas cuerdas —le ordenó su jefe con seriedad. Pasaron a la oficina interior, donde Tommy se sentó ante su mesa después que la visitante lo hiciera frente a él.

—Verdaderamente no sé por dónde empezar —dijo la muchacha—. Como acaba de oír a ese hombre, yo era una de las pasajeras del
Nomadic
. También lo era miss 0'Hara, a quien usted hace referencia en su anuncio.

—Eso lo sabemos ya —interrumpió Tommy—, pero sospecho que usted debe conocer algo acerca de los movimientos de miss 0'Hara en el barco, pues de otro modo el caballero que acabo de echar no se habría dado tanta prisa en visitarme.

—Le diré cuanto sé. El embajador estadounidense se encontraba a bordo. Un día, al pasar yo frente a su camarote, vi a una mujer dentro que hacia algo tan extraordinario que me obligó a detenerme y a observar. Tenía una bota de hombre entre las manos...

—¿Una bota? —gritó excitado Tommy—. Perdone, señorita. Prosiga.

—Sí, una bota, en cuyo fondo, y con ayuda de unas tijeras, logró esconder algo que a la distancia a que yo me hallaba era imposible de precisar. En aquel momento el doctor y otro hombre se acercaban a lo largo del corredor y vi cómo ella se desplomaba sobre el sofá, lanzando débiles gemidos. Esperé y por lo que pude oír de la conversación comprendí que el desmayo era fingido y se trataba de una simple comedia. Tommy asintió con un movimiento de cabeza.

—Siga usted —dijo.

—Me da vergüenza explicar lo que a continuación sucedió. Sentí curiosidad. Había estado leyendo algunas de esas novelas que hoy están en boga y me figuré que habría puesto una bomba o alguna aguja envenenada en la bota de mister Wilcott. Comprendo que es absurdo lo que digo, pero fue tal como lo pensé.

De todos modos, al pasar de nuevo frente al camarote, no pude resistir la tentación, penetré en él y me puse a examinar la mencionada bota. De su forro extraje un pedazo de papel cuidadosamente doblado que me llevé apresuradamente para estudiarlo en mi cuarto con mayor detenimiento. Mister Blunt, en él no había escrito sino unos cuantos versículos de la Biblia.

—¿Versículos de la Biblia? —repitió Tommy, extrañado.

—Por lo menos, y aunque no los entendí, es lo que a mí me parecieron. Creyendo que era obra de una maníaca religiosa, no consideré imprescindible su devolución ni volví a acordarme de él hasta ayer, que se me ocurrió convertirlo en un barquito para que jugara un sobrino mío en su bañera. Al humedecerse el papel observé que cambiaba de color y un extraño dibujo aparecía en su superficie. Lo saqué de la bañera, deshice el juguete y volví a alisarlo cuidadosamente. El agua había actuado de revelador y puso a la vista el escondido mensaje. Era algo así como un calco que representaba la boca de una bahía. Tommy se levantó de la silla como movido por un resorte.

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