Matrimonio de sabuesos (30 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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Pasados los primeros momentos de excitación, Cárter juzgó prudente intervenir.

—¿Quiere usted decirnos exactamente lo que ha sucedido, señora? Desde el principio, a ser posible.

—Esto ha sido un atropello sin nombre. Un atentado del que haré responsable al hotel. Estaba yo buscando mi botella de Killagrippe, cuando un hombre saltó sobre mí por la espalda, rompió una pequeña ampolla de cristal bajo mis narices y antes de darme siquiera cuenta de lo que ocurría sentí que perdía el conocimiento. Al volver en mí me encontré, como vio, tendida en esa cama. ¡Dios sabe lo que habrán hecho con mis alhajas!

—No se inquiete, señora —dijo Cárter con sequedad—, no eran alhajas lo que buscaba esa gente. Se volvió a recoger algo que brillaba en el suelo.

—¿Era aquí donde estaba usted cuando la atacaron?

—Aproximadamente —respondió mistress Van Snyder. Se trataba de un fragmento de cristal fino que Cárter, después de olfatearlo unos instantes, se lo entregó a Tommy.

—Cloruro de etilo —murmuró—. Anestésico instantáneo, pero cuya acción dura sólo unos cuantos segundos. Seguramente ese hombre estaría todavía en la habitación cuando usted volvió en sí, ¿no es cierto mistress Van Snyder?

—¿No es eso acaso lo que estoy diciendo? Creí volverme loca al verle salir y no poder hacer nada para impedirlo.

—¿Salir? —preguntó Cárter—. ¿Por dónde?

—Por otra puerta —señaló una que había en la pared opuesta—. Iba con una muchacha que se tambaleaba como si también hubiese sido narcotizada. Cárter echó una mirada interrogadora a su subordinado.

—Comunica con el próximo departamento, señor. Pero es doble puerta y se supone que tiene el pestillo echado por ambos lados.

Míster Cárter la examinó. Después se volvió en dirección a la cama.

—Mistress Van Snyder—dijo reposadamente—. ¿Insiste usted en afirmar que el hombre salió por esa puerta?

—Claro que sí. ¿Y por qué no había de salir?

—Porque se da la circunstancia de que tiene el pestillo echado por este lado —dijo Cárter con sequedad.

Para corroborar sus palabras hizo girar repetidas veces el pomo.

Una expresión de asombro se reflejó en la cara de mistress Van Snyder.

—A menos que alguien la cerrara después, es imposible que esa puerta hubiese podido quedar así.

Se volvió a Evans, que en aquel momento acababa de entrar en la habitación.

—¿Está usted seguro de que no hay nadie escondido en el departamento?

—Nadie.

—¿Alguna otra puerta de comunicación?

—Ninguna.

Cárter echó una mirada en todas direcciones. Abrió el armario, miró bajo la cama, en la chimenea y tras todas las cortinas. Finalmente se le ocurrió una súbita idea, y sin hacer caso de los gritos de protesta que profería mistress Van Snyder, abrió el baúl guardarropa e inspeccionó rápidamente lo que había en su interior.

De pronto, Tommy, que había estado examinando la puerta de paso, lanzó una exclamación.

—Venga y mire esto, míster Cárter. Ahora veo que es posible que salieran por aquí.

El pestillo aparecía seccionado por una sierra muy fina, sin duda a la altura del casquillo, dando así la impresión de que estuviese encajado.

Salieron de nuevo al pasillo y con ayuda de la llave maestra penetraron en el departamento contiguo. Estaba desocupado. Al llegar a la puerta de paso vieron que una operación análoga había tenido allí efecto. El pestillo estaba seccionado en la misma forma que el otro y la puerta cerrada con llave, ésta retirada para dar mayor viso de realidad a la maquinación. Pero por ningún lado se encontraba rastro de Tuppence o del barbudo ruso que la acompañaba.

—No hay otro acceso al corredor que el de la puerta por donde hemos entrado —dijo el agente disfrazado de camarero— y es totalmente imposible que salieran a través de ella sin que yo les viera.

—¡Entonces habrá que admitir que se han desvanecido como el humo! —exclamó agitado Tommy.

Cárter, sereno, sopesaba en su cerebro todos los pros y los contras de la situación.

—Telefoneen abajo y pregunten quién o quiénes fueron los últimos ocupantes de este departamento y fecha en que lo abandonaron.

Evans, que les había acompañado, dejó a Clydesly de guardia en el otro departamento y se dirigió a cumplimentar la orden. A los pocos momentos dejó el aparato.

—Un jovenzuelo francés, inválido, llamado Paúl de Vareze, acompañado de una enfermera del hospital. Salieron esta misma mañana.

—¿Un... muchacho inválido? —tartamudeó palideciendo—. ¿Una enfermera...? Pues sí... se cruzaron hace unos minutos conmigo en el pasillo. Nunca pude imaginarme que tuvieran nada que ver con este asunto. Les he visto merodear con frecuencia por estos alrededores.

—¿Está usted seguro de que eran los mismos de las veces anteriores? —gritó Cárter—. ¿Seguro? ¿Les miró usted bien?

—Sí he de decir la verdad... no. Toda mi atención estaba concentrada en los otros, en la muchacha y el hombre de la barba rubia.

—Sí, sí, comprendo —replicó Cárter con un gruñido—. Con seguridad contaban ya con ello.

Tommy se inclinó de pronto y de debajo del sofá extrajo un pequeño bulto negro que al ser extendido se vio que consistía en el abrigo largo que Tuppence había usado en dicho día, sus ropas de calle, su sombrero y unas barbas rubias.

—Ahora lo veo claro —dijo con amargura—. ¡Se la han llevado, se han llevado a la pobre Tuppence! Ese demonio ruso nos ha tomado el pelo miserablemente. La enfermera del hospital y el muchacho eran sus cómplices. Se instalaron en el hotel durante un par de días sólo para acostumbrar a la gente a la idea de su presencia. El hombre debió comprender a la hora de la comida que estaba atrapado y no perdió el tiempo en llevar a cabo su plan. Probablemente contaba ya con que estas habitaciones estarían vacías, y aprovechó esa circunstancia para preparar, en la forma que vimos, los pestillos. De todos modos, no sé cómo se las compuso para enmudecer a la ocupante del departamento contiguo y a Tuppence, traer a ésta aquí, vestirla con las ropas del inválido, alterar su apariencia personal y salir tranquilamente como si nada hubiese ocurrido. Las ropas estarían ya preparadas de antemano. Pero lo que no puedo comprender es cómo Tuppence se sometió sin lucha a secundarle en esta farsa.

—Yo sí lo comprendo —dijo Cárter, agachándose a recoger un pequeño objeto que brillaba en el suelo y que resultó ser una aguja hipodérmica—, porque fue narcotizada previamente.

—¡Dios mío! —exclamó Tommy—. ¡Y ese hombre habrá podido escapar!

—Eso todavía no lo sabemos —replicó rápidamente Cárter—. Recuerde que todas las salidas del hotel están vigiladas.

—Sí, al acecho de un joven y de una muchacha. No de una enfermera y de un joven inválido. ¿Qué se apuesta a que ya no están en el hotel? La sospecha de Tommy resultó ser cierta. Al indagar, se enteraron de que la enfermera y su paciente habían tomado un taxi hacía sólo unos cinco minutos.

—Escuche, Beresford —dijo Cárter—. Sabe usted bien que removeré cielo y tierra si es preciso para encontrar a su mujer, pero, ¡por lo que más quiera!, procure conservar la calma. Ahora me vuelvo a la oficina. Dentro de cinco minutos pondré en función a toda la maquinaria criminalista del departamento, y los encontraremos aunque se escondan en los mismos infiernos.

—¡Mire que ese ruso es muy listo! Basta con ver cómo ha llevado a cabo ese golpe. Sin embargo, confío en usted y... ¡Dios quiera que no lleguemos demasiado tarde!

Salió del Blitz y merodeó algún tiempo como atontado sin saber, en realidad, hacia donde dirigir sus pasos. Se sentía paralizado.

Sin darse cuenta se encontró en Green Park y allí se dejó caer pesadamente sobre uno de los bancos. En su abstracción ni siquiera se dio cuenta de que alguien se había sentado al otro extremo del mismo hasta oír una bien conocida voz que le decía:

—Hola, señor.

—Hola, Albert —contestó tristemente.

—Estoy enterado de todo, señor, pero yo en su lugar no me lo tomaría tan a pecho.

—¿Que no te lo...? ¡Ah, Albert, qué fácil es decir eso!

—Piense, señor, en los brillantes detectives de Blunt, a quienes nadie hasta ahora ha conseguido hacer morder el polvo de la derrota. Y si usted me lo permite le diré que oí lo que discutía esta mañana con la señora acerca de Poirot y de sus células de materia gris. ¿Por qué no hacer uso de ellas ahora y analizar fríamente lo que se podría hacer?

—Es más fácil usar materia gris en la ficción que en la vida real, Albert.

—Bien —insistió el adolescente casi con agresividad—. Pero no creo que haya nadie en el mundo capaz de poner a la señora fuera de combate con la facilidad que usted supone. Ya sabe cómo es; como esos huesos de goma que se compran para que los muerdan los perritos, ¡indestructibles!

—Albert —dijo conmovido—, eres realmente alentador.

—Entonces, ¿qué le parece si usamos un poco nuestras células grises?

—¿Sabes que eres terco, Albert? Bien, procuraré darte gusto. Trataremos, pues, de ordenar los hechos con un poco de serenidad y método. A las dos y diez, exactamente, nuestro sujeto entra en el ascensor. Cinco minutos después hablamos con el ascensorista y al oír lo que dice resolvemos subir al tercer piso. A las dos y... digamos diecinueve minutos entramos en el departamento de mistress Van Snyder. Vamos a ver, ¿hay algo en todo esto que pudiera llamarnos especialmente la atención? Hubo una pausa.

—¿No había por casualidad algún baúl por los alrededores?


Mon ami
—replicó Tommy—. Veo que no comprendes la psicología de una mujer estadounidense que acaba de regresar de París. Había por lo menos dieciocho o veinte baúles en la habitación.

—Lo que yo quise decir es uno con suficiente capacidad para esconder en él el cuerpo de una persona. No vaya a figurarse que me refiero al de la señora, ¿eh?

—Miramos en los dos únicos que realmente podían haber contenido un cuerpo. Bueno, ¿qué hecho significativo le sigue en orden cronológico?

—Ha pasado usted por alto uno, cuando la señora y el ruso disfrazado de enfermera se cruzaron con el camarero en el corredor.

—Sí, un golpe atrevido, por cierto. Podían haberse dado de bruces conmigo en el vestíbulo. Y rápido, porque... Tommy se detuvo de pronto.

—¿Qué le pasa, señor? —preguntó Albert.

—Espera,
mon ami
, espera. No hables. Acabo de tener una pequeña idea, estupenda, colosal, de esas que tarde o temprano acuden a la mente de Poirot. Pero si es así... si es como me figuro... ¡quiera Dios que no lleguemos demasiado tarde!

Echó a correr seguido de Albert, que, casi sin aliento, no cesaba de preguntarle:

—Pero, ¿qué es lo que pasa, señor? No comprendo. Al llegar de nuevo al Blitz, Tommy buscó ávidamente a Evans, quien, como siempre, montaba su guardia a lo largo del vestíbulo. Hablaron breves instantes y a continuación entraron en el ascensor acompañados de Albert, que por lo visto no quería perder los incidentes -del final de tan emocionante drama.

Se detuvieron frente al departamento número 318, cuya puerta volvió a abrir Evans con ayuda de la consabida ganzúa. Sin una sola palabra de aviso penetraron en la alcoba de mistress Van Snyder, que seguía tumbada, si bien envuelta esta vez en un magnífico salto de cama. Quedó sorprendida ante lo inesperado, tanto como silencioso, del asalto.

—Perdone nuestra incorrección,
señora
—dijo Tommy, imprimiendo un marcado acento irónico a sus palabras—. Vengo en busca de mi esposa. ¿Quiere hacer el favor de bajarse de esa cama?

—¿Se ha vuelto usted loco acaso? —aulló mistress Van Snyder.

Tommy se la quedó mirando con curiosidad, con la cabeza inclinada significativamente hacia un lado.

—Es usted muy lista, señora, pero el juego ya toca a su fin. Antes miramos debajo de la cama, pero no en ella. Recuerdo haber usado de niño ese mismo escondrijo. Y el baúl, como es natural, preparado para recibir en él, y en el momento oportuno, el cuerpo de la víctima. Todo muy bien planeado. Pero esta vez hemos sido nosotros quienes nos movimos con una rapidez que ustedes no esperaban. Sus cómplices de al lado tuvieron la oportunidad de narcotizar a Tuppence y ponerla bajo las almohadas y amordazar y amarrarla a usted, eso si. Pero cuando más tarde me detuve a reflexionar acerca de ello, ya con orden y método, vi que había algo que no concordaba, y eso era el factor tiempo. ¿Cómo es posible, pensé, que se amordace y amarre a una mujer, se narcotice y se ponga ropas de hombre a otra y cambie un tercero su apariencia personal en el breve espacio de unos cinco o seis minutos? Absurdo. Y, sin embargo, había una explicación lógica. El paciente y la enfermera actuaban meramente en calidad de reclamo para que nosotros siguiéramos su pista mien-tras la
pobre
mistress Van Snyder quedaba sola y dueña completamente de la situación. Evans, ¿lleva usted preparada su automática? Bien, ayude usted, con un poquito de cuidado, a la señora a bajarse de la cama.

A pesar de las ruidosas protestas de mistress Van Snyder, Evans la obligó a abandonar su lugar de aparente reposo. Tommy retiró rápidamente la colcha y levantó las almohadas.

Allí, tendida horizontalmente a través de la cabecera, estaba Tuppence, con los ojos cerrados y la cara cubierta por mortal palidez. Siguió un momento de dolorosa angustia hasta que Tommy pudo comprobar, por la palpitación y el rítmico ascenso y descenso de la cavidad torácica, que su adorada esposa seguía con vida. Estaba narcotizada, no muerta. Entonces se volvió a Albert y a Evans.

—Y ahora, messieurs —dijo dramáticamente—. ¡El
coup
final! Con un gesto rápido e inesperado asió a la mistress Van Snyder por su elaborada cabellera y dio un fuerte tirón. Con gran asombro de todos ésta se desprendió, y quedó colgada de su mano.

—Como me figuré —exclamó—. Señores, tengo el gusto de presentarles a nuestro escurridizo número dieciséis.

Media hora más tarde Tuppence abrió los ojos y vio inclinadas sobre ella las figuras de Tommy y del doctor.

Sobre la escena que a renglón seguido tuvo lugar hubo precisión de correr un pudoroso velo. Pasado el momento sentimental el doctor se despidió, asegurando que su presencia allí era ya totalmente innecesaria.


Mon ami
, Hastings —dijo amorosamente Tommy—, no sabes lo que me alegro de que hayamos podido llegar a tiempo para salvarte.

—¿Conseguimos atrapar al número dieciséis?

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