—¡Me encantaría conocerlo! —aseguró Béatrice, prima de la condesa.
A punto de incorporarse, Rafaela vio ingresar en el patio a Artemio Furia con el desenfado que había adquirido en las últimas semanas. Él se detuvo de pronto ante el inesperado cuadro.
—Disculpen —dijo, y volteó para retirarse.
—¡Señor Furia! —Rafaela abandonó su sitio y caminó hacia él—. Por favor, señor Furia, no se vaya. Me gustaría presentarle a unas amigas —se miraron fijamente—. No se vaya, por favor —le suplicó en un susurro.
—¡Atiemo! —Mimita abandonó la muñeca y a sus nuevos amigos, corrió donde el gaucho y se abrazó a sus piernas. Él la levantó en brazos y continuó observando a la concurrencia con cara difidente.
—Pase, señor Furia, por favor —insistió Rafaela.
—Señoras —dijo Artemio, y se quitó el pañuelo para inclinar la cabeza.
Rafaela atestiguó el instante en que los ojos de Furia se detuvieron en la condesa de Stoneville, y advirtió el cambio en su expresión, cómo la tensión de sus músculos se relajaba, y apreció la lentitud con que se entreabrían sus labios y la luz que pareció circundarlo y que le dio un aspecto de beatitud, como si hubiese hallado lo más preciado para él. No se equivocaba: la condesa de Stoneville había farfullado, casi sin aliento: " ¡Dios mío!", y su semblante también reflejaba el impacto del encuentro con ese hombre. Se contemplaron durante unos segundos.
Al alternar la vista de una a otro, Rafaela cayó en la cuenta de que la tonalidad de sus ojos, los de la condesa y los de Furia, era la misma, ese sólido turquesa, casi inverosímil. Carraspeó, se compuso e inició las presentaciones. El ambiente se había enrarecido y, después de que Furia se excusó, no prosiguió la conversación amena del principio. Media hora más tarde, las invitadas regresaron a San Isidro.
Rafaela se incorporó dentro de la cuba que le habían acondicionado para bañarse. El agua tibia despedía el perfume del aceite de bergamota, y, si movía la cabeza, la inundaba el del aceite de almendras que llevaba en el pelo. Los aromas que desde hacía años formaban parte de su vida habían adquirido un nuevo significado, el que les había dado el señor Furia. No usaría de nuevo su perfume sin pensar en él, ni se frotaría con el bálsamo de melisa sin recordar el efecto que le ocasionaba, ni se colocaría manteca de cacao en los labios sin evocar la voracidad de sus besos.
Una lágrima se mezcló con las gotas de agua que humectaban sus mejillas. Artemio Furia había deseado a la condesa de Stoneville con una intensidad que no había podido ocultar; la deseó abiertamente, como su espíritu arisco y libre se lo permitía. Por su parte, la condesa de Stoneville se había conmovido ante la belleza de sus facciones y la imponencia de su figura. En cierta manera, la comprendía; ella también había sido víctima del conjuro que ese hombre echaba sobre las mujeres, el conjuro que a ella la había privado de cordura, moral y sentido común. Recordó las palabras de Creóla, que parecían tan lejanas en el tiempo:
La Felisarda dice que a Furia, donde sea que vaya, nunca le falta un palenque donde rascarse. La campaña ha de estar poblada de sus guachitos.
Y pensó en la actriz, la tal Albana, y en las otras que lo amarían. Un hombre como él no permanecería fiel a un amor si existían tantas mujeres dispuestas a entregárselo a manos llenas.
Rafaela lloró en silencio y amargamente. Lo quería sólo para ella o no lo quería. Se puso de pie y permaneció quieta en la cuba, aguardando a que el agua escurriera junto con las lágrimas. Bajó la vista y se miró. Estaba desnuda por completo. Ya no usaba el camisón de liencillo para bañarse, otra costumbre decente a la que había renunciado desde la pérdida de su virginidad. De pronto, la urgió la determinación de recuperar lo que había abandonado por él. Necesitaba aferrarse a las máximas y a los principios desechados durante esas semanas de locura y pasión. Resultaba imperioso volver a ser la Rafaela de antes.
Dio un respingo y ahogó un chillido al advertir que alguien se movía en la habitación. Artemio Furia emergió de un sector oscuro y caminó hacia el círculo donde la bujía echaba una luz trémula y amarillenta. La contemplaba con una severidad que le dio miedo. Se cubrió los pechos y el triángulo entre las piernas. ¿Cuánto tiempo había permanecido oculto, observándola? Podía ser sigiloso si se lo proponía.
—¿Cómo entró en la casa? —quiso saber, con voz quebrada.
—La Creóla me dejó entrar. ¿Qué pasa? —se dirigió a ella en un susurro áspero y exigente—. ¿Por qué llora? ¿Por qué se cubre?
Rafaela salió de la cuba y se envolvió con la toalla. Volvieron a mirarse a través de la corta distancia y de la penumbra. Lo vio avanzar con rapidez, sin arrancar un sonido al piso de ladrillos, y caer sobre ella para tomarla por los brazos, justo bajo las axilas. La sacudió para que lo mirase, pero ella se negó.
Artemio quería que le dijera a la cara que ya no lo amaba, que la visita de sus amigas refinadas la había llevado a evaluar cuánto perdía al unirse a un pana como él. El mal presentimiento que lo embargó al ver a ese grupo tan peripuesto junto a su Rafaela, que ya no vestía las sayas y blusas de género barato sino un jubón y una basquina costosos y que se había coloreado las mejillas y peinado con un tocado bastante complicado, permaneció el resto de la tarde y creció por la noche mientras el tiempo pasaba y ella no se escabullía para encontrarse con él. En ese momento, sintiéndola fría, las sospechas se convirtieron en certezas.
—Dígame lo que tiene que decirme —le exigió, cerca de los labios.
—¿Qué tendría que decirle?
—¿Por qué no vino a mí esta noche? 'Tuve esperándola como un zonzo ahí juera.
—¿Tengo que ir cada noche?
Artemio hundió sus dedos en la carne de Rafaela y apretó el ceño. Hizo ademán de hablar y calló. Sus respiraciones agitadas componían el único sonido de la habitación, que crispaba las feroces emociones en que se hallaban envueltos.
—Cada noche. Sí, cada noche —repitió, con los dientes apretados—, cada día, cada hora, cada minuto. Usté é mía, Rafaela, y la quiero pa'mí, sempre.
—En cambio, usted, señor Furia, no me pertenece —él manifestó su desconcierto levantando las cejas—. Una vez le dije que quería que sus besos fuesen sólo para mí, que usted fuese sólo para mí.
—Y yo le juré que ansina era. Yo no juro al ñudo, Rafaela.
—Pues mintió.
Pensó que la destrozaría. Jamás había visto esa furia en su mirada. Le temió como nunca había temido a un ser humano. Su intensidad y fortaleza la envolvieron y le quitaron la respiración. La mano de Furia se cerró en torno a su cuello y lo apretó, causándole un cosquilleo incómodo en la garganta.
—¡Suélteme! —alcanzó a articular.
—Jama güelva a dudar de mi palabra. E porque soy lo que soy que ya no me quiere, ¿verdá? ¡Dígamelo! No sea cobarde.
—¿Qué dice? ¡Es usted un necio! ¡Lo quiero! ¡Lo quiero de esta manera desesperante! ¡Lo quiero a pesar de saber que usted no merece mi amor! Porque para usted, yo sólo soy una más.
Furia se echó hacia atrás como si hubiese recibido un empujón.
—Usté é l'única —dijo, con escaso aliento, y se quedó mirándola, sin pestañear, agitado, perplejo.
—¡Descarado! ¿Cómo se atreve a decirme que soy la única después de haber devorado con la mirada a la condesa de Stoneville? ¿Piensa que soy idiota? ¿Acaso ciega?
—No —dijo en voz baja, y levantó la mano para acariciar el cuello de Rafaela, donde le había hecho daño. Ella se retiró, se alejó, le dio la espalda—. Rafaela —se aproximó con prudencia, temiendo espantarla—. Rafaela, amor mío.
Rafaela se mordió el labio, cerró los ojos y ajustó los brazos en torno a la toalla. Era la primera vez que la llamaba "amor mío". "Dígalo una vez más, señor Furia. Por favor, una vez más."-Amor mío —lo escuchó pronunciar de nuevo, y en un instante se halló en la trampa que constituía su abrazo
.
Él la había obligado a volverse y la apretaba contra su pecho y la besaba y le pasaba las manos por el cuerpo, completamente abandonado a sus instintos y a sus pasiones—. Amor mío —repetía—. Mío. Mío y único.
La toalla cayó a sus pies, y Rafaela quedó perdida entre las ropas y los brazos de él, envuelta en su aroma a tabaco y humo. El género del poncho le raspaba los pezones, el metal del tirador se clavaba en su vientre, y los empeines le picaban a causa de los flecos del calzón. Desnuda y descalza, se sintió pequeña e inerme. Él se erguía como un titán sobre ella.
—Tonce, ¿no va a dejarme?
—No. No podría —admitió ella, ya sin orgullo ni rabia.
Furia le buscó los labios y los devoró. No se trataba de un beso. Él no estaba besándola sino tratando de aplacar en ella la locura de miedo y furia que se había desatado en su interior al creer que la perdía. La lamía, la succionaba, la mordía. Arrastraba sus labios calientes por su boca, sus mejillas y su cuello. Le apretaba el trasero y la restregaba contra su bulto. Rafaela notó que se deshacía del tirador y liberaba su miembro. Lo sintió duro y viscoso contra el vientre.
La tumbó en la cama, y Rafaela, aunque movida por otra disposición, levantó las piernas y le permitió que se introdujera dentro de ella. Artemio vibró mientras se deslizaba en la apretada calidez de su vagina y explotó segundos después. Rafaela lo contempló en el orgasmo, extasiada al verlo abrir la boca en un grito mudo, que terminó por convertirse en un gemido prolongado, ronco, que al final se tornó afónico. La mecía con brutalidad, mientras impulsaba su pelvis para eyacular cada vez más dentro de ella. Se desplomó, extenuado por la pasión.
Rafaela lo envolvió con sus brazos y le besó la cabeza. Alcanzó a comprender que Furia le susurraba:
—Durante el día, intento arrancarla de mi cabeza. Pero cuando cae la noche, la ansio. Tanto. Tanto.
Rafaela guardó silencio y siguió acariciándole la espalda y el cabello, creyéndolo tan suyo que deseó no sentir así. Artemio Furia no pertenecía a nadie. Las lágrimas brotaron y resbalaron por sus sienes.
—Rafaela —pronunció Artemio, conmovido al verla llorar—, hoy, cuando vide a la condesa, me pareció que era otra persona. Creí que...
—¿Qué creyó, señor Furia?
—Creí 'tar frente a mi madre. Creí que volvía a verla. Tuito me la ricordaba, su mirada, el color de su pelo, el de sus ojos.
—Era igual al suyo —apuntó ella—. Turquesa.
—Rafaela, no vide a la condesa como un hombre vide a una mujer, como yo a usté, sino como un hijo a su madre.
—¿Tan parecida es la condesa a su madre?
—Mi madre se jué hace veinte años y a veces su cara se va de mi mente. Pero hoy... Hoy la ricordé como si juese ayer. La condesa me la ricordó.
—Lo siento, señor Furia. Lamento haber desconfiado de usted. Creí morir cuando sus ojos se posaron en ella. La condesa también se mostró afectada. Aunque eso no debería sorprenderme. Sé bien lo que su belleza causa en las de mi género.
Artemio se puso de pie. No apartó la mirada de Rafaela mientras se desvestía. Su pene comenzó a erguirse y sus testículos se volvieron pesados. Lo tenía en un puño, lo dominaba como a un niño sólo por mirarlo de ese modo, por estar allí tendida, desnuda, con las piernas volcadas hacia un costado, los pechos relajados y generosos. Su piel blanca, casi iridiscente, lo atraía en la oscuridad de la habitación. Se acostó sobre ella y escuchó que se le cortaba el aliento al recibir el peso de su cuerpo.
—Rafaela. Rafaela mía. ¿Soy lindo pa'usté? —ella exhaló un suspiro de exasperación que causó la risa de Artemio—. Dígamelo. Dígame que yo le gusto a usté.
—Señor Furia —habló la joven, pasado un momento—, usted sabe lo que pienso porque lo leyó en mi libreta. La primera vez que lo vi me quedé mirándolo como necia, alimentando su vanidad, acrecentando su soberbia. No finja que no lo recuerda porque mi actitud fue tan palmaria que hasta un ciego la habría notado —Artemio lucía divertido con la confesión y volvió a carcajear—. No se ría. Ya ni dignidad me queda para ocultarle que imagino a las otras, mirándolo como yo lo hice, boquiabiertas y ofreciéndose a usted para que las ame; los celos me ciegan y despiertan en mí una hostilidad que no sabía que existía en mi interior. Me hacen sentir mundana y frivola.
—Le juré que era sólo pa'usté —insistió, mientras la besaba en el cuello y le imprimía un caricia húmeda y caliente en su descenso hasta los pechos.
—¿Qué ha visto en mí, señor Furia? —se arqueó y jadeó cuando Artemio usó la punta de su lengua para dibujarle el contorno de la areola—. No soy hermosa como la condesa ni como mi prima Cristiana, la que conoció en
Bosque Alegre.
¿Qué ve en mí cuando me mira?
Artemio sonrió sobre su pezón y se propuso no iluminarla acerca del efecto que causaba en los hombres; por ejemplo, no le mencionaría que don Juan Andrés había quedado medio enamorado de ella, ni que Mariano Orma, amigo de Buenaventura Arzac, andaba preguntado por la señorita de las flores ni que Manuel Belgrano la admiraba como a pocas. En verdad, su belleza se soslayaba con el primer vistazo, porque no se reducía a facciones perfectas sino a un conjunto de elementos —el matiz de su voz, la tonalidad untuosa y pareja de su piel, la dulzura de su carácter
,
la buena disposición que mostraba, los aromas que despedía su cuerpo, el color y tamaño de sus ojos, su pasión por las plantas, la voluptuosidad de su figura y la poca conciencia de sí misma—, los cuales, a medida que iban descubriéndose —y sólo los descubriría aquel que contara con la paciencia y el discernimiento para ver más allá de una simple cara bonita—, delineaban a una persona completa, cuerpo, alma y temperamento, que podía definirse con la palabra "tesoro". Quien ganase su favor, jamás querría perderlo. Artemio experimentó una exultante euforia: Rafaela Palafox sólo le había pertenecido a él, y si bien lo fastidiabaque hubiese amado al tal Juan de Dios, se consolaba diciendo "A nadie ha querido como a mí", porque a nadie se había entregado en cuerpo y alma. Para eso lo había elegido a él, un gaucho, un mal entretenido.
La tomó por los hombros y, riendo, dio un giro en la cama para quedar de espaldas, con Rafaela a horcajadas sobre su pelvis.
—¿Quiere saber qué veo cuando la miro?
De pronto, Rafaela no quería saber. Ella no era bonita. ¿Qué le diría? No deseaba que le mintiera para complacerla. Se inclinó sobre él y le ofreció sus pechos porque, al menos de eso estaba segura, él los encontraba apetecibles. Se los pasó por las mejillas y se estremeció con el contacto de su barba. La tenía espesa y dura. Hacía días que no se rasuraba.