Aunque formuló la pregunta intentando mostrarse desapegado, la respuesta se convirtió en una dura prueba para su mal genio. Nunca una mujer había despertado esos celos en él.
—¿Qué pasó con el muchacho?
—Murió peleando contra los británicos en el año siete.
—¿Y a quién pertenece aura su corazón?
—¡A usted! —contestó ella, casi ofendida.
Él estiró las manos y empujó la bata con lentitud deliberada, dándole tiempo para que comprendiese lo que ocurriría, para que dijese que no. La seda le lamió las pantorrillas hasta formar un montículo a sus pies. Furia la mantenía aferrada con el poder de sus ojos, y Rafaela se dio cuenta de que aguardaba a que lo rechazara mientras ella ansiaba que prosiguiese. Se encontraban atrapados en la red de su anhelo. Rafaela jadeó cuando Artemio le pasó las palmas sobre las protuberancias que habían formado sus pezones bajo la batista del camisón. La sensación de aquel simple roce y la promesa de emociones más intensas ejercían sobre ella un poder al que no presentaría batalla. Que su mente despotricara cuando quisiese; su cuerpo no tenía intenciones de detenerse.
Furia la sorprendió tomándola entre sus brazos y pegándola a su cuerpo. Le suplicó al oído:
—Rafaela, no quiero que mañana se arripienta de ser mi mujer. Deténgame aura si mañana sentirá asco de mí.
La sonrisa suave de Rafaela lo desarmó. No recordaba haberla visto tan tranquila ni dueña de sí. Lo que ella expresó a continuación, le arrancó lágrimas, a él ,que desde la muerte de sus padres no había vuelto a derramarlas.
—Lo amo, señor Furia, así como es usted, mal hablado, pendenciero, con argollas en la oreja, con un genio que hace honor a su apellido y hasta con olor a caballo. Lo amo como nunca amé a nadie porque nunca conocí a nadie con su nobleza, su pasión por el trabajo y su respeto por el prójimo. Lo admiro por su coraje, señor Furia, y por su orgullo sin vanidad. Lo amo porque usted es de las pocas personas que le mostró cariño a Mimita. Pero sobre todo lo amo porque a su lado no tengo miedo.
—¡Rafaela! —exclamó, enloquecido, y la abrazó con fiereza, sacudiéndola como si se tratase de una muñeca rellena de estopa en su codicia por conquistar con la boca y las manos cada centímetro de su cuerpo.
Ella siguió hablándole, con el aliento entrecortado, con la cabeza echada hacia atrás y el cuello expuesto a los besos, los mordiscos y a la intemperancia del gaucho.
—No lo conozco. Poco sé de su vida y de su índole. Sin embargo, confío, confío ciegamente en usted, señor Furia.
Pronto la tuvo desnuda frente a él. Era tan blanca que brillaba en la oscuridad. Le apartó el cabello para revelar sus pechos grandes y pesados. Se deleitó con la expresión que le alteraba las facciones mientras él le tocaba los pezones con la punta del índice, y sonrió al verla tambalearse y morderse el labio ante el impacto de la caricia. Se deshizo de la rastra y del tirador, del chiripá y de los calzones. Rafaela, con el brazo cruzado sobre los pechos y una mano ocultando el monte de Venus, lo observaba en silencio mientras él se bajaba las bragas. Se le demudó el gesto ante la visión del miembro erecto, y Furia advirtió que desviaba la vista y evitaba volver a mirar entre sus piernas.
La inminencia del acto definitivo e irreversible que se encontraba a punto de concretar le causaba pánico, que no bastaba para ahogar el deseo y la pasión que rugían como una tormenta en sus oídos y le llenaban de latidos y dolores el cuerpo y de osadía la conducta. Se aproximó y le pasó las manos por los brazos que habían sojuzgado al toruno. Su cuerpo despedía un aura de fuerza y poder que la conmovía y la hacía sentir a salvo. Por instinto supo que él jamás volvería esa fuerza contra ella. En puntas de pie, sintiendo cómo el torso velludo de él le tocaba los pezones, le besó la venda en el hombro y siguió subiendo por el cuello hasta alcanzar el lóbulo de su oreja y mordisquearlo. Lo hacía temblar, lo escuchaba exhalar con ruido, y la novedad de esa influencia sobre él acentuó el carácter osado y libre de su genio. Ni por un segundo volvió la vista atrás ni pensó en sus deberes hacia Dios o su familia, menos aún se preocupó por el futuro. ¿Cómo pensar en las consecuencias en un momento como ése?
Artemio perdió todo rastro de sumisión cuando la aferró por las nalgas y refregó su falo henchido de sangre en la entrepierna de ella. La obligó a arquearse para apoderarse de su cuello y rendirlo a la voracidad de su boca. Y ella se abandonó a sus besos y, aunque no adivinó su intención, le permitió que le sujetase la muñeca y le guiase la mano. Rozó algo húmedo y duro. Los dos reaccionaron al mismo tiempo: él profirió un ronquido a causa del contacto, y ella, una exclamación de pasmo y vergüenza. Furia la obligó a cerrar el puño en torno a su pene antes de regresar y perderse en su cuello. Era inexperta, pensó, ya que se limitaba a conservarla mano cerrada. No obstante, eso bastaba para enardecerlo. La obligó a recostarse sobre la marisma para cubrirla con su cuerpo y ocultar la luz de su piel, para cerrarse sobre ella y absorberla en él. La besó, infinidad de veces, le bañó el rostro y el cuello con su saliva y, cuando su boca mamó sus pechos, la hizo gritar.
—¡Quiero que sus besos sean sólo para mí! —la escuchó suplicar—. ¡Quiero que usted sea sólo para mí!
—¡Sí, sí, se lo juro!
Apresada en esa red de gemidos, gritos y placer, Rafaela pensó que jamás se había encontrado tan fuera de control y se dijo también que su imaginación no habría bastado para revelarle la profundidad que alcanzaba la intimidad entre un hombre y una mujer, o más bien, entre un gaucho y una mujer. La hipocresía no ganaría esta vez: ella era tan impúdica, descarada e irreverente como ese montaraz. Sin embargo, como una reacción autómata que no nacía de su verdadera índole sino de los nudos atávicos que la sujetaban desde la infancia, cerró las piernas al percibir que él le hurgaba ese sitio que ella apenas se tocaba al higienizarse y que nunca había visto.
—Tranquila —le susurró Furia—. Ya 'tá preparáa —añadió.
Le separó las piernas y la penetró con un impulso sordo. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que, debajo de él, yacía una virgen. El desgarrón que propició con su pene le retumbó en los oídos. El chasquido del himen roto se reprodujo como un eco junto con los gritos de dolor de Rafaela, y su garganta se anegó de un sabor ferroso, como el de la sangre. Permaneció inmóvil, suspendido sobre ella, impotente ante la expresión doliente de sus facciones. Resolló, asombrado, algo furioso también.
—¿Qué mierda...? Usté... ¡Usté tiene una hija, carajo! Mimita...
Aun en la penumbra, Furia advirtió la palidez que se apoderaba de las mejillas de Rafaela y de la tonalidad violácea de sus labios. Salió de ella con extrema suavidad y se puso de pie. La vio colocarse de costado y cerrarse sobre sí misma. La sangre de la joven goteaba de su glande. Temió haberla lastimado más de lo normal. Corrió por una toalla, la envolvió y la cargó hasta su puesto, con Quinto y Cajetilla por detrás. Percibió como la rigidez de la muchacha le ocasionaba contracciones en los músculos. Abrió la puerta de un puntapié y la depositó sobre el catre donde había extendido el cojinillo y las caronas a modo de colchón. Ella, de inmediato, pegó las rodillas al pecho y volvió a cerrarse, transmitiéndole su miedo y rechazo.
Acercó a la cama un caparazón de mulita que, a modo de lebrillo, contenía agua limpia. Buscó uno de los pañuelos que usaba para cubrirse la cabeza, uno recién lavado, de un algodón suave. Lo empapó en el caparazón y lo estrujó. Realizó una delicada presión en las rodillas de Rafaela para que abriera sus piernas.
—No, por favor. No.
Artemio se inclinó y le besó la sien. Le habló sin apartar los labios.
—Rafaela, ¿por qué no me alvirtió que era virgen?
—Creí que lo sabía —su respuesta surgió como una exhalación.
—Mimita, ¿ella no é su hija, 'tonce?
—Mimita es mi hermana —admitió por primera vez.
—Quiero limpiarla como usté hizo conmigo. Por favor —le suplicó, apoyándole los labios todo el tiempo en la mejilla, en el ojo, en la sien—. 'Tara má cómoda dispués, lo prometo.
Se movió con cuidado para quedar de espaldas sobre el recado, si bien mantuvo los ojos cerrados, los labios fruncidos, los brazos sobre los senos y no abrió las piernas, por el contrario, las apretó para ahogar el persistente latido. Artemio no intentó apartarlas. Acarició su vientre y le humedeció los muslos con el pañuelo. Sentado en el piso, le susurró cerca del oído para calmarla con una cadencia áspera en la voz.
—'Tonce, usté ha sío solamente mía. Nunca jué de ese muchacho, el que luchó contra los herejes.
La negativa de Rafaela resultó casi imperceptible.
Se despertó sin sobresaltos. Levantó los párpados y percibió el brillo de la cabellera de Furia. Poco a poco, sus lincamientos cobraron nitidez. Él se hallaba de costado, en el catre y, con la cabeza apoyada en la mano, la contemplaba de un modo que le transmitió paz. Se preguntó cuánto tiempo había dormido. Parecían horas transcurridas plácidamente. Durmió como hacía meses no dormía.
—Perdón —la voz apenas le salió.
—¿Porqué?
No pudo explicarle. Movió la cabeza para evitarlo. En ese momento, la belleza de ese hombre le molestaba. Sintió que Furia depositaba pequeños besos en el filo de su mandíbula hasta llegar al mentón.
—Vivimos pidiéndonos perdón —marcó él, con una risa—. É usté tan comedía que tiene miedo de equivocarse a cada paso.
—¿Por qué pensó que Mimita era mi hija?
—E lo que dicen.
—No me extraña —admitió con ecuanimidad, aunque la declaración de Furia la había turbado, ella no se hallaba al tanto de las murmuraciones—. ¿Piensa usted mal de mí, señor Furia? —por el gesto de él, supo que no comprendía la pregunta—: Por haberme entregado a usted —explicó—, como una mujer de la mala vida —acotó, y Furia debió inclinarse para oírla—. Me entregué a usted sin estar casados. Es que no pude resistirme. No puedo resistirlo a usted. Esto que siento es más fuerte... No puedo contra esto.
—La verdá la hará libre —citó él, con una sonrisa—. Y la liberta es lo más preciao que tenemos. Naides con el alma en la chirona é feliz. Sea libre, Rafaela. Conmigo, nunca finja lo que no é. Conmigo, sea libre.
Parecía el demonio que la tentaba con palabras dulces y pecaminosas.
—¿En verdad no piensa mal de mí?
—¡No! —se lo dijo sobre los labios, con un ardor que le reblandeció las extremidades.
—Hágame su mujer, entonces —el negó con la cabeza—. Por favor.
—Sufrirá y no quiero.
—Estoy siendo valiente para usted, señor Furia. No me rechace. Quiero ser su mujer. ¿Es que ya no me desea?
—Nunca he deseao a otra como a usté.
—Ahora me siento incompleta sin usted dentro de mí. ¡Compléteme, por favor!
Rafaela cerró los puños en las sienes de Furia. Él la estudió con esa fiera intensidad a la que no llegaba a acostumbrarse. Lo que sentía por él la desbordaba, resultaba incontrolable además de indescriptible pues jamás imaginó que se pudiera experimentar ese cataclismo de emociones.
—Artemio, amor mío —musitó.
Un gemido oscuro brotó de la garganta de Furia. La cubrió con su cuerpo para concederle lo que ella necesitaba en ese momento; para su deleite, sin embargo, tendría que esperar. El cuerpo virgen de Rafaela habría sido incapaz de recibirlo por completo esa noche.
—Mi madre decía: "Con besos tuito se cura".
Rafaela comprendió el significado de sus palabras cuando Furia le frotó el monte de Venus con el mentón antes de que su cara desapareciera entre los rizos de su pubis. Exclamó y gimió, escandalizada y excitada, al darse cuenta de que con su lengua le describía la zona prohibida. "Sea libre", la había conminado.
Ella sabía a gloria. Una réplica de los sabores y los olores de su boca y de su cuello se hallaba oculta entre los labios de su vulva, con dejos de un intenso dulzor. ¿Qué clase de mujer era ésa que sabía a fruta madura, a almíbar? La lamió como un gato lame la leche del cuenco hasta dejarla blanda y húmeda, lista para recibirlo.
Con los antebrazos apoyados a los costados del rostro de Rafaela, cuidando de no cargar todo su peso sobre ella, atento a cada detalle, a cada una de sus reacciones, la penetró con una lentitud y una paciencia que jamás habría empleado con otra. Lo hacía por ella, porque ella era especial, su Rafaela, su Rafaela de las flores y de los aromas como hechizos, Rafaela, la industriosa y la señorita bien, la temerosa y la valerosa, la recatada y la lujuriosa, la etérea y la carnal. "Rafaela mía." Existió un chispazo de conciencia antes de eyacular dentro de ella, antes de que su simiente —la que se había cuidado de no esparcir por la campaña y la ciudad— bañara las entrañas de esa mujer.
La libertad
Nunca dudó, nunca se arrepintió, nunca sintió temor porque sabía que ese ardor que la consumía y le quitaba la paz, lo consumía a él también. Le había entregado su virginidad; la única dote con que contaba era de él, un gaucho, un descastado, un ser despreciado. La pérdida la había lastimado físicamente; sin embargo, de aquel lacerante dolor sólo conservaba la sensación de embeleso y de dicha por haberse convertido en la mujer de ese hombre. Comprendía que, durante todos esos años, no había sido el miedo su peor compañero sino la falta de libertad. Era libre. Y poderosa. Y hermosa. Y amada. Y deseada. Y, sobre todo, era del gaucho Furia. Y era de él porque la tomaba donde se le antojaba, al igual que ella lo tomaba a él cuando quería. Se miraban de lejos, codiciando el cuerpo del otro, y se buscaban hasta encontrarse. Por esos días, Rafaela escribió en su libreta:
Me encuentro tan feliz que es como si mi alma se expandiera y desbordara los límites de mi cuerpo.
Entre ella y Creóla, habían limpiado el cobertizo y dispuesto la carreta con mantas y almohadones y una caja de madera que cubrieron con un mantel y donde acomodaron frasquitos con los perfumes y aceites que Artemio quería olerle en el cuerpo. Parecía el estrado de tía Clotilde, un sitio apartado, elevado sobre el terreno, frivolo y confortable, donde se amaban hasta la extenuación. Después, mientras sus cuerpos se secaban y las pulsaciones bajaban a ritmos normales, Rafaela le daba fruta en la boca. Había descubierto que las frutas eran su debilidad, junto con la torta de patay. Le gustaba descubrir los secretos del gaucho Furia, la fascinaba verlo reír a mandíbula batiente o inerme y entregado cuando alcanzaba
,
un orgasmo. Le encantaba jugar con él, poner pedazos de durazno amarillo en sus pezones y ofrecérselos; o esconder una flor entre sus piernas, que él le quitaría con los dientes; o esparcir té de menta tibio en la depresión que formaba su vientre para que él lo bebiera. En ocasiones, se estudiaba en el espejo y sonreía con las mejillas coloradas por lo impúdica que se había vuelto. "Sea libre", la había invitado Furia, y ella cumplía el mandato. "Ésta es la verdadera Rafaela", se decía, la que se había entregado sin reservas, sin dejar nada atrás, Lo amaba con locura. Él lo sabía, se lo había confesado esa primera noche, porque ella no habría sido ella si no se lo hubiese dicho. Su impulsividad —que el padre Cayetano llamaba "desafuero"— la caracterizaba. "Sea libre", y así lo había sido. Él, en cambio, se mantenía como un hombre de pocas palabras, circunspecto y ecuánime, salvo en el sexo, porque se mostraba distinto en la intimidad, y era cuando Rafaela más cerca lo sentía, aunque él no hubiese pronunciado lo que ella tanto anhelaba oír: " La amo". Después de todo, él seguía siendo el gaucho Furia, un hombre hosco y corto de genio.