—Estoy domándolo pa'usté, señorita. Pa'enseñarle a montar.
—¡Oh!
Creóla, fuera de la vista de Rafaela, se tapó la boca para no carcajear ante el sonrojo y la expresión lastimosa de su ama, y le guiñó un ojo al gaucho, que continuó serio. Caminaron en dirección a la casa en tanto Furia exponía los avances del rodeo y de la tropilla de caballos.
—Señor Furia —lo interrumpió Rafaela—, ¿cree usted que debería despedir a don Íñigo y colocar a otro en su lugar?
"No es ninguna tonta", caviló Artemio. Hacía tiempo que él sospechaba que Íñigo había tomado parte en el robo del ganado. Sin embargo, al carecer de pruebas, prefería callar. Además, estaba tan lejos de convertirse en un soplón como de volverse turco.
—Si usté me lo pregunta, señorita, é porque le ha perdió la confianza al Íñigo. Y sin confianza, no hay náa.
—Tiene razón. De todos modos, es una decisión que no me compete. Será mi padre quien se ocupe de este asunto, cuando regrese —añadió, y enseguida cambió de tema—: ¿Cuándo estima que las vacas se encontrarán prontas para ser vendidas?
Artemio la estudió de soslayo y advirtió la ansiedad con que esperaba su contestación, y de nuevo se dio cuenta de que podía leerla como un libro. "Es demasiado franca y abierta." No tuvo corazón para decirle que, si las vendía en ese momento, obtendría muy poco dado lo enflaquecidas que estaban.
—Señorita, ¿usté anda urgida de riales?
A Rafaela le tomó un instante comprender qué le preguntaba —aún no se habituaba a la jerga de los paisanos— y otro, intuir que el hombre se disponía a ofrecerle un préstamo.
—¡Oh, no, señor Furia! —se apresuró a contestar—. No, no, sólo quería saber.
"Y también es orgullosa", completó Artemio, y bajó el rostro para ocultar una sonrisa. "Esta mujer será mía", se juró con una ansiedad que no le era propia, que lo confundía y que al mismo tiempo lo colmaba de exultación.
Los gritos de Bamba acabaron con la agradable atmósfera. Furia corrió a su encuentro, oyó las explicaciones atropelladas y partió a toda carrera hacia los potreros. Rafaela y Creóla iban a la zaga. Hallaron solo a Gabino, que, desde su montura, echaba el lazo, sin éxito, a una vaca encerrada dentro de un corral de dimensiones notablemente más pequeñas, utilizado para realizar las curaciones. Rafaela ahogó un alarido al descubrir a Billy, "el rengo", dentro del corral, con la espalda pegada a los tientos de la empalizada de palo a pique, escabulléndole a la cornamenta de la vaca, el rebenque como toda arma. Bamba se unió a Rafaela y a Creóla y, casi sin aliento, les explicó:
—Billy intentaba curar las heridas llenas de queresas de ese toruno.
—¿Acaso no es una vaca?
—¿Que es un toruno?
—Toros mal castrados, señorita. ¡Tienen el mismo humor endiablao del diablo!
—¿Qué ocurrió, pué? —lo urgió Creóla.
—Al Gabino, que lo pialaba desde ajuera, se le cortó el lazo. El marrajo se soltó y comenzó a perseguir a Billy, indinadísimo porque le había echao salmuera en la herida. Y ahí lo tiene, acorralao. Si hubiera estao Calvú, ya lo habría pialao, pero tuitos se jueron a la pulpería.
—¿Acaso nadie puede enlazarlo? —lo interrumpió Rafaela.
—'Ta difícil porque el muy mal parió se mueve tuito el tempo y se ha sacudió dos veces el lazo del Gabino. ¡Ahí va Artemio! —exclamó Bamba, y lo señaló.
Iba montado en pelo; evidentemente no había tenido tiempo de ensillar; ni siquiera llevaba riendas. "Dios mío, protégelo", murmuró Rafaela al verlo ingresar en el corral. La plegaria se deslizó entre sus labios de modo inconsciente. Ella jamás había visto a un animal tan enfurecido como ese toruno, y admiró el coraje de ese hombre.
Furia cruzó al caballo delante de Billy, "el rengo", para escudarlo de una embestida. Rafaela soltó un alarido al ver la mueca de dolor de Furia cuando el animal arremetió contra su pierna. Corrió hacia el potrero y no razonó al trepar a la tranquera, donde se quedó, resollando y llamando al animal, las manos sujetas a los troncos.
—¡Bamba! —la voz-áspera y potente de Furia tronó en la tensión de la escena—. ¡Sácala de ai, carajo!
El despliegue de Rafaela había servido para distraer al toruno, que se alejó en su dirección para embestirla. Artemio Furia se inclinó sobre Billy y lo ayudó a montar detrás de él. Dado que el toruno se había colocado frente a la tranquera atraído por la muchacha, no podían abrirla para permitir que el caballo de Furia saliera. Éste podría haber saltado la cerca si el diámetro del corral hubiese ofrecido espacio para la carrera.
Advertida del dilema, Rafaela corrió hacia el sector opuesto y, con gritos y agitación de brazos, atrajo al animal, que se arrojó contra la empalizada y partió varios troncos. Siguió embistiendo, procurando su libertad para destrozar a la mujer que lo enfurecía. Un momento después, Rafaela vio que un lazo se cerraba en la cornamenta del toruno y lo tiraba hacia atrás. Furia, aún montado en su caballo, apretaba el ceño y fruncía los labios en el esfuerzo por someterlo, tenso el lazo enroscado en su brazo derecho. En la mano izquierda, llevaba la desjarretadera, una pica larga con un filo en el extremo inferior en forma de medialuna. La blandio y cortó con precisión los jarretes del toruno, que se desplomó, echando espuma por la boca y jadeando.
—¡Carnéenlo! —ordenó, rabioso, y saltó del caballo.
Gabino se retrajo al verlo avanzar, consciente de que merecía la catilinaria que Artemio le endilgaría; esa mañana, al ver la resequedad de sus lazos, le había ordenado que los engrasara para evitar que se cortasen, lo que finalmente había ocurrido, poniendo en riesgo a Billy. Furia, no obstante, pasó a su lado, sin mirarlo.
Rafaela lo vio caer sobre ella como un ave de rapiña sobre una liebre. Como ya había vivido esa situación y descubierto la furia en sus ojos turquesa, le tuvo miedo. El gaucho la aferró por los hombros y la sacudió al vociferarle:
—¡En qué mierda 'taba pensando cuando se subió a esa tranquera! ¡Ese maldito animal podría haberla destrozao con sus guampas!
—¡Perdón! ¡Lo siento! —repitió—. ¡Tuve tanto miedo! ¡Tanto miedo!
Se contemplaron durante unos segundos donde la intensidad de la mirada los abstrajo del lugar, del tiempo y de los albures. Resultaba evidente que ya eran incapaces de mirarse de otro modo que no revelase la pasión que se inspiraban.
Al notar el brillo que tornaba de un verde intenso los ojos de Rafaela, como el de la gramilla en verano, Furia aflojó la presión en los hombros, sin soltarla.
—Mujer necia, terca, orgullosa —le dijo, con firmeza, pero sin enojo—. Corajuda. Corajuda, caray.
Los demás observaban en un silencio reverente, apenas alterado por el chirrido de los primeros insectos nocturnos y los trinos de las últimas aves. Creóla se aproximó a su ama, la tomó por la cintura y la apartó de Furia. Rafaela se mostró dócil al dar media vuelta y marchar hacia la casa.
De pie frente a la ventana enrejada de su dormitorio, Rafaela esperaba a que el festejo terminara. Prestaba atención a las voces y a los cantos que llegaban desde afuera preguntándose cuándo acabarían. Buenaventura Buena parecía incansable a la hora de tocar la guitarra y entonar canciones. Sobre las voces masculinas, sobresalían las de Felisarda y sus hermanas, la de Mencia también. Comían el toruno sacrificado y festejaban el final feliz de la ordalía vivida en el corral de las curaciones.
Los celos más que la espera la mortificaban. Imaginaba a Felisarda coqueteando con el señor Furia de la manera en que la había pillado en varias ocasiones mientras le cebaba mate, acercándole el escote casi desnudo a la cara y sonriéndole todo el tiempo. Apretó los puños en torno a las rejas de la ventana, donde descansó la frente y cerró los ojos. Se sentía avergonzada. Le costaba creer que se hubiese enamorado del señor Furia. Que la perdonase Dios, pero así era. "¿Qué me sucede?", se preguntó, como tantas veces desde su llegada a
La Larga.
Paredes de orgullo, de moral y de sensatez caían con estrépito en su interior, dejándola inerme y expuesta.
Sonrió ante el recuerdo de la acción temeraria de esa tarde, cuando saltó a la tranquera para captar la atención del toruno, para apartarlo de él, de Artemio Furia, para salvarlo. Ella, la miedosa, la insegura, la cobarde. En verdad, no meditó su acción. Un impulso desconocido la llevó a actuar, y habría sido capaz de una proeza más osada para protegerlo. No le quedaban dudas acerca del amor que le profesaba, un amor como ella no había conocido, que la tentaba a presentarse en el rancho del señor Furia una vez terminada la fiesta. Como poseía una buena imaginación, había inventado varias excusas para justificar su aparición en la vivienda de un hombre soltero y, para peor, de noche, aunque sabía que no existía pretexto que salvara una conducta que su padre y su tía Clotilde habrían juzgado de aberrante. Daría un paso definitivo. Y no tenía miedo.
Se envolvió en su rebozo, tomó la lata con ungüento y salió en puntas de pie hacia el corredor que conducía al patio principal. El silencio delataba el fin de la fiesta. Los puestos, o ranchos, de los peones se hallaban en las inmediaciones de los potreros, hacia el norte de la propiedad y a varas de la laguna. Rafaela caminaba sin otra luz que la de la luna, sin importarle que Mencia hubiese soltado a los perros, sin reparar en que había jaguares, sin pensar en los demás peligros y alimañas. Inspiró profundamente y sonrió. ¡Qué maravilloso era no tener miedo! El corazón le palpitó, desbocado, y lo hacía de alegría, de excitación y de expectación.
Entrevio luz en el rancho de Furia. Caminó decidida hasta la enramada. Allí se detuvo de golpe. Sus bríos comenzaron a desmoronarse al reflexionar que un hombre como el señor Furia no pasaría solo la noche después de las insinuaciones de una joven bonita y descarada como Felisarda. Movida por un anhelo perverso más que por la curiosidad, se aproximó e intentó oír sus voces. Si se hallaban en el interior del rancho, ya dormían o se conducían de modo muy silencioso. Entreabrió la puerta de cuero y tacuaras. No había compartimientos, se trataba de una única estancia escuetamente amueblada y con dos postes de sostén. "Artemio me tenía a guascazos limpios al prencepio, porque yo era muy desbolao y dejaba tuitas las cosas tiráas ande juera." Las palabras de Bamba le vinieron a la mente al comprobar el orden reinante. En la mesa, ardía una lámpara de aceite que echaba una luz pálida y amarillenta sobre dos banquetas y un catre cuyo elástico de cintas anchas de cuero no tenía jergón ni sábanas. Rafaela se preguntó dónde dormiría. Junto a la lámpara, descubrió herramientas cortantes y pedazos de astas y huesos, lo que la llevó a pensar en el collar de cuero trenzado y dijes color púrpura que Furia le había regalado a Mimita. Se acordó de los varios anillos que él llevaba en las manos, todos de hueso. "Los hace él mismo", concluyó. También había un libro, y el hallazgo le provocó una fea sensación. Se trataba de la historia del Caballero de Zifar, incluso había anotaciones en los márgenes. "¡Dios mío! ¿Acaso este hombre sabe leer y escribir?"Giró de pronto la cabeza hacia el sector más oscuro del rancho atraída por un ruido. Algo o alguien se arrastraba. La alcanzó un siseo, o más bien un soplido, el de un gato enojado. Retrocedió de modo mecánico sin apartar la vista del sitio de donde provenía el susurro. Ya distinguía los lineamientos de un animal que se aproximaba al charco de luz. Se mordió el labio para no gritar, horrorizada ante la imagen de un felino gigante, un jaguar, dedujo. El animal casi reptaba con la cabeza entre las patas, el pelo del lomo encrespado y las orejas bajas. La amenazaba exponiéndole los largos y afilados dientes y clavándole sus ojos amarillos. Sabía que empalidecía, que la sangre le abandonaba el rostro. Comenzó a sudar aunque sintiera frío, y un malestar en la boca del estómago trepó hasta convertirse en náuseas.
Luchó contra la desesperación y el pánico para estudiar las posibilidades de escapatoria. La puerta entornada había quedado a varios pasos, a su derecha, y juzgaba poco sabio moverse por temor a provocar al jaguar. No contaba con un arma para defenderse, sólo la lata con ungüento. Podría arrojársela para ganar unos segundos, los que necesitaba para hacerse de la lezna que se hallaba entre los utensilios para tallar hueso. A punto de llevar a cabo su plan, advirtió una presencia detrás de ella y, enseguida, vio una mano de hombre que le rodeaba la cintura y le abarcaba el vientre.
—Tranquila —el aliento de Furia jugueteó en su oreja.
Rafaela se sujetó al brazo que la circundaba al percibir que las rodillas le temblaban. El alivio que experimentó se convirtió en un sollozo.
—Tranquila —insistió él—. Quinto no le hará náa. Él y yo somos viejos amigos.
Rafaela no caía en la cuenta de que clavaba las uñas en el brazo del hombre. Él, sin embargo, no se quejó. Dijo, en cambio:
—Ven, amigo, acércate. Quiero que conozcas a alguien.
—¡Oh, por Dios! —se asustó Rafaela al verlo avanzar, incapaz de advertir el cambio en la actitud del felino.
Furia se acuclilló, arrastrándola a ella, que quedó en medio de sus rodillas separadas y con su brazo aún en torno a la cintura. Al ver que el animal se aproximaba, Rafaela no logró controlar el pánico, giró sobre sus pies y escondió el rostro en el pecho de Artemio.
—¡Por favor, señor Furia! ¡Por favor! Que se aleje. Ordénele que se aleje.
Lo escuchaba reír entre dientes y hablarle al animal. Rafaela sintió una humedad en el brazo y supo que el felino estaba olfateándola. Permaneció quieta, sujetando la respiración, con los dedos hundidos en los hombros del gaucho.
—Vamos, señorita, no sea ingrata con Quinto, que quiere ser su amigo.
Rafaela levantó los párpados lentamente y advirtió que tenía la cara pegada al torso desnudo y velludo del señor Furia. Lo notó mojado, como si acabara de darse un baño, y el aroma a jabón de sosa confirmó la suposición. Se preguntó si tendría cubierta la parte de abajo. Se dio vuelta, no tanto para complacerlo sino para verificar que llevara los calzones.
Furia le tomó la mano y la guió hasta la cabeza del puma. Rafaela dio un respingo al contacto de ese pelaje suave y duro. A contrapelo, pinchaba. El animal apreciaba las caricias porque entrecerraba los ojos y ronroneaba.
—Eres un picaro —lo amonestó Artemio—. Te toca una mujer y te güelves un gatito.
Rafaela rió, estimulada por la seguridad que le infundía Furia a sus espaldas, y se soltó para acariciar al animal por su cuenta, en el lomo y de nuevo en la cabeza. Furia también reía, complacido. Tomó a Rafaela por los codos y la puso de pie. La obligó a girar y a enfrentarlo. Se contemplaron por un momento en el que no pestañearon ni respiraron.