Me llaman Artemio Furia (16 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Influenciada por el carácter estético de Rómulo, Rafaela había arribado a la conclusión de que, después del primer vistazo, las personas en general no le resultaban físicamente agradables; las juzgaba feas o, en el mejor de los casos, mediocres; les encontraba defectos, y estaba segura de que ella causaba la misma impresión. Con el tiempo y la ayuda del cariño, las personas que en un principio le habían parecido poco atractivas, se volvían bonitas y agradables, como el caso de Corina o Lupe Moreno. Con ese hombre, con ese gaucho tosco y parco, le ocurría lo opuesto: de un vistazo, el primero, estaba pareciéndole lo más hermoso que había visto.

Adivinó que Peregrina se acercaba; podía oler su perfume, Agua de Paraíso, una de sus fragancias más logradas, que le había regalado para su onomástico. Furia desvió la atención de Íñigo, y Rafaela dedujo que había reparado en la esclava, una cuarterona muy agraciada. No obstante, al descubrir el objeto de su interés, se asombró: contemplaba a Mimita, en brazos de Peregrina, y lo hacía con una expresión renovada, mansa y bondadosa. La niña, a su vez, le ofreció una sonrisa de dientes como piedritas puntiagudas. Resultaba tan infrecuente verla sonreír, sobre todo a un extraño, que Rafaela soltó una corta carcajada de dicha. Al desviar la mirada, se topó con los ojos de Furia que la contemplaban con impertinente intensidad.

Ese mismo día, a la hora del crepúsculo, Rafaela pasaba un momento en el comedor, simulando leer
Visión deleitable de la filosofía y de las otras ciencias
cuando, en verdad, meditaba acerca del señor Furia. No conseguía apartarlo de su mente. "Soy Rafaela Palafox y Binda", se había presentado ella. "Lo sé", había contestado él. La respuesta la llenaba de conjeturas.

Felisarda, la hija mayor de Íñigo, que, junto con Mencia, su esposa, se ocupaba de la cocina y de la limpieza, se presentó en la sala.

—Niña Rafaela, Juria pide verla, niña.

—Dile que pase.

—¿Aquí? —se extrañó, y Rafaela asintió, pensando que debería mandar llamar a Creóla o a Peregrina para no recibirlo a solas, desistiendo casi de inmediato incitada por una rebeldía nacida de la desilusión. La confesión de Cristiana le había robado la paz, la había enojado y llenado de rencor. De pronto se sentía con derecho a romper las reglas.

Se puso de pie al verlo cruzar el patio y se movió en su dirección cuando el gaucho entró por la contraventana. Caminaba de un modo peculiar, algo desmañado, con la cabeza y el torso echados hacia delante; a pesar de los ropajes, advirtió que sus piernas, muy separadas, guardaban la forma de la montura. Le indicó con una mano que tomase asiento. Él dudó un segundo; después aceptó. Echó la mano hacia atrás, a la altura de la cintura, y extrajo un cuchillo que depositó sobre una pequeña mesa circular, cuyo diámetro quedaba cubierto por la longitud del arma blanca; las boleadoras, en cambio, permanecieron en su cintura.

Furia se sentó y Rafaela se ubicó bastante alejada, frente a él. Un rayo de sol bañaba la cabeza del hombre. El pelo, que lucía áspero a causa del viento y del polvo, y muy rubio, casi blanco, por la acción del sol, le caía sobre los hombros en total rebeldía. La barba de varios días adquiría tonalidades más rojizas o más rubias según cómo le diera la luz. Se detuvo en un detalle pasado por alto durante la inspección de la mañana: sus pestañas eran renegridas y tan espesas que las de tía Pola sufrían en comparación. No podía detener su escrutinio. "Debería ofrecerle un bálsamo para los labios", meditó, al verlos cuarteados.

—¿Desea tomar un poco de horchata, señor Furia? ¿O quizá té de menta? —y señaló otra jarra—. Está fresco. ¿Por qué sonríe, señor?

—Porque me han llamao de muchas maneras, pero jama "señor Furia".

—Pues yo lo llamaré de ese modo, si usted me permite —Artemio asintió con un brillo en la mirada—. ¿Horchata —insistió, molesta—, o té de menta?

Se tomó un segundo para constatar que ella tomaba té de menta.

—Té de menta —decidió, para conocer a qué sabía el interior de su boca—. Si agradece —dijo, y bebió un trago.

Artemio Furia le brindó un informe acerca de la situación de la estancia, nada halagüeño. El ganado, buscando agua y mejores dehesas, había trashumado hacia el norte y, suponían, se hallaba cerca del río.

—No están en la laguna —admitió Rafaela—. La hemos visitado ayer y no hemos visto siquiera una vaca.

—No debería ir sola a la laguna, señorita. Hemos avistao dos jaguares. Ellos han espantao a los animales, tal vez.

—¿Jaguares? —se asustó Rafaela.

—Ansina é. Jaguares. No suelen atacar a los cristianos, salvo que se los amenace. Y no se fíe de las vacas, también son peligrosas. Hace mucho que se jueron y deben de haberse güelto bien chucaras. Bien salvajes —explicó—. La atacarían. Con los caballos —prosiguió—, se ha armao un gran zafarrancho, porque los que supieron ser potrillos aura son tuitos sementales y naides los ha castrao.

—¿Castrado?

—Naides les ha cortao los testículos.

—¡Oh!

Hacía mucho que Artemio no veía a una mujer sonrojarse por pudor; las chinas eran demasiado libres, y Albana, demasiado descarada para reacción semejante.

—Verá, señorita —retomó Furia—, los padrillos no quieren a otros padrillos en la tropilla. Luchan entre ellos por las yeguas y se dispersan, cada uno con su grupo de hembras. A sus caballos de usté, hay que castrarlos primero y acollararlos dispués a la yegua madrina pa'que güelvan a formar tropilla, como Dios manda. Acollararlos a una yegua preñada sería mejor. Se encariñan má rápido.

—Señor Furia —lo detuvo Rafaela, incapaz de proseguir con temas tan procaces—, el señor Pueyrredón asegura que es usted muy idóneo y de su entera confianza. Eso es suficiente para mí. Proceda como juzgue conveniente.

Artemio movió la cabeza en señal de aquiescencia, y un mechón se apartó, revelando la oreja derecha con varias argollas de plata que trepaban por el cartílago. De pronto, Rafaela le tuvo miedo, y la conducta temeraria y rebelde que la había impulsado a recibirlo en la sala se desvaneció. Se puso de pie, urgida por librarse de él. Artemio la imitó. Se inclinó para tomar el cuchillo de la pequeña mesa y, en tanto lo acomodaba en el tirador, dijo:

—Si a usté no le molesta, señorita, mi gente y yo ocuparemos los puestos, é decir, los ranchos que eran de sus piones.

—No, no, por supuesto que no me molesta —balbuceó, y bajó la vista ante la mirada del gaucho. De inmediato la elevó ante una pregunta:

—¿Con qué piensa alimentarse y alimentar a su gente sin vacas pa'carnear?

—Pues, yo no... Nos hemos arreglado con verduras del huerto y huevos y...

—Dejaré a dos de mis hombres pa'que las protejan y les cacen peludos y ñandúes. Tienen una carne excelente.

—¿Protegernos? ¿De qué o de quién? —preguntó, de modo altanero.

—De muchos peligros que aguaitan en la campaña, señorita —le respondió, con evidente impaciencia—. Partiremos mañana antes del alba. No sé cuándo andaremos de güelta —Acto seguido, se calzó el sombrero de fieltro negro, se tocó el ala en un gesto de despedida y se marchó.

Rafaela se quedó mirándolo hasta que su figura desapareció tras cruzar el patio central. Entornó los párpados y espiró largamente, buscando aliviar la tensión del estómago. La bravata de correr a
Laguna Larga
y hacerse cargo del problema podía costarle caro. Relacionarse con un hombre de esa laya, que hablaba de castrar sementales y de testículos, con argollas en la oreja y un cuchillo del largo de un brazo
,
demostraba que su sentido común había desaparecido. Tomó asiento, desplegó el abanico y lo aventó con energía delante de su rostro de ojos apretados. ¿Qué aroma tendría su cuerpo? Sacudió el abanico con más vigor. ¿Hedería? De lejos, habría jurado que su camisa blanca, de una sencilla batista, estaría chafarrinada y deslucida; al tenerlo frente a ella, había comprobado lo contrario. ¿Se habría cambiado y lavado para reunirse con ella?

Por la noche, mientras ayudaba a Creóla a cerrar postigos y pucrias, le preguntó:

—¿Qué averiguaste sobre lo que te mandé?

—La Felisarda-hablaba de la hija mayor de Íñigo— dice que Artemio Furia es un hombre cabal, muy bragado, respetado por infieles y paisanos por igual. Muy querido porque da con generosidad a todo el que le pide. Dice también que para carnear, enlazar, o correr en un rodeo, nadie mejor que él.

—Vaya, vaya. Felisarda parece enamorada del señor Furia.

—Hasta los tuétanos, mi niña. Pero no es la única. La Felisarda dice que a Furia, donde sea que vaya, nunca le falta un palenque donde rascarse. La campaña ha de estar poblada de sus guachitos.

Capítulo VI

Confesiones en una libreta

Después de la partida de Furia y de sus gauchos y con el transcurso de los días, Rafaela fue serenándose y comenzó a disfrutar del campo. No se trataba de que hubiese dejado de pensar en el hombre, porque Bamba e Isidoro, llamado "el rastreador", lo mencionaban a diario. Ambos proveían a la casa de carne fresca de peludos, vizcachas, quirquinchos, liebres y piches; de la Jaguna traían patos, perdices y becacinas; una tarde llegaron con un pequeño venado que resultó delicioso. Como Isidoro sabía de plantas y conseguía hierbas aromáticas para la olla podrida y otros guisos, Rafaela, incumpliendo su determinación de conservar la distancia, pasaba horas en su compañía, aceptando consejos para el huerto y para el jardín, que se hallaba en completo abandono. Bamba, el marucho, es decir, el que manejaba a la yegua madrina con cencerro, se había ganado su afecto dado el cariño que mostraba por Mimita. A Rafaela la animaba verlos aparecer a caballo con algún "bicho" en la grupa.

—¿Quién se ocupará de conducir a la yegua madrina si tú, Bamba, estás aquí? ¿El señor Furia?

—¡No! ¡Un paisano jama monta una yegua! Sería una deshonra. Adema, no me necesitan pa'l rodeo, señorita. La yegua madrina se usa pa'querenciar a la tropa de caballos. Las vacas son otro cantar.

De ese modo, con preguntas inocentes, Rafaela aprendía acerca del hombre que ocupaba su mente, pese a la determinación de olvidarlo. A veces lo lograba, cuando se ocupaba del huerto con Creóla, Peregrina y Mimita. El jardín constituía su solaz, y la satisfacía comprobar los adelantos logrados con el tesón de su trabajo y el de las esclavas. Habían dispuesto una habitación junto a la cocina para desplegar los "cachivaches infernales", como llamaba Clotilde al alambique, las redomas, los matraces, el almirez y otros trebejos necesarios para la producción de los perfumes, colonias y demás afeites, y allí pasaba gran parte del tiempo, a veces en compañía de Bamba e Isidoro, que no terminaban de asombrarse de sus aptitudes para obtener ungüentos de una tercerola de manteca de puerco o jabones de un pan de grasa vacuna. La contemplaban con reverencia cuando se inclinaba sobre el vademécum para anotar nuevas combinaciones y recetas.

—¿É muy difícil aprender a leer y escribir, señorita? —preguntó Bamba.

—¡Eso no é pa'nosotros! —interpuso Isidoro—. ¿Acaso lo necesitas pa'saber qué marca de ganao corresponde a quién? —el niño negó con la cabeza—. Entonces, déjate estar callao y no molestes a la señorita.

A Rafaela le gustaba caminar hasta la laguna, incluso un poco más allá. Isidoro siempre la escoltaba, y su compañía le resultaba placentera porque, mientras el gaucho identificaba plantas, ella las dibujaba con excelente trazo en su libreta y apuntaba las cualidades que "el rastreador" le indicaba.

—¿Por qué lo llaman "el rastreador", Isidoro?

—Verá, señorita —habló, con ese aire digno que a Rafaela le agradaba—, é que soy bien capá de seguirle el rastro a cualquier cosa que se mueva.

Le explicó que, en un terreno tan abierto como la pampa, resultaba indispensable contar con un buen sentido de la ubicación y aprender a seguir el rastro de los animales.

—Porque debe saber usté, señorita, que el que se pierde en la pampa, perece.

Aseguró, carente de soberbia, que era capaz de distinguir una huella entre miles y que podía afirmar si el animal se movía deprisa o lentamente, si llevaba peso o iba liviano, si padecía del mal del vaso o del hormiguero, enfermedades que atacan los cascos de las bestias. También sabía rastrear hombres.

—Con esa habilidad tan grande, Isidoro, ¿no estará necesitándolo el señor Furia para rastrear los animales de mi padre y de don Juan Andrés?

—¡Qué va, señorita! Si Artemio y Calvú son tan güenos como yo pa'esas cosas —Más circunspecto, agregó—: Artemio quería que yo, además de cazar pa'vuesa mercé a diario, me quedara pa'cuidarla. É que sospechamos que el ganao fue robao, señorita. Unos cuatreros deben de andar por estos lares, haciéndose de lo ajeno. Si no, ¿por qué las vacas no están paciendo cerca de la laguna? —ante la expresión desolada de Rafaela, Isidoro la malinterpretó—: ¡Pero usté no se priocupe, señorita! Naides mejor que Artemio pa'conseguir de nuevo esas vacas. O los cueros. Lo que haiga, él lo va a traer.

—¿Seguirán por las vecindades esos cuatreros?

—¡Amalaya! Ansina Artemio les echa el guante. Si entuavía siguen por ai, ya han de saber que el gaucho Juria y su gente los andan buscando y se van a escuender.

—¿Le temen al señor Furia?

—Sus enemigos le temen. Sus amigos lo rispetan.

—¿Tiene muchos amigos?

—¡Uf! ¡Muchos! Porque así como lo ve, con esa cara de chupar limón —Rafaela se cubrió la boca para ocultar la risa—, é má güeno qu'el pan. Artemio podría ser rico, porque él no é como nosotros, pero vive regalando y dando a los pedigüeños y a quien lo ande necesitando. Además, a él no le importan las riquezas.

Habría deseado preguntar más sobre Artemio Furia, su curiosidad crecía al ritmo de sus dudas. No obstante, optó por cambiar de tema. Ya leía la suspicacia en los pequeños ojos de Isidoro.

—¿Cómo sabrán distinguir unas vacas de otras?

—¡Ah, por las marcas! Pa'eso llevaron a don íñigo, porque conoce la marca de
Laguna Larga.
Y Artemio conoce bien la de don Juan Andrés, y las de tantas otras estancias. Él sabría distinguir cien marcas de distintos dueños en un rodeo de miles de animales. Pero se me hace que darán con mucho ganao orejano.

—¿Qué es "ganado orejano", Isidoro?

—El que no tiene marca. Los terneros, por ejemplo, o el ganado cimarrón.

Poco a poco, Bamba se convirtió en una sombra que las seguía a todas partes y, como se mostraba ávido por saber, Rafaela le explicaba cómo preparaba pastillas para perfumar baúles o cómo obtenía la gomorresina del estoraque. Bamba, que entendía a medias, sonreía. En un principio, lo cohibía que lo trataran de buen modo, que lo saludaran, que le pidieran los encargos agregando la locución "por favor" y que dijeran "gracias" una vez cumplidos. Él, como zambo, mezcla de indio y negra, estaba habituado al maltrato y al desprecio, y sólo después de conocer a Artemio Furia, que le había enseñado un oficio y que lo consideraba un igual, comenzó a caminar con la cabeza en alto y a no desviar la vista si lo miraban de frente. "¡Ojalá nunca tuviese que irme de
La Larga",
deseó, mientras escuchaba a Rafaela cantar
Aserrín, aserrán
para que Mimita aprendiera a hablar.

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