—Dejadnos a solas —ordenó Cristiana, y Rafaela asintió con la cabeza en dirección a Peregrina y a Creóla—. Me alegro de que trajeras a mi esclava.
—Peregrina no es tu esclava, sino de mi padre. Y no la dejaré aquí para que te rice el pelo y te lustre las uñas cuando la necesito para sacar adelante la estancia.
—¿De veras pasarás una temporada en
La Larga"?.
A tío Rómulo no le gustará cuando lo sepa.
—¿Qué quieres, Cristiana? Habla de una vez y vete.
—Quiero hablar contigo acerca de lo que te confesé semanas atrás.
—No escucharé tus mentiras.
Cristiana se quedó mirándola con fijeza, pensando que la odiaba y admitiendo que la admiraba. Rafaela era una roca; así la veía ella, como un peñón del cual aferrarse. Por eso, al quedar embarazada de Mimita, sólo atinó a correr a su prima y contarle la verdad. Existía cierta cualidad en Rafaela que la volvía confiable y por la cual resultaba fácil entregarle los secretos. Le hacía acordar a Ñuque, porque Rafaela tampoco se escandalizaba ni sus ojos condenaban mientras oía el peor pecado con una mansedumbre reflejada en su modo de respirar y en el de mover las pestañas; terminaba actuando como un sedativo, como un hechizo y, de pronto, las verdades aterradoras brotaban y fluían como un río que Cristiana no habría pronunciado en el confesorio. Así había sucedido la noche en que se deslizó en el dormitorio de Rafaela para arrojarse en su cuja, confesarle que estaba encinta y llorar. El pánico la dominaba, no le permitía razonar, y se confió al buen juicio de su prima, que, como de costumbre, daría con la solución. De igual modo sucedió la tarde del 1° de enero del año anterior, cuando Babila llegó con la noticia de que habían apresado a Rómulo. Todas las miradas giraron hacia Rafaela, a la espera de la palabra justa y definitiva que salvara la situación, y ella había estado a la altura. Subsistieron gracias a su minuciosa administración, a la venta de sus joyas y de sus perfumes y afeites, que veía con frecuencia en los tocadores de sus amigas. A pesar de todo, no sentía cariño por ella, más bien, la detestaba. Celos, envidia, temperamentos opuestos, lo que fuera, se interponía entre las dos. Pero, sobre todo, se interponía Rómulo Palafox y Binda.
—Tu padre y yo nos amamos —dijo Cristiana, y observó que los pómulos de Rafaela se teñían de rojo.
—¡Cállate!
—Si no nos hemos casado, ha sido por ti, porque tu padre sabe que te opondrías. Y para él, tú eres lo más importante —añadió, con un desprecio que no ocultó una nota de tristeza—. No hará nada que te haga sufrir.
—¡Eres su sobrina! ¡Lo que dices es monstruoso! ¡Pagarás cara esta calumnia!
—¡Sí, soy su sobrina! Pero tu padre se enamoró de mí y me hizo su mujer.
Rafaela le cruzó la cara de una cachetada. De algún modo la haría callar.
—Mimita es hija de tu padre —sollozó Cristiana.
—Me aseguraste que era hija de ese viajero francés que se hospedó en casa de Marica de Thompson.
—Tu padre me prohibió decírtelo.
—¡Largo de aquí! —vociferó, olvidando que se hallaba en casa ajena—. No escucharé más calumnias.
—¡Por favor! Permite que tu padre y yo nos casemos.
—¡Jamás! ¡Es indebido!
—¡No, no lo es! Mi amiga Marcelina Valdez e Inclán casó con su tío Diogo Coutinho. ¡El obispo Lué les dio la dispensa para hacerlo! Si el obispo no se opone, ¿quien eres tú para hacerlo?
—Sobre mi cadáver, ¿lo entiendes? —se aproximaba a paso lento en tanto Cristiana retrocedía—. ¡Ahora vete antes de que te saque a rastras!
Al quedarse sola, Rafaela se echó sobre la cama para calmar el dolor de estómago. Desde la intoxicación con bayas de glicina a la edad de cinco años, sufría a menudo dolencias estomacales por la ingesta de ciertos alimentos o por disgustos. En ese momento, su cabeza semejaba al vendaval que se desataba fuera y que fustigaba las costas y el río. Como estrellas fugaces, los pensamientos surcaban su mente y la hundían en una confusión que la aterraba. Rafaela era una mujer de certezas, de terrenos firmes, de blancos y negros, de vehementes afirmaciones; necesitaba la seguridad para combatir el miedo, y, desde la aprehensión de su padre un año atrás, había tenido demasiado de lo que detestaba: incertidumbre. Se negaba a admitir la veracidad de la confesión de Cristiana, por mucho que las evidencias se confabularan en demostrar lo contrario. Su padre, el gran Rómulo Palafox y Binda, de sangre noble, de principios y valores inamovibles como las columnas del Partenón, de recia fe católica y respetuoso de los preceptos de la Iglesia, miembro de la Hermandad de la Santa Caridad, no se ajustaba a la descripción del hombre que había seducido a una quinceañera y la había dejado encinta. Aunque, en honor de la verdad, a Rafaela la había desconcertado la actitud de su tía Clotilde y de su padre ante la noticia de la gravidez de Cristiana: ninguna reacción, nada del griterío, el llanto y el descalabro para los cuales Rafaela se había preparado. El arreglo se dispuso en menos de un día: marcharían las cuatro, Clotilde, Cristiana, Rafaela y Ñuque, a
Laguna Larga,
donde aguardarían el alumbramiento. En cuanto a la suerte de la criatura, Rómulo dispuso que, apenas nacida, fuese entregada a una familia de San Fernando de la Buena Vista con una suculenta contribución.
"Mimita es mi hermana", pensó, y una inefable alegría la llevó a incorporarse y a sonreír entre lágrimas. Una vez más agradeció a Dios que la niña hubiese sobrevivido a un parto tan penoso y que a ella le hubiese conferido la determinación para conservarla en el seno familiar, por cierto, a fuerza de las amenazas que profirió para evitar que la regalasen, aunque se arrepentía de no haber impedido que su padre urdiera aquella estratagema para la cual se eligió a una pobre mujer a quien, por doscientos pesos, se le arrancó una firma —una X, en realidad, porque era analfabeta— que quedó plasmada en un infame documento que negaba el verdadero origen de Mimita.
"Digo yo, Nicolasa Ibáñez, que doy y cedo a la señora Clotilde Teodorina Palafox y Binda, viuda de Juvenal Romano, mi hija Milagros por el tiempo de veinte años para que dicha señora la eduque y la vista como buenamente pueda, no quedándome ningún derecho para reclamarla en ningún tiempo, por ser mi voluntad que se sirva de ella hasta el tiempo prefijado."
En aquellas circunstancias, la declaración de Nicolasa le pareció baladí si con eso lograba que su padre cediera y permitiera llevarla a Buenos Aires para criarla en la casa de la calle Larga. En ese momento, sin embargo, lo juzgaba una vil patraña. Mimita era una Palafox y Binda. Pero Rómulo jamás lo admitiría, no porque Mimita fuera bastarda sino porque había nacido defectuosa. Su padre, amante de la perfección y de la estética, que consideraba a la belleza física como la quinta virtud cardinal, y que solía regresar del centro y comentar: "Hoy, desde la ventana de la Fonda de las Naciones, no vi cruzar por la Plaza Mayor a ninguna persona digna de llamarse agraciada", jamás aceptaría haber engendrado a una minusválida.
—¡Oh, padre! —se lamentó, con una decepción que la asustaba.
La imagen que Rómulo Palafox se había afanado en montar comenzaba a agrietarse y a descascararse en el corazón de su hija. Rafaela temía perderle el respeto y, sobre todo, temía odiarlo porque ahora comprendía que había sido él, con su pasión por la estética, quien había abierto el abismo que la separaba de Cristiana y sembrado la inseguridad en ella.
La despertaron unos golpes. Se incorporó y miró hacia la ventana. El postigo se sacudía dada la impetuosidad del viento, y el resplandor de los refucilos le permitía ver las gotas de lluvia que se filtraban por los resquicios y salpicaban el vidrio. Tardó unos segundos en ubicarse: se encontraba en la chacra de los Pueyrredón y llamaban a la puerta de su dormitorio. Por fortuna, Mimita seguía durmiendo acurrucada a su lado. La tapó antes de echarse la bata encima y abrir. Era Cristiana.
—Isabel ha comenzado con el trabajo de parto. ¡Tienes que ayudarla! Un peón ha ido por la partera, pero tememos que, con esta tormenta, no llegue a tiempo.
Se cambió a las apuradas con la ayuda de su prima. Antes de entrar en la habitación de Isabel, se topó con su hermano, Juan Andrés, y con el esposo, Ruperto Albarellos, que la contemplaron con semblantes demacrados y ojos de niño perdido.
—Su merced no debería estar en pie con esa fractura en la pierna —sugirió Rafaela.
—No importa mi pierna ahora, señorita Palafox. Me preocupa mi hermana.
—Le imploro —habló Albarellos—, ayude a Isabel. La señorita Cristiana nos ha asegurado que vuesa merced sabrá qué hacer, que siempre sabe qué hacer.
—Haré todo lo que pueda para asistirla.
En tanto pasaban los meses en
La Larga
a la espera del nacimiento de Mimita, Ñuque le había confiado sus conocimientos en materia de partos, que no eran pocos. Si bien habían transcurrido tres años desde la espantosa experiencia, Rafaela la recordaba vividamente, por lo que las horas que tardó Isabel en expulsar a su hijo varón le resultaron placenteras en comparación con aquellas en las cuales pensó que Cristiana moriría. La alegría de esas personas casi desconocidas terminó por contagiarla, y el agradecimiento que le profesaban la halagó. Aun Cristiana lucía una sonrisa satisfecha y de orgullo por el desempeño de su prima. La partera, que llegó cerca del mediodía, decretó que Rafaela no habría podido desenvolverse mejor. El niño y la madre se encontraban en perfecto estado.
—Quédese unos días con nosotros —le pidió Isabel—. Me sentiría más tranquila con usted a mi lado, Rafaela.
—Por favor —se aunó Juan Andrés en la súplica—. De igual modo, no podrá llegar a
Laguna Larga
con los caminos completamente anegados por el río. Señorita Palafox —dijo—, ¿podría dedicarme unos minutos? ¿Me acompaña a mi despacho?
Entraron, y Rafaela se ubicó en un confidente cerca de la ventana; la humedad y el calor comenzaban a irritarla. Juan Andrés se sentó frente a ella y colocó la pierna escayolada sobre un escabel. Una esclava les sirvió hordiate fresco.
—Sé que debe de estar cansada después de una noche en vela. Pronto la dejaré volver a su recámara y descansar. Pero antes quería hablar Con vuesa merced —Rafaela lo notó incómodo—. Verá, su llegada de ayer resultó muy auspiciosa puesto que me disponía a enviar a mi capataz para que hablase con el de
La Larga.
He de hacer rodeo, señorita Palafox —lo expresó en un tono solemne que indicaba la importancia de dicha tarea. Rafaela se limitó a asentir como si supiera de lo que le hablaba—. Nuestras propiedades, ambas muy extensas, colindan, y mis vacas, buscando agua (el río se había retirado por el viento), se pasaron a sus tierras para beber de la espléndida laguna que da nombre a la estancia de los Barquín.
—Ahora pertenece a los Palafox.
La Larga
era parte de la dote de mi madre.
—Sí, sí, claro. Como le decía, apremia hacer rodeo.
—Señor Pueyrredón, seré franca con su merced. No me encuentro en posición de decidir nada acerca del campo de mi padre. Verá, me dirijo hacia allá porque don Íñigo, nuestro capataz, está enfermo y me dice que la estancia se encuentra en estado lamentable. Desde el exilio de mi padre, nadie se ha preocupado por el destino de las tierras ni el de los animales. No sé con qué me encontraré ni sé cómo solucionaré los problemas ya que ignoro todo sobre el campo.
Ante la franqueza de la joven, Juan Andrés se acomodó en la silla y carraspeó. No estaba habituado a mujeres de carácter directo y sensato. Rafaela Palafox y Binda constituía un raro ejemplo. Su mirada, de magníficos ojos verdes, brillaba con la luz de una inteligencia inusual en las de su género.
—¿Y su primo Aarón? Supe que regresó el año pasado de su largo viaje.
—El se ocupa de otras cosas —lo justificó Rafaela.
"De apostar en las riñas de gallos y acostarse con rameras", pensó Juan Andrés.
—Señorita Palafox, mi familia y yo estamos en deuda con vuesa merced por el extraordinario servicio que le ha prestado hoy a mi hermana. No sé qué suerte habría corrido Isabel de no hallarse vuesa merced en casa.
—Su merced no está en deuda conmigo. Ayudé a su hermana con todo desinterés.
—Lo sé, lo sé. De todos modos, los Pueyrredón nos encontramos en deuda. Y de alguna manera me gustaría saldarla. Según me dice,
La Larga
se encuentra en estado lamentable y don Íñigo, malo de salud. Pues bien, yo le enviaré a un hombre de mi entera confianza para que él y sus ayudantes pongan orden en los asuntos de la estancia y la asistan en cuanto necesite.
—Señor Pueyrredón —se conmovió Rafaela—, su generosidad me abruma, pero no puedo aceptar. No cuento con el dinero para pagar los jornales de esos hombres.
Juan Andrés sacudió la mano e hizo un gesto de ojos cerrados para desdeñar el escrúpulo.
—Los jornales correrán por mi cuenta.
—¡Oh! —Rafaela sonrió, turbada, insegura de aceptar, cuestionándose acerca de lo apropiado del ofrecimiento—. ¿A quién enviaría? ¿Cuál es el nombre de ese señor de su confianza?
—Artemio Furia.
Juan Andrés de Pueyrredón saboreaba el agua con panal que la negra Olinda había mantenido fría en el balde del aljibe, mientras contemplaba el crepúsculo desde la galería. Ya no le latía la pierna quebrada gracias a la infusión que había bebido un par de horas atrás, preparada con la mezcla de hierbas prescriptas por Rafaela Palafox. En los dos días que permaneció en
Bosque Alegre,
la joven dio muestras de su conociomiento en materia de plantas y flores, de las que conseguía emplastos, afeites, jabones, tónicos y un sinfín de mejunjes con los que se favorecieron varios de los habitantes de la chacra, en especial Isabel, que, según le confió Albarellos, se hizo de un bebedizo para el entuerto y una untura para los pechos. Y a la caída del sol, Rafaela Palafox salía a recorrer las inmediaciones de la casa en busca de nuevas especies y, cada tanto, se detenía para realizar anotaciones en una libreta, y lo hacía con rapidez y habilidad, lo cual resultaba inusual; por lo general, las mujeres a duras penas garabateaban sus nombres.
Juan Andrés se incorporó en la silla y se hizo sombra con la mano para distinguir a los jinetes silueteados contra las nubes arreboladas del horizonte. "Furia", masculló para sí, pues si bien no lo veía con claridad, habría identificado su estilo sobre la montura entre cientos, el torso erguido con natural disposición, la cabeza erecta con aire decidido y las piernas sueltas, ya que estribaba ligero, como la mayoría de los gauchos. Debido a que domaba a sus caballos a lo indio, conseguía cabalgaduras dóciles y sumisas que se dejaban guiar con economía de movimientos; un apretón de rodillas, un cambio de posición sobre el recado o un chasquido entre dientes le revelaba al animal tanto como un tirón de riendas.