Lo rodeaban sus amigos, que lo seguían a sol y a sombra, ya que, cerca del gaucho Furia, nunca faltaba el alimento ni un sitio donde apoyar la cabeza cuando los sorprendía la noche; en ningún rancho se le habría negado un plato de guiso o un jergón. Pertenecer a su círculo más íntimo traía beneficios, pero no resultaba fácil, porque Furia no era un hombre fácil. Sus ojos de pesados párpados ocultaban la esencia de un espíritu complejo que podía elegir entre no alterarse por nada o desatar su ira con una potencia que amedrentaba al más resuelto. Se caracterizaba por ser callado y circunspecto, más bien prefería escuchar y observar, porque era desconfiado, y, cuando abría la boca, los demás callaban y aguardaban sus sentencias expresadas con voz ronca, aguardentosa, que si uno no la esperaba, le provocaba una honda impresión. Su nombre se pronunciaba con reverencia en las pampas, también en algunos ámbitos citadinos, porque sus hazañas, desparramadas por los payadores, alcanzaban los cuatro puntos cardinales. Se comentaba que había conseguido sus primeros doblones en vaquerías ilegales, cazando ganado cimarrón, propiedad de la Corona, y traficando los cueros en armadías hacia la Colonia del Sacramento y el sur del Brasil. Había comprado varias carretas para formar caravanas que transportaran productos hacia el interior y desde él, y contaba con un ejército de troperos para conducirlas. Eran famosas sus incursiones a las Salinas Grandes para buscar sal. Se lo tenía por rápido con el facón, y las malas lenguas aseguraban que se había ocupado del indio Carlos, un pampa alzado, de feroz temperamento, un demonio habilísimo con el guampudo y admirado jinete, que asolaba las estancias y atacaba las diligencias. "Juria nos ha quitao una peste d'encima", afirmaban los paisanos a modo de colofón del relato en el cual "el gaucho rubio" le había puesto "las tripas p'afuera" al malvado indio.
Si bien tranquilo y mesurado, a Juan Andrés no lo confundía: Furia era orgulloso como un pavo real y seguro de sí como un espartano de las Termópilas. Ante nadie bajaba la vista, a nadie juzgaba superior, a nada temía, y, como actuaba de un modo manso, sin bravuconería, se trataba de la manifestación de su verdadera índole, de un comportamiento espontáneo y legítimo, que suscitaba admiración en lugar de infundir rencor. Los Pueyrredón lo respetaban y le brindaban su amistad como muestra de agradecimiento por haber salvado la vida de Juan Martín en la escaramuza con los ingleses, en la quinta de Perdriel a fines de julio del año seis. Aún después de tanto tiempo, a Juan Andrés todavía lo afectaba revivir el momento en que creyó que su hermano moriría. Lo había atestiguado desde lejos, imposibilitado de ayudarlo. El caballo de Juan Martín cayó herido por una descarga de fusil. Él salió despedido, rodó sobre el terreno y quedó medio atontado. Juan Andrés advirtió que un grupo de ingleses se abalanzaba para ajusticiarlo con sus bayonetas, al mismo tiempo que un jinete, ladeado sobre el flanco izquierdo de su caballo, galopaba hasta el lugar de la caída, recogía a Juan Martín con una fuerza impensable y lo cruzaba sobre la grupa salvándolo de una muerte espeluznante. Pasada la contienda, Juan Andrés se enteró de que a ese hombre se lo conocía por Artemio Furia y que formaba parte de las huestes de paisanos y peones que Juan Martín había congregado para expulsar a los invasores.
Los jinetes, con Furia y su inseparable amigo, el indio Calvú Manque, a la cabeza
,
seguían avanzando hacia el portón que marcaba el inicio del casco de la chacra. Juan Andrés admiró el overo que montaba Furia, cuyo pelaje dorado reverberaba con los últimos rayos de sol. "¡Qué magnífico parejero!", pensó, al tiempo que envidió el modo impecable en que el animal se detenía en seco para que su amo desmontara.
Juan Andrés levantó el brazo y los saludó de lejos, indicando la pierna escayolada Calvú Manque y los demás lo imitaron como excusa por la descortesía de no salir a recibirlos. Después de unas indicaciones a su gente, Furia, seguido de Calvú Manque y del pequeño Bamba, el marucho de la tropilla, se acercó a la galería. A Juan Andrés no lo sorprendió notar que ni Furia ni Manque llevaban nazarenas. Su relación con los caballos no incluía la violencia; eran pacientes y cariñosos con sus monturas y se entendían con ellas sin necesidad de espuelas o fustas.
—Güeñas, don Juán Andrés —saludó Artemio.
—Te estabas haciendo desear, amigo —contestó, risueño, mientras le indicaba una silla a su lado.
—Qué va, don Juan Andrés —le entregó los últimos números del
Correo de Comercio de Buenos Aires,
el periódico a cargo del joven abogado Manuel Belgrano y de sus amigos, que formaban la Sociedad de los Siete—. Se los manda el Pancho —explicó Furia, y se refería a Francisco Planes, uno de los muchachos alborotadores, como los llamaba el virrey Cisneros, y miembro de la mentada sociedad.
—Gracias, Furia. Y tú, Manque, ya te pareces a un mozo de prendas con esas pilchas que llevas. No me alborotes el gallinero, ¿eh? —lo previno con una sonrisa, al tiempo que le señalaba otra silla.
—'Ta que es desconfiao, don Juan Andrés —se defendió el indio.
—Oye, Bamba —lo llamó Pueyrredón—, ve a la cocina y dile a Olinda que nos traiga mate.
—¡Yo lo cebo, don Juán Andrés! —se ofreció el niño.
—Está bien. Y dile también a la negra Olinda que atienda a tus amigos como Dios manda —e hizo un movimiento con la cabeza hacia el grupo que se ocupaba de desensillar.
—Si agradece, don Juan Andrés —escuchó decir a Furia.
—¿Y qué me cuentan de la ciudad? ¿Qué han sabido? Yo estoy aquí varado culpa de esta mala pata.
—No traigo noticias de mucha monta —admitió Furia, e iniciaron una charla que poco a poco giró hacia las cuestiones políticas, en especial hablaron del Tribunal de Vigilancia, creación del virrey Cisneros para reprimir la efervescencia revolucionaria que se propagaba en cafés y tertulias. Al producirse un silencio, Juan Andrés se dispuso a hablar sobre el asunto de
Laguna Larga.
—Te he pedido que vinieras, Furia, porque ando necesitando parar rodeo. Hace tiempo que mis animales se han dispersado en busca de agua hacia el campo de los Barquín. Lo haría yo mismo, pero...
—'Ta bien, don Juán Andrés. Cuente con nosotros.
—Te pagaré el servicio, por supuesto. Pero además, te ando necesitando para otra cosa. La verdad es que ya di mi palabra de que lo harías, sin consultarte, y te pido disculpas por eso, pero las circunstancias...
—¿De qué se trata, don Juan Andrés? —preguntó Artemio, con calma.
—Se trata de mi vecina, la dueña del campo de los Barquín, que está sola y con problemas, y necesita a un taita como tú para resolver las cuestiones de su estancia. Poner en orden ese desquicio llevará unas semanas —admitió.
Furia se quedó pensativo, con el torso inclinado sobre las piernas, mientras chupaba la bombilla.
—No cuento con tanto tempo, don Juan Andrés. Tengo una punta de ganao del saladero
La Cruz del Sur
a la que 'toy apacentando. La trajimos a pura guasca y a pecháas limpias porque era muy chucara, la mal paría. Llegó en mal estao. Aura se ricupera en mi campito de la Cañada de Morón.
Pueyrredón sabía que al "campito" lo constituía una respetable extensión de tierra con excelentes pastizales donde la hacienda restablecía las carnes perdidas en los largos y agotadores viajes antes de terminar en manos de los matarifes.
—En unas semanas tendré que arriarla a Barracas, al saladero que regentea don Diogo Coutinho, y, cuando se trata de arriar ganao cerca de la ciudá, sólo confío en mí mesmo y en Calvú. Usté sabe que no me gusta negarle un servicio, pero...
—Está bien, amigo, yo me apresuré en comprometerte con Rafaela Palafox...
Lo que Juan Andrés siguió diciendo, Artemio Furia no lo escuchó, y sólo Calvú Manque, que lo conocía en profundidad, advirtió el aleteo de sus fosas nasales y la tensión en la quijada. De pronto, Furia interrumpió a Juan Andrés y le preguntó:
—¿No se trataba de un servicio pa'l campo de los Barquín? ¿Por qué habla de Rafaela Palafox?
—El campo pertenecía a los Barquín, pero ahora es de los Palafox y Binda. La hija de Palafox, Rafaela, pidió alojamiento días atrás en
Bosque Alegre
y, en medio de la noche, ayudó a mi hermana a traer a su hijo al mundo. ¡Qué mujer, amigo! Si no hubiese sido por ella, por su pericia y dominio de la situación, no sé qué habríamos hecho mi cuñado y yo, puesto que la tormenta nos impedía traer a la comadrona. La situación era de veras desesperante, y ella salvó la vida de mi hermana y de mi sobrino.
Calvú Manque soltó un silbido y añadió:
—¡Vaya que está usté en deuda con esa misia, don Juán Andrés!
—La señorita Palafox se encuentra en graves aprietos. Partió para su estancia con un par de esclavas sin saber qué le espera allá. Y yo prometí que la ayudaría. Seré generoso con la paga, lo sabes, Furia.
Artemio ensayó un gesto de aquiescencia y dijo:
—Mire, don Juan Andrés, pa'que no se ande comadriando que usté hace promesas que no cumple, iremos mañana a ver qué ocurre en lo de Palafox. Allí, mi
peni
y yo decidiremos qué hacer y se lo haremos saber.
—Disculpe la curiosidá, don Juan Andrés —habló Calvú Manque—, ¿é viuda la tal Rafaela Palafox? ¿Por qué anda haciéndose cargo de las cuitas de los hombres?
—Es soltera, pero su familia ha sufrido graves reveses y ella ha debido tomar las riendas —sopesó unos segundos lo que expresó a continuación—: Su padre, Rómulo Palafox, es un caballero de mohatra, que, desde su llegada a Buenos Aires años atrás, ha intentado vender a quien ha querido comprar su discurso que lo tiene por descendiente de nobles españoles. Ahora vive en el exilio por haber participado de la asonada del año pasado. En cuanto a su sobrino, Aarón Romano, que podría comandar la nave en este chubasco, se dedica a los naipes y a la vida licenciosa. Es un gandul de primera laya. Su hermana Cristiana, que es ahora nuestra huésped, insinuó que ese pelafustán pretende desposar a su prima Rafaela. Dios la libre y la guarde.
Ahí estaba, Rafaela Palafox y Binda. Al fin la contemplaría de cerca y estudiaría los detalles de un rostro que había intentado delinear a partir del pobre vistazo obtenido cuando la joven salía de lo de Bernarda de Lezica. Se preguntó qué haría subida a esa banqueta.
—¿Por qué sonríes? —se interesó Calvú Manque, que montaba a su lado.
—Toy acordándome de un chiste de doña Clara —mintió Artemio.
La leve brisa arrastró el sonido acuoso de los chifles de cuerno que colgaban de los borrenes y chocaban entre sí. Rafaela elevó la vista. Un grupo de jinetes se aproximaba a la casa. Colgó las últimas ramas de canela para ahuyentar a las moscas y descendió de la banqueta.
—Ve a llamar a don Íñigo —le ordenó a Creóla.
—Don Íñigo está enfermo —repuso la esclava.
—Sí, enfermo —se mofó Rafaela—. Enfermo de tanto tomar. Dile que venga.
A pesar de que le causaban pavor los hombres a los que su padre llamaba gauderios o gauchos, esos que vestían de un modo tan peculiar y que, de tanto en tanto, se mezclaban entre las gentes de la Recova, Rafaela experimentó cierto alivio al ver al grupo que ordenaría el desquicio en que se había convertido
Laguna Larga.
Advirtió que dos de ellos se adelantaban y desmontaban. Rafaela abandonó el resguardo de la galería y se encaminó a recibirlos. El corazón le galopaba en el pecho y la boca se le había secado. El sol la cegaba, así que entrecerró los ojos y se llevó la mano a la frente. Uno de ellos, el más alto, al avanzar hacia ella, la protegió de la luz y le permitió ver con normalidad. De inmediato y como muestra de cortesía, el hombre se quitó el pañuelo negro que le cubría la cabeza por completo. Rafaela quedó atónita ante la visión de su larga cabellera rubia y de su barba en una tonalidad similar, algo más rojiza. En realidad, tres aspectos del gaucho la sacudieron: que fuera rubio, que fuera joven y que la expresión de su semblante fuera tan severa. "Parecen barbas de choclo", pensó de los mechones que le caían sobre la frente.
—Buenas tardes —saludó con sequedad—. Usted debe de ser el señor Furia.
—El mesmo —contestó Artemio, e inclinó la cabeza—, a su servicio.
—Yo soy Rafaela Palafox y Binda.
—Lo sé —repuso el gaucho—. Don Juan Andrés de Pueyrredón nos envió pa'hacer rodeo y pa'poner orden en esta chácara.
—Gracias —balbuceó, intimidada por la voz del hombre, una voz gruesa y a la vez enronquecida, como si hubiese pasado largo tiempo en silencio o recién despertara. Se le erizó la piel de los brazos—. He mandado llamar al capataz, don Íñigo. Se nos unirá enseguida —agregó, insegura de sus palabras; temía que notara que sabía tanto del campo como de los selenitas y sus hábitos. Rómulo Palafox aseguraba que ésas eran gentes pendencieras, peligrosas, de poco honor, y la voz y el gesto del hombre ratificaban las aseveraciones.
Rafaela Palafox se dejaba leer como un libro. Su miedo y desconcierto lo alcanzaban como las lenguas de viento caliente del norte. La había imaginado mal, era distinta de la Palafox de su imaginación. "Aunque sea blanca", reflexionó, "sangre india corre por sus venas", y lo dedujo dado el corte de sus ojos, grandes y a un tiempo sesgados hacia las sienes, como él sólo había visto entre las ranqueles; y también por su boca ancha, generosa, de labios gruesos y delineados con una precisión que, aunque no los llevara coloreados con carmín, podía verse claramente dónde terminaban y comenzaba la piel del rostro. Deseó verla sonreír.
—¡Artemio Juria! —se escuchó la voz chispeante de don Íñigo, que venía acomodándose la camisa como si recién se levantara. Creóla caminaba a su lado.
—Don Íñigo —saludó Furia, con aire parco—, ¿cómo anda tuito por las casas?
—Más o menos, Juria, llenos de cuitas y pestes. Pero qué alegrón cuando la niña Rafaela me dijo que usté vendría a echarme una mano. Aquí lo que sobra é el trabajo, verá usté. Estoy solo y enfermo. Los dos piones que tenía se mandaron a mudar porque hace como un año que no recibimos la paga.
Artemio advirtió de soslayo la tonalidad rojiza que cubrió las mejillas de Rafaela, y contuvo el ímpetu de hacer callar a ese necio. Por su lado, Rafaela se debatía entre permanecer con ellos o regresar a la casa. "Si mi padre me viera departiendo con este par", se lamentó, pero enseguida resolvió quedarse y estudiar a Furia. Acababa de percatarse de que no había tenido una dimensión justa de su tamaño hasta verlo al lado de don Íñigo. Más bien delgado, era su altura la que impresionaba. Se acordó del talismán de piedra turca de Ñuque al descubrir sus ojos medio velados por los párpados cuando el gaucho los levantó con asombro ante un comentario del capataz. Porque los de Cristiana eran celestes, pero ésos por inverosímil que pareciera, eran turquesa, y penetrantes en el marco de su piel bronceada y cejas rubias. En un acto de sinceridad infrecuente en ella, pensó: "Este hombre es un espectáculo que me roba el aliento". Contemplarlo la aturdía e inhibía. Sus contrastes más que su belleza la sumían en ese encantamiento. Nada en él parecía calzar y, sin embargo, su figura transmitía una sensación de equilibrio y de armonía, y de fuerza en reposo que la asustaba y que, paradójicamente, le infundía seguridad. No recordaba que un hombre la hubiese impresionado de ese modo, ni siquiera Juan de Dios Bonmer.