Me llaman Artemio Furia (49 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—¿Qué tengo que hacer? ¡Dígame qué desea!

—Quiero saber por qué.

La pregunta sorprendió a Palafox y precisó de unos segundos para ordenar sus pensamientos.

—Horatio de Lacy constituía el tipo de víctima a la que mi socio llamaba "fácil". Era extranjero, estaba solo en estas tierras y desconocía los contubernios y la corrupción del gobierno virreinal. Como supusimos, el título de propiedad de la estancia que su padre había adquirido a orillas del río Tercero no se hallaba perfeccionado, adolecía de varios vicios. Para eso me precisaba mi socio, para la cuestión legal. Él se ocupaba de echarlos de las tierras y de apropiarse de sus casas, de sus tierras y de sus animales. Me daba una parte de lo que obtenía con la venta.

—¿Lo habían hecho en otras oportunidades?

Rómulo levantó la vista. Hasta ese momento, no había reparado en la nota oscura y cavernosa de la voz de ese hombre. Se limitó a asentir.

—Éramos jóvenes, ambiciosos e inmorales —admitió—. Sin embargo, en el caso de su padre, sucedió algo imprevisible. Mi socio enloqueció por su hermana. Yo no lo supe hasta después. Esa noche, mi socio se presentó en casa de su padre como un lobo con piel de cordero. Ya habíamos visitado la propiedad en dos ocasiones, y su padre había comenzado a sospechar de nuestras preguntas e intenciones. Horatio de Lacy no era como las víctimas anteriores sino un hombre culto y muy listo. Había consultado a un notario en Córdoba y estaba solucionando los vicios formales del título de propiedad. Esa noche —retomó Palafox—, mi socio le ofreció corregir dichos vicios sin dilaciones ni complicaciones y sin costo a cambio de que le concediera la mano de su hija. Fue así que supe acerca de las verdaderas intenciones de... de mi socio. Por supuesto, su padre y su madre se negaron de manera rotunda. Lo que siguió sucedió de modo rápido y horrendo. Su hermana apareció en la sala acarreada por ese demonio de Antenor Ávila y pude ver la codicia en los ojos de mi socio. La deseaba como nunca había deseado a una mujer. Parecía un demente. En realidad, creo que lo era —añadió, en un susurro.

Las imágenes que por años Palafox había intentado enterrar en el olvido emergieron a la superficie. Artemio lo vio contorsionar el rostro en una mueca de sufrimiento.

—Está recordando, ¿verdad? Está recordando los gritos de mi hermana, la desesperación de mi padre, el chisguete que saltó de su cuello cuando su socio lo degolló. ¿O quizás está pensando en la mancha roja que se esparció en la blusa blanca de mi madre cuándo él la apuñaló ? ¿ en el sonido que produjo el cuchillo al hundirse en su vientre? ¡Ah, ese sonido! Es difícil de describir, también de olvidar.

—Basta, por piedad —gimoteó Rómulo, cubriéndose los oídos, sacudiendo la cabeza.

—No dejaré de mencionar cuando prendió fuego a mi casa, con mis padres dentro.

Rómulo cayó de rodillas y tocó el suelo con la frente. Artemio se irguió delante de él y atestiguó su derrumbamiento desde sus seis pies y tres pulgadas.

—¡Perdón! ¡Perdóneme! ¡Por piedad!

—Jamás.

—Por años he llevado esta culpa como una pesada carga. Oh, Dios mío, sabía que algún día volvería para atormentarme. Mil veces he pensado en aquel niño solo...

—¡Levántese! ¡Le digo que se levante! —Artemio lo instó propinándole un ligero puntapié en las costillas. La situación comenzaba a asquearlo. No estaba obteniendo el placer y la satisfacción que había creído. Deseaba que ese gusano desapareciera.

—Me dirá quién es el asesino de mis padres y dónde puedo hallarlo.

—Yo... Yo no lo sé.

Rómulo profirió un alarido de terror cuando Artemio Furia, con un rugido de bestia, se abalanzó sobre él, lo aferró por la chaqueta y lo levantó en el aire. Se escucharon gritos en el corredor y golpes frenéticos en la puerta.

—¡Padre! ¡Padre! —chilló Rafaela—. ¡Maldito, no le haga daño!

—¡Albana! ¡Llévatela de aquí!

—¡Hija mía! ¡Rafaela! ¡Estoy bien, tesoro! ¡Estoy bien! Vete, vete tranquila.

Al volver la calma, Furia arrastró a Palafox, lo propulsó contra la pared y lo mantuvo aprisionado por el pecho.

—Palafox —dijo, mostrándole los dientes—, no hace falta que le explique que está en mis manos. Puedo destruirlos, a usted, a su hija y a su familia, de varias maneras. Si le pregunto quién era su socio y dónde se encuentra no me dará una respuesta negativa sino que asentirá y me lo dirá.

—De veras que no lo sé.

—Peor para usted pues me dedicaré a arruinarlo antes de abrirle el cuello de lado a lado como hicieron con mi padre. Sabe que soy capaz de lo uno y de lo otro, de matarlo y de arruinarlo, puesto que, ¿quién es Rómulo Palafox? Un sarraceno, un peninsular sospechado de conjura. Sepa que la nueva Junta lo mantendrá vigilado, día y noche. Violarán su correspondencia, le confiscarán los bienes, rechazarán su Carta Ejecutoria de Nobleza y no le devolverán un cuartillo de lo que le quitaron el año pasado.

—Dios bendito —se horrorizó Palafox. Ese gaucho sabía de él más que nadie.

—Ahora bien. Si colabora con el gaucho Furia, quien se ha ganado el favor de los miembros de la nueva Junta, su vida en el Río de la Plata de la Revolución no se convertirá en el infierno que, de otro modo, no tardaría en caer sobre usted y los suyos. Sepa que yo me haría cargo de eso, de que le cayese un infierno, quiero decir.

—Su nombre es Martín Avendaño. Era militar, coronel —añadió—, en la época del asesinato de sus padres. Poco después, dejó la milicia. Y nuestros caminos se separaron. Yo obtuve un nombramiento...

—¿Dónde vive?

—No lo sé con exactitud. Hace años que.. —en un abrir y cerrar de ojos, Furia se hizo del cuchillo gigante y apoyó la hoja en la nuez de Adán de Palafox—. ¡Puedo averiguarlo! —vociferó éste—. Puedo averiguarlo. Lo haré. Lo juro.

—Mi hermana —pronunció, con ferocidad—. ¿Qué sabe de ella?

—Sé que la conservó. La hizo su mujer —Rómulo soltó un quejido cuando el facón le dibujó un corte superficial.

—Su mujer —repitió Furia, casi sin aliento, y aflojó la presión del cuchillo.

—Al encontrarlo a él, la encontrará a ella, si aún vive.

Los brazos de Artemio cayeron a los costados de su cuerpo; la punta del cuchillo casi rozaba el suelo. Rómulo lo siguió con la vista. Pese a que lucía abatido, no se atrevía a moverse. Aún lo asombraba la facilidad con que lo había levantado en el aire, como si fuera un niño, y la rapidez con que se desplazaba.

—Lo ayudaré, Furia —se detuvo, dudó; no sabía si llamarlo "señor de Lacy"—. Lo ayudaré —insistió, pues Artemio parecía no escuchar—. Pero usted debe prometerme que no me denunciará por lo ocurrido en aquella infame noche del 90 —el silencio y el desánimo de Furia lo fortalecieron—. A más, usted no cuenta con ninguna prueba para inculparme. Se trata de los recuerdos de un niño... ;Ah, por Dios, piedad!

En un giro fulminante, Artemio había apoyado el facón en la barbilla de Rómulo.

—¡Silencio, malhaya! —lo obligó a regresar contra la pared, donde lo retuvo a punta de cuchillo—. ¿De nuevo tengo que explicarle que usted y su familia se encuentran en mis manos? Señor mío, no está en posición de esgrimir una palabra en su defensa. Me pregunto qué dirían los integrantes de la Junta si yo les relatase los malhadados sucesos de aquella noche del 90, cuando usted, joven, ambicioso e inmoral, fue cómplice del más ruin de los crímenes. Algunos, que lo tienen por un maturrango traidor, no dudarían en encontrar esas pruebas que usted se empeña en decir que no existen. Simplemente, aparecerían, por malas artes, eso es seguro —cambió la inflexión burlona para agregar—: No me provoque, Palafox. Si usted sale con vida esta noche es porque me resulta útil. En caso contrario, ya estaría cenando con Satanás.

—Haga usted de mí lo que quiera. Vive Dios, merezco su odio y su venganza. Pero Rafaela, mi pequeña Rafaela.. —se le quebró la voz—. A ella no la perjudique. Ella es inocente. No le haga daño. No la arrastre en mi ruina.

—¡Vayase, Palafox! Ya no soporto su presencia. ¡Márchese! ¡Lleve su odiosa persona lejos de mí! Si llega a traicionarme previniendo a su socio, lo pagará caro. He vivido por años entre indios infieles y conozco métodos de tortura que usted ni siquiera podría imaginar.

—¡Lo juro, no lo traicionaré!

—Vayase y cumpla su promesa, que pronto sabrá de mí. Cuando eso ocurra, querré saber dónde se encuentra su socio, y juro por lo más sagrado que no desplegaré la paciencia y la benevolencia con que lo he tratado esta noche —sacudió la mano e hizo un gesto de desprecio para indicarle que saliera de la habitación. Lo vio inclinarse para recoger el abrigo. Antes de que Palafox abriese la puerta, lo previno—: De hoy en adelante, no vuelva a caminar con ligereza por las calles, ni siquiera por las habitaciones de su casa, puesto que siempre habrá una sombra detrás de usted, un aliento acezante en su nuca, acechándolo, espiándolo. No lo olvide. Usted ya no es un hombre libre sino un esclavo de mi propiedad.

Capítulo XIX

Al pie del altar

Las horas transcurrían con lentitud. Rafaela languidecía en su dormitorio, a veces echada en la cama, otras en el diván, en ocasiones sentada frente al tocador, abstraída en el reflejo de su propia imagen. Había pronunciado pocas palabras desde la noche en que su padre la sorprendió con Artemio Furia; de hecho, no había hablado durante el viaje de regreso. Se había mantenido callada en un extremo, incrédula y pasmada ante la actitud de Rómulo, quien no parecía enojado, más bien triste y abrumado.

Por mucho que repasara los acontecimientos de esa noche, Rafaela no acertaba con la verdad. Su padre no había querido verla ni hablar con ella. Se lo pasaba en su salita, la cual sólo abandonaba para ir a dormir; no compartía las comidas y sólo admitía la presencia de Ñuque. Dada la actitud de anacoreta de Rómulo, la sorprendió enterarse de que León Pruna, mejor dicho, Juvenal Romano, se hallaba reunido con él. Ella tampoco deseaba ver a nadie, excepto a la anciana. Por compasión, admitía a Creóla que una vez por día le llevaba a Mimita. No visitaba el jardín ni el laboratorio; los pedidos de la señorita Bernarda se acumulaban y de nada servían las notas desesperadas que le enviaba su amiga Corma Bonmer. Clotilde había solicitado verla para discutir los últimos detalles del ajuar, a lo que Rafaela se negó. Finalmente, tuvo que admitir a Aarón por temor a que echase la puerta abajo. La cara de congoja de su primo la llenó de culpas y aprensiones. Se abrazó a él y lloró sobre su hombro.

—Estás asustada. Es normal. Un paso tan solemne y definitivo asusta a cualquiera.

—Tú no luces para nada asustado.

—¿El flamante intendente de Policía asustado? ¿Qué clase de ejemplo daría?

La hizo reír entre lágrimas y, como recompensa, le permitió besarla. Se trató de un beso amargo porque, aunque trató de cerrar sus memorias, añoró la fiereza de los labios de Furia.

Las preguntas, que giraban en su mente como un torbellino, la agotaban, quizá por esa razón permanecía abúlica, o porque no tenía ganas de vivir con el corazón mortalmente herido; la pena se volvía difícil de soportar.

¿Con qué fin el señor Furia y la señorita Bouquet les habían tendido esa celada? ¿Qué había ocurrido entre el gaucho y su padre? ¿Éste le habría confesado que ella estaba embarazada? A veces la falta de respuestas, de buen dormir, las náuseas y los vómitos le agriaban el humor, y mandaba callar a las esclavas que reían o cantaban mientras realizaban las labores, o amenazaba con decapitar a Poupée si seguía ladrando. Pasaba de la inquietud a la apatía con una rapidez que la llevaba a pensar que estaba volviéndose loca. De qué manera reuniría fuerzas para enfundarse en el vestido de novia y concurrir con su padre a San Francisco para desposar a Aarón en dos días era la pregunta que más la angustiaba.

Rómulo no estaba ebrio gracias a Ñuque, que había tenido el buen juicio de quitar de la salita las botellas con brandy y carlón. De otro modo, habría bebido sin tino para sumirse en un sopor que lo alejara de los problemas. No deseaba ver a nadie, a excepción de la vieja india, su único lazo con el mundo exterior. En sus brazos había llorado después del encuentro con Sebastian de Lacy. Ella conocía la historia, por lo que había resultado fácil referirle los hechos; incluso la vieja india le había formulado una pregunta que él, aún conmocionado, no había tenido en cuenta.

—¿Cómo sabes que es el verdadero hijo de Horatio de Lacy y no un impostor? Aunque —se contestó la propia Ñuque—, da igual si es o no el verdadero Sebastian de Lacy. Por lo que me has dicho, conoce los detalles de aquella noche tan bien como tú. Y eso bastaría para perjudicarte. En especial en este momento, en que tus enemigos se han hecho con el poder. He sabido que el nombre de Artemio Furia se menta con admiración en los cuarteles, incluso entre la oficialidad-Rómulo la miró a los ojos, preguntándose cómo una mujer anciana, de poca educación y escasos recursos, se hallaba mejor informada que muchos de sus amigos.

—Nosotros contamos con Aarón —expresó, en un arranque de enojo—. De algo servirá su defección. Él es ahora el intendente de Policía de ese grupo de tunantes.

—Rómulo —pronunció Ñuque—, con Aarón nunca se cuenta, y tú lo sabes.

Faltando dos días para el casamiento de su hija, mandó comparecer a su cuñado, Juvenal Romano, quien, junto con Martín Avendaño, había sido su gran amigo de la juventud.

—Eres un hombre cabal —le dijo cuando lo tuvo enfrente—, y quiero que me perdones por mis desprecios del pasado.

Juvenal levantó las cejas y enseguida soltó una corta risotada.

—Tu declaración, querido Rómulo, me ha servido para descubrir que no he perdido la capacidad de asombro. ¡Y yo que me juzgaba un cínico de primera laya! —Pasado unos segundos, dedujo—: Vas a pedirme un favor. Vas a pedirme dinero.

—Sí, te pediré dos favores, pero no dinero. De igual modo, aunque te cueste creerlo, pienso que eres cabal y deseo tu perdón. Nunca debí permitir que la cabeza hueca de Clotilde te abandonara. Debí haberla regresado a Lima cuando se apareció aquí con eso de que tú eras un marrano —se pasó la mano por la frente con impaciencia y se abandonó en la butaca—. ¡Sí que he sido un necio! Y tú lo has soportado todo con dignidad y paciencia encomiables. Te pido perdón, Juvenal. Si algo queda del afecto que nos tuvimos cuando jóvenes, te pido perdón.

Romano carraspeó, incómodo, y se sentó frente a su cuñado.

—Olvídalo, Rómulo. Mi matrimonio es responsabilidad mía y de nadie más. Ve al grano. Sabes que nunca he sido afecto a los sentimentalismos. Pídeme los dos favores. Veré qué puedo hacer por ti.

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