Me llaman Artemio Furia (53 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Flor de enemigo te has echado encima —le había dicho el sargento mayor de La Infernal—. Nada más y nada menos que al nuevo intendente de Policía, Aarón Romano. Creo que Moreno, quien se ha convertido en el corazón de la Junta, te teme o te admira, no sé cuál de las dos, porque le ha pedido a Romano que arregle los asuntos de faldas fuera de las instituciones de gobierno. Cuando Romano interpuso que te apresaría ya que tú habías cometido un delito al secuestrarla, Moreno le recordó que tú y ella esperabais un hijo y que habíais vivido un amorío. Porque debes saber, querido Artemio, que la noticia de tu asunto con la hija de Palafox ha corrido por la ciudad como reguero de pólvora.

Incluso había llegado a oídos del padre Ciríaco, que lo recibió con una bofetada.

—¡Has arruinado a esa pobre muchacha! —le espetó con una cólera que Artemio no le conocía—. Las has arruinado para siempre. Me he avergonzado de ti al saber lo que has hecho en San Francisco. ¿En qué he fallado al educarte? ¿Por qué has actuado así?

Albana tampoco le dio la bienvenida.

—¡Te la has llevado porque aún la amas!

—'Tá preñáa. ¿Qué querías que hiciera?

—¡No me tomes por estúpida, Artemio! Te enteraste de lo de su embarazo el día antes de la boda con Romano, y sé bien que enviaste a Bamba a la Cañada de Morón con la orden de que Anuillán aprestase la casa grande para recibirla al día siguiente de la fiesta en lo de Rodríguez Peña. No me mientas. Siempre fue tu intención llevártela. Y no te atrevas a justificarte diciéndome que lo haces para castigar a su padre porque bien podrías utilizar otros medios para eso. ¿Acaso Palafox no es un maturrango a quien podrías enviar a la cárcel acusándolo de contrarrevolucionario?

Albana tenía razón, los patriotas se mostraban implacables con los españoles, y se vivían días de gran tensión. Habían exiliado al tesorero de la Real Audiencia, Pedro de Viguera; negado el permiso al obispo Lué y Riega para viajar a Montevideo, todavía realista; y confinado a Martín de Álzaga y a sus amigos, Neyra, Villanueva y Santa Coloma, en las Islas de la Magdalena, un asentamiento cercano a la Ensenada de Barragán. Si Rómulo Palafox seguía en Buenos Aires y en poder de su patrimonio se debía a la acción del gaucho Furia, que así se lo había pedido a Mariano Moreno. "Dotor, yo doy fe de la fidelidá de Palafox", había asegurado. Sabía que algún día tendría que devolver el favor.

Visitó la casa de la calle Larga apenas llegado a Buenos Aires. Esperó la noche para moverse con libertad. Saltó la cerca de tunas, y Creóla, alertada por su novio, Paolino, le franqueó la puerta que conducía a los patios internos y le indicó cuál era la habitación de Rómulo. Al llegar, éste encendió una palmatoria y se encontró con Furia apoltronado en su sillón.

—¡Dios bendito! —se sobresaltó.

Furia se puso de pie y avanzó con lentitud deliberada, el facón moviéndose contra su pierna derecha.

—¡Devuélvame a mi hija, maldito truhán!

—Yo nunca miento, Palafox. Por lo tanto, lo que declaré en San Francisco es verdad. Su hija de usted es mía. Y no se la devolveré. Jamás. Ahora bien, si volverá a verla algún día es lo que está en juego en este momento.

—¡Usted prometió no perjudicar la reputación de Rafaela!

—Yo no prometí nada.

—¡Mi sobrino está buscándolo! Lo hallará y le hará pagar el daño que usted, maldito salvaje, le ha infligido a mi hija.

—Por su bien, Palafox, que Romano deje de buscar a Rafaela o tendré que despacharlo al otro mundo. Lo juro —pronunció, con una fiereza que perturbó al español.

—Por favor, Furia, por favor, no haga daño a mi hija. Piedad, señor.

—Su hija me dará un hijo. Jamás le haría daño.

El hombre se desmoronó en el borde de la cama y se cubrió la cara.

—¿Qué clase de sino le espera al lado de uno como usted? Ella ha vivido como una princesa —levantó la vista, abrumado por el silencio. Ni siquiera sabía si el gaucho seguía en el dormitorio. Ahí estaba, sin embargo, contemplándolo de una manera imposible de descifrar—. ¿A qué ha venido? ¿A verme sufrir? ¡Adelante! Por ahora, es lo que puedo ofrecerle, mi dolor, porque aún no he dado con el paradero de Avendaño.

—He venido por Mimita, Creóla y las pertenencias de Rafaela. Partiré en unos días y quiero que apronte todo. Me llevaré hasta el último de sus efectos. Libros, ropa, afeites y lo que utiliza para fabricar perfumes. Además, quiero los papeles de propiedad de Creóla.

Abandonó la habitación de Rómulo sin aguardar una respuesta. Créola lo guió fuera. Se toparon con Ñuque en el último patio. Por la actitud de la india, Artemio dedujo que no se trataba de un encuentro casual. La mujer dio un paso adelante y elevó el mentón para mirarlo a los ojos.

—Creóla, vete a tu pieza —ordenó, y la esclava se perdió en la oscuridad.

Artemio vio cómo la mano pequeña, sarmentosa y arrugada de Ñuque se aproximaba a su rostro, y se mantuvo en vilo, sujetando el aliento. La anciana le acarició la frente, deslizó la punta de los dedos por su sien y los alejó antes de alcanzar el filo de su mandíbula. En la oscuridad, sus ojos desleídos y casi perdidos en los pliegues de los párpados adquirieron un brillo inusual al colmarse de lágrimas. Parecieron eternizarse los segundos en silencio. Cuando Ñuque al fin habló, lo hizo en la lengua de sus antepasados.

—Sé lo que Rómulo le hizo a los tuyos. Lo sé todo, Artemio. Y sólo el Señor conoce la profundidad de mi dolor. Sufro por ti, por tu familia y por mi Rómulo, puesto que él también ha padecido y vivido agobiado por la culpa durante veinte años.

La figura de Ñuque se tornó borrosa, y una opresión en el cuello obligó a Furia a tragar repetidas veces.

—Sé que clamas por venganza. Y es justo. Pero Rafaela, mi Rafaela... Devuélvemela, Artemio.

—No puedo, Quelupén —replicó Furia, en la misma lengua de Ñuque.

—¿La amas?

—Más que a mi vida.

—Júrame que no le harás daño.

—Lo juro —dijo, deprisa.

—Eres todo para ella.

—Rafaela me odia, Quelupén.

—No, m'hijo, no te odia. Te ama como pocas veces he visto a una mujer amar a un hombre —Ñuque advirtió el efecto de su declaración en la expresión del gaucho—. Aunque la has hecho enojar, y mucho. Le rompiste el corazón cuando la abandonaste en
La Larga
y casi se dejó morir de tristeza, porque el matasanos podrá decir que se trató de una infección a los pulmones, pero yo sé que casi muere por tu causa.

—Mierda —susurró, con voz quebrada, y se presionó los ojos con la punta de los dedos.

—Rafaela es orgullosa y terca —admitió Ñuque—, y también rencorosa. Pero sé que te perdonará porque, cansada de la hipocresía de esta familia, ha decidido ser fiel a su corazón, y ahí sólo hay amor para ti. Artemio, m'hijo, yo ando de más en este mundo. Soy vieja como Matusalén y ya estoy cansada de vivir. Por eso, prométeme que me traerá a mi Rafaela uno de estos días para que me despida de ella.

—Lo prometo, Quelupén.

En ese momento, a palmos de Rafaela, mientras la observaba bañarse dentro de la palangana, Artemio Furia se arrepintió de la promesa. No quería llevarla de nuevo a la ciudad. La quería sólo para él. Temía compartirla, que se la arrebatasen. Necesitaban tiempo a solas para recuperar el amor vivido en
Laguna Larga.
Artemio la reconquistaría, Ñuque le había dado esperanzas. Lo complació encontrarla tan compuesta. Había temido hallarla atrincherada en una habitación, con aspecto sucio, demacrado, en actitud desquiciada, vociferando improperios. En cambio, lucía tranquila, y su feminidad parecía haber contagiado a la casa, la cual había sido limpiada y ordenada a conciencia.

—Es muy hacendosa tu Rafaela, Pichín-Ülleún —le había informado Anuillán minutos antes—. Se lo ha pasao limpiando y acomodando el desquicio de la casa grande.

Sonrió, satisfecho de su mujer. La decisión de marcharse y dejarla sola en el campito de Morón había resultado sensata. Rafaela precisaba tiempo para calmarse y adaptarse a la nueva situación. Su presencia la habría irritado, porque, por orgullo, no habría demostrado que, en realidad, le agradaba vivir allí.

Rafaela levantó la cabeza cuando una corriente fría le erizó la piel de las piernas. Artemio Furia se hallaba bajo el dintel. Lo miró sin parpadear, como si hubiese caído en un encantamiento, y no se dio cuenta de que soltó la esponja, que desapareció bajo el agua. Pensó que, con la barba crecida y el cabello suelto sobre los hombros, el señor Furia se parecía a Jesucristo. En la paleta de dorados y marrones que componían su rostro, los ojos resaltaban como gemas turquesa y despedían una energía poderosa, lo mismo que su figura. El hombre casi rozaba el larguero de madera con la coronilla y sus hombros ocupaban el ancho de la puerta. Lo vio trasponer el umbral y cerrar tras de sí. Saltó fuera de la palangana y arrebató la toalla de una silla.

—¡Salga! —articuló a duras penas, mientras se envolvía—. ¡Vayase!

El gaucho avanzaba en su dirección, en tanto ella, sujetando la toalla con manos temblorosas, caminaba hacia atrás. De pronto, el aire de la habitación se había tornado gélido, y no podía detener el castañeteo de sus dientes para hablar e insultar. El silencio en que Furia se movía la aterraba; la maldad de su mirada y la dureza de su gesto le drenaban el vigor. Al chocar contra el vidrio de la ventana, soltó un gemido; estaba helado.

Furia la envolvió en sus brazos, y el calor que despidió su prenda de lana operó como un narcótico en ella. Se apretó contra su pecho, cerró los ojos y suspiró.

—La pucha, 'tá heláa —lo escuchó quejarse, y le permitió que la condujera cerca del brasero.

Rafaela, que mantenía los ojos cerrados, adivinaba, por los movimientos torpes de Furia, que atizaba los carbones y que luego se quitaba el poncho con una mano para colocarlo sobre sus espaldas. Se decía: "Debo enojarme con él. Debo mostrarme ultrajada", y permanecía inactiva, absorbiendo la vitalidad del cuerpo del gaucho, esperando recuperar la compostura. Hundió la nariz en su chaleco de paño, y la familiaridad del olor —a sudor, a humo, a caballo, a cigarrillo— la llevó a pensar en los momentos compartidos en
La Larga.

Al notar que Furia se apartaba y el frío volvía, levantó los párpados con fastidio —estaba tan a gusto así—. Se despabiló cuando lo vio arrodillarse frente a ella. El hombre apartó el poncho, luego la toalla, hasta llegar a su vientre desnudo. Rafaela lo observaba sin soltar el aliento, absorbida por la intensidad de la mirada fija en su barriga apenas abultada. Él se había congelado en esa posición. Un escozor la recorrió, completa, cuando las manos callosas de él le contuvieron la curva del vientre y sus labios resquebrajados le besaron el ombligo.

Esa veneración no estaba dirigida a ella sino al hijo de ambos. Recordó que la había raptado al pie del altar porque estaba encinta, no porque la amase. Se acordó también de la vergüenza a la que la había sometido en lo de doña Clara, cuando la expuso a su padre para vengarse de la humillación sufrida en
La Larga,
y se arrepintió de haberse alegrado ante su llegada inminente, y de haberle preparado sus comidas favoritas, y de haberse bañado para recibirlo envuelta en los aromas que a él lo fascinaban. Se arrepintió también de haber pensado que podría vivir para siempre en esas tierras. No sentía rabia ni rencor sino tristeza. Furia seguía arrodillado, con el oído sobre su vientre, y una ligera sonrisa en los labios, y ella no reunía la voluntad para apartarlo.

Alguien llamó a la puerta. Artemio masculló un insulto y se puso de pie.

—¿Qué pasa? —preguntó de mal modo, y su voz tronó en la paz de la habitación.


Peni
—habló Alihuen—, tengo que hablarte.

—Güeno. Ai voy —A Rafaela, le ordenó—: Vístase. La espero en la sala.

Se vistió deprisa, confundida por emociones contradictorias y por las ganas de llorar. Dobló el poncho de Furia con esmero y ensayó los movimientos y la mueca indolente a los que echaría mano para devolvérselo. En la sala se olvidó del poncho, que terminó en manos de Alihuen, al toparse con Creóla y Mimita y una gran cantidad de canastos y arcones. Se puso a llorar, mientras las abrazaba y las besaba. Atraída por el ímpetu de la mirada de Furia, giró la cabeza y lo descubrió contemplándola con el gesto de quien ha realizado una buena acción y aguarda su premio. ¡Cómo la embrollaba ese gaucho! ¿Qué pretendía de ella? Le devolvió la mirada sin desvelar sus sentimientos. Deseaba lastimarlo, confundirlo, humillarlo, pero no contaba con ese poder. El gaucho Furia era inalcanzable.

Después de ubicar a Creóla y a Mimita en sus habitaciones, Rafaela salió de la casa y marchó a la cocina para aprestar la cena. Millao y Alihuen la ayudarían a poner la mesa. No había mantel, casi nada de vajilla, no obstante, ella y las muchachas compusieron un hermoso cuadro con unos pequeños tapetes tejidos por Anuillán, unas servilletas blancas y un arreglo de flores silvestres. Rafaela estudió por el rabillo del ojo la reacción de Furia ante la visión de la mesa. El hombre se quedó quieto, con la mano en el respaldo de la silla, mientras estudiaba los detalles. Tomó asiento en la cabecera. Parecía incómodo y fuera de sitio; de igual modo, cuando Creóla le puso un cuenco lleno de ajiaco, aspiró profundamente, sonrió y se lanzó a comer a dos carrillos.

—'Ta muy güeno, Alihuen —dijo, con la boca llena, mientras señalaba el guiso con la cuchara de hueso tallada por Belisario.

—Sí, muy güeno —coincidieron los hombres de Furia.

—Lo preparó Rafaela,
peni
—informó Alihuen—. Como
ñuqué
le dijo que era tu comida favorita...

A Rafaela le dio la impresión de que los comensales cesaban de masticar. En el mutismo que sobrevino temió que escucharan los latidos de su corazón. Mantuvo la vista sobre el plato para ocultar las mejillas coloradas.

—¿Usté no come, Rafaela? —escuchó preguntar a Furia, y, sin responderle, hundió la cuchara en el guiso de peludo y ajíes y se la llevó a la boca. Podría haber sabido a rayos o a ambrosía, ella no habría podido decir. Masticó y tragó de modo mecánico. Pasados unos segundos, la normalidad se restableció en la mesa.

Los hombres de Furia y las hermanas de Calvú Manque hablaban todos juntos, y a Rafaela le chocaba. Las normas de educación dictaban que las comidas se hacían en silencio. Tampoco habían rezado antes de iniciar la cena, y los modales de esos paisanos dejaban mucho que desear. No usaban las servilletas y bebían con comida en la boca. A pesar de que cada uno contaba con una cuchara, la mayoría la había desechado; en cambio, cargaban de guiso el filo del facón y, al introducirlo en la boca, hacían toda clase de ruidos porque estaba caliente.

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