—Sí —admitió Rómulo—, habría sido vergonzante.
—¿Por qué?
—¡Qué pregunta innecesaria, hija! Habría sido vergonzante puesto que habría significado que nuestra familia no puede proclamarse libre de malas razas, como la de los negros, moros, mulatos...
—Y judíos —soltó Rafaela.
—Y judíos, ¡por supuesto! Era menester demostrar que somos cristianos viejos.
Rafaela observó a Clotilde de soslayo y advirtió que, si bien mantenía la vista baja, había detenido el bordado y se concentraba en el diálogo entre ella y su padre.
—Me pregunto qué habrían hecho la Virgen María, San Pedro, San Pablo y el resto de los Apóstoles si se les hubiese exigido un certificado de pureza de sangre. Ellos no habrían sido capaces de demostrar ser cristianos viejos. ¡De hecho, son los cristianos más nuevos que alguna vez existieron! —exclamó, con voz cargada de una risa que poco tenía de alegre.
Aarón soltó una carcajada.
—¡Cállate, Aarón! —lo amonestó Clotilde, y giró el rostro hacia su sobrina—. Eres desvergonzada como tu tía Pola. Ella también solía blasfemar. Lamento que Rosalba le encargase tu educación.
—En cambio, yo le estoy muy agradecida. Prefiero la desvergüenza de mi tía Pola a su hipocresía, tía Clotilde.
Varias exclamaciones inundaron la sala.
—¡Tío Rómulo! —se quejó Cristiana—. ¿Permitirá que insulte a mi madre?
—Rafaela —habló Palafox—, discúlpate con tu tía y vete a tu recámara.
Rafaela se puso de pie con la mayor dignidad que consiguió reunir y se marchó sin abrir la boca. Aun después de haber cruzado el primer patio, escuchaba despotricar a Clotilde. Cerró la puerta de su dormitorio evitando hacer ruido, aunque la habría sacado de sus goznes. Arrojó el libro sobre el tocador y se echó boca abajo en la cama a llorar. El rencor la ahogaba y no sabía a quién dirigirlo. A su padre, a Cristiana, a Clotilde, a Pola, por haberla abandonado. No, a Furia, el único culpable de su miseria, por haberla endulzado con la libertad para después arrojarla en la oscuridad y en un tormento sin fin. Quería arrancarlo de su cabeza.
Se incorporó porque le faltó el aire. Se sentó en el borde, con las piernas fuera de la cuja, apoyó las manos a los costados del cuerpo y echó la cabeza hacia delante, buscando llenar sus pulmones entre los espasmos y el llanto. No deseaba vivir. La vida se había vuelto trabajosa. Aunque fingía desde hacía años, no toleraba seguir adelante con la farsa. No era feliz y quería expresarlo. Sin embargo, el orgullo la salvaba de humillarse ante Clotilde y Cristiana. Tragó el nudo que le estrangulaba la garganta y se pasó las manos por el rostro bruscamente. Superaría el abandono y el engaño de Furia. El, después de todo, era sólo un gaucho.
Apenas Rafaela se retiró de la sala, Rómulo indicó a Aarón que lo acompañase a una pequeña habitación, más bien retirada, a la que sólo accedía el dueño de casa. Allí, el más joven sirvió unas copas con brandy de dudosa calidad y tomó asiento frente a su tío, cuyo semblante había adoptado una expresión rigurosa.
—Tío, ¿realmente cree que recuperará el título de marqués de Montalbán?
—Tengo todas mis esperanzas puestas en eso, Aarón. Nuestra familia ha mantenido una trayectoria intachable. Tu abuelo Ambrosio realizó grandes servicios a los Borbones y por eso obtuvo la licencia para explotar las minas del Potosí. Ningún escándalo rodea el nombre de Palafox, nuestros antecedentes son impecables.
—Si llegase a saberse lo de Juvenal Romano...
—¡Ni lo menciones! Juvenal ha prometido a tu madre que no abrirá la boca.
—¿Hasta cuándo y a qué costo?
—Por el momento, nada ha pedido. Lo importante es evitar escándalos asociados a nuestro nombre. Nada debe empañar el apellido Palafox —después de una pausa, en la que bebió un largo trago, Rómulo cambió el tono para expresar—: Sabes que miro con buenos ojos la propuesta que me hiciste en Montevideo. Tenerte como yerno sería una alegría para mí.
—La propuesta sigue en pie, tío.
—Aunque me duela admitirlo, he dado alas a Rafaela y perdido el control sobre ella. Lo sé, lo sé, he sido blando y condescendiente al educarla, pero es mi única hija y lo más importante que tengo en la vida.
Cristiana, que oía detrás de la puerta, apretó la mano en la falleba y cerró los ojos para evitar que lágrimas de rabia le bañaran las mejillas. Ella le había entregado su vida a Rómulo; no obstante, ocupaba un segundo lugar en sus prioridades afectivas. Rafaela, siempre Rafaela. La odiaba y no sabía cómo quitarla de en medio.
—Quiero que la boda se realice antes de que termine este año —siguió parrafeando Rómulo—. Por supuesto, viviréis aquí, puesto que no consentiría que te la llevases lejos —a este punto, Cristiana habría irrumpido en el despacho y golpeado a su tío—. Sin embargo, ella se convertirá en tu responsabilidad y tú la guiarás con mano férrea, aunque con respeto. Si bien no intervendré en vuestro matrimonio, no toleraré la violencia.
—¡Tío, por favor!
—Aarón, fijaremos ahora la dote. Mañana le comunicaremos nuestra decisión a Rafaela y comenzaremos con los preparativos. Como sabes, después de mi exilio y del saqueo del que fui víctima, mis finanzas sufrieron un duro golpe. Sin embargo, ya estoy en gestiones con el señor virrey para que me restituyan aquello que las tropas me robaron. No podré entregarte el total hasta que me devuelvan ese dinero. De igual modo, mañana concurriré a lo del notario para labrar el acta donde estipulo los bienes que conformarán el patrimonio que te entregaré junto con Rafaela. Tuyas serán
Laguna Larga,
y una suma de doce mil pesos de moneda fuerte, a más del ajuar que Ñuque ha preparado para Rafaela desde que era una niña y de la platería que perteneció a mi esposa Rosalba, que es muy valiosa.
Aarón habría desposado a su prima al día siguiente para hacerse de la pequeña fortuna que lo salvaría de tantos problemas y le permitiría montar su negocio. Se esforzó por mantenerse impertérrito, como si el anuncio nada signifícase para él.
—Es usted muy generoso, tío.
"¡Doce mil pesos de moneda fuerte!", se horrorizó Cristiana. "Sobre mi cadáver Aarón recibirá esa suma".
—Aarón —dijo Rómulo, y se puso de pie para remarcar la solemnidad de su discurso—: te entrego a mi hija, mi tesoro más grande, lo que más amo en este mundo. Espero que estés a la altura para recibirlo y cuidarlo.
Cristiana reflexionó que bastaría una palabra de Rafaela para que Rómulo y ella contrajesen matrimonio. Su prima, sin embargo, le había declarado la guerra.
Un rato más tarde, Aarón se embozó en su abrigo de barragán y se calzó los guantes de cuero antes de montar su picazo y enfilar para el centro. Su portamonedas iba lleno gracias a un adelanto de dote concedido por su tío. "He vendido el ganado que el tal Furia recuperó", le había informado Rómulo, "a muy buen precio. Podré darte lo que me pides", al final, la intervención de Furia lo había favorecido pues de seguro habría obtenido menos de los abigeos.
Detuvo el caballo frente al negocio de la señorita de Lezica y llamó a la puerta con golpes insistentes, despreocupado de la hora. Bernarda apareció detrás del cristal con el cabello suelto y envuelta en un salto de cama. Aarón la encontró irresistible y se pasó la lengua por el labio inferior al imaginar la noche que pasarían juntos.
Bernarda lo increpó sin abrirle:
—¿Qué hace aquí, señor Romano?
—Necesito hablar con usted.
—Vuelva a una hora decente.
—Traigo parte del dinero que le debo. Acabo de conseguirlo y no quería demorar un minuto más el pago.
—Lo he esperado semanas, señor Romano. Unas horas más no serán problema.
—Ábrame, por favor. Necesito hablar con usted —insistió.
La cortina que separaba la tienda del interior de la casa se corrió para dar paso a Juvenal Romano, con el cabello desgreñado y envuelto en una bata de fina seda púrpura. Aunque sospechaba que existía un amorío entre ellos, la visión turbó a Aarón y, al recobrarse de la sorpresa, la ira se apoderó de él. Deseaba a Bernarda de Lezica más de lo que se había permitido admitir. La cuestión superaba la deuda. Pensaba de continuo en ella y en retozar entre sus piernas. Los fulminó de un vistazo antes de girar sobre sí y caminar aprisa hacia su caballo.
Rumbeó para el Bajo y se metió en un tugurio de mala muerte donde solía desfogar sus apetitos sexuales y sus ansias por echarse una partidita de naipes. Bebía ginebra en silencio y sin compañía cuando una sombra se proyectó sobre él. Elevó el rostro. Un hombre —un tape ajuzgar por sus toscas y oscuras facciones—, no muy alto y bien robusto, lo miró a los ojos con una insolencia que lo fastidió.
—Retírese y no me moleste.
—Señor Romano —habló el tape empleando un modo que desmentía su mirada torva—, me presento. Mi gracia é Tarcisio Gabino, má conoció como "el domador".
—¿Y qué tiene que ver
eso
conmigo?
Gabino sonrió, paciente, y volvió a tomar la palabra.
—Se dis por ai que suecelencia anda buscando taitas como yo pa'un negocio que piensa abrir cerca del Hueco de las Cabecitas —se trataba de un área desolada en el norte de la ciudad, cerca del Retiro.
—Podría ser que lo que se dice sea cierto —contestó Aarón, de pronto interesado. Abrir un burdel y un garito para gentes de la peor ralea podía convertirse en un negocio tan lucrativo como riesgoso. De allí que contar con un pequeño ejército de hombres recios y sin escrúpulos resultara indispensable para subsistir.
Aarón estudió al postulante. No lucía mejor ni peor que los demás parroquianos.
—¿Para qué eres bueno?
—Naides me gana con el facón.
—¿Nadie? —Aarón alzó una ceja incrédulo, y advirtió que el hombre perdía la seguridad.
Gabino estaba pensando en Artemio Furia y en la humillación a la que lo había sometido en
La Larga
frente a sus compañeros, ganándole la pelea y quedándose con su facón.
—Naides, patrón. Por ésta —dijo, y ejecutó el símbolo de la cruz sobre sus labios.
Rómulo analizó su imagen en el espejo de caballete y le gustó lo que vio. A pesar de sus cuarenta y cinco años, tenía pocas canas y sus rasgos no habían sufrido grandes alteraciones. Inspiró para expandir los pectorales y admiró sus hombros cuadrados y su vientre chato. El año de exilio, primero en Patagones, en Montevideo después, durante el cual en más de una ocasión se fue a dormir con el estómago vacío, había servido para acabar con una panza incipiente. Todavía conservaba un físico delgado y juvenil. Se miró a los ojos y sonrió.
Cuando sus ojos verdes me contemplan en el escenario me hacen vibrar.
Se sabía de memoria la nota de Albana Bouquet. La había juzgado espléndida en su rol de Veturia en
Las armas de la hermosura,
la obra de Calderón de la Barca. Lo dominaba la ansiedad por volver a verla sobre el escenario, anhelaba recibir sus miradas solapadas y sus sonrisas sugestivas y compartir la complicidad que cientos de pares de ojos ignoraban mientras la admiraban y deseaban, lo había pasmado la nota que un niño le entregó a la salida del teatro y en la cual la señorita Bouquet le confesaba su interés por conocerlo. En un par de días, volvería al teatro para disfrutar de su actuación y, terminada la obra, la visitaría en su camerino para iniciar una relación. Como nunca, deseó contar con su Ejecutoria de Nobleza para impresionarla. Además, necesitaba la renta asociada al título de marqués. Una amante como la señorita Bouquet sería cualquier cosa menos barata.
Cristiana se deslizó dentro de la habitación de su tío sin llamar y lo descubrió contemplándose frente al espejo, con una sutil sonrisa en los labios que le sentaba muy bien. Lo deseó.
—Rómulo —dijo, como lo llamaba en la intimidad.
Sin darse vuelta, Palafox la miró a través del espejo. Su belleza siempre lo afectaba. Bajó la vista y la fijó en sus pechos, que, redondos, enhiestos y delicados, asomaban bajo el merino de la bata. La deseaba como siempre, con la pasión abrasadora que lo había conducido a su habitación años atrás para convertirla en mujer cuando aún era una niña No obstante, le preguntó con frialdad:
—¿Qué haces aquí?
—Te echo de menos —admitió Cristiana—. Desde que regresaste de Montevideo, nunca has ido a visitarme a mi recámara.
Aunque le costase, Rómulo había trazado otros planes. Conseguiría un marido para Cristiana y la alejaría de la casa de la calle Larga. Taparía su falta de virginidad con una buena dote y el prestigio que significaba ser la hermana del futuro marqués de Montalbán, puesto que Aarón Romano se haría del título a la muerte de Rómulo. No debía caer de nuevo en tentación si ya no estaba dispuesto a desposarla, y no lo haría por varias razones, el pánico a engendrar nuevamente una criatura como Mimita contaba entre las principales; sin embargo, la posibilidad de perder el cariño de Rafaela pesaba más que las otras.
—Regresa a tu habitación, Cristiana. No quiero que te encuentren aquí.
—¿Quién podría venir a tu recámara a estas horas?
—Tu prima Rafaela suele traerme la medicina.
—¡Rafaela! —se fastidió—. Siempre Rafaela.
—Ella es mi hija, Cristiana. Mi única hija.
—Y yo soy tu mujer, tu amor, según me decías antes de marchar al exilio.
—No quiero escándalos en este momento, entiéndeme, el nombre de los Palafox no puede estar en boca de nadie mientras se tramita la Carta Ejecutoria de Nobleza.
—¿Desposarme sería un escándalo?
—Sabes que sí.
—Te niegas a desposarme por Rafaela, no por temor al escándalo.
—Cristiana, estoy muy cansado. Necesito dormir. Mañana hablaremos.
—Rafaela sabe de lo nuestro. Sabe que tú eres el padre de Milagros.
Palafox tardó unos segundos en absorber la trascendencia de la información. Con dos pasos largos, se abalanzó sobre su sobrina y la aferró por los hombros.
—¿Qué estás diciendo?
—Yo misma se lo dije —expresó Cristiana, con acento firme.
Palafox se quedó mudo, con la boca entreabierta. Su aliento a brandy golpeaba el rostro de la joven, que lo contemplaba con fijeza y denuedo.
—¿Cómo fuiste capaz de lastimarla de ese modo? Ahora comprendo la actitud de mi hija. Ahora comprendo su comportamiento extraño, su frialdad. Vete antes de que pierda los estribos.
—Rómulo...
—¡Vete! ¡Abandona mi recámara!
Son estos tiempos radicales