Me llaman Artemio Furia (41 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Después nos topamos con el gaucho Furia —dijo Juanita—. Iba en compañía de Albana Bouquet, que entró en el cuartel dándose aires. Debo decir que Furia, a pesar de ser paisano, es gallardo y apuesto como un diablo. Salvó la vida de mi hermano Juan Martín cuando lo de Perdriel y lo ayudó a escapar de prisión el año pasado.

—Le comentamos a Furia que acabábamos de ver a tu prima Rafaela —prosiguió Isabel—, y su gesto, siempre impertérrito, se conmocionó y empezó a buscarla por todas partes. Extraño, ¿verdad?

—Ellos se conocen —informó Juanita.

—Lo sé —aseguró Cristiana—. De
Laguna Larga.

A la luz de las palabras de Isabel de Pueyrredón, Cristiana analizó la actitud de Rafaela la tarde en que Rómulo pilló a Furia en la sala de la estancia. El comportamiento de su prima y el afán con que defendió al hombre en aquella ocasión habían resultado excesivos, por lo que no le costó arribar a una conclusión, que ratificaría con su esclava.

—Mírame a los ojos, Peregrina —la cuarterona, habituada a bajar la cabeza en presencia de los amos, elevó la barbilla con desconfianza—. ¿Qué hubo entre mi prima Rafaela y ese gaucho, el tal Artemio Furia? —el gesto de Peregrina bastaba para confirmar su presunción; de igual modo, exigió una respuesta—. ¡Habla, negra, o te venderé mañana mismo! Y me encargaré personalmente de buscarte un amo cruel y vicioso.

—¡No, por amor de Dios, no! —la esclava cayó de rodillas—. ¡No me separe de usted, amita! Yo la he servido siempre como a una reina.

—Habla, pues.

Peregrina no sólo confesó que habían existido amores entre la señorita Rafaela y el gaucho Furia sino que sospechaba que la señorita se encontraba en estado de buena esperanza. Los ojos celestes de Cristiana brillaron con codicia y sus labios se sesgaron en una sonrisa de complacencia. No dudó en marchar a la salita de Rómulo.

—¿Qué deseas?

—Deseo que sepas qué clase de hija tienes —el vistazo de Rómulo no la intimidaría—. Tu Rafaela, ese ser magnífico y perfecto, tuvo amores con el gaucho Artemio Furia y está esperando un hijo de él.

Palafox, todavía joven y ágil, saltó de su butaca y aferró a Cristiana por el cuello.

—Cristiana, vuelves a repetir esa calumnia y te mato.

—Suéltame —rogó, sofocada—. No puedo respirar.

—¿Quién te ha dicho esto ?

—Escuché a Rafaela y a su amiga, la Bonmer, hablando —mintió.

—Por tu propio bien, Cristiana, cierra la boca. Ahora, sal de aquí. Déjame solo.

Esa noche, Palafox presidió la mesa, como de costumbre, pero no tocó la comida. Cada tanto, levantaba la vista y la paseaba por los miembros de su familia. Al finalizar la cena, Rafaela le pidió:

—Padre, ¿me excusa, por favor? Estoy muy cansada y tengo jaqueca.

—Vendrás a la sala con nosotros. Realizaré un anuncio de capital importancia.

No se inmutó ante la mirada suplicante que le lanzó su hija. Ella lo había traicionado, había deshonrado el apellido Palafox, ahora debía pagar. Aguardó a que todos se acomodaran para decir:

—Aarón ha podido la mano de Rafaela y yo he aceptado —Justa y Clotilde exclamaron de alegría—. La boda se celebrará cuanto antes. A fin de mes, si es posible.

—Rómulo —se quejó Clotilde—, no habrá tiempo para organizar la ceremonia y el festejo.

—Me importa un rábano, Clotilde. Contraerán matrimonio en la iglesia de San Francisco y no habrá festejo, sólo un almuerzo compartido en familia.

Aarón se puso de pie y caminó hacia Rafaela, que deseó no ser objeto de esa mirada ni de esa sonrisa; a ella le resultaba imposible corresponderle. Aarón tomó su mano y la miró con una dulzura que ella nunca le había visto emplear. Su aroma a albaricoque le revoloteó bajo la nariz cuando se inclinó para besarla.

—Espero que estés contenta, querida Rafaela —ella asintió de manera imperceptible—. Te haré feliz, ya lo verás.

La hora que transcurrió junto a su familia, soportando los comentarios y la alegría de sus tías y de Aarón, se convirtió en un martirio. Cristiana lucía tan acongojada como ella. Su padre guardaba silencio y se dedicaba a contemplarla con fijeza. Padecía esa mirada porque la condenaba. La condena de su padre era de las cosas a la que Rafaela más temía.

Terminó por excusarse y abandonar la sala. Apenas salió del campo visual de su familia, cruzó el patio a la carrera y se encerró en su dormitorio. Se acurrucó en la cama y se largó a llorar, mientras apretaba el dije de piedra turca de Ñuque, el que le recordaba los ojos del señor Furia.

El domingo 20 de mayo, Rafaela amaneció con dolor de cabeza. Había dormido mal y de a ratos y, cuando Creóla corrió las cortinas y la instó a levantarse, se negó a salir de la cama. Ñuque se presentó en el dormitorio con una bandeja y la obligó a incorporarse en las almohadas para desayunar.

—Debes alimentarte, por el bien de tu hijo.

A Rafaela no la sorprendió que la supiera embarazada.

—¿Quién te lo dijo?

—Rómulo.

Rafaela siempre había sospechado que, entre su padre y Ñuque, existía una relación que ellos cultivaban cuando nadie los veía, porque no tenía memoria de ellos encerrados en la salita, conversando; no obstante, la mujer conocía a Palafox del derecho y del revés.

—Estoy tan confundida, Ñuque. No sé qué hacer. Mi padre me obligará a desposar a Aarón cuando yo amo a otro hombre, del cual espero un hijo. Porque aún lo amo, Ñuque, no puedo evitarlo. También lo odio, y todo es un gran lío en mi cabeza.

—Tranquila —Ñuque le pasó la mano por la frente—. No desesperes. Todo pasa.

—Me gustaría morir.

—¡No hables así! Piensa en tu hijo, en Mimita, en todos los que te amamos.

Rafaela se cubrió el rostro y empezó a sollozar. Estaba cansada de tanta lágrima. Necesitaba las certezas de su vida anterior. Quizás el matrimonio con su primo Aarón trajese la calma y la seguridad que anhelaba.

—No quiero engañar a Aarón. No quiero que piense que este hijo es suyo.

—Tendrás que decírselo, entonces.

—No me animo.

—¿No te animas? ¿A qué temes?

—¡Sabes que le temo a todo! He sido una cobarde, siempre.

—No lo fuiste cuando te entregaste a un hombre como Furia.

Rafaela se dio cuenta de que el color trepaba por sus mejillas; de pronto las sintió calientes.

—No —admitió—, a su lado me sentí poderosa y fuerte y hermosa y deseada. No temía a nada, ni siquiera a Quinto, su puma, cuando tú sabes que hasta el perro más insignificante me espanta. ¡Cuánto echo de menos a Quinto! Su amistad me hacía sentir valiente. ¡Oh, Ñuque, qué desgraciada soy!

—No has respondido a mi pregunta. ¿A qué temes? ¿A qué Aarón retire su oferta de matrimonio?

—Sí, y siento repulsión de mí misma. No lo amo. Le tengo cariño, pero no lo amo. No obstante, medito la posibilidad de casar con él para salvarme del escarnio público. En el fondo, no soy muy diferente de mi padre ni de mi tía Clotilde, siempre preocupados por lo que dirá la gente. Soy cobarde e hipócrita. Me doy asco.

—No seas tan dura contigo —la instó la india.

—¿Sabes qué, Ñuque? Cuando mi padre me preguntó quién era el padre de mi hijo, le aseguré que había muerto y me negué a dar su nombre. Y lo hice por vergüenza. Me avergoncé de él, me avergoncé porque es un paisano a quien mi padre despreció.

Ñuque la convenció de que abandonara la cama y se vistiera. En tanto Creóla la peinaba, Peregrina llamó a la puerta y inundó la presencía de Corina Bonmer, que encontró la mirada de Rafaela en el espejo del tocador.

—¿Por qué traes ese aire conspirativo?

—Tengo un presente para ti —expresó Corina, y sacó de su escarcela una pequeña botella cuyo tapón estaba sellado con lacre—. Aceite esencial de rosas.

El semblante de Rafaela se iluminó.

—¡No deberías haberlo comprado, Corina! Debió de costarte una fortuna.

—No lo he comprado yo —Rafaela levantó las cejas en señal de confusión—. Ha sido Furia. Él te lo envía.

—¡Mi niña! —exclamó Creóla.

Rafaela se quedó contemplando la botella que sostenía en la mano, incapaz de coordinar la maraña de pensamientos que la asaltaban. En una primera reacción, se sintió feliz; un momento después, atinó a preguntar:

—¿El mismo te lo entregó?

—Sí. ¡Es guapo cuando sonríe! Ahora comprendo que te hayas enamorado de él.

—Dime cómo fueron las cosas —la instó Rafaela.

—Bueno, tú sabes que él y Albana Bouquet son amigos.

—Amantes, deberías decir.

—Lo que sea. Y Albana es mi vecina en los Altos de Escalada. Pues él la visita a menudo. ¡Aunque no pasa la noche ahí! —aclaró, deprisa.

"Como si hacer el amor fuera una cuestión nocturna", meditó Rafaela, y pensó en la infinidad de veces en que Furia la había poseído cuando el sol se ubicaba en su cénit.

—Pues esta mañana, Furia me interceptó en las escaleras de los Altos de Escalada y me pidió que te entregara esto.

—Devuélveselo —dijo Rafaela, y extendió el frasco a su amiga—. No quiero nada que venga de ese señor.

—No seas tonta. Consérvalo. Me has dicho que es costoso y que te has quedado sin él para preparar tu perfume.

La tentaba quedarse con el aceite esencial no porque fuera costoso sino porque se lo regalaba él. Sus manos habían rodeado la pequeña botella y, quizás, al comprarlo, había rememorado el perfume que solía enloquecerlo en
La Larga.

—No entiendo qué pretende este hombre de mí.

—Cortejarte, es obvio.

—¿Por qué querría cortejarme cuando me llamó "estorbo"?

—De seguro, está arrepentido y te echa de menos.

—Así ha de ser, niña —intervino Creóla—. Quizá Furia la acepte de nuevo y se la lleve ahora que van a tener un hijo.

—¡No quiero que me acepte de nuevo por el niño! Creóla, no abrirás la boca para hablar de mi hijo o te la coseré. Ni siquiera se lo mencionarás a Paolino. ¿Has entendido ? —la esclava asintió—. Devuélveselo, Corina. El señor Furia ha muerto para mí.

Peregrina llamó a la puerta. Traía una nota para Rafaela.

—Acaba de llegar, amita.

—¿Para mí? —se extrañó, porque, al contar con pocas amistades, rara vez recibía correspondencia.

—Sí, pa'usté —aseguró la esclava.

No reconoció el sello, un águila bicéfala. Lo quebró y leyó:
Señorita Rafaela, sería un honor y una alegría para mí contar con vuestra presencia y la de Mimita en casa esta tarde. También asistirán Lupe y Pilarita. La espero a las 16 horas en el 59 de la calle de San José. Quedo a vuestro servicio. Melody Blackraven.

—¿El mensajero aguarda respuesta?

—Sí, amita.

—Dile que sí, que iré esta tarde a lo de la condesa de Stoneville.

Artemio se despidió del padre Ciriaco y cruzó la calle de San Martín. La charla con el mercedario se había extendido y él estaba llegando tarde a la función en el Teatro Argentino. Poco le importaba la obra que se pondría en escena,
Roma salvada.
En realidad, comparecía para ver a su enemigo, Rómulo Palafox, a quien Albana le había enviado una invitación especial el día anterior de acuerdo con el plan.

Al ver el gentío arremolinado a las puertas del teatro, a Furia le dieron ganas de hallarse en las quimbambas, con el silencio de la noche como único compañero. Desde que había descubierto a Palafox, a veces deseaba haber perdido la memoria la noche del 5 de junio de 1790. Ante ese pensamiento indigno, se obligaba a repetir el
moto
de los de Lacy:
Quis tu ipse sis memento
(Recuerda quién eres). "Yo soy Sebastian de Lacy", se decía. "Vengaré la muerte de mis padres y recuperaré a mi hermana.

Los criollos comentaban acerca de los sucesos de los últimos días, se mostraban eufóricos y vociferaban sus esperanzas de libertad, mientras que los españoles se alineaban en silencio y mantenían la vista baja. "Tienen miedo", dedujo Furia. Resultaba asombroso que se hubiesen animado a asistir esa noche al teatro, con la tensión reinante en las calles. Si la revolución se salía de cauce, correría la sangre de los peninsulares, y sus bienes se convertirían en botín de guerra. Pensó en Palafox. Él era español y estaba muy orgulloso de su origen.

Artemio captó la conversación entre dos criollos.

—Hoy, por la mañana, se reunieron todos los cabildantes para analizar el pedido que ayer les hicieron Saavedra y Belgrano.

—Lo sé. De resultas de esa reunión, dicen que de Lezica —hablaban del alcalde de primer voto—, fue hoy al mediodía al Fuerte para conferenciar con el Sordo. Éste, al recibir las nuevas, fingió sorpresa, como si no estuviese al tanto de nada. ¿A quién quiere hacer creer que no sabe que esto está que arde si los muchachos andan cantando cuchufletas y arrojando piedras a las ventanas desde hace dos días?

Las conversaciones fueron perdiéndose en tanto la multitud comenzaba a ingresar en el teatro. Artemio sabía además que Cisneros había calificado a los revoltosos de "turba de sediciosos" y asegurado que no movería un dedo sin consultar a los altos rangos de los cuerpos del ejército, por lo que invitó a los comandantes a personarse en el Fuerte a las siete de la tarde de ese mismo día, domingo 20 de mayo. A las cuatro, los comandantes y sus subalternos improvisaron una junta en el cuartel de Patricios, donde Artemio les informó acerca de un complot para apresarlos apenas pusieran pie en el patio central del Fuerte. Les advirtió además que se planeaba tomar por asalto los cuarteles. Un tenso silencio cayó en la sala. Los militares intercambiaron vistazos recelosos, que el gaucho Furia devolvió con flema. No les diría su fuente, si eso esperaban, ni cómo había llegado a hacerse de la información.

Artemio no sabía por qué Blackraven lo había elegido para confiarle un dato de esa relevancia cuando era amigo de personalidades de gran valía. Menos aún lo entendía después de cómo se había desarrollado la reunión esa mañana en la casa de San José.

Él había comparecido pocos minutos después de las diez, de acuerdo con lo convenido con Blackraven el día anterior en lo de Rodríguez Peña. El aristócrata inglés lo había recibido en su despacho y ofrecido café, a lo que Artemio se había negado. Hablaron de negocios, de futuras compras de ganado, de distribución de productos en las provincias a través de las caravanas de Artemio, de contrabandear sebo al Brasil usando las vías fluviales y de la adquisición de sal en Patagones, en la boca del Río Negro. En plena polémica acerca de la conveniencia de viajar a Patagones por mar y no por tierra, la puerta del despacho de Blackraven se abrió y la señora condesa se precipitó dentro. Artemio se puso de pie.

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