Una noche en que Rafaela se hallaba en una disposición peculiar, elevó la cabeza sobre la almohada y lo llamó.
—Señor Furia, ¿está dormido ?
—No. ¿Qué quiere?
—Hay algo delicado que debo confesarle —Artemio volvió la cara hacia ella, y sus ojos y unos mechones que le cubrían la frente, destellaron en la penumbra de la habitación—. No, no puedo —se acobardó.
—¿Me tiene miedo? —ella dijo que no—. ¿'Tonce?
—Artemio —Furia se inquietó; rara vez lo llamaba por su nombre de pila—. Artemio, amor mío —dijo, y se inclinó para besarlo.
—¿Qué ocurre, Rafaela? —ella adivinó la ansiedad y el miedo en la coloración oscura de su voz.
—Sé la verdad. Lo sé todo. Ñuque me la refirió antes de morir. Sé que mi padre fue cómplice del asesino de sus padres. Sé también que raptaron a su hermana, que prendieron fuego a su casa y que se robaron la hacienda.
Aferró la almohada con los puños y escondió la cara; no soportaba verlo en ese momento. El colchón se hundió cuando Furia se acomodó sobre ella para susurrarle:
—Yo no quería que usté lo supiera. Nunca.
—¿Por qué? —lloriqueó Rafaela.
—Porque saberlo me la iba a hace sufrí, y yo no quiero que náa ni naides me la haga sufrí. Mi Rafaela tiene que ser felí, y náa má.
—¡Oh, Artemio! —se dio vuelta y lo abrazó—. ¡Cuánto, cuánto lo siento! Qué avergonzada y mortificada estoy. No puedo imaginar lo que le tocó vivir, lo que tuvo que atestiguar, ¡y sólo siendo un niño!
Le resultó natural referirle los hechos de aquella noche, soslayando los detalles macabros y suavizando la aspereza de sus sentimientos; incluso le reveló su verdadero nombre. De igual modo, Rafaela quedó muy afectada. Le dijo que tenía el corazón partido.
—¡No soporto imaginar lo que sufrió! Si me hubiese ocurrido a mí, no dolería tanto. Pero a usted —dijo, mientras le acariciaba las mejillas—,que le haya ocurrido a usted, la persona que amo más allá de todo, lo vuelve intolerable.
Él se inclinó para besar sus lágrimas y arrasar con la oscuridad de su semblante.
—El sufrimiento de usté —le explicó Artemio—, me está matando. Ya no sufra por mí, así yo no sufro por usté. Cálmese y venga aquí.
Secó sus lágrimas con el borde de la sábana y se acomodó en el abrazo de Furia. Éste le contó que, gracias a Rómulo, había hallado a su hermana Edwina en Córdoba.
—Cuando Avendaño regrese de Chuquisaca, ¿lo matará? —Artemio dijo que no—. ¿Por qué? ¿Por Edwina?
—Meses atrás, un tiempo antes de encontrar a Edwina, le juré a Dios que renunciaba a mi venganza.
—¿De veras? ¿Por qué lo hizo?
Furia la contempló con fijeza. Sus ojos la horadaban en la oscuridad.
—Por usté, mi Rafaela. Le juré a Dios que renunciaría a mi venganza si Él la salvaba a usté cuando perdió a nuestro hijo. Él cumplió; yo también.
Se le cortó el aliento y se mantuvo en vilo en tanto asimilaba el alcance de la declaración. Atinó a aferrarse al cuello de Furia, y se dio cuenta de que no estaba consolándolo sino buscando ser consolada. Su egoísmo la hizo sentir peor. Artemio estaba sereno, ella lo percibía mientras él la acunaba y le acariciaba la espalda.
—¿Está arrepentido? —preguntó Rafaela, con voz gangosa.
Con un movimiento medio brusco, la obligó a enfrentarlo.
—Lo haría de güelta mil vece pa'salvarla.
Rafaela quería serenarse y aflojar la tensión del cuerpo. Se obligó a pensar en cosas bonitas para alejar los pensamientos malos. Se acordó de que el señor Furia le había comprado un ocozol que plantarían al día siguiente, aunque todavía no decidía dónde, y que Melody Blackraven le había prometido traerle una sampaguita, proveniente de la isla de Ceilán donde su esposo tenía una hacienda. Al rato, su mente volvió a la tragedia.
—Antes de su juramento, ¿había pensado en matar a mi padre?
—Sí-admitió Furia—. Dispués de descubrir quién era su padre, anduve como loco muchos días. No podía arreglar las cosas en mi corazón. Pero supe que jama lo haría. Por usté, porque no podía causarle esa pena —el tiempo se suspendió en una mirada—. Usté é tan hermosa —dijo, con ardor—. Usté é lo má hermoso de mi vida.
Rafaela levantó la mano y le apartó un mechón casi blanco que se le metía en el ojo, Ese hombre, que había vivido cosas siniestras capaces dedevastar la dignidad humana, era, sin embargo, el ser más noble y digno que ella conocía.
—Sebastian de Lacy —pronunció bastante bien—. Si algún día tenemos un hijo varón, lo llamaremos Sebastián. Pero usted para mí siempre será mi señor Furia. Mi amado señor Furia. Amor mío. Amor de mi vida.
A principios de marzo, mientras servía la cena, Rafaela anunció:
—Señor Furia, voy a darle un hijo.
Artemio permaneció inmóvil, con la mirada clavada en el plato de comida. Soltó la cuchara y, con la punta de los dedos, se apretó los ojos, una acción común en él y que Rafaela asociaba con la preocupación.
—¿Qué ocurre? No ha recibido de buen grado la noticia.
Él levantó la cabeza y la contempló entre azorado y ofendido.
—Usté me juzga mal, Rafaela. 'Toy felí con la noticia. He deseao harto a este hijo y como no se dinaba a venir... Y aura usté me dis que 'tá preñáa... Me he emocionao un poco. Eso ha sío nomá —se aclaró la garganta—. Lo que pasa é que yo le quiero cumplí a usté. Quiero matrimoniarme con usté, si usté quiere.
—Yo no quiero que
cumpla,
señor Furia. Jamás le he pedido matrimonio porque sé que no se acostumbra entre los suyos.
—Pa'mí, usté é mi mujer pa'tuita la vida. No mi hace falta que un cura me lo diga pa'yo saberlo. Pero como usté é una niña bien, quiero que el padre Ciríaco nos bendiga. Y que m'hijo sea legítimo. Naides lo llamará bastardo.
De acuerdo con la Real Cédula del 17 de julio de 1803, Rafaela, por ser menor de veintitrés años, no podía contraer matrimonio sin la autorización de Rómulo. Por otra parte, y debido a que casaba por debajo de su condición social, también necesitaba la autorización del virrey. Como la figura del virrey había desaparecido, valía la de la Junta. A continuación, se publicarían las amonestaciones. El trámite llevaría su tiempo.
—¿Irá a ver a mi padre y le pedirá autorización? —sabiendo lo que eso significaba para el orgullo de Furia, Rafaela propuso—: Esperemos a que yo cumpla veintitrés años.
—Falta un montón pa'eso. No me importa hablar con su padre de usté.
Decidieron que viajarían juntos a Buenos Aires a mediados de marzo.
Por la muerte de dos
E1
Gales,
el clíper de propiedad de Roger Blackraven que lo había conducido a estas tierras del sur en tan sólo un mes, echó anclas a una milla de la costa pues, según le informó el capitán, el puerto de Buenos Aires resultaba inapropiado para la navegación con buques de cierto calado.
—Excelencia —siguió expresando el capitán—, ahora subiremos a unos botes que nos conducirán unas yardas. Desde allí hasta la costa iremos en carretas.
El desagrado causado por esa información se mezcló con la tensión por el viaje y la desazón que le inspiraba el paisaje de la ciudad —más bien un conjunto de casas mal construidas y algunas cúpulas y campanarios insignificantes—. Se puso de mal humor.
—¡Soy un viejo de setenta y seis años! —se quejó—. ¿Cómo pretende que salte de un bote a una carreta sin perecer en el intento?
—Excelencia —manifestó el capitán, con sincero asombro—, permítame decirle que el dato de su edad me deja pasmado. Su señoría se ha conservado en excelente forma. No le habría dado más de sesenta años.
—Este disgusto no lo arreglaremos con lisonjas, capitán.
En varias ocasiones, en tanto el clíper avanzaba a gran velocidad por el Atlántico, se había preguntado si ese viaje, organizado en pocas horas y a las apuradas, no se trataba de un desatino.
Después de alcanzar la costa, con los nervios de punta y los zapatos empapados, alquiló un cabriolé y le extendió al cochero el papel escrito de propio puño de Blackraven donde se consignaba la dirección de su agente en Buenos Aires, un tal Edward O'Maley. "Irlandés", pensó. El cochero leyó en voz alta: "Calle de la Concepción número 78". En la casa de O'Maley lo atendió una mujer negra que lo condujo a la sala. Le dijo algo en castellano antes de marcharse, pero él no comprendió pese a dominar la lengua; su esposa se la había enseñado.
O'Maley se presentó a los pocos minutos.
—Buenos días —saludó el visitante—. Mi nombre es Horatio de Lacy, conde de Grossvenor.
—¡Excelencia! —profirió O'Maley, y le ofreció asiento. Antes de partir hacia Londres, Roger Blackraven le había advertido que quizá recibiera la visita de ese amigo de su padre.
—Gracias —dijo de Lacy.
O'Maley escanció whisky, de acuerdo con la preferencia del anciano, y se lo entregó. Después del primer sorbo y más compuesto, de Lacy le extendió una carta lacrada con el águila bicéfala, el sello de la casa de los Guermeaux, la dinastía de Roger.
—El conde de Stoneville le envía esto. Léalo, O'Maley. Después hablaremos.
Eddie se alejó en dirección a la ventana para leer. La conocida caligrafía de Roger ocupaba dos páginas. Lo sorprendió el contenido. Después de los segundos que necesitó para acomodar sus ideas, regresó junto al conde.
—Estoy a su disposición, excelencia.
—Gracias. Lo primero que querría es alojarme en la casa de Blackraven. Mi asistente y mi valet junto con el equipaje aún aguardan en el puerto.
—Sí, por supuesto. Lo acompañaré e indicaré al servicio doméstico que su excelencia es invitado del conde de Stoneville. Lo atenderán a cuerpo de rey.
—Descansaré hoy. La última parte del viaje ha sido extenuante. Pero mañana querré ir a ver a ese hombre que Blackraven supone que podría ser mi nieto.
—Artemio Furia —dijo Eddie, todavía azorado.
—¿Dónde vive?
—Aquí y allá. Es un gaucho, un hombre de campo que lleva una vida más bien nómada. Aunque en los últimos tiempos se ha asentado en unas tierras que adquirió a unas leguas de aquí, hacia el oeste. De todas maneras, está de suerte, excelencia, pues Artemio llegó ayer a Buenos Aires y se aloja en una fonda cercana a la plaza principal.
—O'Maley —pronunció de Lacy—, me ha referido Blackraven que usted conoce a este Artemio Furia. Me ha dicho que vosotros sois amigos.
—Así es, excelencia.
—Me gustaría que me acompañara a la hora de la cena en casa de Blackraven. Necesito saber de ese hombre todo lo que usted pueda contarme.
—Así lo haré.
En opinión de los morenistas, la Junta Grande mostraba debilidad en el gobierno. Su compás de espera, que se prolongaba sin visos de terminar, minaba los cimientos de la Revolución y arriesgaba la soberanía del Río de la Plata, acechada por Francisco Javier de Elío desde Montevideo, por los realistas desde el norte y por los portugueses desde el Brasil, con la infanta Carlota, hermana de Fernando VII, presionando para erigirse en regente de estas tierras. La creación de las Juntas Provinciales, una idea del deán Gregorio Funes, diluía el poder de Buenos Aires, sembraba descontento entre las ciudades subordinadas y propiciaba las escisiones.
La Sociedad Patriótica, la cofradía que agrupaba a los partidarios de Moreno y que se reunía a diario en el Café de Marcos o en la Fonda de las Naciones, intrigaba desde hacía meses en contra de Saavedra sin mayores resultados, ya que el pueblo seguía apoyando al jefe de los Patricios.
La noche del domingo
17
de marzo, en una reunión secreta en casa de Monteagudo, los ánimos comenzaron a caldearse. Un capitán joven, amigo de Joaquín Campana, bebía en silencio mientras observaba y memorizaba cuanto oía. Si bien se identificaba con las mismas cintas celestes y blancas que lucían los patriotas en las chaquetas, era un espía de Aarón Romano.
—¡Basta de sandeces, amigos! —exclamó French, y acalló las disputas—. ¡Tomemos el toro por los cuernos o esto se va al carajo! —las voces se alzaron para apoyar la moción—. Ha llegado el momento de llevar a cabo un pronunciamiento.
—Para eso necesitamos contar con el grueso del ejército —apuntó Buenaventura Arzac.
—Contamos con los Húsares —intervino Beruti— y con los paisanos del gaucho Furia.
—Es imperativo mandarlo llamar —opinó Agustín Donado, jefe de Corina Bonmer en la Imprenta de los Niños Expósitos.
—No es necesario —dijo French—. Ha llegado ayer a Buenos Aires.
—¿Está con sus troperos en el Alto?
—No. Como vino con su mujer, se aloja en Los Tres Reyes. Dice que quiere casar con la Palafox.
—Parece que el gaucho tomará una pátina de lustre y civilidad —comentó el doctor Argerich.
—No resultará fácil —admitió French— porque debe pedir autorización a Rómulo Palafox dada la edad de su hija. No sé si ese sarraceno se la concederá después del escándalo en que Furia sumió a su familia.
—Se la concederá —aseguró Arzac—. Si Palafox no fue enviado al exilio ni le confiscaron los bienes es porque Furia dio fe de él a la Junta. Palafox lo sabe y le debe ese enorme favor.
—No sólo que no le confiscaron los bienes —acotó el doctor Argerich— sino que le devolvieron parte de lo incautado después de la asonada del año pasado, que era una fortuna en pesos fuertes y en oro.
—Dejaos de cotillear como bandoleras —exclamó Pancho Planes— y atengámonos a la cuestión más acuciante: quitar de en medio a Saavedra y a sus monarquistas.
—¿Estáis de acuerdo, entonces —preguntó French—, con la imperiosa necesidad de realizar un pronunciamiento militar?
El sí fue unánime. El espía de Aarón se despidió y caminó hacia el Cabildo.
Aarón se calzó la chistera y abotonó su redingote. El joven capitán, amigo de Joaquín Campana, acababa de proporcionarle una información valiosísima; una parte la compartiría con Saavedra; la otra le incumbía a él.
A pesar de la hora, Joaquín Campana, el secretario privado del presidente de la Junta, le informó que su jefe aún trabajaba. Aarón debió esperar unos minutos antes de ingresar en el despacho de Saavedra.
—Es tarde, señor presidente —se disculpó Romano—, lo sé, pero no me habría atrevido a importunarlo si la cuestión no revistiese gravedad. Iré al punto. Se está gestando un pronunciamiento militar entre las filas de los Húsares, con French a la cabeza
—
Saavedra golpeó el escritorio y masculló un insulto—. Como saben que su merced controla la parte gruesa del ejército, ha decidido echar mano de los chisperos del gaucho Furia.