Me llaman Artemio Furia (65 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—French y ese gaucho amigo suyo me tienen las pelotas llenas. ¿Con cuánto tiempo contamos antes del pronunciamiento? —quiso saber el jefe de los Patricios.

—No lo sé con certeza —admitió Aarón—, aunque supongo que tenemos unos días para organizar una contraofensiva.

Discurrieron hasta concluir que no convenía echar mano al ejército para neutralizar la acción de los morenistas, tanto de los que ocupaban cargos en la Junta (Larrea, Azcuénaga, Rodríguez Peña y Vieytes) como de los que arengaban en los cafés, sino que, para darle un viso de legitimidad, debía ser el propio pueblo quien pidiese su destitución y exilio.

—Para eso —apuntó Campana— necesitamos al pueblo. ¿Cómo lo conseguiremos?

—Tomás de Grigcni, futuro suegro de mi hermana —propuso Aarón—, podría reunir a un centenar de paisanos de su país, las Lomas de Zamora.

—¿Qué haríamos con uno o dos centenares si sabemos que el gaucho Furia cuenta con varios ? —se desanimó Saavedra—. ¿Olvidáis acaso que reunió alrededor de quinientos para la jornada del 22 de mayo? Se armaría la de Dios es Cristo en medio de la Plaza Mayor, y los de Grigera serían aniquilados y nosotros pasados a degüello.

Romano y Campana intercambiaron oscuros vistazos.

—No hay alternativa, excelencia —habló el secretario de Saavedra—. Es imperativo para la causa quitar de en medio al gaucho Furia.

La conclusión de Campana provocó un vacío en el despacho del presidente.

—¿Habláis de apresarlo? —preguntó el presidente.

—Con el mayor de los respetos, excelencia, creo que sería un desatino —opinó Romano—. En menos de dos horas tendríamos a toda la peonada frente al Cabildo exigiendo la liberación de Furia. En realidad, la solución es una sola: tiene que desaparecer —cuando Aarón vio que Saavedra asentía, dijo—: Yo me ocupo.

Abandonó el Fuerte y cruzó la Plaza de la Victoria a paso rápido. Entró de nuevo en el Cabildo y preguntó quiénes estaban de guardia. Los mandó comparecer en su despacho. El cabo Martínez y el cabo Paz se personaron en pocos minutos.

—Desde ahora, os plantaréis frente a la fonda Los Tres Reyes y seguiréis los pasos del gaucho Artemio Furia. Id a cambiaros con ropas de buhoneros o paisanos para pasar inadvertidos. Mañana al mediodía os enviaré un relevo. A las ocho de la mañana, uno de vosotros comparecerá ante mí y me informará de sus movimientos. Retiraos.

Al quedar solo, Aarón se dirigió hacia un mueble donde escondía botellas con bebidas espiritosas. Escanció una medida de brandy francés incautado a unos contrabandistas. Antes de hacer fondo blanco, elevó el jarro de latón y brindó:

—Por la muerte de dos.

Horatio de Lacy no durmió en toda la noche, ni siquiera usó la cama. Permaneció sentado en una cómoda butaca, con los pies sobre un escabel, y, en tanto vaciaba una botella de malvasía, meditaba acerca de la información que le había brindado O'Maley durante la cena. Apenas despuntó el alba, mandó llamar a su valet y le indicó que le preparara un baño y ropa de calle. Antes de enfrentar al tal Artemío Furia, visitaría a otra persona.

En el convento de la Merced le pidieron que aguardara en el locutorio. Apareció un sacerdote con sotana marrón y una cuerda de color marfil en torno a la cintura que caía hacia un costado y terminaba en varios nudos. Lucía una espesa barba blanca, aunque bien recortada. La calidad de su mirada lo complació; le pareció advertir un destello de inteligencia y un matiz bondadoso en el modo lento en que subía y bajaba los abultados párpados. Se puso de pie para presentarse.

—Buenos días, padre Ciríaco —lo saludó en un buen castellano aunque con pesado acento sajón—. Mi nombre es Horatio de Lacy, conde de Grossvenor.

"Horatioo de Lacy", repitió Ciríaco, para sus adentros. Ese nombre nada significaba para él.

—Buenos días. ¿En qué puedo servirle? —al verlo vacilar, Ciríaco le ofreció—: Tome asiento, por favor.

—No es fácil explicar lo que me trae hasta aquí, padre. Quizá lo más conveniente sea que le cuente mi historia.

Ciríaco lo escuchó, sin demostrar ninguna emoción a lo largo del relato.

—Ni yo ni la familia de mi mujer en la España hemos vuelto a saber de mi hijo ni de su esposa ni de mi nieta Edwina. Sin embargo, a mediados de febrero, Roger Blackraven, conde de Stoneville, recién llegado a Londres proveniente de estas tierras, me confió sus sospechas acerca de un hombre, a quien usted, padre, conoce muy bien. Blackraven sostiene que este hombre podría ser hijo de mi hijo Horatio, es decir, podría ser mi nieto. Lo llaman Artemio Furia.

El impacto de la noticia se evidenció en el gesto del mercedario. Su apacible compostura quedó en la nada. Horatio lo vio apretar una cruz de madera asida a los cordones de sus vestiduras.

—¿Es cierto que usted, padre, conoce a este tal Artemio Furia?

—Como si fuera mi propio hijo —fue la contundente respuesta—. Ahora, señor conde, yo le referiré mi historia —al terminar y sin esperar los comentarios de de Lacy, Ciríaco exclamó—: ¡Serapio! —el negro debía de estar escuchando tras la puerta porque apareció de inmediato—. Ve a mi celda y tráeme el reloj de Artemio. ;Lo dejas caer y te arranco las orejas! Es algo que, creo, puede serviros para desvelar este misterio, señor de Lacy. Se trata de un reloj de leontina, muy fino y costoso
.
Es de oro. Lo hallé en el cadáver del hombre junto con un anillo. Yo conservo el reloj, así lo dispuso Artemio. Él conserva el sello.

—¿Cómo es el sello? —se interesó Horatio.

—Tiene un diseño sobre una base rectangular, lo que, a mi juicio, podría ser el escudo de una dinastía. La base está cubierta por un esmalte rojo, un rojo muy peculiar. Taraceado en dicho esmalte, se distingue, en oro, el perfil de un dragón sosteniendo un pendón.

A pesar de la penumbra del locutorio, Ciríaco advirtió que el gesto del conde demudaba, y gotas de sudor le poblaban la frente.

—¿Similar a éste? —lo oyó pronunciar como en falsete, al tiempo que le mostraba el sello que usaba en la mano derecha.

—Yo más bien diría
:
exactamente igual a ése.


Good keavens!

Entró Serapio y depositó sobre la mesa un envoltorio de terciopelo negro. Ciríaco lo manejó con cuidado.

—Este reloj estaba en el bolsillo del chaleco del hombre que hallé muerto aquella madrugada del 6 de junio de 1790. Tómelo con calma —sugirió el sacerdote al advertir el temblor en la mano de de Lacy.

El conde levantó la tapa del reloj. Al notar el movimiento de los ojos, Ciríaco supo que estaba leyendo la dedicatoria.
To my beloved son Horatio.
A continuación, el hombre apoyó el reloj sobre el terciopelo, se cubrió la cara y rompió a llorar.

—¿Dónde 'tá Mimita? —preguntó Furia, mientras se calzaba, las botas de potro sentado en el borde de la cama.

Acababan de hacer el amor, y Rafaela aún remoloneaba entre las sábanas.

—En casa de Pilar Montes, jugando con Carolita, su hija, la más pequeña.

Artemio se puso de pie para colocarse la rastra sobre el tirador, la de lujo, observó Rafaela, cubierta de monedas de plata, aun de oro.

—¿Qué hará usté por la tarde?

—Lupe y Pilarita me acompañarán a la tienda de Aignasse a comprar unos géneros para las cortinas de nuestro dormitorio.

Él la miró de soslayo, sesgando la comisura izquierda en una sonrisa cargada de erotismo.

—Ai le dejo unos doblones pa'que compre eso que quiere y le diré a Juan que la acompañe. No me fastidie —le advirtió, ante el intento de protesta de Rafaela—. Ese atorrante de su primo de usté, más canijo y artero que un chacal, debe de saber que 'tamo en la ciudá y la querrá molestar.

—¿Adonde irá usted, señor Furia?

—El padre Ciríaco me mandó llamar. Dis que tiene que hablar conmigo urgente. Dispués tengo que hacer varías diligencias. Y a la noche, voy a ver a su padre de usté. No me ponga esa cara. Tuito va'tar bien. Ya le mandé decir que iba y me dijo que sí.

Rafaela salió de la cama y, desnuda, caminó hacia él. Le rodeó la cintura y se amoldó a su cuerpo. Lo escuchó soltar un suspiro, y percibió su impaciencia cuando la tomó por los brazos a la altura de las axilas, dispuesto a apartarla.

—No mi haga esto, Rafaela. Me 'toy poniendo duro de nuevo y me tengo qu'ir.

—No quiero que se vaya —le confesó, dándoselas de niña—. No quiero que vaya a ver a mi padre. No quiero que casemos si usted tiene que humillarse pidiéndole algo a quien tanto daño le hizo a usted y a su familia. Prefiero ser su manceba para siempre.

Furia la obligó a levantar el rostro colocándole el pulgar bajo el mentón.

—Rafaela, amor mío. ¿Qué no haría yo por usté?

Se besaron en la boca y, cuando Artemio notó que Rafaela comenzaba a excitarse, la separó de él. Se calzó el sombrero y se encaminó hacia la puerta.

—Señor Furia —lo detuvo—, llévele esto a Serapio —le extendió un pequeño paquete envuelto en papel de Manila—. Como usted me ha dicho que es un loco por los dulces, le traje un trozo de guirlache.

—Si agradece —dijo él, medio emocionado—. Ponga la traba cuando yo haiga salió. Y no le abra a naides. ¿Me oyó? Güelvo tarde.

—Lo esperaré para cenar juntos. ¡Cuídese, señor Furia! Hágalo por mí.

—Güeno —prometió, y abandonó la habitación.

En el convento de la Merced, Serapio lo recibió con las muestras de cariño usuales, y Artemio le regaló unos cuartillos y le puso en las manos el paquete con guirlache.

—Te lo manda Rafaela. Ella mesma lo ha hecho pa'ti —Serapio se quedó mirándolo entre confuso y embelesado—. Mi ha dicho que quiere conocerte. ¿Tú quieres conocerla a ella? —en lugar de contestarle, Serapio se puso a saltar y a reír—. Mi anda pareciendo que sí —sonrió Furia—, quieres conocerla.

En el despacho, lo primero que notó fue la ausencia del principal; su escritorio estaba vacío. El padre Ciríaco se encontraba de pie junto a un anciano de porte distinguido y prendas que, aunque sobrias, revelaban la buena posición económica del extraño.

—Artemio, hijo, gracias por venir. Pasa, pasa. Quiero presentarte a este caballero que desea conocerte.

Su instinto de alerta, agudizado en la campaña, se crispó, y, sin proponérselo, echó un vistazo al anciano que lo hizo replegarse tras el padre Ciríaco. Su fea catadura —el pelo suelto atado con una vincha, la cara curtida por el sol, sus pilchas y, sobre todo, el facón de veintitrés pulgadas cruzado en la rastra— debió de inspirarle terror.

—No sé cómo decir lo que tengo que decir —admitió el mercedario—. Pues hablaré, sin más rodeos. Artemio, él es Horatio de Lacy, conde de Grossvenor.

Si bien Artemio permaneció quieto y mudo, Ciríaco advirtió, en el modo en que tensó las ventanas de la nariz y en la rapidez con que subía y bajaba la nuez de Adán, que se encontraba profundamente perturbado.

Horatio de Lacy dio un paso adelante y habló en inglés.

—Como dijo el padre Ciríaco, mi nombre es Horatio de Lacy. Mi hijo, Horatio, casó con Emerald Maguire, con quien tuvo una hija, Edwina.

El conde prosiguió explicando los hechos y brindando datos. Ciríaco no entendía palabra y alternaba la vista de uno en otro. Artemio prestaba atención extrema; parecía comprender. Su voz tronó de modo inesperado, y el sacerdote se estremeció al oírlo expresarse por primera vez en su lengua madre.

—Mi nombre es Sebastian de Lacy, hijo de Horatio de Lacy y de Emerald Maguire. Me dirigiré a usted en castellano para que el padre Ciríaco pueda comprender. Me he vuelto un salvaje en estas tierras, como resulta evidente por mi aspecto, y si la vista de mi madre, por ser una campesina, lo irritaba, la mía le resultará intolerable.

Horatio de Lacy había caído bajo un hechizo. Parecía venerar más que mirar a Furia. Se dijo: "Es un hombre magnífico". La sangre le corría con velocidad por el cuerpo, acalorándolo, tiñéndole las mejillas de rojo, colmándolo de vida. No tenía duda: estaba frente a su nieto. Le recordaba a ese lunático que había intentado asesinarlo, el hermano de Emerald, Fidelis Maguire, aunque los rasgos de este muchacho, si bien endurecidos, presentaban un trazo más refinado, y eran de una belleza que quitaba el aliento. Lo embargaba una alegría inefable, y sólo el orgullo y la animosidad de su nieto lo mantenían a raya; tenía ganas de abrazarlo.

—No importa —consiguió articular en castellano—, eres el hijo de mi único y adorado hijo, Horatio. Tu traza me tiene sin cuidado. Quiero llevarte conmigo a la Irlanda, a tu patria, y convertirte en el próximo conde de Grossvenor.

—¿Y traicionar la memoria de mi madre uniéndome al que mandó matarla?

—¡Ésa es una calumnia!

—¡Artemio! —se ofuscó Ciríaco.

—¡Por la memoria de mi único hijo, te juro, Sebastian, jamás traté de perjudicar a tu madre, de modo alguno, jamás! Es cierto, estaba furioso por ese matrimonio, pero, después de que nació tu hermana Edwina, estaba dispuesto a recibir a tu padre y a su pequeña familia en
Grossvenor Manor,
nuestra hacienda principal en la Irlanda. La Irlanda —dijo, de pronto cansado—, tu patria.

—Ésta es mi patria —objetó Furia—, esta tierra primitiva y salvaje adonde, por su culpa, mi padre buscó refugio y encontró la muerte a manos de unos maleantes. Si no hubiese abandonado la Irlanda por su culpa, hoy estaría vivo.

—Tienes razón —terció Ciríaco—, pero tú jamás habrías conocido a Rafaela. No cuestiones los caminos del Señor.

Artemio se quedó callado. No podía retrucar esa verdad.

—Tengo que irme —habló de pronto.

—¡Sebastian, por favor! —suplicó de Lacy—. Eres mi nieto. Te imploro, vuelve conmigo a tu patria. ¡Mi riqueza está a tus pies! Y a mi muerte te convertirás en el conde de Grossvenor, un título de mucho poder.

Furia lo miró sin animosidad, como quien estudia un objeto de interés. Convertirse en el conde de Grossvenor, pensó. A él le importaba un adarme el título; de hecho, aborrecía a los copetudos aristócratas. Pero pensó en su Rafaela, que era una princesa, delicada, femenina, hermosa, culta, refinada, y que merecía vivir con joyas, géneros costosos y pieles exóticas, atendida por un ejército de doncellas y en un palacio con lagos y jardines; sobre todo, jardines.

—Lo veré mañana —resolvió—. ¿Dónde se aloja?

—En lo de Roger Blackraven.

—Sé dónde queda —aseguró y, tras dar media vuelta, abandonó el despacho del principal.

De Lacy, física y emocionalmente exhausto, apoyó las manos en el escritorio y se abandonó en la butaca.

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