Me llamo Rojo (21 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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Apreté con fuerza el papel en el puño, como si se tratara de una joya. Cuando asimilé lo suficiente que se trataba de una nota que me enviaba Seküre estuve a punto de sonreírle estúpidamente a mi Tío de pura felicidad. ¿No era aquello, por poco que fuera, una prueba definitiva de que Seküre me deseaba violentamente? De repente y de una manera totalmente inesperada nos imaginé a Seküre y a mí haciendo enloquecidamente el amor. Creí de una forma tan desmedida que aquel hecho tan increíble que me estaba imaginando se haría realidad en breve, que me di cuenta de que estaba teniendo una erección en el momento más inoportuno, delante de mi Tío. ¿Lo habría notado Seküre? Para enfocar mi atención hacia otro lugar escuché durante largo rato lo que me contaba mi Tío.

Mucho después, cuando mi Tío se estiró para mostrarme otra página ilustrada del libro, abrí la nota, que olía a madreselva, y vi que no había nada escrito en ella. No pude creérmelo y empecé a darle vueltas.

—Una ventana —me decía mi Tío—. Usar la perspectiva es como mirar el mundo por una ventana. ¿Qué es ese papel?

—Nada, señor Tío —le respondí pero después aspiré largamente el aroma del papel.

Después del almuerzo, como no quise usar el orinal de mi tío, le pedí permiso y fui al retrete del jardín. Aquello estaba frío como el hielo. Acabé a toda velocidad para que no se me enfriara demasiado el trasero y estaba saliendo cuando Sevket apareció de una manera silenciosa y furtiva ante mí, como si me cortara el paso. En la mano llevaba el orinal lleno de su abuelo, todavía humeante. Entró en el retrete y lo vació. Una vez fuera clavó sus hermosos ojos en los míos mientras hinchaba sus regordetas mejillas.

—¿Has visto alguna vez un gato muerto? —me preguntó. Su nariz era exactamente la misma de su madre. ¿Nos estaba vigilando ella? Alcé la mirada pero los postigos de la mágica ventana del segundo piso en la que había visto a Seküre por primera vez después de tantos años estaban cerrados.

—No.

—¿Quieres que te enseñe el gato muerto de la casa del Judío Ahorcado?

Salió a la calle sin esperar mi respuesta. Fui tras él. Anduvimos cuarenta o cincuenta pasos por la calle fangosa y helada y entramos en un descuidado jardín. Todo olía a hojas húmedas y podridas y a moho. El niño avanzó con paso decidido, como si conociera el lugar perfectamente, en dirección a una casa amarilla, que parecía oculta en un rincón sombrío algo más allá de unos tristes almendros e higueras, y entró en ella.

La casa estaba completamente vacía pero también estaba seca y algo cálida, como si estuviera habitada.

—¿De quién es esta casa?

—De los judíos. Cuando el hombre se murió, su mujer y sus hijos se fueron al barrio judío que hay por el muelle de Yemis. Ahora quieren que la buhonera Ester les venda la casa —fue hasta un rincón del cuarto y volvió—. El gato ya no está, se ha ido.

—¿Cómo puede irse un gato muerto?

—Mi abuelo dice que los muertos pueden andar.

—Pero no ellos —le respondí—, sino sus espíritus.

—¿Cómo lo sabes? —apretaba entre sus brazos muy serio el orinal.

—Lo sé. ¿Vienes mucho por aquí?

—Viene mi madre con Ester. Por las noches vienen los fantasmas pero a mí esto no me da miedo. ¿Has matado a algún hombre?

—Sí.

—¿A cuántos?

—No a muchos. A dos.

—¿Con una espada?

—Sí, con una espada.

—¿Andan por ahí sus espíritus?

—No lo sé. Según los libros, deberían hacerlo.

—El tío Hasan tiene una espada roja tan afilada que te corta sólo con tocarla. Tiene también un puñal con rubíes en la empuñadura. ¿Mataste tú a mi padre?

Hice un movimiento con la cabeza que no quería decir ni sí ni no.

—¿Cómo sabes que tu padre está muerto?

—Eso dijo ayer mi madre. Que ya no iba a volver. Lo había soñado.

Si se nos presenta la ocasión siempre preferimos creer que hacemos por un objetivo más loable las maldades que estamos dispuestos a hacer por nuestros miserables intereses, por los sentimientos que nos hacen arder de pasión o por el amor que nos convierte en seres desilusionados y así, en ese momento, decidí una vez más que yo sería el padre de aquellos huérfanos y por eso escuché con aún más atención a su abuelo, que al regresar a la casa volvió a describirme el libro cuyas ilustraciones y texto debían ser completados.

Comencemos por las ilustraciones que me mostró mi Tío, por ejemplo por el caballo: a pesar de que no hubiera ningún ser humano en la pintura y de que alrededor del caballo todo estuviera vacío, no me atrevería a decir que era sólo la imagen de un caballo. Allí estaba el animal, pero estaba claro que el jinete se había apartado a un lado o, quién sabe, que estaba a punto de salir de detrás de alguno de los arbustos pintados al estilo de Kazvin que había al fondo. Y eso podía comprenderlo, lo quisiera o no, por la silla del caballo y por los ricos motivos que la adornaban. Quizá estaba a punto de aparecer alguien armado con una espada junto al caballo.

Estaba claro que mi Tío le había pedido a algún maestro ilustrador que había llamado en secreto que le pintara la imagen de un caballo. Y como dicho ilustrador sólo podía pasar al papel la imagen de un caballo que tenía enterrada en la mente como un modelo invariable empezando a dibujarla de memoria como parte de una historia, así fue precisamente como comenzó a hacerla. Pero era evidente que mi Tío, inspirándose en los métodos de los maestros francos, había intervenido en muchos detalles de la pintura del caballo, surgida de otras parecidas que el ilustrador debía de haber visto miles de veces en escenas de batallas o de amor. Por ejemplo, diciéndole: «No pintes el jinete» o: «Haz ahí un árbol. Pero ponlo atrás y que sea pequeño».

Aquel ilustrador llegado de noche se sentaba ante el escritorio con mi Tío y trabajaba con entusiasmo a la luz de las velas en aquellas extrañas y anómalas pinturas que no se parecían en absoluto a las escenas a las que estaba acostumbrado y que se sabía de memoria, tanto porque mi Tío le pagaba un buen dinero por cada una de ellas como porque en realidad le atraía aquella extraña manera de pintar. Pero, justo como le ocurría a mi Tío, también llegaba un momento en que el pintor ya no sabía qué historia adornaba e ilustraba la imagen del caballo. Lo que mi Tío esperaba de mí era que observara aquellas pinturas medio venecianas, medio persas y que le escribiera una historia adecuada para la página opuesta. No tenía otro remedio que escribirlas si quería poseer a Seküre, pero no se me iba de la cabeza lo que el cuentista había narrado en el café.

23. Me llamarán Asesino

Mi reloj, con sus engranajes haciendo tic tac, me decía que había llegado el anochecer; todavía no se había llamado a la oración pero hacía ya rato que había encendido el candelabro que tenía junto a la mesa de lectura. Había pintado un opiómano rápidamente y de memoria después de sumergir mi cálamo en tinta china negra y pasarlo de manera que se deslizara a toda velocidad por el papel, bien pulido y acabado, cuando oí en mi cabeza aquella voz que cada noche me llamaba para que saliera a la calle. Pero me contuve. Estaba tan decidido a no salir y a quedarme en casa trabajando que incluso en cierto momento intenté clavar la puerta al marco.

El libro que estaba ilustrando a tanta velocidad me lo había encargado un armenio venido desde Gálata que había llamado a mi puerta aquella mañana antes de que nadie se hubiera despertado. El hombre, que hacía de intérprete y guía a pesar de su tartamudez, acudía a mí cada vez que algún viajero francoitaliano quería un
Libro de vestiduras
e iniciaba un duro regateo. Aquella mañana acordamos ciento veinte ásperos por un libro mediocre de unas veinte ilustraciones y para aquella tarde a la hora de la oración ya había dibujado de una sentada una docena de personajes de Estambul prestando especial cuidado y atención a sus ropajes: un seyhülislam, un jefe de los porteros de palacio, un imán, un jenízaro, un derviche, un espahí, un cadí, un vendedor de vísceras, un verdugo —son muy apreciados cuando se dibujan mientras están torturando—, un pordiosero, una mujer yendo a los baños, un opiómano. He hecho tantos libros de éstos para ganar un puñado de ásperos más, que para no aburrirme mientras pinto juego conmigo mismo a si soy capaz de pintar al cadí sin levantar la punta del pincel del papel o si puedo dibujar al pordiosero con los ojos cerrados.

Todos los bandidos, poetas y desdichados saben que a la hora de la oración del anochecer los duendes y diablos de su interior brincan a un tiempo, se rebelan e intentan seducirlos: «A la calle, a la calle —nos dice la voz inquieta de nuestro corazón—. Corre hacia los demás, hacia la oscuridad, hacia la miseria, hacia el escándalo». Durante años me he dedicado a intentar calmarlos. Esas pinturas que tanta gente considera un milagro surgido de mis manos las pinté con la ayuda de dichos duendes y diablos. Pero desde hace siete días, desde que maté a ese miserable, al anochecer ya no puedo conseguir que me escuchen los duendes y diablos de mi interior. Se rebelan con tal violencia que me digo: «Quizá se calmen si salgo un rato».

Después de decirme aquello, sin entender cómo había ocurrido, como siempre me pasa, me encontré en la calle. Caminé a toda velocidad. Anduve como si no pudiera detenerme por calles nevadas, por pasajes fangosos, por cuestas heladas, por aceras por las que no pasaba nadie. Mientras caminaba, mientras descendía hacia la oscuridad de la noche, hacia los rincones más solitarios y desiertos de la ciudad, lentamente iba dejando atrás mi pecado y mis miedos se aliviaban al resonar mis pasos en las estrechas calles, en los muros de posadas de piedra, de medersas y mezquitas.

Mis pasos me condujeron por sí solos a las calles abandonadas de este suburbio al que venía cada noche y en el que incluso los demonios y los fantasmas no son capaces de entrar sin un estremecimiento. Había oído decir que la mitad de los hombres de este barrio había muerto en la guerra con Persia y que la otra mitad lo había abandonado convencida de que estaba maldito, pero yo no creo en cosas así. La única catástrofe que le ocurrió a este hermoso barrio a causa de la guerra con Persia fue que hace cuarenta años cerraran a cal y canto el monasterio de los kalenderis con la excusa de que era un nido de enemigos.

Rodeé las zarzas y los laureles, que tan bien huelen incluso cuando hace frío, arreglé con mi meticulosidad habitual las tablas que había entre la desplomada chimenea y las ventanas con los postigos caídos y entré. Aspiré el aroma centenario a incienso y moho. Me alegró de tal manera estar allí que creí que iba a derramar lágrimas de felicidad.

Si todavía no lo he dicho, me gustaría decir ahora que no temo a nadie sino a Dios y que la pena que se me pueda imponer en este mundo no me importa lo más mínimo. Mi miedo son los múltiples tormentos que los asesinos como yo sufriremos el Día del Juicio según está indicado claramente en el Sagrado Corán, por ejemplo en la azora del Criterio. Cada vez que aparecen ante mis ojos los colores y la violencia de ese castigo, que me recuerdan a las imágenes simples e infantiles pero terribles del Infierno pintadas sobre pergamino por los antiguos artistas árabes que he visto en los escasos libros antiguos que caen en mis manos o, por alguna extraña razón, a las torturas de los demonios pintados por los maestros chinos y mongoles, no puedo impedir seguir el camino de la analogía y desarrollar el siguiente razonamiento: ¿Qué dice la azora del Viaje Nocturno en su trigésima tercera aleya? ¿No dice que no debe matarse sin un justo motivo a nadie cuya muerte Dios haya prohibido? Bien, pues, el miserable al que he enviado al Infierno no era un creyente cuya muerte hubiera prohibido Dios; y además tenía muy justos motivos para destrozarle el cráneo.

Aquel tipo estaba difamando a los que trabajábamos en el libro que Nuestro Sultán había encargado en secreto. De no haberle callado, habría denunciado como herejes impíos al señor Tío, a los demás ilustradores e incluso al Maestro Osman y nos habría arrojado a los hombres del colérico predicador de Erzurum. Si alguien llega a proclamar en voz alta que los ilustradores estaban cometiendo impiedades, los erzurumíes, que de hecho estaban buscando una excusa para hacer una demostración de fuerza, no se contentarían con nosotros, los maestros ilustradores, sino que arrasarían todo el taller y Nuestro Sultán tendría que limitarse a mirar sin poder alzar la voz.

Como hacía cada vez que venía aquí, saqué la escoba y los trapos del rincón donde los escondía y barrí y quité el polvo al lugar. Haciéndolo se me animó el corazón y me sentí un buen siervo de Dios. Le recé largo rato para que no me privara de ese sentimiento de bondad. El frío, un frío tal que haría que un zorro cagara bronce, se me metía hasta la médula. Comencé a sentir ese avieso dolor en el fondo de mi garganta y salí al exterior.

Inmediatamente después, de nuevo en aquel extraño estado espiritual, me encontré en un barrio completamente distinto. No sabía qué era lo que había ocurrido entre el barrio abandonado del monasterio y aquel sitio, ni qué había pensado, ni cómo era que había llegado a aquellas calles adornadas por hileras de cipreses.

Pero por mucho que hubiera caminado había un pensamiento que no había podido dejar atrás, que me corroía. Quizá si os lo digo se alivie mi carga. Llamémosle el miserable calumniador o el pobre Maese Donoso —ambos entran en el mismo lote—, el difunto iluminador, justo antes de acabar definitivamente difunto, me contó algo más mientras acusaba vehementemente al Tío. Al ver que no me impresionaba demasiado diciéndome que el señor Tío usaba en todas las pinturas los efectos de perspectiva al estilo de los infieles, el muy asqueroso añadió: «Y hay una última pintura. En ella el Tío blasfema contra todo lo que creemos. Lo que hace no es ya impiedad, es simple y llanamente blasfemia». Realmente, tres semanas antes de aquella calumnia del miserable, el señor Tío me había pedido que en diversos rincones de un papel y en tamaños sorprendentemente distintos unos de otros, tal y como se haría en una pintura de los francos, dibujara objetos distintos, un caballo, dinero, la Muerte, cosas así. La mayor parte de la página que me había pedido que pintara, la parte pautada y dorada por el pobre Maese Donoso, estaba siempre cubierta por otros papeles, como si quisiera ocultarnos algo a mí y a los demás ilustradores.

Me gustaría preguntarle al señor Tío qué es lo que hay en esta última pintura de gran tamaño, pero muchas razones me lo impiden. Si se lo pregunto sospechará que fui yo quien mató a Maese Donoso, por supuesto, y hará pública su sospecha. Otra cosa que me inquieta es que si se lo pregunto, el Tío puede responderme que Maese Donoso tenía razón. A veces me digo que voy a preguntárselo no como algo de lo que me hubiera hecho sospechar Maese Donoso, sino como una ocurrencia mía, pero eso no alivia mis miedos. Quizá no sea algo tan terrible el que uno cometa una impiedad sin darse cuenta, pero yo ahora soy plenamente consciente de todo.

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