Y así, mientras observaba la página en blanco, comenzaron a aparecer ante mis ojos la postura, la mirada y la actitud de un caballo que pudiera complacerles a ambos. Debía ser brioso como los caballos que pintaba el Maestro Osman diez años atrás, pero también solemne como los que siempre le gustaban al Sultán; debía levantar los dos brazos en el aire para que ambos estuvieran de acuerdo en su hermosura. ¿Cuántas monedas de oro sería el premio? ¿Cómo haría aquella pintura Mir Musavvir? ¿Cómo la haría Behzat?
De repente algo se me vino a la cabeza con tanta rapidez que antes de que me diera cuenta de qué era, mi asquerosa mano había agarrado el pincel e incluso había comenzado a dibujar el casco elevado en el aire de aquel caballo, tan maravilloso como nadie hubiera podido imaginar. Después de unir la pata al cuerpo tracé con audacia, rapidez y satisfacción dos arcos que si los veis habríais dicho que aquel hábil pintor más parecía un calígrafo. Observaba admirado aquella mano mía que avanzaba a su aire como si perteneciera a otro. Aquellos maravillosos arcos se convirtieron en la panza rechoncha, el fuerte pecho y el cuello de cisne del caballo y la pintura ya estaba prácticamente hecha. ¡Qué talento el mío! En eso miré y vi que mi mano había girado por la boca abierta y la nariz de aquel caballo fuerte y alegre y había trazado su inteligente frente y sus orejas. Luego, mira, mamá, qué bonito, tracé un arco más, como quien escribe una letra, qué felicidad, casi me echo a reír. Bajé la curva de mi maravilloso caballo encabritado desde el cuello perfecto hasta la silla. Mi mano estaba dibujando la silla de montar; miré orgulloso la forma ya visible de mi caballo, de cuerpo regordete y redondo como el mío. Todos se quedarían admirados con aquel caballo. Imaginé las dulces palabras que me dirigiría Nuestro Sultán cuando ganara el premio; me apetecía reír mientras soñaba que me entregaba una bolsa de monedas de oro y cómo las contaría en casa una a una. Mientras tanto, mi mano, a la que observaba de reojo, había terminado la silla de montar y mi pincel se introdujo en el tintero y volvió a salir y luego dibujé el lomo del caballo riéndome como si se tratara de una broma. Perfilé a toda velocidad la cola. Pasé por el trasero dibujándolo dulce y redondito, amándolo y queriendo cogerlo con mis manos como si se tratara del sabroso culo de un muchachito que fuera a tirarme de inmediato. Mientras sonreía, mi inteligente mano terminó las patas traseras y el pincel se detuvo. Era el caballo encabritado más hermoso del mundo. Me invadió la alegría; estaba pensando feliz cuánto les gustaría mi caballo, cómo me proclamarían el ilustrador de más talento, incluso Gran Ilustrador a partir de ahora, cuando comprendí que aquellos estúpidos dirían algo más: ¡Con cuánta rapidez y qué alegría lo ha pintado! Me preocupó que sólo por eso no se tomaran en serio mi maravillosa pintura. Así pues, dibujé cuidadosamente las crines, los ollares, los dientes y el pelo de la cola para que vieran que le había entregado todo mi esfuerzo a la pintura. En aquella postura los testículos del caballo habrían podido verse por el costado trasero pero no los dibujé para que no les llamaran demasiado la atención a las mujeres. Miré orgulloso mi caballo: encabritado, inquieto como una tormenta, ¡fuerte, poderoso! Era como si hubiera soplado un viento que hubiera puesto en movimiento las redondas líneas como letras de calígrafo, pero al mismo tiempo el animal estaba tranquilo. Alabarían al magnífico ilustrador que había pintado aquello de la misma manera que alababan a Behzat y a Mir Musavvir y entonces yo también sería uno de ellos.
Cuando ilustro la imagen de un caballo maravilloso me convierto en otro ilustrador que pinta la imagen de un caballo maravilloso.
Fue después de la llamada a la oración de la tarde, estaba a punto de salir para ir al café cuando me dijeron que había alguien en la puerta. Ojalá fuera para bien. Fui a ver: era un tipo de Palacio; me explicó el asunto. Bien, el caballo más hermoso del mundo. Decidme cuántos ásperos me daréis por cabeza y os pinto de inmediato cinco o seis de los más hermosos caballos del mundo.
Pero me comporté con prudencia y no dije eso sino que invité a entrar al muchacho plantado en la puerta. Pensé: Pero si el caballo más hermoso del mundo no existe, ¿cómo voy a pintarlo? Puedo pintar caballos de guerra, enormes caballos mongoles, nobles caballos árabes, heroicos caballos que se retuercen en charcos de sangre, incluso al desdichado percherón que tira del carro para llevar piedra a la obra, pero ¿quién se atrevería a decir que ésos son los caballos más hermosos del mundo? Comprendí que diciendo el caballo más hermoso del mundo Nuestro Sultán pretendía el más portentoso de los caballos que siguiera todas las normas, modelos y posturas de los pintados previamente miles de veces en el país de los persas, claro. Pero ¿por qué?
Por supuesto, para que yo no pueda ganar una bolsa de oro. Es algo sabido por todos que si hubieran dicho que pintara un caballo normal y corriente ningún otro podría competir con los míos. ¿Quién había engañado a Nuestro Sultán? Nuestro Soberano, a pesar de todos los chismorreos envidiosos, sabe bien que yo soy el ilustrador de mayor talento y le gustan las pinturas que hago.
De repente, mi mano, como si quisiera pasar por encima de todos aquellos cálculos, se puso en marcha furiosa y comenzando por un casco dibujé de un tirón un caballo autentico. De esos que podéis ver en la calle o en la guerra. Cansado pero sereno... Luego, con la misma furia, dibujé la cabalgadura de un espahí y me salió aún mejor. Ningún ilustrador del taller puede dibujar cosas tan hermosas. Iba a dibujar otro de memoria cuando el muchacho llegado de Palacio me dijo: «Con uno basta».
Se disponía a recoger el papel y marcharse cuando lo retuve. Porque sé tan bien como mi propio nombre que aquellos miserables no consentirían que se diera una bolsa de oro por aquellos caballos.
¡Si dibujo a mi manera no permitirán que me den una bolsa de oro! Y si no consigo la bolsa de oro habré mancillado mi buen nombre. Pensé. «Espera», le dije al muchacho. Entré, tomé dos monedas de oro venecianas, tan falsas como brillantes, y se las apreté en la mano. Tuvo miedo y abrió enormemente los ojos. «Eres un muchacho valiente como un león», le dije.
Saqué uno de los cuadernos de plantillas que escondo a todo el mundo. En él he copiado a escondidas las más hermosas pinturas que he visto a lo largo de los años. Además, están los mejores árboles, dragones, aves, cazadores y guerreros procedentes de las páginas de los libros guardados bajo siete llaves en el Tesoro, que Cafer, el agá de los enanos, copia y te entrega si le das al muy miserable diez monedas de oro. Mi cuaderno es maravilloso, no para aquellos que quieren ver en la pintura y en la ilustración el mundo en que viven, sino para los que quieren recordar a los antiguos maestros y las viejas leyendas.
Fui pasando las páginas mostrándoselas al muchacho que había venido de Palacio y escogí el caballo más hermoso. Pasé a toda velocidad sobre mis líneas horadándolas con un alfiler. Coloqué bajo la plantilla un papel en blanco. Le eché por encima abundante polvo de carbón y la sacudí un poco para que traspasara. Levanté la plantilla. El polvo de carbón había pasado al papel, punto por punto, la imagen completa de un bonito caballo; me gustó verlo.
Agarré el pincel. Con una inspiración que me venía de dentro, uní los puntos de una manera tan hermosa y elegante, con movimientos rápidos y decididos, que sentí con cariño dentro de mí aquel caballo mientras dibujaba su panza, su hermoso cuello, su nariz y sus ancas. «Aquí está —dije—. El caballo más hermoso del mundo. Ninguno de los otros imbéciles podría dibujarlo».
Para que también él lo creyera así y para estar seguro de que no le contaría a Nuestro Sultán de dónde había sacado la inspiración para dibujar aquella ilustración, le di otras tres monedas de oro falsas al muchacho de Palacio. Le insinué que si ganaba la bolsa le daría todavía más. Además, imaginó que podría ver de nuevo a mi mujer, a la que contemplaba con la boca abierta. Muchos creen que se es un buen ilustrador si se es capaz de dibujar una buena imagen de un caballo. Pero para ser el mejor ilustrador no basta con dibujar el mejor caballo. También es necesario conseguir que Nuestro Sultán y el círculo de imbéciles que lo rodea crean que eres el mejor ilustrador.
Cuando dibujo la imagen de un caballo maravilloso sólo puedo ser yo mismo.
¿Habéis podido deducir quién soy por mi manera de dibujar un caballo?
En cuanto oí que se me pedía que pintara un caballo me di cuenta de que no se trataba de un concurso sino de que querían identificarme por el caballo que dibujara. Sé perfectamente que los borradores de caballos que había hecho en papel basto se habían quedado en el cadáver del pobre Maese Donoso. Pero no tengo el menor defecto ni estilo por el que puedan encontrar quién soy observando los caballos que he dibujado. De eso estoy tan seguro como se puede estar, pero, no obstante, me dejé llevar por el nerviosismo mientras lo dibujaba. Cuando hice el caballo del Tío, ¿pintaría algo que pudiera denunciarme? Ahora debía pintar uno diferente. Pensé en cosas completamente distintas, «me contuve» y no fui yo mismo.
Pero ¿quién soy yo? ¿Soy alguien que esconde las maravillas de su interior para adaptarse al estilo del taller? ¿Alguien que pintará victorioso un día el caballo que se oculta en su corazón?
De repente noté aterrorizado la presencia de ese ilustrador en mi interior. Era como si otra alma dentro de mí me observara y sentí vergüenza.
Me di cuenta de inmediato de que no podría permanecer en casa, así que me eché a la calle y comencé a caminar a toda velocidad por las calles oscuras. El jeque Osman Baba escribió en su
Libro de los varones virtuosos
que para que el verdadero asceta pueda dejar atrás al demonio de su interior debe caminar a lo largo de toda su vida y no debe asentarse demasiado en ningún lugar, pero después de sesenta y siete años de vagar de ciudad en ciudad se cansó de huir del Diablo y se rindió a él. Ésa es la edad a la que los maestros ilustradores alcanzan la ceguera, la oscuridad de Dios, la edad a la que involuntariamente se convierten en dueños de un estilo y al mismo tiempo se liberan de todos los indicios del estilo.
Como si buscara algo, paseé por Beyazit, por el Mercado de los Pollos, por la plaza vacía del Mercado de Esclavos, por entre los agradables olores de los establecimientos donde vendían sopa y dulces de leche. Pasé ante las puertas cerradas de barberos y planchadores, ante un abuelete hornero que contaba su dinero y me miró sorprendido y ante un colmado que olía deliciosamente a encurtidos y pescado salado; como mis ojos no podían apartarse de los colores entré en la tienda de un herborista que a pesar de lo avanzado de la hora aún estaba pesando algo y, de la misma manera que se mira a la gente con pasión, miré admirado a la luz de la lámpara los sacos de café, jengibre y canela, las coloridas cajas de almáciga, los montones de anís, comino, ajenuz y azafrán cuyo aroma me llegaba directamente a la nariz desde el mostrador. A veces me apetece metérmelo todo en la boca y a veces quiero pintarlo todo en una página en blanco.
Fui al lugar en que me había llenado la tripa en dos ocasiones aquella semana y al que llamaba la taberna de los tristes, aunque debería haberla llamado de los miserables. Su puerta está abierta hasta la medianoche para los que conocen el lugar. Dentro hay unos cuantos pobres vestidos como cuatreros o fugitivos de la horca y algunos miserables cuyas miradas han huido de este mundo a causa de la infelicidad y la desesperación para escapar a otros paraísos como les ocurre a los adictos al opio; dos pordioseros a los que les cuesta trabajo incluso seguir las costumbres de su gremio; y un caballerete que se ha desplomado en un rincón apartado de toda aquella multitud. Saludé cortésmente al cocinero de Alepo. Llené mi cuenco hasta arriba de hojas de col rellenas de carne, le eché yogur por encima, les rocié a puñados pimentón picante y me senté junto al caballerete.
Cada noche se desploma sobre mí la pena, la tristeza.;Hermanos, hermanos, nos estamos envenenando, nos podrimos, nos morimos, nos vamos desgastando según vivimos, nos estamos hundiendo hasta el cuello en la miseria... Algunas noches sueño que sale del pozo y me persigue, pero lo hemos enterrado dos metros bajo tierra; no puede levantarse de su tumba.
El hecho de que el caballerete;—yo pensaba que estaba olvidado del mundo con las narices sumergidas en su cuenco de sopa—;abriera una puerta a la conversación, ¿era una señal que Dios me enviaba? Sí, dije, han picado la carne en su punto y la col está deliciosa. Le pregunté: me dijo que acababa de salir de una medersa de veinte ásperos y que ahora era secretario adscrito a Arifi Bajá. No le pregunté por qué estaba en aquella taberna de bandidos solteros a aquellas horas de la noche en lugar de estar en la mansión del bajá, en la mezquita, o en su casa, en brazos de su mujer. Él me preguntó quién era y de dónde venía. Medité un momento y le contesté:
—Me llamo Behzat. Vengo de Herat, de Tabriz. He hecho las más magníficas pinturas, las más increíbles maravillas. Desde hace siglos, en todos los talleres musulmanes en que se pinta, tanto en el país de los persas como en Arabia, se dice lo siguiente: cuando lo miras parece real, como una pintura de Behzat.
Por supuesto, ésa no es la cuestión principal. Mi pintura ilustra no lo que ven los ojos, sino lo que ve la mente. En cuanto a la pintura, como sabéis, es una fiesta hecha para los ojos. Unid esas dos ideas y aparecerá mi mundo. O sea,
ELIF: La pintura hace vivir lo que la mente ve, para placer de la vista.
LÁM: Lo que los ojos ven en el mundo entra en la pintura en tanto sirve a la mente.
MlM: Asi pues, la belleza es el redescubrimiento en el mundo por parte de los ojos de lo que la mente ya conoce.
¿Había comprendido nuestro caballero recién salido de una medersa de veinte ásperos aquella lógica extraída de lo más profundo de mi alma gracias a una repentina inspiración? No. Porque te pasas tres años sentado a los pies de un profesor que cobra veinte ásperos al día —con eso hoy sólo se pueden comprar veinte panes— en una medersa en un suburbio y todavía no sabes quién es Behzat. Estaba claro que tampoco el señor Maestro de los veinte ásperos sabía quién era Behzat. Muy bien, voy a explicártelo.
—Yo lo he pintado todo, todo. A Nuestro Profeta en la mezquita sentado ante el verde mihrab con los cuatro califas; luego, en otro libro, el ascenso del Enviado de Dios a los Siete Cielos en la Noche de la Ascensión, montado en el caballo llamado Burak; a Alejandro en su camino a China tocando el tambor en un templo costero para asustar a un monstruo que encrespaba el mar con tormentas; a un sultán masturbándose mientras espía a las bellezas del harén bañándose desnudas en un estanque al tiempo que escuchan un laúd; al joven luchador que cree que va a vencer a su maestro porque sabe todos sus trucos y que finalmente se rinde en presencia del sultán, derrotado por su maestro por un último truco que éste le había ocultado sin enseñárselo; el repentino enamoramiento de Leyla y Mecnun niños mientras están arrodillados aprendiendo el Sagrado Corán en una escuela de paredes exquisitamente trabajadas; la incapacidad de los enamorados, del más tímido al más desvergonzado, de mirarse a los ojos; la construcción de palacios piedra a piedra, el castigo con torturas de los criminales, el vuelo de las águilas, burlones conejos, traidores tigres, sauces y plátanos y las urracas que siempre coloco sobre ellos, la muerte, poetas compitiendo, mesas que celebran la victoria y mesas de los que, como tú, no ven otra cosa que sopa.