Me llamo Rojo (46 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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Pero incluso Mariposa sabe que eso no basta. Alguien —sí, con toda la razón— le ha susurrado que en sus ilustraciones todo es alegre como en un día de fiesta, pero que les falta profundidad. Sus pinturas complacen a los príncipes niños y a las viejas del harén que están en el umbral de la muerte, no a los hombres de mundo que se ven obligados a bregar con el mal. Como está perfectamente al tanto de esos rumores que corren sobre él, a veces el pobre Mariposa siente envidia de ilustradores con mucho menos talento y habilidad que él sólo porque poseen aquellos duendes y demonios. Pero lo que él cree que son duendes y demonios la mayor parte de las veces no son sino puras maldad y envidia.

Me enfado con él porque no es feliz perdiéndose en ese mundo maravilloso que está pintando y sí cuando sueña que lo que pinta les va a gustar a otros. También me enfado porque piensa en el dinero que va a cobrar. Otra ironía de la vida: hay bastantes ilustradores con mucho menos talento que él pero que son capaces de entregarse mucho más a su arte cuando están pintando.

La necesidad de acabar con esas carencias suyas ha hecho que Mariposa se preocupe por demostrar que se sacrifica por la pintura. Siente afición por ese trabajo mínimo y delicado como el que hacen ilustradores sin seso alguno que se dedican a pintar escenas difíciles de ver a simple vista en uñas y granos de arroz. Una vez le pregunté si se entregaba a aquella ambición, que ha dejado ciegos antes de tiempo a muchos ilustradores, porque le avergonzaba el talento que Dios le había concedido de sobra. Porque sólo los ilustradores sin talento se dedican a pintar una a una las hojas del árbol que han dibujado en un grano de arroz para ganarse un renombre con facilidad y para llamar la atención de señores de cabeza dura.

Ese no pintar para sus ojos sino para los de los demás, esa necesidad de gustar que es incapaz de superar de ninguna manera, han hecho de Mariposa un esclavo de los elogios. Es por eso por lo que el cobarde Mariposa quiere ser Gran Ilustrador, para asegurarse su futuro. Fue Negro quien sacó el tema:

—Sí —le respondí—, sé que anda conspirando para quedarse con mi puesto después de que yo muera.

—¿Podría ser ésa una causa para matar a sus hermanos ilustradores?

—Podría serlo. Porque es un gran maestro, pero no lo sabe y no es capaz de olvidarse del mundo mientras pinta.

En cuanto dije eso me di cuenta de que en realidad yo quería que fuera Mariposa quien me sucediera al frente de los talleres. No confío en Aceituna. Y creo que Cigüeña acabará sin darse cuenta siendo un instrumento de las maneras de los francos. La necesidad de ser querido de Mariposa, lamentaba haber pensado que podría haber matado a alguien, era fundamental para poder manejar tanto el taller como al sultán al mismo tiempo. Sólo la sensibilidad y la fe en los colores de Mariposa podría oponerse a la habilidad de los francos de engañar al espectador mostrando sus obras como si fuesen la realidad y no una representación, pintando con todos los detalles, incluidas sombras, cardenales, puentes, barcas, candelabros, iglesias y cuadras, bueyes y ruedas como si ante los ojos de Dios todo tuviera la misma importancia.

—¿Fue alguna vez a su casa sin avisarle como hace con los demás ilustradores?

—Todo el que mira las pinturas de Mariposa se da cuenta de inmediato de que es un hombre que sabe querer y sufrir con todo su corazón y que conoce también el verdadero valor del amor. Pero como les ocurre a todos los amantes de los colores se deja llevar por el viento y sus pasiones cambian con facilidad. Como me gustaban mucho el talento maravilloso y la sensibilidad para los colores que Dios le había dado, cuando era joven lo seguí muy cerca y lo conozco en todos sus aspectos. Por supuesto, en ese tipo de situaciones los otros ilustradores sienten envidia enseguida y la relación maestro—aprendiz se perjudica y se hace más difícil. Mariposa y yo hemos tenido muchos momentos de amor en los que no le ha preocupado lo más mínimo el qué dirán. Últimamente, desde que se casó con la bonita hija del abacero del barrio, ni me ha apetecido ni tampoco he tenido la oportunidad de ir a verlo.

—Se dice que es uña y carne con los partidarios del predicador de Erzurum —comentó Negro—. Dicen que Mariposa saldría muy beneficiado si los fanáticos del predicador de Erzurum se alborotan y consiguen que se prohíban por impíos nuestros libros de festividades, en los que están pintados desfiles que incluyen a todo el mundo, desde cocineros hasta prestidigitadores, desde derviches hasta bailarines, desde asadores de carne hasta cerrajeros, y nuestros libros de libros de campañas, en los que se muestran batallas, armas y momentos sangrientos y vulgares, y que se vuelva a los libros y a los modelos de los antiguos maestros persas.

—Por mucho que regresemos victoriosamente gracias a nuestra destreza a esas pinturas herencia de los tiempos de Tamerlán, por mucho que volvamos a esa vida y a ese oficio en todos sus detalles, algo que bien podría continuar el inteligente Cigüeña después de mí, al final todo se olvidará —dije sin la menor compasión—. Porque todo el mundo querrá pintar como los francos.

¿Creía realmente en aquella conclusión atroz?

—Mi Tío decía lo mismo —dijo Negro en voz baja—. Pero él era optimista.

LOS ATRIBUTOS DE CIGÜEÑA

He visto que firmaba como Mustafa Çelebi, el Artista Pecador. Porque firma sonriendo y con una sensación de victoria sin que le preocupe si tiene un estilo o no, si debería tenerlo, si debería plantar su firma en medio de la pintura en caso de tenerlo u ocultarla como los antiguos maestros, o si la humildad le permite firmar o no.

Siguió con valentía el camino que yo había iniciado y vio cosas que nadie antes había pintado y las plasmó en el papel. Como yo, él lo vio todo: a los maestros vidrieros soplando y girando el material que habían fundido en sus hornos para hacer jarras azules y botellas verdes; los cueros, las agujas y las hormas de zapateros inclinados entregando toda su atención a los zapatos y las botas que estaban cosiendo; el arco que trazaba con elegancia un columpio en forma de caballito en una feria; la prensa aplastando las semillas y extrayendo aceite; el estallido de nuestra artillería vuelta hacia el enemigo y los cañones de nuestros mosquetes y hasta su menor tornillo. Y todo lo pintó sin objetar que los antiguos maestros de los tiempos de Tamerlán y los legendarios ilustradores de Tabriz y Kazvin no se habían rebajado a hacer aquello. Fue el primer ilustrador musulmán que fue a la guerra como preparación para el libro de campañas que luego habría de ilustrar y que regresó sano y salvo después de haber observado ansioso baluartes enemigos, cañones, ejércitos, caballos sangrando por sus heridas, agonizantes y cadáveres con el objetivo de poder pintarlos.

Lo reconozco más por los temas que trata que por su estilo y más por su visión de los detalles en los que antes nadie se ha fijado que por los temas. Puedo confiarle con total tranquilidad de espíritu la totalidad de una pintura, desde la organización y la composición de la página hasta el coloreado del detalle más nimio. Por esa razón en realidad debería ser él quien me sucediera como Gran Ilustrador. Pero es tan ambicioso y pagado de sí mismo, trata con tanta condescendencia a los demás ilustradores, que sería incapaz de organizar tantos hombres y permitiría que todos se le escaparan. De hecho, si por él fuera, haría él mismo todas las ilustraciones de nuestro taller gracias a su increíble laboriosidad. Y lo haría si quisiera. Es un gran maestro. Conoce su trabajo. Se gusta mucho. Mejor para él.

Lo vi trabajar en una ocasión que fui a su casa sin avisar. Páginas que ilustraba para mí y para los libros de Nuestro Sultán, páginas de miserables libros de trajes hechas descuidadamente para los estúpidos viajeros francos tan aficionados a despreciarnos, una de las tres páginas ilustradas que había preparado para un bajá que se creía alguien, dibujos hechos para álbumes e incluso para su propio placer... Todo —incluida una desvergonzada escena de fornicación— estaba por medio, sobre atriles, tableros de pintura y cojines y mi alto y delgado Cigüeña, trabajando como una abeja, corría de una pintura a otra, cantaba, le daba un pellizco en la mejilla al aprendiz que estaba mezclando los colores, añadía algún detalle burlón a una pintura, nos lo mostraba y lanzaba una carcajada admirado de sí mismo. Al contrario de lo que hacían los demás ilustradores no dejó de trabajar sólo porque yo hubiera ido para presentarme sus respetos, todo lo contrario, exhibía feliz el rápido funcionamiento del talento que Dios le había dado y de la habilidad que había conseguido a fuerza de trabajar (era capaz de hacer el trabajo de siete u ocho ilustradores al mismo tiempo). Y ahora me he atrapado pensando en secreto que si el miserable asesino es uno de mis tres maestros, ojalá que sea Cigüeña. Cuando era aprendiz y lo veía los viernes por la mañana ante mi puerta no me alegraba tanto como cuando veía a Mariposa.

Como muestra el mismo respeto a todo tipo de detalles extraños sin atenerse a la menor lógica (exceptuando el mero hecho de que se vean), su actitud hacia la pintura se parece a la de los maestros francos. Pero al contrario que lo pintores francos, mi ambicioso Cigüeña no ve ni pinta los rostros individuales de la gente como si fueran particulares y distintos unos de otros. Creo que, como desprecia más o menos abiertamente a todo el mundo, no le da la menor importancia a las caras de la gente. El difunto Tío no le haría pintar el rostro de Nuestro Sultán.

Incluso cuando pintaba las escenas más serias, no podía estar sin colocar en un rincón un perro escéptico a cierta distancia de los acontecimientos o sin dibujar un desastrado pordiosero que rebajara con su miseria la riqueza y la ostentación de cualquier ceremonia. Confía en sí mismo lo bastante como para reírse de la pintura que hace, del tema y de sí mismo.

—El que mataran a Maese Donoso tirándolo a un pozo se parece a cuando los hermanos de José lo tiraron a otro pozo por envidia —dijo Negro—. Y la muerte de mi Tío se parece al asesinato repentino de Hüsrev por su hijo, que había puesto la mirada en su joven esposa Sirin. Todo el mundo dice que a Cigüeña le encanta dibujar escenas de batallas y de muertes sangrientas.

—Pensar que un ilustrador imita el tema de lo que pinta es no comprendernos ni a mí ni a los maestros ilustradores. Lo que nos puede denunciar no son los temas que nos han encargado pintar otras personas, que, de hecho, son siempre los mismos, sino la oculta sensibilidad que plasmamos en la escena al aproximarnos a ella. Una luz que parece filtrarse desde la pintura, la indecisión o la furia que se nota en la página en la distribución de las figuras humanas, los caballos y los árboles, el deseo y la tristeza que se siente en los cipreses que se alargan hacia el cielo, la sensación de mansedumbre y paciencia que pasamos a la página mientras trabajamos los azulejos de las paredes con una pasión capaz de dejarnos ciegos... Ésas son nuestras señales secretas: no esos caballos que parecen repetirse unos a otros. Al pintar la furia y la rapidez de un caballo, el pintor no ilustra su propia furia ni su rapidez; intentando hacer la pintura más perfecta de un caballo, muestra el amor que siente por la riqueza de este mundo y por su Creador y los colores de un cierto amor por la vida, eso es todo.

42. Me llamo Negro

El Gran Maestro Osman y yo nos pasamos toda una tarde con páginas de libros extendidas ante nosotros, algunas ya caligrafiadas, otras completamente listas, otras sin colorear y otras a medias por alguna extraña razón, hablando de los maestros ilustradores, de las páginas del libro de mi Tío y tomando nota de nuestras apreciaciones. Ya creíamos que nos habíamos librado de los hombres del Comandante de la Guardia, respetuosos pero de aspecto matón, que nos traían las páginas que habían confiscado en las casas de calígrafos e ilustradores después de registrarlas (algunas láminas no tenían la menor relación con ninguno de nuestros dos libros mientras que otras nos probaban una vez más que los calígrafos también se dedicaban a trabajos miserables a escondidas fuera de Palacio para ganarse unos cuantos ásperos de más), cuando uno, el que parecía tener más confianza en sí mismo, se plantó delante del gran maestro y se sacó un papel del fajín.

Por un momento no le presté atención creyendo que era una de esas peticiones de padres que quieren que sus hijos entren como aprendices en algún taller y que encuentran el medio de hacerlas llegar a tantos jefes de sección y agás de dependencias. Por la pálida luz que nos llegaba del exterior comprendí que el sol que había lucido aquella mañana había desaparecido. Para descansar los ojos realizaba el ejercicio que los antiguos maestros de Shiraz recomendaban repetir a menudo a los ilustradores que no quisieran quedarse ciegos aún jóvenes e intentaba mirar al vacío a lo lejos sin fijar la mirada en ningún punto. Fue entonces cuando reconocí excitado el dulce color y la forma de estar doblado, que hicieron que mi corazón diera un salto, de aquel papel que mi maestro sostenía en la mano y contemplaba con una expresión de asombro. Era exactamente igual que las cartas que me enviaba Seküre a través de Ester. Como un estúpido, estaba a punto de decirme «qué coincidencia» cuando me di cuenta de que, como la primera carta de Seküre, ¡estaba acompañada por una pintura hecha en papel basto!

El Maestro Osman se quedó con el papel ilustrado y me pasó la carta, que en ese momento comprendí avergonzado que pertenecía a Seküre.

Mi señor Negro:

He enviado a Ester para que intente sonsacar a Kalbiye, la viuda del difunto Maese Donoso. En su casa le mostró este papel ilustrado que te remito. Luego yo misma fui allí, la adulé y le imploré hasta que pude conseguir esta pintura por si te sirve de algo. El papel estaba en el cadáver del pobre Maese Donoso cuando lo sacaron del pozo. Kalbiye jura que nadie le encargó dibujar caballos a su difunto marido. ¿Quién ha dibujado esto entonces? Los hombres del Comandante de la Guardia han registrado la casa. Te envío esta nota porque creo que el asunto de los caballos es urgente. Los niños te besan la mano.

Tu esposa, Seküre.

Leí respetuosamente dos veces más esas tres últimas palabras de la carta de mi preciosa mujer como si contemplara cuidadosamente otras tantas espléndidas rosas rojas en un jardín. Luego acerqué la mirada al papel que el Maestro Osman estaba examinando atentamente con su lente: me di cuenta enseguida de que aquellas formas con la tinta corrida eran caballos dibujados de un solo trazo para ejercitar la mano a la manera de los maestros antiguos.

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