En el segundo volumen del
Libro de las destrezas
en el que habían trabajado los tres maestros ilustradores, vimos, tras los rugientes cañones y la infantería, cientos de caballos de todos los colores, negros azulados, castaños, grises, montados por gloriosos espahíes con el escudo alzado y la espada desenvainada, haciendo resonar armaduras y equipos mientras avanzaban ordenadamente cruzando colinas rosadas, pero ninguno tenía un defecto en la nariz. «¡Y qué es un defecto!», dijo el Maestro Osman luego, cuando examinábamos una pintura del mismo libro en la que se veían la Puerta Imperial y la plaza de los Desfiles, en la que nos encontrábamos en ese momento: no se veía la señal que buscábamos en ninguno de los caballos de todos los colores que montaban los porteros, los heraldos y los secretarios del consejo en aquella pintura, que mostraba el hospital a la derecha, la Sala de Audiencias y los árboles del patio lo bastante pequeños como para que cupieran en el interior de sus marcos y lo bastante grandes como para que nuestra mente percibiera su importancia. Contemplamos cómo cazaba el sultán Selim el Fiero, padre del abuelo de Nuestro Sultán, con sus galgos negros de cola roja que ponían en alborotada fuga a crías de gacela de altas ancas y tímidas liebres cuando levantó su tienda junto al arroyo Küskün durante la campaña iniciada contra los soberanos Dulkadir, y cómo dejaba a un leopardo, cuyas manchas se abrían como flores, bañado en roja sangre. Ni en la nariz del caballo castaño con la estrella en la frente que montaba el sultán ni en la de los que montaban los halconeros que esperaban preparados con las aves en el brazo tras las rojas colinas al frente se veía la marca que buscábamos.
Hasta el anochecer estuvimos viendo cientos de caballos que habían surgido en los últimos cuatro o cinco años de los pinceles de los ilustradores del Maestro Osman, Aceituna, Mariposa y Cigüeña: los caballos píos, negros y bayos de airosas orejas del jan de Crimea Mehmet Giray; caballos rosillos y pardos de los cuales sólo se veían las cabezas tras una colina en una escena de batalla; los caballos de Haydar Bajá, que reconquistó la fortaleza de Halkul Vad en Túnez a los infieles españoles y los caballos alazanes y verde pistacho de los españoles, uno de los cuales se caía de boca mientras huía; un caballo negro que le hizo decir al Maestro Osman: «Este se me escapó, ¿quién habrá hecho semejante chapuza?»; un alazán que escuchaba alzando respetuosamente las orejas a un paje que tocaba el laúd bajo un árbol; Sebdiz, el caballo de Sirin, tan recatado y elegante como ella, esperándola mientras se bañaba en el lago a la luz de la luna; los caballos fogosos de los que corrían lanzas; el caballo impetuoso como la tormenta con el apuesto mozo de cuadras que por alguna extraña razón hizo decir al Maestro Osman: «En mi juventud lo quise mucho. Estoy muy cansado»; el caballo dorado del color del sol que Dios le envió al Profeta Elías para protegerle del ataque de los paganos, pero cuyas alas le habían sido pintadas por error al propio Elías; el noble caballo gris, de cabeza pequeña y cuerpo enorme, del sultán Solimán el Magnífico, que durante una cacería contemplaba con ojos tristes a su hijo, el joven y encantador príncipe al que había llamado a su lado tras la muerte, aún adolescentes, de sus otros tres hijos; caballos enfurecidos; caballos corriendo; caballos cansados; caballos hermosos; caballos de los que nadie se ocupaba; caballos que nunca saldrían de aquellas páginas; caballos que saltaban perforando el encuadre como si quisieran librarse del aburrimiento de aquellas páginas.
Ninguno tenía en la nariz la firma que buscábamos.
No obstante, a pesar del agotamiento y la amargura que se desplomaban sobre nosotros, en ningún momento nos faltó entusiasmo: un par de veces nos olvidamos del caballo y nos sumergimos absortos en la belleza de la pintura que observábamos, en aquellos colores que te obligaban a entregarte a ellos momentáneamente. El Maestro Osman, que había preparado, supervisado o pintado la mayoría de las ilustraciones, las miraba, más que con admiración, con el entusiasmo del recuerdo.
—¡Esto es de Kasim el de Kasimpasa! —exclamó en cierta ocasión señalando las plantas moradas al pie de la rojísima tienda de campaña del sultán Solimán, el abuelo de Nuestro Sultán—. Nunca llegó a ser un gran maestro, pero se pasó cuarenta años rellenando los espacios vacíos de las ilustraciones con esas plantas de cinco hojas y una sola flor hasta que se murió hace dos años. Siempre hacía que las dibujara él porque pintaba estas plantitas mejor que nadie —guardó silencio un rato y luego dijo—: ¡Qué pena, qué pena!
Sentí en toda mi alma que con aquellas palabras algo se acababa, que se ponía punto final a toda una época.
Estaba oscureciendo cuando de repente una luz llenó la habitación y se produjo un movimiento. Mi corazón, que comenzó a latir a toda velocidad, lo comprendió de inmediato: en ese momento entraba Su Majestad Nuestro Sultán, Señor del Universo. Me arrojé a sus pies. Le besé el dobladillo de la túnica. La cabeza me daba vueltas. No podía mirarle a los ojos.
Pero ya hacía rato que él había comenzado a hablar con el Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Me llenó con una llamarada de orgullo el que estuviera dirigiéndose a la misma persona con la que hasta hacía un momento había estado observando pinturas rodilla con rodilla. No podía creérmelo, pero Su Majestad Nuestro Sultán se sentaba ahora donde poco antes estaba sentado yo y escuchaba con atención lo que le explicaba mi maestro, tal y como yo había hecho. A su lado el Tesorero Imperial, el Agá de los Halconeros y otros cuantos cuya identidad no fui capaz de descubrir, por un lado le protegían y por otro observaban atentamente las ilustraciones de los libros abiertos. En cierto momento reuní todo mi valor y miré largo rato al rostro, y, aunque fuera de reojo, a los ojos de Nuestro Soberano, el Señor del Universo. ¡Qué apuesto era! ¡Qué correcto y qué honesto! Mi corazón ya no latía excitado. Justo en ese momento, él me miró y nuestras miradas se cruzaron.
—¡Cuánto amaba a tu difunto Tío! —dijo. Sí, se dirigía a mí. De puro nerviosismo me perdí parte de sus palabras—... Me entristeció mucho. No obstante, es un consuelo ver que cada una de las láminas que preparó es una maravilla. Cuando el infiel veneciano las vea, se quedará estupefacto y temerá mi sabiduría. Ahora, gracias a la nariz de ese caballo, podréis descubrir quién es el ilustrador maldito de Dios. En caso contrario, sería necesario torturar a todos los maestros ilustradores por cruel que resulte.
—Mi Soberano, Refugio del Mundo, Su Majestad Mi Sultán —dijo el Maestro Osman—, quizá podamos saber quién cometió este error con el cálamo si hacemos que mis maestros ilustradores dibujen un caballo a toda prisa en una hoja en blanco sin pensar en ninguna historia.
—Por supuesto, siempre y cuando esto sea un error Y no una nariz de verdad —apuntó de manera muy inteligente Nuestro Sultán.
—Mi Sultán —continuó el Maestro Osman—, si se anuncia que habéis ordenado que se convoque esta misma noche una competición con tal fin, si se llama una a una a las puertas de vuestros ilustradores y se les pide que dibujen un caballo a toda prisa en un papel en blanco para dicha competición…
Nuestro Sultán lanzó una mirada al Comandante de la Guardia que quería decir «¿Lo has oído?», y luego preguntó:
—¿Sabéis cuál de las historias de competiciones del poeta Nizami es la que más me gusta?
Parte de nosotros respondió afirmativamente, parte preguntó «¿Cuál?» y parte guardó silencio, como yo.
—No me gusta la historia de la competición de los poetas, ni tampoco la historia de la competición entre el pintor chino y el rumí y el espejo —dijo mi apuesto Sultán—. La que más me gusta es la de los médicos que compiten hasta la muerte.
En cuanto acabó de decirlo nos dejó y se retiró para llegar a tiempo a la oración del anochecer.
Algo más tarde, mientras sonaba la llamada a la oración y yo me dirigía a la carrera hacia mi barrio soñando feliz con Seküre, con los niños y con nuestra casa después de haber cruzado en la penumbra las puertas del Palacio, me acordé aterrorizado de aquella historia de la competición de los médicos.
Uno de los dos médicos que competían ante el sultán, el que la mayoría de las veces se pintaba con la ropa color rosa, había hecho una píldora verde con un veneno tan potente como para matar a un elefante y se la dio al otro, al del caftán azul marino. Éste se tomó con muy buen provecho primero la píldora venenosa y después otra azul con un antídoto que acababa de fabricar y, tal y como se puede entender por su dulce sonrisa, no le ocurrió nada. Además ahora le había llegado a él el turno de que su competidor oliera la muerte. Con lentos movimientos, saboreando el hecho de que ahora fuera su turno, arrancó una rosa rosada del jardín, se la acercó a los labios y le susurró una poesía oscura que nadie pudo oír. Luego, con gestos que demostraban de sobra la seguridad en sí mismo que sentía, le alargó la flor al médico vestido de rosa para que la oliera. El médico vestido de rosa estaba tan preocupado por el poder del poema que el otro había susurrado a la rosa, que en cuanto se acercó a la nariz la flor, que no poseía otra cualidad excepto su aroma, se desplomó muerto de terror.
Fue antes de la llamada a la oración de la noche; llamaron a la puerta y fui a abrir: era un hombre del Comandante de la Guardia que venía de Palacio, un joven pulcro, guapo, sonriente y apuesto. Llevaba en las manos un candil, que más que iluminar ensombrecía su cara, y papel y una tabla de escribir. Me lo explicó de inmediato: por orden de Nuestro Sultán se había convocado un concurso para ver quién de entre los maestros ilustradores dibujaba de un trazo la más hermosa imagen de un caballo. Se había ordenado que me sentara de inmediato, colocara el papel en la tabla y la tabla sobre las rodillas y dibujara a toda velocidad la imagen del caballo más hermoso del mundo en el lugar en el que se me indicaba en el interior del encuadre.
Invité a pasar a mi visitante. De una carrera traje mi pincel más delicado de pelo de oreja de gato y tinta. Me senté en el suelo y ¡me detuve por un instante! ¿Podía ser que aquel asunto fuera una conspiración, una jugarreta que pagaría con mi vida? ¡Puede que sí! Pero ¿acaso no habían ilustrado los antiguos maestros de Herat todas las leyendas con aquellos delgados trazos que separaban la muerte de la belleza?
Mi corazón se llenó con el deseo de pintar pero, como le ocurría a todos y cada uno de los antiguos maestros, también me dio la impresión de que temía hacerlo, así que me contuve.
Esperé un momento observando el papel en blanco para que mi espíritu se aliviara de todas sus preocupaciones. Solo debía pensar en el hermoso caballo que iba a dibujar y debía concentrar mis fuerzas y mi atención.
De hecho, ya habían empezado a pasar ante mis ojos todas las ilustraciones de caballos que había pintado o visto hasta ese momento. Pero había una que era la más perfecta. Ahora pintaría aquel caballo que hasta entonces nadie había sido capaz de dibujar. Con gran resolución conseguí representármelo ante mi mirada; todo lo demás se desvaneció, fue como si por un momento incluso olvidara que estaba allí sentado y que me disponía a dibujar. Mi mano sumergió por sí sola el pincel en el tintero recogiendo la cantidad exacta de tinta. ¡Vamos, mano mía, ahora convierte en realidad el maravilloso caballo que hay ante mis ojos! Fue como si el caballo y yo nos convirtiéramos en uno y estuviéramos a punto de ocupar nuestro lugar en este mundo.
Durante un momento busqué intuitivamente dicho lugar en la zona del papel rodeada por el encuadre. En mi imaginación situé allí el caballo y de repente...
Sí, como si mi mano se hubiera lanzado por sí sola con una firme determinación, mira qué preciosidad, había comenzado por el extremo del casco y había girado de inmediato pasando por la estrecha y hermosa cuartilla siguiendo luego hacia arriba. ¡Qué repentina alegría cuando giró de nuevo con la misma determinación en el corvejón y siguió subiendo a toda velocidad hasta llegar debajo del pecho! Curvándose desde allí, continuaba victoriosa hacia arriba: ¡Qué hermoso resultó su pecho! Adelgazando el extremo, se convirtió en cuello, justo como el del caballo que tenía ante mis ojos. Sin levantar el pincel lo más mínimo bajé por el carrillo hasta llegar a la poderosa boca, que tras pensar un momento hice abierta, y entrando en ella, así es, abre más la boca, caballo, le saqué su preciosa lengua. Giré lentamente —no seas indeciso— por su nariz. Mientras subía derecho miré por un instante el conjunto y al ver que estaba trazando la línea tal y como había imaginado, me olvidé de que estaba pintando y fue como si hubiera sido mi mano y no yo quien hubiera dibujado las orejas y la deliciosa curva del hermoso cuello. Mientras pintaba de memoria y a toda velocidad la grupa, mi mano se detuvo por sí sola y sumergió el pincel en el tintero. Me sentía muy contento mientras pintaba el lomo y los poderosos y altos cuartos traseros, totalmente satisfecho con mi pintura. Por un instante me pareció estar junto al caballo que estaba pintando, inicié alegre la cola, era un caballo de guerra, veloz, así que trencé la cola y giré por ella y subí feliz: mientras le pintaba el muslo y el trasero me pareció sentir una agradable humedad en mi propio trasero y en mi ano y, complacido por aquella sensación, pasé alegre por la hermosa suavidad de su grupa y por el casco del remo posterior izquierdo, que lanzaba hacia atrás con toda velocidad. Yo mismo me admiré del caballo que había pintado y de mi mano, que le había dado al cuarto delantero izquierdo la misma elegante postura que tenía en la mente.
Levanté la mano y pinté a toda velocidad el fogoso pero triste ojo y, tras un instante de vacilación, los ollares y el cobertor de la silla; le peiné las crines una a una, como si se las acariciara con cariño, le coloqué los estribos, le puse en la frente un lucero y le pinté los testículos y el falo intencionadamente comedidos pero en todo su tamaño para que el conjunto quedara perfecto.
Cuando pinto la imagen de un caballo maravilloso, me convierto en ese caballo maravilloso.
Creo que fue a la hora de la llamada a la oración de la tarde. Alguien llegó a mi puerta. Me explicó que Nuestro Sultán había convocado un concurso. ¡A tus órdenes, mi Sultán! ¡Quién puede pintar mejor que yo la más hermosa imagen de un caballo!
A pesar de todo me hizo dudar por un instante el saber que tendría que pintarlo con pincel negro sin aplicarle colores. ¿Por qué no aplicamos colores? ¿Porque soy yo quien mejor los selecciona y emplea? ¿Quién decidirá cuál es la mejor pintura? Le tiré de la lengua al apuesto muchacho de anchos hombros y labios rosados que había venido de Palacio y pude percibir que el Gran Maestro Osman estaba detrás de todo aquello. Sin la menor duda, el Maestro Osman conoce mis habilidades y me quiere más a mí que a cualquier otro de los maestros ilustradores.