Authors: Muriel Spark
La hermana Lucy se dirigió a las camas de las abuelas para decir que habrían de tener paciencia con aquellos casos tan avanzados. No debían dejarse agujas de hacer calceta cerca del rincón geriátrico, para evitar que algunas de las nuevas se hiciesen daño; y no debían alarmarse si sucedía algo extraño. Al llegar a este punto Lucy tuvo que llamar la atención de una enfermera sobre una de las nuevas, una mujercita frágil y ajada, más bien graciosa, que intentaba bajar por la baranda metálica de su camita. La enfermera corrió a instalar de nuevo a la viejecita en la cama. La pobre mujer emitió un gemido casi infantil: el gemido de una vieja que imita el lloriqueo de un recién nacido.
La hermana continuaba aleccionando a las abuelas en tono confidencial.
—Recuerden que éstos son casos muy, muy avanzados —decía—. Y no se exciten. Sean buenas y esfuércense en ayudar a la enfermera estando tranquilas y manteniendo el orden.
—A este paso también nosotras acabaremos pronto con reblandecimiento cerebral —protestó la abuela Green.
—Chist… chist… —dijo la hermana Lucy—. Nosotras no usamos nunca esta palabra. Éstos son casos geriátricos.
—¡Y pensar que yo he pasado los años de la madurez en ansiosa espera de la vejez y del reposo! —dijo la abuela Duncan, cuando la encargada de sala se hubo marchado.
Otro caso geriátrico estaba tratando de bajar de la cama salvando la reja metálica. Una enfermera corrió a impedirlo.
—Es una suerte —exclamó la abuela Duncan— que la pobre abuela Barnacle no haya vivido bastante para ver todo esto. ¡Pobres mujeres!… ¡No sea brusca con esa pobrecita, enfermera!
En efecto, la viejecita había arrancado la cofia a la enfermera y ahora pedía a gritos un vaso de agua. La muchacha se reajustó la cofia, y mientras una compañera acercaba un vaso de plástico a los labios de la vieja, aseguró a la sala:
—Poco a poco se calmarán. El traslado las ha alterado un poco.
La noche fue agitada, pero a la mañana siguiente las recién llegadas parecían más tranquilas, si bien algunas de ellas refunfuñaban algo en el tono de una conversación normal y casi todas —cuando una enfermera les ayudó a bajar de la cama y a sostenerse en pie por un momento con las piernas poco firmes— mojaron el pavimento. Por la tarde, una especialista y una asistente llevaron una especie de tableros a cuadros que plantaron en el suelo cerca de cuatro nuevas pacientes, las cuales estaban sentadas en un sillón, pero tenían las manos paralizadas. No protestaron cuando les quitaron sus medias y las zapatillas y una mujer joven empezó a friccionar sus pies. Después, les calzaron de nuevo las medias y zapatillas y las viejas mostraron que sabían lo que debían hacer en el momento que dispusieron los tableros ante sus pies.
—¡Miren, miren! —exclamó la señorita Valvona—. Juegan a las damas con los pies.
—Me pregunto si habremos acabado en un circo ecuestre —exclamó a su vez la abuela Roberts.
—Esto no es nada comparado con lo que verán en geriatría —dijo con orgullo la enfermera.
—¡Es verdaderamente cuestión de dar gracias al Cielo por haberle evitado a la pobre abuela Barnacle este espectáculo!
Por amor a Alec Warner, la señorita Taylor intentó absorber todo cuanto le era posible de la nueva experiencia. Pero la muerte de la abuela Barnacle, los dolores artríticos y la ruidosa llegada de los «casos geriátricos» la habían turbado un poco.
Hacia el anochecer se echó a llorar y al mismo tiempo se preocupaba de no dejarse sorprender por la enfermera. Quizás aquélla hubiera podido referir que se encontraba demasiado mal para ser llevada abajo a la mañana siguiente, para asistir a la misa que ella y la señorita Valvona hacían decir en sufragio del alma de la abuela Barnacle, la cual no tenía parientes que la lloraran.
La señorita Taylor se durmió, pero se despertó en plena noche porque le dolía el cuerpo, y para evitarse una inyección fingió que continuaba durmiendo. A la mañana siguiente, a las once, la abuela Valvona y la señorita Taylor fueron trasladadas con los sillones de ruedas a la capilla del hospital. Les acompañaban otras tres viejas de la sala Maud Long, que no eran católicas, pero que se sentían unidas a la difunta de varios modos, incluidos el afecto, el desprecio, el resentimiento y la piedad.
Durante la celebración de la función una idea irracional atravesó el cerebro de la señorita Taylor. La alejó y se concentró en la oración. Pero aquella idea irracional, que se refería a la identidad del torturador de doña Lettie, acudía a su mente con insistencia.
* * *
—¿Estoy hablando con el señor Godfrey Colston? —preguntó el hombre al teléfono.
—Sí, soy yo.
—Recuerde que ha de morir —dijo el desconocido.
—Doña Lettie no está —dijo Godfrey, agitado.
—El mensaje es para usted, señor Colston.
—¿Quién habla?
El hombre había colgado el receptor.
Pese a que aún seguía manteniendo su elevada estatura, parecía que durante el invierno Godfrey hubiese empequeñecido en una medida que quizás el metro no habría confirmado. Sus huesos eran más grandes que nunca, mejor dicho, habíase conservado en las proporciones que tuvieron sus huesos durante toda su vida de adulto, pero los ligamentos de las articulaciones se habían relajado poco a poco, como suele suceder con el correr de los años. Así parecía que los huesos se habían hecho más macizos. En Godfrey se acentuó más rápidamente ese proceso a partir de otoño, cuando la señora Pettigrew entró a formar parte de su familia, la mañana en la cual recibió la primera llamada telefónica.
Colgó el receptor y con pasos cortos entró en la biblioteca. La señora Pettigrew le siguió. Parecía más lozana y sólo un poquitín más vieja que seis meses antes.
—¿Quién estaba al teléfono, Godfrey? —preguntó.
—Un hombre… No logro comprenderlo. El mensaje tenía que ser para Lettie, pero ha precisado que era para mí. Yo creí que aquellas palabras…
—¿Qué le ha dicho?
—Lo mismo que a Lettie. Pero, repito, que ha precisado más. «Es para usted, señor Colston, es para usted.» No lo comprendo…
—¡Vamos, vamos! —dijo la señora Pettigrew—. ¡Arriba esos ánimos!
—¿Tiene usted la llave del bufete?
—Sí. ¿Quiere beber algo?
—Noto que necesito un trago.
—Se lo traigo. Siéntese.
—Abundante, por favor.
—Siéntese. ¡Qué niño es!
Volvió, ágil, ligera en su vestido negro, con la nueva cofia blanca entre sus cabellos negrísimos que le caían sobre la frente. Se los había hecho recortar más. Llevaba las uñas lacadas de color de rosa y en un dedo dos grandes anillos que daban un tono de opulenta y antigua majestad a su larga y arrugada mano que sostenía el vaso de coñac con soda para Colston.
—Gracias —dijo Godfrey, tomando el vaso—. Mil gracias.
Volvió a sentarse y bebió mirando de vez en cuando a la mujer, como tratando de adivinar lo que iba a hacer o decir.
La señora Pettigrew, sentada frente a él, calló hasta que él terminó de beber. Luego dijo:
—Créame, créame a mí —repitió—. Todo eso es fruto de la fantasía.
Godfrey dijo algo acerca del hecho de estar en plena posesión de sus propias facultades.
—En tal caso —insistió la señora Pettigrew—, en tal caso, ¿ha hablado ya con su abogado?
Él murmuró algo parecido a «la próxima semana».
—Esta tarde tiene una entrevista con el abogado.
—¿Esta tarde? Pero ¿quién… cómo…?
—Yo le pedí hora para hoy, a las tres.
—Hoy no —replicó Godfrey—. No me siento animado. Tiene un despacho lleno de corrientes de aire. La semana próxima.
—Puede tomar un taxi, si no quiere conducir. No está muy lejos.
—La semana próxima —gritó él.
El coñac le había devuelto sus fuerzas.
Pero pronto se disiparon los efectos del alcohol. Durante la comida, Charmian le preguntó:
—¿Qué te pasa, Godfrey?
El teléfono sonó. Godfrey levantó la cabeza, alarmado. Dijo a la señora Pettigrew que no contestara.
—Quizá la señora Anthony lo haya oído —dijo ella.
El oído de la señora Anthony empezaba a declinar. Evidentemente, no había oído el repiqueteo del teléfono. Con andar decidido, la gobernanta salió al recibimiento y descolgó el auricular. Pronto regresó y se dirigió a Charmian.
—Es para usted —dijo—. El fotógrafo desea venir mañana a las cuatro.
—Perfectamente —dijo Charmian.
—Recuerde que mañana por la tarde, yo no estaré.
—No importa —insistió la anciana—. No es a usted a quien quieren fotografiar. Dígale que a las cuatro me va muy bien.
—¿Otro periodista? —preguntó Godfrey, en tanto que la señora Pettigrew iba a comunicar la respuesta.
—No, un fotógrafo.
—No acaba de gustarme ver a todos esos extraños por la casa. Esta mañana he tenido una desagradable experiencia. Aplázalo.
Levantóse de la silla y gritó a través de la puerta.
—Señora Pettigrew, no queremos que venga. Dígale que otro día, por favor.
—Demasiado tarde —dijo aquélla volviendo a sentarse en su sitio.
La señora Anthony se asomó.
—¿Deseaba algo?
—Deseamos terminar la comida sin interrupciones —dijo la señora Pettigrew en voz alta—. Por eso yo he contestado al teléfono.
—Muy amable de su parte, de verdad —dijo la sirvienta, y desapareció.
Godfrey aún estaba protestando por el fotógrafo.
—Hemos de aplazarlo. Demasiados extraños.
—No estaré mucho tiempo aquí, Godfrey —contestó Charmian.
—Vamos, vamos —intervino la señora Pettigrew—. Podría muy bien vivir otros diez años todavía.
—Claro. Y precisamente por eso, considerándolo bien, he decidido ingresar en esa clínica. Me han dicho que la organización es casi perfecta. Además, allí cada uno puede disfrutar de su propia intimidad. ¡Siento verdadera necesidad!
La señora Pettigrew encendió un cigarrillo, y lentamente lanzó el humo a la cara de Charmian.
—¡Aquí nadie turba tu intimidad! —dijo Godfrey.
—¡Y además la libertad! —añadió Charmian—. En la clínica seré libre de recibir a quien yo quiera. Fotógrafos, extraños…
—No hay necesidad de que te vayas a una clínica, ahora que has mejorado tanto —replicó Godfrey con un tono casi de desesperación.
La señora Pettigrew sopló otra bocanada de humo también en dirección a Charmian.
—Por otra parte —dijo él, lanzando una mirada a la gobernanta—, no podemos permitirnos ese gasto.
Charmian calló, como quien no tiene necesidad de replicar. En realidad, sus libros aún le procuraban diñero, y su pequeño capital —por lo menos aquél— estaba al seguro de las manos de la señora Pettigrew. Las reediciones de sus novelas en el invierno anterior, le habían estimulado el cerebro. Su memoria lo había acusado favorablemente y su estado físico era mucho mejor desde hacía años, a pesar del ataque de bronquitis que sufrió en enero, cuando una enfermera de día y otra de noche tuvieron que atenderla durante una semana. De cualquier modo, se vio obligada a moverse lentamente y a menudo tenía trastornos renales. Miró a Godfrey que, con voracidad, comía su buen plato de arroz, sin saber —de eso ella estaba muy segura— qué estaba comiendo. Se preguntó qué le preocupaba y qué nueva tortura le estaba infligiendo la señora Pettigrew. ¿Qué había descubierto esa mujer en el pasado de su marido? ¿Por qué Godfrey consideraba que todo debía ser acallado, a toda costa? A menudo Charmian se preguntaba cuál era su deber hacia su marido, y cuáles los límites de los deberes de una mujer. Habría querido estar ya en aquella clínica de Surrey. Estaba sorprendida de ese deseo, porque el temor de acabar siendo confiada a unos extraños la había atormentado durante toda su vida, y Godfrey siempre le pareció mejor que lo peor que aún no conocía.
—Irte de tu casa, a los ochenta y siete años, podría matarte —estaba diciendo Godfrey con voz casi suplicante—. ¿Qué necesidad tienes de irte?
—La señora Anthony está bien sorda —exclamó la señora Pettigrew, después de haber llamado en vano con el timbre—. Tiene que procurarse un aparato acústico.
Y se fue a la cocina para ordenar a la criada de que llevara té para ella y leche para Charmian.
Cuando salió, Godfrey dijo:
—Esta mañana he tenido una desagradable experiencia.
Charmian refugióse tras una expresión vaga y distraída. Temía que su marido le hiciese alguna confesión embarazosa a propósito de la señora Pettigrew.
—¿Me escuchas, Charmian?
—¡Oh, sí, sí…! Dime.
—He tenido una llamada telefónica del hombre de Lettie.
—¡Pobre Lettie! ¿Aún no se ha cansado de atormentarla ese tipo?
—La llamada era para mí. Dijo: «El mensaje es para usted, señor Colston.» Yo no me meto cosas imaginarias en la cabeza, fíjate bien. Lo oí con mis propios oídos.
—¿De verdad? ¿Y de qué mensaje se trataba?
—Lo conoces ya, ¿no? —contestó Godfrey.
—Bien, pero yo sólo le daría la importancia que se merece.
—¿Qué quieres decir?
—Ni más ni menos de lo que digo —contestó Charmian.
—Me gustaría saber quién es ese individuo y por qué la policía aún no lo ha descubierto. Con las tasas y los impuestos que pagamos, es verdaderamente vergonzoso estar amenazados de ese modo por un desconocido.
—Pero, ¿con qué te ha amenazado? —preguntó Charmian—. Yo suponía que siempre ha dicho únicamente que…
—Sí, pero es una frase que te descompone —la atajó Godfrey—. A «uno» podría perfectamente darle un ataque después de una de esas llamadas. Si vuelve a suceder otra vez, escribiré al «Times».
—¿Por qué no lo consultas con la señora Pettigrew? —dijo Charmian—. Ella es fuerte como una torre.
Pero en el acto sintió compasión por él, tan encogido sobre sus huesos. Lo dejó y, lentamente, subió las escaleras, agarrándose a la barandilla, para disfrutar de su siesta del mediodía. Y, entretanto, pensaba si encontraría fuerzas para decidirse a abandonarle, víctima como era de ese enredo con la señora Pettigrew. Después de todo, incluso ella quizá también hubiera podido encontrarse en una situación igualmente comprometida si, mucho antes de envejecer, no se hubiese preocupado de destruir cualquier carta comprometedora. Sonrió mirando su escritorio, de apariencia tan misteriosa, en el cual ni siquiera la señora Pettigrew logró encontrar ningún secreto, pese a que Charmian sabía que había conseguido forzar la cerradura. Realmente, en el fondo, Godfrey no era un hombre inteligente.