Memento mori (19 page)

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Authors: Muriel Spark

BOOK: Memento mori
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Con el dorso de la mano él señaló al esplendoroso sol primaveral.

—¿Qué te parece? —preguntó.

Emmeline levantó la mirada, sonrió y afirmó con la cabeza. Su cara era toda una red de sutiles arrugas, excepto en los puntos en los cuales la piel era tensa sobre pequeños y puntiagudos huesos. Tenía la espalda recta, la figura aún armoniosa, ágiles los movimientos. La mitad de su cerebro estaba ocupado calculando el número de puestos que en la tarde de hoy debería preparar en la mesa. Tenía cuatro años más que Henry, el cual había cumplido los setenta a principios de febrero. Su primer ataque cardíaco fue poco después de su cumpleaños, y Henry, bastante inclinado a considerar al médico como una encarnación de su enfermedad, había manifestado sentirse mucho mejor desde que el doctor dejó de visitarle regularmente cada día. Primero le habían permitido que se levantara al mediodía y luego que estuviera levantado todo el día. El médico le había recomendado que no se disgustara, que llevase siempre consigo la cajita de los comprimidos, se atuviera a la dieta prescrita y evitase cualquier esfuerzo. Y había dicho a Emmeline que le telefonease en cualquier momento, en caso de que fuese necesario. En fin, con gran alivio de Henry, había desaparecido de la casa.

Henry Mortimer, en otros tiempos inspector jefe, era de elevada estatura, enjuto de carnes, calvo, y de vivaz espíritu. A los lados y sobre la nuca los cabellos le crecían tupidos y grises. Pobladas y negras eran las cejas. Inexacto sería no decir que tenía nariz y labios carnosos, ojos pequeños y una barbilla huidiza dirigida hacia el cuello. Pues bien, sería también inexacto decir que él no era un magnífico ejemplar de hombre, pues tanta puede ser la fuerza expresiva de una cara.

Con mucha parsimonia, en homenaje a las prescripciones médicas, untó de mantequilla el pan.

—He dicho a toda aquella gente que vengan esta tarde —dijo, dirigiéndose a su mujer.

—El periódico de hoy sigue aún hablando de ello —dijo ella.

Y por el momento evitó decirle que debía poner atención a no cansarse con los visitantes. De lo contrario, ¿de qué serviría haberse retirado de la policía si continuaba ocupándose de acontecimientos criminales?

Mortimer alargó la mano y la mujer le dio el periódico. «El bromista del teléfono continúa sus fechorías», leyó en voz alta. Luego, mentalmente, siguió leyendo.

«La policía aún está desorientada a propósito de las continuas quejas de cierto número de personas ancianas, las cuales, a partir de agosto del año pasado, reciben llamadas telefónicas anónimas de un bromista de sexo masculino.

»Es posible que detrás de la burla se oculten más de una persona. En efecto, los juicios sobre el tipo de su voz son varios: «muy joven», «voz de persona madura», «voz de persona anciana», etc.

«Invariablemente, la voz amonesta a su víctima así: "¡Usted morirá esta noche!". Los aparatos telefónicos de las personas afectadas han sido intervenidos y los controlan las autoridades, y la policía ha invitado a todos los interesados a que prolonguen lo más posible la conversación con el desconocido. Pero la policía ha admitido que éste o cualquier otro medio para descubrir a los autores de la mofa han fracasado.

»En un primer tiempo se había creído en que la actividad de la banda estuviese circunscrita a la zona de Londres, pero una reciente denuncia por parte del ex-crítico Guy Leet, de setenta y cinco años de edad, domiciliado en Stedrost (Surrey), demuestra que la red se va ampliando cada vez más.

»Entre las muchas personas que ya hace tiempo se han lamentado de haber recibido "la llamada", figura doña Lettie Colston O.B.E.,
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de setenta y nueve años, adalid de la reforma carcelaria, y su cuñada Charmian Piper, casada con Godfrey Colston, la novelista de ochenta y cinco años, autora de "Séptimo hijo", etc.

»Yo no estoy convencida de que el C.I.D.
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haya tomado suficientemente en serio esos incidentes", manifestó ayer Lettie Colston a los periodistas, "y por eso me he dirigido a un investigador privado. Realmente es una lástima que haya sido abolida la pena de los azotes. A ese desgraciado debería serle impuesta una severa lección".

»Charmian Piper, cuyo marido, Godfrey Colston, de ochenta y seis años, ex-pesidente de la "Cerveza Colston", figura también entre las víctimas de la befa, declaró ayer: "Nosotros no estamos conturbados por las llamadas de nuestro corresponsal telefónico, el cual es un joven bien educado".

»Un portavoz del C.I.D. ha asegurado que se está haciendo todo lo posible para descubrir al culpable.»

Henry Mortimer dejó el periódico y tomó la taza que le entregaba su mujer.

—Un caso verdaderamente extraordinario —dijo ella.

—Muy embarazoso para la policía —añadió Henry—. ¡Pobrecillos!

—Pero agarrarán al culpable, ¿no es cierto?

—No veo cómo podrán lograrlo, en atención a los elementos de que disponen.

—Bien, pero tú les conoces, naturalmente.

—Precisamente, y porque los he tomado en consideración, a mi entender la culpable es la propia Muerte.

Ella no experimentó sorpresa alguna al oírle decir eso. Había seguido los pensamientos de su marido durante toda su vida de funcionario y, naturalmente, en los últimos meses, como hombre independiente, y nada de lo que decía podía causarle extrañeza. Henry había vivido bastante para ver a sus hijos dejar de tomarle en serio. Su palabra tenía mucho más peso fuera del ambiente de su familia. Incluso los nietos mayores —pese a que le querían mucho— no se daban cuenta, ahora, del valor que él representaba a los ojos de los otros. Eso él lo sabía y no le importaba nada. De todas maneras, Emmeline no podía considerar nunca a Henry como a un querido viejo que se hubiese puesto a desarrollar una filosofía, tal como otros hombres —cuando son jubilados— cultivan su pasatiempo preferido. No permitía que sus hijos conocieran enteramente sus sentimientos y, en efecto, quería complacerles y aparecer a sus ojos como una mujer de temperamento y dotada de sentido práctico. Pero tenía confianza en Henry y no podía hacer por menos de tenérsela.

Antes de volver a hacerle entrar en la casa para que descansara, le dejó trabajar un poquito en el jardín. Faltaban pocas semanas para que Henry se pusiera a esperar ansiosamente el correo, en la confianza de recibir cierta carta de un viejo amigo que vivía en el campo y le invitaba a ir con él a pescar durante quince días. Parecía un milagro que comenzara otra primavera y que pronto Henry anunciaría: «He recibido noticias de Harry. Las cachipollas han aparecido ya en el río. Será cuestión de que marche pasado mañana». Ella entonces se quedaría sola unos días, o quizás una de las hijas iría a pasar unos días con ella después de Pascua, y si el tiempo era suficientemente seco, los niños más pequeños retozarían por el prado.

Plantado el perejil, Emmeline se preguntó, excitada, cómo sería la delegación de la tarde de hoy que vendría a ver a Henry.

* * *

No era difícil llegar a la casa de Mortimer en Kingston-on-Thames, si se seguían las indicaciones de Henry, pero para la delegación fue ardua tarea encontrar el lugar de la meta. Llegaron con media hora de retraso y los nervios rotos, en el automóvil de Godfrey y dos taxis. En el auto de los Colston, además de Godfrey, iban Charmian, Lettie y la señora Pettigrew. El primer taxi llevaba a Alec Warner y a Gwen, la camarera de Lettie. En el segundo taxi llegaron Janet Sidebottome, la hermana misionera de Lisa Brooke, y con ella una pareja de viejos cónyuges y una anciana solterona, desconocida hasta este momento por todos los demás.

La señora Pettigrew, de punta en blanco, con un vestido a la medida, se apeó primero. Henry Mortimer, sonriente, fue al encuentro de ellos a lo largo del caminito de entrada y estrechó su mano. Luego Godfrey emergió de su automóvil, mientras a su vez los dos taxis descargaban sus pasajeros, ocupadísimos en encontrar y contar el dinero para pagar a los conductores.

—¡Oh, cuánto he disfrutado con ese paseo! —exclamó Charmian desde el asiento posterior del coche—. Es mi primera salida de este año. Hoy el río está maravilloso.

—Un momento, un momento —protestó Lettie, mientras su hermano la ayudaba a bajar—. ¡No tires!

Había engordado durante el invierno, y, por esta razón, estaba aún más delicada. Se le había debilitado la vista. Era claro que no lograba encontrar con el pie el borde del estribo.

—¡Espera, Godfrey!

—Vamos retrasados —arguyó el hermano—. Charmian, tú quédate tranquila. No te muevas hasta que no haya hecho bajar a Lettie.

La señora Pettigrew cogió a Lettie por el otro brazo, en tanto que Mortimer mantenía la puerta abierta. Lettie se liberó del brazo que le sostenía la señora Pettigrew. Al efectuar ese ademán, se le escapó el bolso y el contenido se desparramó. Los pasajeros del taxis corrieron a recoger los objetos caídos, mientras Lettie volvía a entrar en el coche y como un plomo caía con sordo ruido sobre el asiento.

Gwen, a quien doña Lettie había llevado consigo en calidad de testigo, quieta junto a la verja del jardín, se echó a reír a carcajadas. Emmeline Mortiner bajó rápidamente por el caminito, y dirigiéndose a Gwen, exclamó:

—¡Parece que la «señorita» está contenta! ¡Ayude a los más ancianos en vez de estar aquí riendo!

Gwen la miró, sorprendida, pero no se movió.

—Vaya a recoger lo que le ha caído a su tía —ordenó aún la señora Mortimer.

Lettie, temerosa de perder a su camarera, gritó desde el automóvil:

—¡No soy su tía, señora Mortimer! Déjelo, Gwen.

La señora Mortimer, que casi nunca se inquietaba, cogió a Gwen por los hombros y la empujó hacia el pequeño grupo que, con muchas fatigas, encorvaba las doloridas espaldas para recuperar el contenido de la bolsita.

—Dejen que la chica recoja todo eso —dijo.

Pero ya la mayor parte de los objetos habían sido rescatados, y —mientras Alec, orientado por Henry Mortimer, se inclinaba para sacar a la luz con el paraguas, de debajo del coche, el estuche de los lentes de Lettie— Gwen superó, finalmente, su sorpresa y logró decir a la señora Mortimer:

—Yo nada tengo que ver con usted.

—¡Déjelo, Gwen, déjelo! —repetía Lettie desde el automóvil.

Esta vez la señora Mortimer calló, pero era evidente que le hubiera gustado decir algo más a la muchacha. Inmediatamente le desazonó el espectáculo de esa gente malparada, agitada, que, con tanta fatiga, alcanzaba la entrada de su casa.

«¿En dónde están sus hijos, o sus nietos, o sus nietas? —pensaba—. ¿Por qué están abandonados así, al cuidado de ellos mismos?

Pasó junto a Gwen y se inclinó en el coche para coger el brazo de Lettie. Por la parte opuesta del automóvil, Mortimer hacía otro tanto con Charmian. Mientras ayudaba a la invitada, Emmeline deseó para sí que su marido no tuviese que hacer demasiados esfuerzos, en tanto que le decía a Lettie:

—Veo que nos han traído la primavera.

Cuando, al fin, Lettie llegó a tierra sana y salva, Emmeline levantó la mirada y diose cuenta de que Alec la miraba fijamente.

«¿Por qué me estará mirando ese hombre?», pensó.

Charmian dio un pequeño trotecito por el caminito, cogida del brazo de Mortimer. Él le estaba diciendo que acababa de leer su novela
The Gates of Grandella,
en la nueva y magnífica edición.

—Hace más de cincuenta años que no la he vuelto a leer —dijo Charmian.

—Capta la atmósfera de la época —insistía Henry—. Nos hace revivir cada una de las cosas de aquellos tiempos. Quisiera que usted volviera a leerla.

Charmian le lanzó una mirada de coquetería. Los jóvenes periodistas que venían a interviuarla encontraban esa expresión muy fascinadora. Luego dijo:

—Usted, Henry, es demasiado joven para recordar cuándo fue publicado el libro.

—¡Oh, no! —argumentó él—, yo ya era agente de policía, y un agente de policía no olvida nunca.

—¡Qué casa tan simpática! —exclamó Charmian.

En este momento vio a Godfrey que estaba esperando en el vestíbulo, y diose cuenta de que —como siempre que la gente se ocupaba demasiado de ella— su marido sufría por tal razón.

Aún pasó bastante tiempo antes de que comenzara la reunión. En el vestíbulo, Emmeline Mortimer consultó en voz baja con las señoras para saber si primeramente deseaban subir «arriba». De otro modo, si la escalera era demasiado cansada, en la planta baja también había un puestecito. Bastaba atravesar la cocina y luego a la derecha.

—Charmian —dijo la señora Pettigrew en voz alta—. Venga a arreglarse. La acompaño. Vamos, venga.

Henry Mortimer dispuso, bien ordenadamente, sobre unas banquetas, los abrigos y los sombreros de los hombres, y después de haber enseñado a los candidatos masculinos el camino para ir «arriba», hizo pasar a los otros al comedor, en donde en una larga mesa sin nada encima —con excepción de un vaso de espléndidos narcisos y, en un extremo, una carpeta hinchada de papeles— Gwen se había ya sentado, enfurruñada y furibunda.

Cuando Godfrey entró, con aire inquisitorial dirigió una mirada circular al mobiliario.

—¿Es ésta la habitación? —preguntó.

«Probablemente está buscando trazas de una bandeja para el té —pensó Alec Warner—, y empieza a creer que quizás no nos lo ofrecerán.»

—Sí, creo que ésta es la habitación más adecuada, ¿no le parece? —contestó Henry, como si hubiese solicitado la opinión del huésped—. Podemos sentarnos todos alrededor de la mesa y discutir sobre nuestros asuntos antes de tomar el té.

—¡Ah! —exclamó Godfrey.

Alec Warner se felicitó a sí mismo.

Finalmente todos tomaron asiento después que los tres desconocidos fueron presentados como señorita Lottinville y los esposos Rose. Emmeline Mortimer se retiró, y el ruido de la puerta que se cerraba a sus espaldas fue como la señal para empezar la conferencia. La luz del sol se derramaba dulcemente sobre la mesa y sobre las personas sentadas a su alrededor, iluminando el polvillo suspendido en el aire, las pequeñas trazas de polvo sobre los trajes de quienes vestían de negro, las mejillas y las arrugadas manos de los viejos y el maquillaje exagerado de Gwen.

Charmian, a quien habían sentado en el sillón más cómodo, fue la primera en hablar.

—¡Qué sala tan simpática!

—Recibe el sol de la tarde —dijo Henry—. ¿Hay quizá demasiado sol para alguno de ustedes? Charmian, otra almohada…

Los tres extraños se miraron. Se sentían incómodos porque eran desconocidos y, en cambio, los demás se conocían desde hacía cuarenta o cincuenta años.

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