Authors: Muriel Spark
—Piensa un poco en la idea de ir junto a Charmian a la clínica —dijo—. Yo estaría muy contento de que lo hicieras.
—Alec, no puedo abandonar a mis viejas amigas: la señorita Valvona, la señorita Duncan…
—¿Y ésas? —Y con la cabeza indicó el grupo de geriátricos.
—Son nuestro «momento mori». Lo mismo que para vosotros las llamadas telefónicas.
—Bien, entonces, adiós, Jean.
—Oh, Alec, quisiera que aún no te fueras. Tengo algo importante que decirte, si quieres sentarte un momento aún y dejar que ponga en orden mis pensamientos.
Él se sentó en silencio. Jean apoyó la cabeza en la almohada. Se quitó los anteojos y con suavidad pasó el pañuelito por el ojo inflamado. Luego volvió a ponerse los lentes.
—Tendré que pensar un poco —dijo—. Hay por medio un asunto de fechas. Ya las tengo en la memoria, pero debo pensar nuevamente en ellas por unos momentos. Mientras esperas, quizás podría interesarte hablar con la nueva ingresada que ocupa la cama de Green. Se llama Bean. Tiene noventa y nueve años. Cumple cien en septiembre.
Alec fue a hablar con la señora Bean, minúscula entre las almohadas. La pequeña boca sin dientes estaba abierta formando una «O». La piel era sutil y blanca, tirante sobre los huesos. Las ojeras enormes, los ojos extraordinariamente abiertos en una mirada fija como la de los recién nacidos, y los pocos cabellos blancos cortados cortos y esparcidos en desorden aquí y allá sobre la frente. Sin parar un momento, la cabeza hacía ligeramente el gesto de afirmar, de decir que sí.
«Si no estuviera en una sala para mujeres —pensó Alec—, nadie podría decir si es un hombre o una mujer.»
Le recordaba a uno de sus alienados pacientes de Folkestone, un viejo que desde 1918 creía ser Dios. Alec dirigió la palabra a la Bean y recibió una respuesta amable y coherente, que pareció salir de un instrumento primitivo hecho de caña y oculto debajo de su esternón, tan débil era su respiración al contestar.
Después Alec se dirigió a la señorita Valvona. Le hizo sus cumplidos y le preguntó el horóscopo del día. Inclinó la cabeza en señal de saludo a la señora Reewes-Duncan, y agitó cordialmente la mano en dirección a otras internadas que le eran familiares. Se le acercó una del grupo geriátrico, le estrechó la mano y dijo que iba al banco; después de haberse alejado un momento de la sala, fue llevada nuevamente hacia dentro por una enfermera que le dijo: «Ahora ya viene del banco».
Alec observó atentamente los progresos de las pacientes de la sección geriátrica y reflexionó sobre el hecho de que muy a menudo esas viejas farfullaban algo a propósito del banco. Después regresó junto a Jean Taylor, la cual le dijo:
—Debes informar a Godfrey Colston de que Charmian le fue repetidamente infiel a partir del segundo año de matrimonio. Comenzó en el verano de 1902, cuando ella tenía una villa junto al lago de Ginebra, y siguió todo aquel año, cuando a menudo iba a reunirse con un hombre en su departamento en Hyde Park Gate. La relación continuó durante todo el 1903 y el 1904 y también, lo recuerdo, cuando Charmian se fue en otoño al Perthshire. En aquella época Godfrey no podía salir de Londres. Luego hubo otras ocasiones en Biarritz y en Torquay. ¿Has tomado nota, Alec? Su amante era Guy Leet. Ella siguió viéndolo en su pisito de Hyde Park durante muchos meses en 1905, hasta septiembre. Escúchame bien, Alec: has de referir a Godfrey Colston todos esos hechos. Guy Leet. Charmian lo dejó en septiembre del 1907, lo recuerdo bien. Yo estaba con ellos en los Dolomitas y ella se puso enferma. No debes olvidar que Guy tiene diez años menos que Charmian. Luego, en 1926, la relación se reanudó y fue adelante cerca de dieciocho meses. Más o menos por aquellos tiempos te conocí, Alec. Guy quería que Charmian abandonara a Godfrey, y me consta que ella pensó muy a menudo en hacerlo. Pero luego se enteró de que Guy tenía muchas otras mujeres: Lisa Brooke, naturalmente, etcétera. Charmian no podía depositar su plena confianza en Guy, pero sentía mucho su falta, porque Guy la divertía. Después, Charmian se convirtió al catolicismo. Ahora yo deseo de que tú refieras esos hechos a Godfrey, que jamás ha sospechado de su mujer. Ella lograba siempre salir airosa. ¿Tienes un lapicero, Alec? Es mejor que escribas esas cosas. Primer hecho: 1902…
—Pero ¿sabes, Jean, que estas revelaciones podrían ser un asunto muy serio para Godfrey y para Charmian? Compréndeme: no puedo ni pensar que quieras traicionar a Charmian al cabo de tantos años.
—Ciertamente, no lo deseo, Alec —protestó Jean—, pero de todas formas lo haré.
—Puede ocurrir que Godfrey ya lo sepa todo.
—Las únicas personas que estamos al corriente de eso somos Charmian, Guy y yo. También lo sabía Lisa Brooke, y en realidad, lo chantajeó despiadadamente. Fue entonces cuando Charmian tuvo aquel agotamiento nervioso. Y en realidad, la razón principal por la cual Guy se casó con Lisa fue la de tenerla sosegada y salvar a Charmian de la amenaza de un escándalo. No fue nunca un matrimonio verdadero y como debe ser, pero te repito que Guy se casó con Lisa por amor de Charmian. He de decirlo en su favor. Ciertamente, Guy Leet tenía mucho atractivo…
—Lo tiene aún —dijo Alec.
—¿Ah, sí? Bien, no lo dudo. Ahora escríbelo todo, Alec, por favor.
—Jean, podrías arrepentirte.
—Si tú no das esos informes a Godfrey, tendré que rogar a doña Lettie que lo haga ella. Sin duda alguna, ella haría que todo eso le resultara todavía más penoso a Charmian. En mi opinión, es necesario que Godfrey Colston deje de tener ese reverencial temor por su mujer. Por lo menos vale la pena intentarlo. Yo creo que si él es puesto al corriente de la infidelidad de Charmian, ya no tendrá temor alguno de que salgan a la luz, las suyas. Deja que se eche ávidamente sobre los asuntos de Charmian. Deja que…
—Charmian quedará muy alterada. ¡Tiene tanta confianza en ti!
Alec se había pasado a la oposición, pero Jean se daba cuenta de que estaba muy excitado por su propuesta. En otros tiempos nunca había vacilado en buscar quebraderos de cabeza a otros, si podían servir para satisfacer su curiosidad.
«Ahora Alec puede servir a mis fines», pensaba Jean Taylor.
—Hay momentos en los cuales es preciso ser leales, y hay otros en los cuales la lealtad no tiene ya razón de ser. Charmian ahora debería haberlo aprendido —contestó Jean.
Alec la miró con curiosidad, como si intentase descubrir en el rostro de su amiga alguna cosa que hasta ese momento se le hubiera escapado: ciertos celos de Charmian.
—Cuanto más religiosas son las personas, más perplejas me dejan. Yo insisto en que Charmian sufrirá mucho por tu modo de obrar.
—También Charmian es una mujer religiosa.
—No, ella es, solamente, una mujer con una religión.
Alec siempre había encontrado extraño que Jean Taylor, la cual había abrazado el catolicismo para satisfacer a Charmian, se hubiese vuelto la más devota de las dos.
Tomó nota de la información que Jean le había dado.
—Métete bien en la cabeza —le recomendó Jean Taylor— que eso es un encargo que has recibido de mí. Si pudiera servirme de mis manos, lo hubiera escrito yo misma. Dile de parte mía que no tiene que temer nada de Mabel Pettigrew. ¡Pobre viejo!
—¿Has estado alguna vez celosa de Charmian? —preguntó Alec.
—Naturalmente que lo he estado, de vez en cuando.
Mientras escribía en la libretita los detalles de la historia de amor de Charmian y de Guy, Alec se preguntaba si Godfrey Colston le haría el favor de medirse las pulsaciones y la temperatura antes y después de la entrevista. En líneas generales, pensó que la respuesta sería negativa. Guy Leet se prestaría con mucha gentileza. Pero, claro, Guy era un hombre de espíritu. De todas formas, podía intentarse.
* * *
—Sepa, señorita Taylor —dijo doña Lettie—, y lo siento, que no podré seguir visitándola. Esa gente me trastorna demasiado, y ahora que no logro dormir bien como de costumbre, no tengo los nervios lo suficientemente sólidos para soportar a esas decrépitas mujeres. Verdaderamente hay para preguntarse qué finalidad existe para mantenerlas en vida a expensas del Estado.
—En lo que a mí respecta —dijo Jean Taylor—, sería feliz si me dejaran morir en paz. Pero los doctores se indignarían si oyeran que yo lo digo. ¡Están tan orgullosos de sus nuevos medicamentos y de sus nuevos sistemas curativos! Alguna vez, dado el ritmo actual de los descubrimientos científicos, incluso tengo miedo de no llegar a morir jamás.
Doña Lettie reflexionó sobre esa afirmación, y no sabía si juzgarla frivola o no. Se removió cansadamente en su silla y volvió a pensar en las palabras de Jean, mientras arrugaba la frente y las bolsas de su gorda cara parecían aflojarse más.
—Naturalmente, el principio de mantener en vida a la gente siempre es encomiable.
Lettie echó una ojeada al grupo de las geriátricas, quienes, en ese momento, estaban bastante dóciles y tranquilas. Una vieja sentada sobre su camita, cantaba una canción o algo similar; otras recibían la visita de algunos parientes, que no hablaban, pues estaban sentados todo el tiempo, al lado de sus viejas, y quebraban el silencio, de vez en cuando, gritando alguna noticia de las respectivas familias a aquellas caras que comprendían y no comprendían; y aceptaban la respuesta con calma inerte. Un cloqueo, un graznido o quizás algo más consistente. Las otras geriatras estaban agrupadas en el rincón de la televisión y miraban comentando. En verdad, no había razón para lamentarse de su comportamiento.
Pero cuando llegó, Lettie ya estaba más nerviosa que de costumbre. Sin contestar al saludo de Jean Taylor, había acercado muy ruidosamente la silla hacia la cama y comenzó a hablar en seguida.
—Jean, fuimos todos a casa de Mortimer. Ha sido un trabajo inútil.
—Sí, me lo dijo ayer el señor Warner.
—Absolutamente un trabajo inútil. Mortimer no es de fiar. La policía, naturalmente, le protege. Debe tener cómplices. Uno de ellos, por lo que parece, es un joven. Otro, un hombre de edad media con un defecto al hablar. Luego hay un extranjero, y también…
—El inspector jefe Mortimer —interrumpió Jean—, siempre me ha parecido que era hombre de mente sana.
—Natural que es de mente sana. No digo que no lo sea. Yo he cometido el grave error de hacerle saber que le había recordado en mi testamento. Me había parecido tan servicial en los comités, de tan buen sentido común… Pero ahora comprendo que todo era una ficción. Él no esperaba que yo tirara para tan largo, y ahora se sirve de esos infames medios para hacer que me muera de miedo. Naturalmente, le he borrado de mis últimas voluntades y he dado los pasos necesarios para que él acabe enterándose, en la esperanza de terminar con su persecución. Pero ahora, en su rabia, ha intensificado sus esfuerzos. Los otros que también reciben las llamadas anónimas funcionan solamente como una pantalla, para desviar las ideas, ¿comprende, Jean? además, creo que Eric colabora con Mortimer. He escrito a mi sobrino, pero no me ha contestado, y ese hecho hace surgir por sí, serias sospechas. Soy yo a quien toman por mira, soy yo su verdadera víctima, vea ahora, un nuevo episodio. ¿Recuerda que hace alguna semana logré hacer aislar el aparato?
—Sí, lo recuerdo —dijo Jean Taylor, cerrando los ojos para dejarlos reposar.
—Pues bien, poco tiempo después, en el momento en que me iba a la cama, puedo jurar que oí ruidos en la ventana de mi habitación. Como usted sabe, la ventana da al…
En las últimas semanas, Lettie había tomado la costumbre de inspeccionar cada noche la casa antes de acostarse. La prudencia nunca está de más. Rebuscaba de arriba abajo, miraba detrás de los divanes, dentro de los armarios, debajo de las camas. Sin embargo, de cada rincón salían chirridos y ruidos inexplicables.
Esa inspección de la casa y del jardín duraba tres cuartos de hora. A su término, doña Lettie no estaba en situación de enfrentarse con los histerismos de la criada. Al cabo de una semana, Gwen manifestó que la casa estaba habitada por espíritus, que doña Lettie era una loca, y se había despedido.
Así Lettie no estaba ciertamente del humor adecuado para soportar a los geriátricos, al ir a visitar a Jean Taylor en la sala «Maud Long».
—Supongo que habrá informado a la policía de sus sospechas —se arriesgó a decir Jean—. Si alguien intenta introducirse en su casa, seguramente la policía…
—La policía —explicó Lettie con estudiado énfasis—, protege a Mortimer y a sus cómplices. Los policías se apoyan siempre entre ellos. Eric también es de la pandilla. Todos van de acuerdo.
—Quizás le haría a usted un gran bien que se tomara un período de descanso en una casa de reposo, en el campo. A la larga, esa situación resultará agotadora.
—No —rechazó Lettie—. De ninguna manera, Jean. Nada de casas de curación para mí mientras pueda razonar y esté en situación de aguantarme sobre las piernas. Estoy buscando una nueva sirvienta. Una mujer anciana. ¡Me ponen tantas dificultades! Todas quieren televisión. —Miró a las geriátricas agrupadas alrededor del televisor—. Un gasto demasiado fuerte para el Estado. Y además, ¡un invento aborrecible!
—A decir verdad, en casos como el de ellas, es de gran utilidad. Mantiene viva la atención.
—Taylor, no puedo venir más aquí. Es demasiado desmoralizador.
—Tómese unas vacaciones, doña Lettie. Olvídese de la casa y de las llamadas telefónicas.
—También el investigador privado a quien he contratado está en combinación con Mortimer. Detrás de todos está Mortimer. Eric es…
La señorita Taylor se enjugó con el pañuelito, por detrás de los lentes, el ojo inflamado. Hubiera querido cerrar los dos, y no veía el momento en que la campana anunciase el fin de la visita.
—Mortimer… Mortimer… Eric —continuaba Lettie.
Jean Taylor se sentía indiferente.
—En mi opinión —dijo finalmente—, la autora de esas llamadas es la propia Muerte. Doña Lettie, no veo qué remedio pueda hallar. Si no nos acordamos de la Muerte, la Muerte nos avisa para que lo hagamos. Y si usted no sabe afrontar la realidad, lo mejor es que se tome unas vacaciones.
—Usted sí que ha enviado su cerebro de vacaciones, Jean —dijo Lettie—, y yo nada puedo hacer por usted.
Al salir, se detuvo en la oficina de la administración, fuera de la sala. Solicitó hablar con la encargada jefe y le declaró que, en su opinión, la señorita Taylor discurría cosas fuera de razón, y era necesario no perderla de vista.