—Como en física cuántica —respondió el inspector con franqueza.
—Agradezco tu sinceridad e interpreto que ese gesto de pasarte la mano por la barba es una señal de que mi historia te está encantando, así que continúo. —Carapocha terminó la pinta y levantó el recipiente vacío en dirección a la barra para que le trajeran otra—. Después de muchos combates sin apenas avances, el alto mando alemán decidió que la mejor solución era cercar Leningrado y continuar avanzando en los otros frentes. Las casas infantiles fueron desmanteladas, y muchos de los mayores de dieciocho años que las ocupaban se enrolaron voluntariamente en el Ejército Rojo para demostrar su gratitud a «papá Stalin», pero principalmente, para poder llevarse algo de comer a la boca. Mi padre se hacía llamar Valya Armandovich Lopatov, nombre que se tejió cosiendo el diminutivo en ruso de Valentín, el patronímico de su padre y una adaptación al idioma de su apellido. Era rubio con los ojos claros y allí se ocuparon de que aprendiera muy bien el idioma, motivos ambos por los que no le costó mucho integrarse en el régimen soviético. No obstante, él me contó muchas veces que seguía pensando en castellano, y follando en vasco, para no perder su identidad. El lavado de cerebro que les hicieron en aquellas casas infantiles también ayudó bastante. Así, se alistó en la 56.ª División de Infantería al mando del teniente general Vladimir Petrovich Svidirov. Tengo esos nombres grabados a fuego en la memoria de las veces que me los repitió mi padre —dijo separando la mirada por primera vez de los ojos de su oyente—. Pasó dos años terribles sufriendo temperaturas de hasta 50 bajo cero, comiendo pan hecho con harina de serrín e hirviendo las suelas de las botas de los caídos mientras los comisarios políticos del partido les decían dónde, cuándo y cómo tenían que morir. ¡Cuántas veces me recordó mi padre, con dos buenas bofetadas, el hambre que pasó en aquellos años si se me ocurría dejar algo comestible en el plato! Incluso se dieron casos de canibalismo entre la población; muchas mujeres y niños desaparecían por la noche y aparecían en el mercado convertidos en trozos de grasa y carne. El ejército castigaba esta práctica con el fusilamiento sumario, aunque sabían que mucha de esa carne iba a parar a los estómagos de los heroicos defensores de la patria. Mi padre me aseguró que él nunca llegó a comer carne humana, y yo le creí. En cierta ocasión, me relató que detuvieron a dos hermanos que, tras un interrogatorio aderezado con todo tipo de suplicios físicos, confesaron haber aniquilado a cuatro familias enteras que vivían aisladas en un bloque de edificios. Justificaron sus actos con los ciento cincuenta kilos de carne que consiguieron para alimentar al Ejército Rojo. Mi padre y otros dos camaradas les dejaron a merced de los escasos vecinos que quedaban con vida en aquel barrio. ¿Sabes adónde quiero llegar con todo esto?
—No, pero apuesto a que lo voy a averiguar de inmediato.
—Estás empezando a caerme bien, inspector —aseguró Carapocha antes de dar un trago a su cerveza con la misma ansiedad que en las ocasiones anteriores—. Lo que quiero decir es que el ser humano es capaz de todo, solamente deben darse las circunstancias apropiadas.
—¿Justificas esos actos de canibalismo?
—No, para nada. Yo no soy nadie para juzgar ni para absolver, pero es un hecho, y me sirve para quitarme esos prejuicios de la cabeza que no hacen más que limitar las capacidades del ser humano. Por eso, las claves para anticiparnos a un asesino como al que nos enfrentamos estarán en tratar de entender los motivos por los que mata; luego, vendrá el cómo, el cuándo, el dónde, a quién y a cuántos mata. Me gustaría que tuvieras esto muy presente.
—Pues permíteme que yo también te diga algo. El cuántos mata me preocupa incluso bastante más que el porqué. Ya ha liquidado a dos personas, y debemos centrarnos en que no haya una tercera.
—Te equivocas, amigo —refutó Carapocha sin mover apenas sus finos labios de color rosa pálido—. Volverá a matar antes o después. Asume esto y habrás dado un paso muy importante.
—¿Quieres decir que tenemos que esperar de brazos cruzados a que vuelva a asesinar?
—No. Tenemos que dar por hecho que lo hará y que, probablemente, se irá haciendo cada vez más descuidado. Entretanto, trataremos de averiguar por qué tiene la necesidad de matar. Pero ese no es el asunto de hoy; ahora estamos conociéndonos, ¿recuerdas?
Sancho bebió.
—Mi padre logró huir del cerco de Leningrado en enero del cuarenta y tres junto con varios de sus camaradas, pero volvió en agosto para combatir en Krasni Bor, en el sector ocupado por la División Azul que, en esos momentos, comandaba el general Muñoz Grandes. Es curioso, la primera vez que escuché hablar de Valladolid fue a mi padre; más o menos, cuando yo tenía diez o doce años. Me contó que, tras un fallido contraataque enemigo en su desesperado esfuerzo por resistir en inferioridad de condiciones al Ejército Rojo, hicieron prisioneros a algunos españoles. Sabedores de su origen, los mandos ordenaron a mi padre que interrogara al oficial de rango superior, un teniente de brigada llamado Francisco Javier San Martín, natural de Valladolid. Así lo hizo, y llegó a entablar amistad con él intercambiando información trivial sobre sus respectivas vidas, porque no consiguió sacarle más que eso. Dos semanas después, aquel teniente fue fusilado por defender una patria y una bandera que no eran las suyas, pero mi padre cumplió su promesa de enviar unas cartas a su familia al término de la contienda. Vaya, se me ha vuelto a terminar la pinta.
—Y a mí este botellín tan ridículo.
—Sugiero que vayas pidiendo otra ronda mientras yo voy al baño para hacer espacio. Mientras, puedes ir pensando dónde vas a llevarme a cenar.
—Haragán y gorrón parecen dos cosas, una son —sentenció Sancho.
—¡Me gusta! No lo había oído antes, pero ¿tú sabes el origen etimológico de la palabra «gorrón»?
Sancho sostuvo su mirada con interés.
—Cuando baje del baño, te lo explico.
Al cabo de unos minutos, Carapocha bajaba por las escaleras de vuelta del baño. Sonreía mostrando su colmillo y, cuando se sentó en la mesa, agarró la pinta y la levantó para brindar.
—
Nasdarovie!
[32]
—¡Salud!
El sonido de los vidrios rompió la tranquilidad del bar. Ambos bebieron. Ganó el ruso.
—Un buen investigador debe ser un gran observador —afirmó el psicólogo—. ¿Tú lo eres, Ramiro?
Sancho levantó sus pobladas cejas como respuesta.
—Te propongo algo: elige una mesa y yo hago el resto.
En el local solo había dos mesas ocupadas, una por un hombre de mediana edad con un portátil y otra junto a las escaleras por dos mujeres. El inspector señaló con el mentón la de las féminas, que quedaba a la espalda del psicólogo.
—Sabía que te decidirías por esa. ¿De qué dirías que están hablando?
—No tengo forma de saberlo.
—Eso no es cierto, y te lo voy a demostrar.
Carapocha se tomó unos segundos y cerró los ojos antes de hablar.
—Por la diferencia de edad y la coincidencia en algunos rasgos faciales claves, como la distancia entre los ojos, la profundidad de las cuencas oculares, el arco supraciliar, el nacimiento del pelo y el remate cónico de la barbilla, aseguraría que son madre e hija. Queda patente que ambas siguen la misma dieta, con más calorías que la despensa de un charcutero; sin duda, herencia de la cocina a base de guisos de la abuela materna. La madre ha adoptado en la mesa una postura dominante, con ambos pies en el suelo, los codos encima del tablero e invadiendo el espacio neutral que las separa. La hija, en cambio, se mantiene a la defensiva con las piernas y brazos cruzados, reclinada sobre el respaldo y prácticamente sin intervenir en la conversación. —Carapocha abrió los ojos para encontrarse con los azules y asombrados de Sancho—. Hipótesis: me debato por dos, pero la marca que lleva la hija en el dedo anular es del anillo de boda sin duda alguna. Parece reciente, así que deduzco que solía lucirlo con orgullo no hace mucho tiempo.
Sancho forzó la vista para corroborar que lo que decía el psicólogo era cierto.
—Así pues, me voy a decidir por la siguiente teoría: la hija se ha separado de su marido recientemente y la madre, que nunca tragó al yerno, le está haciendo tragar el clásico «si ya te lo dije yo».
—Impresionante, aunque nunca podremos comprobar esa hipótesis.
—Eso ya lo veremos; su conversación tiene visos de ir creciendo en intensidad y volumen. Bueno, Ramiro, después de este paréntesis, voy a tratar de resumir la historia que te estaba contando para llegar hasta mi nacimiento antes de que estés completamente borracho y de que tu cerebro deje de asimilar mis palabras.
—¿Y qué pasa con lo del significado de la palabra «gorrón»?
—Otro día. En el verano del cuarenta y cuatro, mi padre fue alcanzado por la metralla de un proyectil lanzado por una pieza de la propia artillería soviética en Finlandia. Parece que un error llevó a bombardear las posiciones equivocadas causando decenas de muertos y cientos de heridos. Estos hechos eran más frecuentes de lo que se podría pensar, pero nunca trascendían, como es lógico. El caso es que mi padre se enteró de la caída de Berlín en un hospital de Minsk mientras trataban de recuperarle un ojo que finalmente perdió. A su regreso a la madre patria, pudo comprobar que «papá Stalin» no admitía a sus hijos lisiados en el nuevo Ejército Soviético, así que empleó los cuatro rublos que le dieron por invalidez en comprar una pequeña granja a las afueras de Leningrado. A los pocos meses, conoció a una bonita mujer, mi madre, Ekaterina Kuznetsova Pavlevna, con la que se casó después. Ese mismo año, tuvieron una niña, Irina, que murió a los pocos meses de difteria. En las zonas rurales apenas había medios para tratar las muchas enfermedades provocadas por la escasa y mala alimentación. Así, mi padre decidió que tenían que trasladarse a Moscú en respuesta a la necesidad de personal cualificado para trabajar en las fábricas de metalurgia. No le fue nada mal, y en 1949 llegó otra niña a la que llamaron Yelena. Él seguía empeñado en tener un varón, y lo consiguió en 1953, cuando nací yo. Me pusieron el nombre de su padre, mi abuelo.
Sancho desvió la mirada a la pantalla de su móvil, que hasta ese momento descansaba tranquilamente al lado de un cenicero negro. Dudó en aceptar la llamada de Martina Corvo.
—¿Qué pasa, inspector? ¿No se atreve a coger el teléfono a una mujer?
Carapocha había girado la cabeza para leer el nombre en el identificador de llamada. Sancho se decidió.
—Sancho.
—Hola, Sancho.
—Hola, Martina.
—Esperaba que me llamaras para tratar el segundo poema. ¿Ya no necesitas mi ayuda?
Mientras, Armando Lopategui pasaba las hojas del informe como queriendo encontrar algo antes de que se agotara el tiempo.
—No. Es decir, sí. Vamos, que no he tenido tiempo.
—Ya, tiempo —repitió Martina—. ¿Qué te parece si nos vemos luego? Podría resultarte de interés para la investigación.
—Sería estupendo, pero estoy con un… —Sancho dudó en la definición.
—Psicólogo criminalista —añadió Carapocha, que parecía haber encontrado lo que buscaba.
—Con un psicólogo criminalista que nos va a ayudar en la investigación —dijo terminando la frase.
—Ya, bueno. Otro día, entonces. Espero tu llamada.
—Sí, te llamo esta semana sin falta.
Carapocha le arrebató el teléfono de la mano ante la mirada estupefacta del inspector.
—Doctora Corvo, soy Armando Lopategui, el psicólogo criminalista. Luego te volvemos a llamar para tratar ese segundo poema. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo —repitió la doctora algo confusa.
—Hasta ahora.
—¡Hay que joderse! —se lamentó escondiendo la cabeza bajo sus manos con los dedos entrelazados.
—Dime, Ramiro, ¿está buena? —preguntó con los ojos fuera de sus órbitas y mostrando las dos filas de dientes color marfil.
—Sí, lo está.
—Mucho mejor, entonces. ¡Me va a gustar este equipo de trabajo! —voceó aplaudiendo como una foca con las palmas unidas por las muñecas sin separarlas del pecho.
Sancho seguía tratando de averiguar a quién le recordaba.
—Son las 19:35 —anunció Carapocha—. Hasta que quedemos para cenar, me da tiempo a terminar con mi historia.
El inspector bebió para seguir escuchando; Armando Lopategui, para seguir relatando.
—Mi infancia fue normal a pesar de que mi aspecto físico no lo era. En aquellos tiempos, se pensaba que todos los niños albinos éramos hijos de oficiales alemanes y de zorras colaboracionistas, así que mi padre me preparó desde muy temprana edad para que pudiera defenderme por mí mismo. Cuando llegaba de la fábrica, me enseñaba a pelear, a cocinar, a leer y a escribir en castellano. Sus clases siempre empezaban con la frase «Uno no sabe quién es si no sabe de dónde proviene». A diferencia de lo que ocurría con la mayoría de los chicos de mi edad, mi padre no me hacía trabajar, pero me exigía mucho con los estudios. Si no estaba entre los primeros de la clase, me lo hacía pagar caro, créeme. Vivimos con muchas limitaciones, pero tengo recuerdos felices en general. Hasta que ocurrió el hecho que marcó mi vida; nuestras vidas —corrigió.
Carapocha endureció el semblante e hizo un pequeño receso para humedecerse la garganta antes de continuar:
—Yo tenía quince años, mi hermana Yelena acababa de cumplir los diecinueve y tenía un novio, Anatoliy, al que veía a escondidas de mi padre. Mi madre y yo lo sabíamos, pero nunca le dijimos nada. A mi padre no le gustó el día que se lo presentó formalmente; alegó que tenía algo muy raro en la mirada, y pidió a Yelena, con su particular estilo, que no volviera a verle. Mi hermana, lógicamente, no le hizo caso. Una noche, pasadas solo unas semanas de la advertencia de mi padre, mi hermana no regresó. Tardaron más de un mes en localizar su cadáver en el jardín del novio junto a los de otras tres chicas.
—Joder —masculló.
—El tal Anatoliy, cuyo verdadero nombre era Kostantin Bogdanovich Goludev, fue condenado a la pena capital y ejecutado. Mi padre nunca volvió a ser el mismo; apenas hablaba y se fue extinguiendo poco a poco, aunque duró el tiempo suficiente como para ver morir de cáncer a mi madre, tan solo dos años después de aquello. Yo era muy buen estudiante, y tratar de entender el porqué del comportamiento humano fue lo que me empujó a matricularme en 1971 en la Facultad de Psicología de la Universidad Estatal de Moscú M. V. Lomonósov que, en aquellos tiempos, estaba dirigida por el decano Alekséi Leóntiev, una eminencia. Desde el primer día, me entregué con ahínco a mis estudios e investigaciones, y llegué a ser el primero de mi clase. Así, llamé la atención del KGB que, inmerso en un proceso de cambio, había puesto toda su atención en reclutar carne fresca en las universidades. Sobre todo, se interesaron por los jóvenes brillantes sin mucho que perder, como era mi caso. Transcurridos tres años de duro entrenamiento militar, estudios y adoctrinamiento, ya me había ganado una nueva familia con nuevos padres y hermanos a los cuales ya no podría renunciar.