—Entiendo.
—Ya hemos definido el protocolo, pero nos falta el constructor, y ahí es donde entras tú.
—Puedes contar conmigo.
—No va a ser fácil.
—Nunca es fácil. Hansel. ¿Erdzwerge está bien?
—Sí, pero necesita dinero para cubrir la hipoteca de su madre y también quiere que escarmentemos a esos malditos burócratas.
—Lo haremos, cuenta conmigo.
—Gracias, hermano.
—Por cierto, Hansel, algún día tendrás que explicarme por qué su
nick
no es Gretel.
Hansel tardó en escribir.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Casi desde el principio. También sé que Skuld es el mayor de todos nosotros y ni es alemán ni vive en Alemania. No tienes por qué preocuparte; saberlo no cambiará nada.
—En cierta forma, sí.
—¿Confías en mí?
La «jota» y la «a» tardaron en aparecer en la pantalla.
—En ese caso, no tienes que preocuparte por nada más. Pásame toda la información que tengas para ponerme a trabajar cuanto antes.
—De acuerdo.
—Convoca al resto a las 24:00 para empezar a planificarlo. Yo trataré de tener una idea para entonces sobre cómo hacerlo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Necesitas algo más?
—En realidad sí. Erdzwerge es experta en farmacología, ¿verdad?
Tras unos instantes Hansel se lo confirmó. Orestes sonrió.
Cuando cerró Höhle, dedicó los siguientes minutos a hacer balance de la situación. Las piezas del ajedrez estaban en las casillas correctas y la partida estaba bajo control. Solo debía esperar al movimiento de su rival antes de hacer el suyo. Calculó que la carta a los medios de comunicación con las poesías ya habría llegado el día anterior o lo haría ese mismo día, y quería disfrutar de esos momentos de gloria que se había ganado con tanto esfuerzo. En aquel momento, la sensación de dominio absoluto le estremeció recorriendo su cuerpo como un impulso eléctrico. Tenía que controlar la euforia, debía prepararse anímicamente para el último acto antes del descanso. Con esa emoción y el kit de postizos, se encerró en el baño.
Iglesia de Santa María de la Antigua
Carapocha había llegado a las 12:10 y se había sentado en un banco de la zona ajardinada que adornaba una de las parroquias más emblemáticas de la ciudad. Sin embargo, el motivo de su anticipación no era, precisamente, querer deleitarse contemplando la magnífica torre románica ni abstraerse con el estilo neogótico de la galería porticada. Su intención era examinar a todos y cada uno de los asistentes. Tenía la esperanza de que el sospechoso asistiera al funeral de su última víctima, que, según decían, se preveía muy concurrido. Había visto a Peteira en un coche camuflado, bien apostado para grabar a los asistentes, pero el psicólogo prefería el cara a cara en el caso de que se cumpliera su corazonada. Ya le funcionó para identificar a Antón Khryapa en 1982 en Moscú y a Lazlo Lantas en 2001 en Budapest. Las caras de los que se iban agrupando en la entrada eran objeto de minucioso análisis por parte del psicólogo. Buscaba a un varón de unos treinta años, de ojos oscuros, nariz ancha y rostro cuadrado. Por el momento, solo uno encajaba en esa descripción, pero iba del brazo de una señora de avanzada edad que, con toda probabilidad, sería su madre. Le descartó al instante.
Normalmente, el psicólogo reaccionaba de forma gélida ante la muerte. Estaba tan acostumbrado a convivir con ella que era incapaz de recordar la última vez que se había visto afectado por la dama de la guadaña, con quien compartió tantas jornadas en los Balcanes. Tampoco era la primera ocasión, ni mucho menos, en la que alguien perteneciente a su entorno afectivo era asesinado. Por la pasarela del doloroso recuerdo desfilaron su hermana Yelena, su compañero de quinta en El Centro Misha Nikolevich Kozlov, su fiel amigo Andrey Alexandrovich Zirianov y la pérdida más dolorosa de todas, la de su enlace en la Stasi, amante y madre de su única hija, la dulce e impulsiva Erika Eisenberg. El rostro del general Ratko Mladic volvió a adueñarse de su memoria y tuvo que apretar los dientes para volver al presente. Mientras observaba detenidamente, trataba de cargarse de razones para evitar que la muerte de Martina perjudicara su capacidad de análisis. En realidad, solo habían coincidido aquella noche y en otra ocasión en la que, aprovechando la coyuntura proporcionada por el manos libres del coche de Sancho, se coló en su conversación. No era sino otra víctima que había sido incluida dentro del programa de una mente retorcida, pero lo cierto es que tardó más de lo normal en reaccionar cuando se enteró de los hechos. Se preguntó cómo estaría Sancho y si su última conversación habría surtido el efecto que buscaba. Salvar vidas era su único objetivo. Con una última mirada a una gárgola, Carapocha se levantó para buscar en el interior un lugar propicio donde montar su centro de vigilancia durante la ceremonia. Cogió aire como si no fuera a respirar dentro del templo. Hacía muchos años que no pisaba un edificio religioso, y para cargarse de la energía necesaria entró repitiendo tantas veces «aprender para salvar vidas» que bien podría haberse ganado el derecho a ser guionista de
Dora, la exploradora
.
Pisó suelo sagrado. Culpó a la baja temperatura del interior por el escalofrío que recorrió su columna con billete de ida y vuelta. Había poca luz, y un rumor de susurros rebotaba en los muros de piedra del templo. El aroma de la cera derretida intensificado por la fría humedad ambiental se imponía en la atmósfera del lugar. Se detuvo para hacerse una composición de lugar. Entraba luz natural por las ventanas ojivales del ábside central y a través de los dos grandes rosetones que remataban el crucero. También contaba con la luz artificial que nacía de las columnas que separan la nave central de las laterales. Tenía que buscar una zona escasamente iluminada y con el ángulo correcto para tener acceso visual a los rostros afligidos de los que ya empezaban a ocupar los primeros bancos de la iglesia. Se desplazó hacia la nave lateral situada frente a la puerta de entrada y se apoyó contra una pared desnuda. Las velas que tenía a su izquierda le distrajeron durante unos instantes. Una vela, un alma.
Ora pro nobis
.
Sancho no había dormido. A decir verdad, no había conseguido conciliar el sueño en estado sobrio más de dos horas seguidas desde la noche que pasó en casa de Martina. Dormía cuando el cuerpo claudicaba al desgaste neuronal o al alcohol, pero no descansaba. Había estado tratando de escapar del sentimiento de culpabilidad que le perseguía mañana, tarde y noche con la imagen de Martina atada en la cama y tapada con la almohada. El alcohol era su combustible. Cuando repostaba lo suficiente, conseguía sacarle bastante distancia, pero la carrera empezaba de nuevo al despertar. No tuvo el coraje de asistir a la autopsia, pero el propio Villamil le había llamado para intentar venderle la certeza científica de que no había sufrido; Sancho vació sus bolsillos y la compró. El lunes había sacado fuerzas para ir a comisaría, pero Peteira y Matesanz le rogaron que se fuera a casa; no tuvo valor para discrepar. El bueno de Peteira le dio un abrazo y juró por sus gemelos que iría con él a la cárcel de Villanubla para mearle en la cara a ese jodido mamón. Con un beso en la Cruz de Santiago del escudo del Celta de Vigo de su llavero, lo certificó. También supo que Áxel Botello había ido varias veces a buscarle a su casa para diluir las penas en cervezas, pero no había superado nunca la primera fase y no había podido pasar del portal. Por su parte, el subinspector Matesanz le acompañó hasta el coche y le puso al día de los avances. Ni rastro de Gabriel García Mateo tras la adopción; ninguna coincidencia del retrato robot con la base de datos de fichados y ni una sola huella en el escenario del último crimen. Nada. Sin embargo, no todo eran malas noticias. Habían encontrado a un vecino que aseguraba haber chocado con el sospechoso durante la persecución y que después le había visto retirar el coche que tenía aparcado frente a su portal. No pudo distinguir la matrícula desde el balcón del primero, pero el profesor jubilado lo describió con detalle: «Un todoterreno negro con los cristales tintados y un gran “TOYOTA” escrito en la rueda de repuesto». Luego fue el agente Botello quien encontró el nombre de Leopoldo Blume Dédalos cruzando el listado de propietarios con el de Correos. Con un «aquí me tienes para lo que necesites», Matesanz le estrechó la mano y forzó una sonrisa que no obtuvo respuesta en la cara del inspector.
Abrigado con gabardina y arropado por el agotamiento, Sancho llegó a la puerta de La Antigua maldiciendo por no haber encontrado sus malditas gafas de sol en la guantera. Eran las 12:40, y se sentó en el último banco de la derecha. A su lado, tomó asiento, tan solo unos segundos más tarde, su culpabilidad. Recordaba muy bien esos muros. Prácticamente, no había cambiado nada con respecto a esos días en los que, junto a su madre, iba para ver la salida y la llegada de la Cofradía de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, de la que su padre formaba parte; siempre era el último capuchón de la fila de la derecha. Solo salía los Jueves y Viernes Santos, pero no hubo año que dejara de hacerlo. Con ocho años, su madre le compró el hábito rojo y negro de terciopelo, aunque solo se lo puso una vez para la foto. El joven Ramiro no entendía el sentido que tenía recorrer a pie las calles de la ciudad acompañando a una talla religiosa por la que no sentía devoción alguna. El disgusto de su padre duró semanas. Entonces, recordó que seguía sin llamarle.
Las palabras del oficiante del funeral asegurando que todos teníamos que ir al encuentro del Señor y que la fe cristiana era el único remedio contra la desesperación ante la pérdida de un ser querido le hicieron cortar la comunicación definitivamente con el exterior. Inclinó la cabeza, cerró los ojos y se pasó la mano por la barba para hablar desde el estómago:
«Si supiera por dónde empezar… Si pudiera levantar la cabeza para mirarte… No sé qué hago aquí. Sé que no quiero estar. Maldita sea, Martina, maldita sea mi puta vida. Nunca te dije que fuera un tipo valiente. No lo soy. No sé cómo decirte que lo siento, que ojalá nunca te hubiera conocido. No, eso no. Ojalá no me hubiera cruzado en tu camino, ahora estarías viva. Necesito que me creas. Martina, quiero volver atrás, quiero despertar. No estoy preparado para tragar toda esta mierda. ¿Sabes que perdí la oportunidad de cogerle? Corrí tras él con todas mis fuerzas, pero se me escapó. Sí. No tengo ni puta idea de cómo enfrentarme a esto. Si pudiera volver atrás… Quiero tener la oportunidad de despertarme. Joder, Martina, ¿tenías que abrirle la puerta así, sin más? Perdona, perdona, no es culpa tuya. Puta mierda. Estoy perdido, dame un momento. Ojalá hubiera ido a por mí, ojalá pudiera cambiarme por ti. Nos chocamos, ¿sabes?, pero no podía imaginarme que acabara de… ¡Era él! Le tuve al alcance de la mano y se me escurrió. Algún día cometerá un error y ahí estaré yo. Te lo aseguro, Martina, no va a salirse con la suya. Tienes que confiar en mí. ¿Confías en mí? No sé cómo seguir, pero voy a poder con esto. Estoy acojonado. No sé cómo castigarme. Tengo que reaccionar. Tengo que borrar tu recuerdo, pero no tengo fuerza. ¿Sabes qué? He estado pensando en el último beso, fue en la cocina. Conservo tu sabor guardado y me llevo tu olor. He decidido quedármelo; tendrás que perdonarme por esto también, pero lo necesito. También tengo tu voz. Me odio por no haber cogido el teléfono cuando me llamaste, ahora estarías viva. ¿Qué descubriste? Se llevó toda la documentación. Se lo llevó todo y no dejó nada. No tengo intuición, no sé por qué me hice policía. Si pudieras perdonarme… Si pudieras creerme… ¿Y ahora cómo continúa esto? Estoy solo. Joder, Martina. ¿Tenías que abrirle la puerta? No se abre la puerta a desconocidos. ¡Me cago en todo, Martina! Lo siento tanto… Si pudiera mirarte a la cara… No sé cómo decirte que te voy a echar de menos. Que necesito que creas en mí. Que me gustaría acompañarte. Que no soy un tipo valiente, pero que voy a poder con esto. Te lo aseguro, necesito que me creas. Confía en mí».
El sollozo ahogado de Sancho no pasó desapercibido para el subdelegado Pemán que, con un codazo, advirtió de la escena a Travieso.
—¿Qué más te hace falta para darte cuenta? —le susurró con airado desprecio.
—Dame tiempo, buscaré el momento.
—No tenemos tiempo. Es por el bien de todos.
—Ya. Se lo comunicaré esta misma semana.
—Así me gusta. Bragado ya debe de estar fuera. Salgamos a hablar con él.
Mientras, Carapocha no se había movido de su sitio. Tenía la mirada clavada en un hombre de pelo liso color castaño claro, cejas anchas y ojos inexpresivos situado al final del quinto banco de la hilera de la izquierda. Le llamó la atención que rehuyera estrechar la mano a los que se la tendieron cuando el sacerdote dijo: «Daos fraternalmente la paz». Solo pudo verle durante unos instantes entre el constante movimiento de cabezas, pero su corazón dio un vuelco que le hizo tomar la decisión. Quedaba poco tiempo. Se encaminó hacia él todo lo rápidamente que le permitió su cadera pegado al muro y sin quitarle la vista de encima. En aquel momento, muchos de los presentes se levantaron para recibir la comunión y una leve presión en el brazo le hizo girarse. Detrás de una sonrisa de circunstancias estaban el bigote del forense Manuel Villamil y la juez Miralles.
—Armando —dijo él con voz trémula sin soltarle el brazo—, ¿has podido hablar con Sancho? Estamos algo preocupados por él.
—Disculpadme, ando un tanto atropellado —respondió azorado—. Sí, he hablado con él y saldrá de esta. Ese pelirrojo es un tipo duro. Precisamente iba a buscarle ahora, no quiero que se me escape —mintió con la mirada puesta en la multitud.
—De acuerdo, ya nos veremos —se despidió ella.
Carapocha buscó a aquel hombre, pero no le encontró en su sitio y se detuvo en seco. Trató de reconocerle entre las personas que formaban la fila aguardando su turno para comulgar, pero no estaba allí. Se giró bruscamente hacia la salida y le localizó justo en el momento en el que desaparecía por la puerta.
—
Chort vazmí
[59]
—escupió.
Casi podría decirse que corría en dirección a la puerta, pero el tiempo que invirtió en salir al exterior apartando a los asistentes que no habían encontrado sitio en los bancos fue suficiente para que el prófugo estuviera pasando, fuera de peligro, por delante del colegio de la Compañía de María, en la calle Juan Mambrilla. El ruso se quedó unos minutos fuera del templo dando vueltas en círculo a su frustración sin tener muy claro cuál era el siguiente paso que debía dar.