Augusto volvió a sentarse en la cama, inspiró y comenzó a recitar con voz ceremonial:
Tres hermanas marcarán tu camino.
Dueñas del aliento de los mortales,
hilanderas voraces del destino.
Cloto, tenaz tejedora de males.
De mueca hueca con su rueca greca.
Fatales serán sus hebras neutrales.
Láquesis, medidora aciaga y clueca.
Longevidad, la dicha o la desdicha.
En sus manos, la vida plena o hueca.
Átropos, implacable y cruel bicha.
De oro forja sus tijeras de muerte.
Finaliza el juego si mueve ficha.
Sobre un lecho he definido tu suerte
e inmune al
fatum
que ya estaba escrito,
inmortal tu dulce recuerdo inerte.
Que estos versos no sacien mi apetito.
Que este poema no encubra el delito.
Cuando terminó, Augusto la miró fijamente a los ojos buscando algún signo indicativo en su musa cautiva. Solo pudo ver miedo.
—Ya sé que no es buen momento para enfrascarnos en un debate poético; dejaré aquí este poema. Es mi legado, es tu inmortalidad. No es nada personal —aseguró despacio—. Te ha tocado ser parte del juego. ¡Que empiece el viaje ya!
Martina cerró los ojos cuando sintió la almohada sobre su cara y volvió a la playa.
Las fuertes ráfagas de viento juegan con su pelo y apenas le dejan escuchar las palabras en alemán que se oyen al otro lado. La duna ya se ve más cerca pero hace calor. Quiere ir mar adentro. Se suelta de la mano de papá. Le besa y él le devuelve una caricia. Sonríe. El agua ya refresca su cuerpo. Se sumerge completamente.
El mar se derrama.
Sus pies tocan el fondo.
Solo hay arena.
Residencia de Martina Corvo
Zona centro (Valladolid)
20 de noviembre de 2010, a las 13:58
S
ancho acababa de reservar mesa en El Vino Tinto justo antes de escuchar el mensaje que le había dejado Martina a primera hora de la mañana. Acelerado por sus últimas palabras —«Estoy segura de haberle encontrado. Llámame ya»— y por el malestar que le generó no haber conseguido contactar con ella, no se percató del operario que salía a la misma velocidad con la que él entraba en la parcela del edificio. Al chocarse hombro con hombro, el inspector se disculpó. Una señora cargada con la compra buscaba azarosamente las llaves del portal. Esperó tragando impaciencia hasta que, por fin, su instinto le hizo no esperar al ascensor y subir las escaleras a la carrera: de tres en tres peldaños. Cuando encaró el largo pasillo con forma de tubo del tercer piso, el corazón le palpitaba con mucha más fuerza de lo que correspondía al esfuerzo físico que acababa de realizar. Al comprobar que la puerta estaba entreabierta, buscó instintivamente su treinta y ocho reglamentario. Fue en vano, pues recordó haberlo guardado, ajeno al peligro, en la guantera de su A4.
—¡Martina! —gritó al empujar la puerta.
Nadie le respondió.
La primera inspección ocular del salón y un olor que le transportó al escenario del segundo crimen avivaron su malestar. Las persianas estaban bajadas por completo, y solo entraba la luz artificial del pasillo de fuera. Accionó el interruptor del salón. La puerta del baño estaba abierta, pero allí no había nadie. Dio tres pasos antes de golpear la del dormitorio.
—¡¡Martina!!
Abrió despacio, como si albergara la esperanza de que estuviera dormida. La escasa iluminación que entraba en la estancia no le impidió percatarse de los abundantes signos que le empujaron a abalanzarse sobre la cama escupiendo con saña un único monosílabo:
—¡¡¡No, no, no, no!!!
Una tempestad de impotencia le sacudió por dentro cuando retiró la almohada que le tapaba la cabeza. El rostro de Martina mostraba una rara expresión de serenidad. Aturdido y tembloroso, trató inútilmente de encontrarle el pulso en la carótida. Sancho apoyó todo su peso en la rodilla que tenía sobre la cama. Buscó sin esperanza y con el mismo resultado el pulso en la muñeca izquierda. Se encogió en sí mismo y se mordió con rabia el dorso de la mano emitiendo un sonido que bebía de la furia y de la frustración. Cuando sobrepasó su límite de tolerancia al dolor, se incorporó. Tenía la respiración entrecortada y una incontenible necesidad de llorar. Encendió la luz de un puñetazo antes de advertir que estaba contaminando el escenario de un crimen. Buscó su móvil para llamar a la sala de operaciones del 091 concentrando todas sus fuerzas en conseguir que sus cuerdas vocales articularan palabras.
—Aquí el inspector Ramiro Sancho. Tengo un posible código cien. Envíen de inmediato una unidad médica a la calle Santo Domingo de Guzmán, 19.
—¿Estado de la víctima? ¿Puede certificar que es ya cadáver?
—Supuestamente cadáver —contestó con aparente frialdad—, pero que venga la maldita ambulancia de todos modos. ¡Cagando leches! Hay que comunicarse con seguridad ciudadana y que envíen dos zetas. Que se queden en la puerta y no se muevan hasta que salga yo a hablar con ellos.
Su voz quedó silenciada por una imagen en su retina, la del operario cabizbajo que chocó contra él en el portal del edificio. Congeló aquel instante para su análisis. Gorra deportiva azul marino, gafas de sol, nariz y mandíbula ancha, plumas rojo, pantalones azules de faena y mochila de deporte al hombro. Tiró el abrigo y desapareció por la puerta.
Augusto no estaba nada tranquilo. Caminaba al ritmo que le marcaban los compases de
Al respirar
, de Vetusta Morla, por la calle San Quirce en busca de su coche, que había conseguido aparcar frente al número trece de la calle Angustias. Calculó mentalmente menos de cinco minutos desde donde se encontraba en esos momentos. Había reconocido al inspector Ramiro Sancho cuando se cruzó con él, lo que le produjo una descarga de adrenalina que necesitó compensar escuchando una canción pausada.
Te he dejado en el sillón
las pinturas y una historia en blanco
.
No hay principio ni final
,
solo lo que quieras ir contando
.
Y al respirar intenta ser quien ponga el aire
,
que al inhalar te traiga el mundo de esta parte
.
No dejaba de mirar atrás cada diez pasos, y sus nudillos ya no emitían sonido alguno. No quería llamar la atención corriendo, aunque supuso que el tiempo de ventaja del que disponía sería suficiente para llegar al coche y esfumarse. Lamentó no haber cerrado la puerta al marcharse, pero en ningún momento imaginó que el inspector fuera a visitar de nuevo a la doctora. Llevaba muchas horas sin dormir y la euforia de la cocaína estaba desapareciendo. Se arrepintió de haber aparcado tan lejos y volvió a darse la vuelta sin dejar de andar. No vio a nadie, pero su instinto de supervivencia le obligó a aumentar la cadencia del paso.
Sancho invirtió un minuto en llegar hasta su coche para coger el equipo de transmisión y el revólver.
—¡Dejadme libre el canal siete! —exigió—. Aquí el inspector Sancho en persecución a pie de un sospechoso de homicidio. Treinta años, plumas rojo, pantalones azules, gafas de sol y gorra de deporte. Lleva una mochila. ¡Tenemos que atraparle! Zona centro. Calle San Quirce.
La respiración entrecortada del inspector dificultaba la comunicación.
—Repita dirección.
—Calle San Quirce con paseo Isabel la Católica.
—¿Hacia dónde se dirige el sospechoso?
—Eso mismo estoy tratando de averiguar. ¡Manténgase a la escucha!
Buscó en todas direcciones para, finalmente, apostar por bajar la calle hacia las Angustias. Tratando de no resbalar con el adoquinado, calculó los minutos que el sospechoso le sacaba de ventaja: uno que tardó en llegar al apartamento de Martina, otros dos que estuvo dentro, quizá dos más que tardó en bajar y llegar al coche. Total, cinco minutos; máximo, seis. Agudizó la vista cuando distinguió una mancha roja a unos doscientos cincuenta metros. Gorra y pantalones azules. La ira le llenó el depósito para emprender la persecución.
—¡¡Sospechoso localizado en la calle San Quirce en dirección a calle Angustias!! —voceó.
—Entendido —contestó la operadora.
Mientras, Augusto tarareaba el final de la canción a la altura de la iglesia de San Pablo.
La burbuja en que crecí nos vendió comodidad
y un nudo entre las manos
.
Yo escogí la ambigüedad, tú el fantasma y lo real
,
todo en el mismo barco
.
Y al respirar propongo ser quien ponga el aire
que al inhalar me traiga el mundo de esta parte
.
Y respirar tan fuerte que se rompa el aire
,
aunque esta vez si no respiro es por no ahogarme
.
Intenta no respirar
.
La fachada de uno de los monumentos más importantes de la ciudad le forzó a hacer una parada antes de girarse. La imagen de un pelirrojo que avanzaba dando grandes zancadas, braceando con furia y con la mirada rebozada en salitre clavándose en sus ojos le dejó paralizado durante unas milésimas de segundo antes de emprender la huida en sentido contrario y a la mayor velocidad posible. Recorrió los primeros metros torpemente hasta que acertó a quitarse los auriculares y a colocarse la bolsa de deporte a la espalda. Frente a la puerta de los juzgados, comprobó que la distancia se había reducido a menos de cien metros; a todas luces, insuficiente para llegar hasta el coche, sacar la llave que tenía en algún bolsillo, subirse, arrancar, maniobrar y acelerar a fondo. Era el momento de demostrar que sus años de preparación física habían valido para algo; esprintó entre empujones a los viandantes en dirección al Teatro Calderón.
Sancho apenas mostraba signos de fatiga. Vio que el sospechoso chocaba con un hombre, al que hizo perder la verticalidad, y llenó los pulmones de aire para gritar por el equipo:
—¡Sospechoso en dirección a la plaza Mayor! ¿Alguna unidad participa en la persecución?
—Unidades seis y nueve.
—¡Que le corten el paso en la bajada de la Libertad!
Algunos transeúntes se detuvieron para observar la escena. En ese momento, el cerebro del policía dio orden a su aparato locomotor de acelerar el ritmo y no perder contacto visual con el objetivo, que parecía haber ganado algo de distancia. Cuando emprendió la subida hacia Fuente Dorada, pudo ver al plumas rojo esquivando casi acrobáticamente a los coches y llamar la atención de un grupo de personas que no acertó a distinguir desde donde se encontraba.
Augusto se detuvo en seco para dirigirse al más corpulento de los muchos
skinheads
que se agolpaban en la plaza de la Fuente Dorada con la intención de boicotear la manifestación antifascista del 20-N convocada a las 19:00 en ese mismo lugar. Teatralmente, les rogó:
—¡Ayudadme, compañeros! ¡Ese maldito policía —exclamó señalando en dirección al inspector, que se encontraba ya a menos de cien metros— quiere detenerme por pegar una paliza a un puto rojo! ¡Ayudadme! —suplicó reemprendiendo la huida por los soportales de la calle Ferreri.
Cuando Sancho alcanzó el cruce, notó que el esfuerzo de la subida había mermado considerablemente sus reservas de oxígeno. Consiguió sortear los coches, que circulaban a escasa velocidad, apoyándose en ellos, azotado por la rabia que aún rebosaba en el depósito. Reemprendió la carrera sin perder ni un solo instante la referencia de color rojo que se alejaba entre la gente. Con la visión perimetral reducida, no pudo esquivar el objeto negro que se interpuso repentinamente en su camino. El impacto le hizo perder el equilibrio y cayó de costado contra el suelo. Rodó sobre sí mismo para levantarse algo aturdido y retomar la persecución, pero un nuevo empujón por la espalda le hizo darse la vuelta.
—¿Adónde va el madero con tanta prisa?
En la coctelera mental del inspector se introdujeron al instante una serie de ingredientes. Ingrediente primero: varón blanco de unos treinta años, metro noventa y más de cien kilos, cazadora
bomber
negra, tatuaje con letras góticas de un ochenta y ocho en el cuello, pelo rapado al cero y barba al uno. Ingrediente segundo: tiene visibles cicatrices en la cara. Ingrediente tercero: es el que se ha interpuesto en mi carrera haciéndome perder el equilibrio y el mismo que me acaba de empujar por la espalda. Ingrediente cuarto: el sujeto se encuentra a menos de dos metros de mí en clara actitud amenazadora, burlona y confiada. Conclusión primera: se trata de un
skinhead
que trata de demostrar su liderazgo delante de su gente. Conclusión segunda: está habituado a la pelea callejera, por lo que tengo que evitar una confrontación larga. Conclusión tercera: requiere actuación inmediata para no perder contacto con el sospechoso. Conclusión cuarta: necesito recortar distancia con el sujeto sin provocar su reacción. Receta: dejar fuera de combate al sujeto aprovechando la supuesta confianza de su rival y tomando la iniciativa con un único ataque.
Sancho relajó el cuerpo para aplicar la fórmula. Bajó los brazos y dejó caer la mirada hacia el suelo mientras se acercaba mostrando las palmas a su oponente en clara actitud de querer eludir la confrontación. Cuando detectó que el sujeto se disponía a hablar, concentró sus fuerzas en el cuádriceps de su pierna derecha utilizando los brazos para encontrar el equilibrio que requería liberar toda la fuerza en un único golpe con su empeine. Realizó un movimiento mecánico que tenía muy aprendido gracias a sus años de experiencia como zaguero y a las veces que tuvo que sacar el balón oval de su línea de veintidós cuando presionaba el contrario.