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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (35 page)

BOOK: Memento mori
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Se despidió de él con un «recuerda lo que te he dicho», y puso rumbo a su despacho sin saber muy bien si se arrepentiría antes o después de lo que le había contado. Culminó la mañana entre medias verdades y mentiras piadosas tratando de sembrar confianza en el terreno de angustia de María Santos, la madre de la primera víctima. No lo consiguió. Luego dedicó la tarde a tratar de encontrar nuevas vías de investigación con Carapocha. Tampoco lo consiguió.

HACIA UNA FOSA COMÚN

Antigua residencia de los Ledesma
Parque Alameda (Valladolid)
22 de marzo de 1988

E
n el salón de los Ledesma todavía se combatían los últimos coletazos de aquel invierno de finales de los ochenta a base de pino y encina. El humo desaparecía por el tiro de la chimenea dejando como única huella de su existencia las partículas olorosas que tapizaban la estancia con esencia a combustión de madera. Octavio Ledesma no perdía detalle del movimiento de aquellas lenguas de fuego azul y anaranjado que se contorsionaban en una danza tan descoordinada como cautivadora. Para ser un día entre semana, había llegado mucho antes de lo que era habitual en él. El cumpleaños de su hijo Augusto así lo requería y, además, esperaba visita. Con la disponibilidad de tiempo por excusa, alargó la mano para acercar la caja de habanos con higrómetro que reposaba solemnemente sobre la mesa del comedor. Disponía de casi una hora, por lo que buscó entre los inquilinos un calibre mediano pero de buen cepo, una vitola de galera entre la corona y el robusto. Así, empezó el repaso visual de los candidatos. Cohiba robusto, Montecristo N.º 2, H. Upman Magnum 46, Romeo y Julieta Short Churchill, Partagás N.º 2, Bolívar Belicisos Finos, Hoyo de Monterrey Epicure N.º 2; se detuvo en un Vegas Robaina Famosos. Lo asió con distinción haciendo pinza con el índice y el pulgar, e hizo un reconocimiento ocular de la capa: colorado maduro uniforme y con cierto brillo. Acto seguido, lo presionó sutilmente y se lo colocó cerca del pabellón auditivo: ausencia de crujidos; levemente mullido, pero firme. Perfecto. El siguiente paso era el definitivo. Se lo colocó debajo de la nariz para olfatear su aroma: serrín, cuero y paja; olor a establo caballar. Ese era. Le hizo un buen corte con la guillotina de dos hojas justo donde el gorro se une con la capa queriendo asegurarse un buen tiro sin peligro de que se desprendiera la hoja durante la fumada. Para Octavio, el momento del encendido era como desnudar a una mujer; requería pausa y ternura. Prendió el fósforo de madera y colocó la boquilla del cigarro a noventa grados de la llama rotando el cigarro lentamente para que prendiera toda su superficie de forma homogénea. Se lo colocó en el centro de la boca y, con la llama a medio centímetro, aspiró muy despacio hasta atraer el fuego al habano. Como los preliminares del sexo, tan necesarios como satisfactorios. Con las primeras caladas, paladeó la mordacidad del cuerpo y se reclinó en el sofá para dejarse arrastrar por el sabor suave a caldo de carne y a madera vieja.

Transcurrieron algunos minutos hasta que el ruido de los niños en el exterior hizo que se acercara a la ventana para contemplar aquella algarabía. Esa era, precisamente, una de sus cualidades principales: examinar atentamente desde una posición privilegiada para evaluar la situación antes de la toma de decisiones. Había, al menos, quince críos de entre ocho y diez años agotando el remanente de energía que les quedaba a esa hora de la tarde en la que ya empezaba a extinguirse la luz del día. Le costó más de un minuto encontrar a Augusto. A varios metros de distancia del foco de acción más cercano, sentado en el césped y abrazado a sus rodillas, practicaba lo que tantas veces su padre adoptivo le había aconsejado hacer: observar.

Impasible, seguía con los ojos la actividad de los muchos compañeros y pocos amigos que habían venido a celebrar, cargados de regalos, su décimo cumpleaños. Había recuperado casi el cien por cien de la movilidad de los dedos, y ya era capaz de desarrollar cualquier actividad física como el resto de niños de su edad. Nada le imposibilitaría agarrar ese balón y estrellarlo, sin querer, en la cara de Marcos Martín
Martillo
. Nadie le podría impedir empujar con tanta fuerza el columpio en el que se balanceaba Bárbara Clavero
Barbie
, como para que saliera despedida y chocara contra ese árbol. Augusto disfrutaba en soledad evaluando posibilidades y analizando opciones en el mundo que había creado para él.

Octavio dejó caer sus más de cien kilos como un muñeco de trapo en su sofá pensando en todo lo que había tenido que hacer para conseguir que Augusto tomara sus apellidos. Recordaba perfectamente la primera vez que le vio, porque coincidió con el Día de la Madre de un mayo excepcionalmente caluroso. Era la segunda visita que hacían al centro de acogida de menores y, en aquel momento, Ángela estaba empecinada en adoptar a un pequeño. Ella siempre se comportaba de forma obsesiva cuando se le metía algo entre ceja y ceja; muy fuerte en la arrancada, pero con poco recorrido. Octavio, sin embargo, no hacía mucho que había tomado posesión del cargo de delegado del Gobierno, y no pensaba en otra cosa que no fuera hacer despegar su prometedora carrera política. Así pues, no importaba ir a ver niños cuantas veces fuera necesario sabiendo que las dificultades del proceso diluirían las ganas de adoptar de su querida esposa. Lo cierto era que Gabriel le llamó la atención la primera vez que puso los ojos en aquel niño despeinado de ojos negros y sagaces. Estaba apartado del resto, entretenido con un libro y cerca de un altavoz por el que se podía escuchar
El invierno
de
Las cuatro estaciones
, de Vivaldi. Cuando Octavio preguntó por él, le dieron los detalles de su historial. Había llegado allí hacía dos semanas después de pasar por algunos centros en los que no había logrado adaptarse. Se acercaron para hablar con él, pero únicamente pudieron arrancarle por respuesta una mirada en la que se mezclaban desdén y necesidad de socorro a partes iguales. Al día siguiente, ya estaban empezando unos trámites para la adopción que, en circunstancias normales, se habrían dilatado entre doce y dieciocho meses. Octavio no estaba acostumbrado a esperar tanto, y puso la maquinaria en marcha.

Cuando le llamó para decirle que necesitaba verle para pedirle un pequeño favor, supo que había llegado el momento de pagar por los servicios prestados. Así funcionaban las cosas, y él no era persona que diera la espalda a sus compromisos. Quedaban todavía veinte minutos para las ocho, hora a la que se había fijado la visita. Con una calada y ensimismado en la combustión de los troncos de encina, se dispuso a esperar.

Finalmente, el timbre sonó a las 20:35; en condiciones normales, habría cancelado la visita. Que llegaran tarde a una cita no estaba en su lista de errores admisibles, pero no pretendía darle la impresión de querer eludir sus compromisos. El delegado del Gobierno hizo un gran esfuerzo por enmascarar su semblante airado mientras Ángela recibía a la visita y le acompañaba al salón.

—Buenas tardes —saludó Octavio haciendo énfasis en la segunda palabra.

—Buenas. Una tarde de locos —dijo la visita tras una primera inspección ocular.

Octavio, que esperaba algún tipo de disculpa, no pudo evitar que su irritación emergiera de las profundidades de su ser para reflejarse en su cara. Le hizo un gesto magnánimo con la mano para que se sentara frente a él antes de preguntarle:

—¿Y bien? ¿A qué debo este inesperado reencuentro?

Su invitado no se sentó. Tenía sus ojos anclados en el botellero.

—Antes solía ofrecerme.

—Ya, es que hoy no dispongo de demasiado tiempo.

—Hoy no, ¿eh?

Octavio Ledesma no era un hombre acostumbrado a que le hablaran de esa forma, y menos en su propia casa, pero masticó bien sus palabras como si fueran chinchetas haciendo de tripas corazón para digerirlas; estoicamente, preguntó:

—¿Lo de siempre?

—Lo de siempre. Sin hielo.

—Claro, sin hielo.

Octavio sirvió un Chivas Regal de veinticinco años a su invitado y le acompañó con un Napoleón.

—¿Qué tal está su hijo? —preguntó para refrescarle el motivo por el que estaba allí.

—Bien.

—¿Está ya recuperado de los daños en las manos?

—Totalmente —exageró Octavio.

—Me alegro mucho. Recuerdo que los médicos no estaban del todo seguros en los primeros diagnósticos.

—Los primeros médicos no eran especialistas ni estaban a la altura, por eso nos dirigimos a otros.

—Ya entiendo —dijo ahogando las últimas sílabas en el vaso ancho de cristal de Bohemia.

El sonido al sorber hizo que Octavio tuviera que tragar saliva para no corresponderle con un gesto grosero. Aquel hombre se levantó con dificultad del sofá para coger una foto con marco de plata en la que Octavio rodeaba con un brazo a su hijo Augusto, que tenía la mirada perdida en el suelo. El padre vestía con porte militar un uniforme de camuflaje, sostenía un rifle de caza en su mano izquierda y tenía el pie encima de lo que, a buen seguro, era la pieza de la jornada.

—Me encanta esta foto. ¿Qué mató?

—Un corzo.

—¿Es buen tirador? —preguntó el hombre señalando a su hijo.

—¡Dios Santo, que acaba de cumplir diez años!

—Cierto, pero seguro que aprenderá del Emperador. Tiempo al tiempo —auguró dejando la foto en su sitio.

—Hoy he dejado varios asuntos sin atender que quisiera tratar antes de la cena. ¿Podemos centrarnos en el motivo de su visita?

—Faltaría más, no quiero robarle su valioso tiempo. Verá, como bien sabe, hace ya dos años que se jubiló el comisario Calvo Lamela y no consigo entenderme con su sustituto, Antonio Mejía. Él tiene sus normas, y yo las mías.

Octavio le aguantó la mirada sin mediar gesto ni palabra alguna.

—Tengo un problema con el caso de malos tratos al que acabamos de dar carpetazo. ¿Sabe a cuál me refiero?

Tras explicarle los motivos que le habían llevado a emplear métodos poco ortodoxos —pero, a la postre, muy eficaces— y que el comisario Mejía se lo había agradecido con una denuncia, Octavio conoció de verdad por primera vez a la persona a la que había recurrido para saltarse todos los trámites en el proceso de adopción. En efecto, gracias a ese hombre, había conseguido en solo dos meses el certificado de idoneidad de la Junta de Castilla y León, y así pudieron tener a Augusto en casa en las Navidades de ese mismo año. No obstante, no estaría tan en deuda con él si solamente se hubiera tratado de eso. En lo que tuvo que hilar muy fino fue en hacer desaparecer toda la documentación sobre el proceso de adopción e historial del niño antes del cambio de nombre. Las sesenta mil pesetas que le pagó para sufragar los gastos de aquella gestión le parecieron una limosna entonces. Sabía que el coste iba a ser notablemente superior, y aquel hombre había decidido que era el momento de poner más ceros.

Se equivocaba pero no tardaría en enterarse de que el motivo de la visita no era precisamente económico. Lo que nunca pudo imaginarse era que, algunos años antes, Bragado ya había sacado trescientas mil pesetas más de los García-Mateo.

—¿Qué necesita? —se atrevió a preguntarle sin rodeos.

—Que ese expediente se quede en papel mojado. Eso es exactamente lo que necesito, y doy por supuesto que no le costará mucho más que levantar el teléfono desde su cargo de delegado del Gobierno.

—Se equivoca. Me cuesta muchísimo más que eso —atajó endureciendo el tono.

En ese momento, Augusto entró por la puerta con un libro en la mano. Había reconocido la voz de la persona que charlaba con papá, y hacía tiempo que no escuchaba una de esas fascinantes historias sobre investigaciones policiales que compartía con su padre.

—Hola, hijo. ¿Ya se han ido tus amigos?

El niño afirmó con la cabeza.

—¡Felicidades, Gabriel! —exclamó el hombre en un insultante tono de falsete, extendiendo su mano cubierta de pelo.

—Me llamo Augusto —objetó el niño.

—Se llama Augusto, no lo olvide.

—No lo olvido, solo que su pasado me ha venido a la cabeza de forma repentina —mintió—. Ese pasado que muy pocos conocemos.

Octavio entendió el mensaje y pidió a Augusto que subiera a su habitación.

—Hoy terminaremos de leer
Moby Dick
. Dame solo unos minutos, hijo.

Cuando desapareció por la puerta, Octavio sabía muy bien lo siguiente que tenía que decir, a pesar de que le costó pronunciar las palabras.

—Haré lo que me pide, pero tenga muy presente que cada vez que levanto el teléfono para solicitar un favor estoy hipotecando un crédito político que todavía no es tan sólido como quisiera.

—Claro. Supongo que también lo tuvo muy presente el Emperador —parafraseó— cuando recurrió a mí para que me jugara el cuello. ¿O es que mi crédito no le importaba tanto por aquel entonces?

Octavio no replicó y se incorporó del sofá dando por terminada la visita.

—Le acompaño a la puerta.

—Muchas gracias por el trago.

—Tendrá noticias mías, inspector Bragado.

—Cuento con ello.

Un sonido procedente de las profundidades de su esófago y amplificado en su cavidad nasal le sirvió de despedida.

El Emperador se quedó inmóvil apretando los puños y con las pupilas inyectadas de aversión.


Timendi causa est nescire
[47]
.

Y en aquel momento, no podría estar más en lo cierto.

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