—¿Me quieres explicar qué sucede?
—Mira.
El dedo acusador del inspector señalaba una colilla de Moods.
—Lo que yo decía. Trastorno obsesivo compulsivo.
—Una mierda.
Sancho siguió oteando el horizonte hasta darse por vencido, momento en el que sacó de la guantera una pequeña bolsa de plástico y metió la colilla en su interior empujándola con una piedra.
—Sé que es suya.
—¿Y todas estas, inspector? —cuestionó Carapocha señalando otras colillas que se extendían en un radio de unos tres metros.
—Esas me dan igual, pero esta es suya. Lo sé, y me la voy a llevar al laboratorio.
—¿Qué pretendes sacar de ella? Sin otras muestras de ADN para cotejar, ¿de qué te sirve?
—Ya aparecerán, no te preocupes. Antes o después, siempre aparecen.
—Eso dice mi amigo Robbie.
Durante la comida en El Lagar de Venancio, una sidrería vasca que resultó muy del agrado de ambos comensales, Carapocha le hizo saber que había decidido desaparecer una temporada y que lamentaba mucho no haber sido de más ayuda en la investigación. Necesitaba iniciar un viaje con el objeto de arreglar un asunto relacionado con su hija. Según le confesó, Erika era bipolar y aunque tenían controlada la enfermedad, últimamente tenía recaídas periódicas que le estaban empezando a preocupar.
Quién sabe si fue debido al exceso de sidra o motivado por un sentimiento verdadero, pero Sancho le quiso demostrar el apoyo recibido con un fuerte abrazo. Luego le pidió que, antes de que se marchase, pasara por comisaría a primera hora de la mañana para echarle una mano en un último asunto importante.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
27 de diciembre de 2010, a las 7:48
S
ancho bajó del coche visualizando la reunión que iba a mantener en unos minutos con su equipo. Había estado apartado de la investigación durante unas semanas, pero se sentía con energías renovadas y así se lo quería demostrar a su gente. Encajó en la cara la bofetada de cuatro grados centígrados bajo cero como una palmada de ánimo y aceleró el paso.
Le resultó extraño el silencio que reinaba en la comisaría mientras subía las escaleras en dirección a su despacho, pero lo achacó a las fechas navideñas. Carapocha le estaba esperando en la puerta del Grupo de Homicidios.
—Puntual como el británico que llevas dentro. Así me gusta —dijo el psicólogo.
—Mi padre decía que los defectos de una persona se intensifican en la memoria de la persona que la espera. Yo, como tengo muchos, no doy opción.
—Un hombre sabio, tu padre.
—Sí, a su manera. Vamos a ver a nuestra experta en retratos robot o, mejor dicho, la única persona de la comisaría que sabe manejar correctamente el programa.
La policía llevaba años utilizando un
software
para elaborar retratos robot a partir de la descripción de una o varias personas de los rasgos principales de un sujeto. El de Gregorio Samsa se había hecho con las aportaciones de los dos agentes que le habían tomado declaración el día después del primer asesinato y la del agente Navarro, de la motorizada.
Cuando se dirigían a las dependencias de la científica, Peteira llamó la atención del inspector.
—Buenos días, inspector.
—Buenos días, y feliz Navidad.
—Papá Noel te ha dejado un bonito regalo de bienvenida. Acaban de encontrar el cadáver de un varón en un descampado a las afueras de La Cistérniga. Según me han dicho, tiene la cara más machacada que el peluche que comparten mis hijos. Voy para allá con Montes y Botello.
—Cuando la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culo. ¡A ver si se acaba el año de una vez! Llamadme en cuanto sepáis algo.
—Estaremos allí en diez minutos.
Cuando llegaron a las dependencias de los de la científica, Patricia Labrador ya tenía abierto el retrato robot del sospechoso.
—Buenos días, Patricia. Este es Armando Lopategui, el psicólogo criminalista que colabora con nosotros en la investigación.
—Encantada —contestó agarrando el ratón—. Coged esas sillas. Tú dirás.
—Vamos a darle un toque de realidad a esta cara. Lo primero que quiero es que le quites el pelo, las gafas y esa perilla que es más falsa que la sonrisa de Stalin. Señor experto en elaboraciones de perfiles psicopáticos —dijo poniendo la mano en el hombro de Carapocha—, ¿cuáles son los rasgos faciales que no pueden modificarse sin una intervención quirúrgica?
—Supongo que tenemos claro que los psicópatas no presentan rasgos físicos distintivos que nos permitan detectar a tales sujetos a simple vista.
—Así es, pero, que yo conozca, eres la persona que más psicópatas ha visto en su vida. Por eso, quiero que intervengas en la reelaboración del retrato robot. ¿Te parece que este tipo de la pantalla puede parecerse al que buscamos?
—No —respondió categóricamente el psicólogo.
—Pues eso.
—De acuerdo. Respondiendo a tu primera pregunta, la forma y el tamaño del cráneo y el mentón, así como la localización de los rasgos faciales; es decir, ojos, orejas, pómulos y nariz.
—Estupendo. Yo me crucé solo un segundo con él, pero diría que tenía el mentón algo más cuadrado.
—Modificado —confirmó Patricia.
—Vamos con las cejas. Las haremos más cortas y estrechas, porque si ha querido modificar este rasgo, seguro que lo ha hecho tapándose las suyas con otras postizas más grandes.
—Vamos allá.
—Pégaselas más al ojo y hazlas algo más curvas. No tan rectas —solicitó Carapocha.
—Sobre el color de los ojos, Botello, Gómez y Navarro coincidieron en que eran de color verde. Vamos a dar por hecho que llevaba lentillas de ese color, así que ponle ojos oscuros.
—Patricia, por favor, júntalos un poco y hazlos algo más pequeños —apuntó de nuevo el psicólogo.
—Estupendo. En cuanto a la nariz, dijeron que era ancha y terminada en punta. Yo coincido en ese punto, y no creo que se haya sometido a una rinoplastia relámpago en estos últimos días.
—No, pero podría llevar correctores nasales.
—¿Correctores nasales? —repitió Patricia.
—Sí. Son como unos bastoncillos flexibles que se meten por dentro de la nariz y que, básicamente, elevan la punta.
—¿En serio? No había oído hablar de esos chismes.
—Las mujeres del otro lado del charco los utilizan mucho, consecuencias occidentales del excesivo consumo de televisión.
—¿Cómo pueden conseguirse?
—En cualquier farmacia o por Internet, ¿te los vas a comprar?
—Sí, pero para elevarme otra punta, camarada. Sigamos.
—Espera. Patricia, por favor, prueba con esta otra —le solicitó señalando uno de los cuarenta y cuatro modelos de nariz que aparecían en pantalla.
—¿La de boxeador? —preguntó el inspector extrañado.
—Sí. Poniéndome en su lugar, sería un rasgo físico que trataría de corregir para no ser identificado.
—Bien pensado. Está adquiriendo un aspecto bastante distinto, me lo creo más. Ahora, la boca. Un segundo —dijo Sancho mirando el identificador de llamada de su móvil—, es Peteira.
El inspector frunció tanto el ceño que los pelos de sus cejas casi podían abrazarse.
—¡No me jodas, Álvaro! ¿Estáis seguros? Bien. No toquéis nada, voy de camino.
El inspector estaba visiblemente aturdido.
—Tengo que marcharme —anunció Sancho dejando caer la mirada al suelo—. El tipo que han encontrado esta mañana en la escombrera; podría tratarse de nuestro sospechoso —continuó, señalando a la pantalla del ordenador—. Armando, ¿puedes quedarte a terminar con esto?
Carapocha asintió.
—Cuando lo tengas, me lo pasas por e-mail, por favor —le pidió a Patricia—, así puedo redistribuirla, aunque lo mismo ya no hace falta.
—Solo un segundo, inspector.
Sancho se giró.
—Después de esto, yo me marcho.
—Lo había olvidado —reconoció algo avergonzado.
El inspector y el psicólogo se abrazaron golpeándose mutuamente la espalda.
—Ya nos veremos —auguró Sancho sin volver la cabeza.
Carapocha no quiso exteriorizar lo que estaba pensando, y se despidió con un
udacha
[74]
.
Nueve minutos después, el inspector ya estaba en el escenario del crimen. El lugar se encontraba casi a las afueras del pueblo, cerca de un descampado, y podía distinguirse un perímetro vallado en el que se apilaban escombros de obra y piezas de maquinaria agrícola. Dejó el coche al lado del de Peteira, que ya estaba coordinando el acordonamiento de la zona con los de la científica. Sancho caminaba cocinando los ingredientes en su cabeza. Le resultaba difícil de creer que un tipo que había tenido en jaque a toda la policía, y del que apenas se sabía más que su nombre, estuviera muerto en ese sitio. Según avanzaba, pudo distinguir el plumas rojo que estuvo persiguiendo por las calles de Valladolid, y el estómago se lo corroboró con esa sensación que se produce justo en el momento en el que se inicia la bajada de una montaña rusa.
El cuerpo se encontraba fuera del recinto, parcialmente cubierto con algunos escombros y follaje que había sido arrancado de los alrededores para tratar de ocultar el cadáver. Estaba boca abajo, con las piernas abiertas y la cabeza ladeada; tenía el brazo izquierdo recogido cerca de la cabeza, y el derecho estirado. La tierra había absorbido la sangre que había brotado del cráneo; en la mitad de la cara que quedaba al descubierto, no podía distinguirse ningún rasgo facial. El pómulo estaba totalmente hundido, y la frente se asemejaba a un paisaje cárstico a vista de pájaro.
—Extraña postura —observó Sancho al llegar.
—El cuerpo ha sido colocado de esta forma post mórtem, eso lo tengo claro —certificó Santiago Salcedo, jefe de la Policía Científica.
—¿Quién lo encontró?
—Un vecino que venía a tirar esos escombros —dijo señalando una carretilla a escasos metros de la que asomaban restos de ladrillo y tuberías— a las 7:42 de esta mañana. Peteira y los suyos han llegado enseguida, han encontrado su DNI al registrar el cadáver y han avisado a la central. Por cierto, me alegro de verte de nuevo. Ojalá se haya terminado toda esta mierda.
—Le han machacado a base de bien —intervino Peteira.
—Sí, ha tenido que ser con un objeto contundente —opinó Salcedo—. El ensañamiento es más que evidente.
—¿Habéis tomado ya las fotos necesarias? —quiso saber Sancho.
—Sí —contestó Mateo sin despegar el ojo del visor.
—Vamos a darle la vuelta, quiero verle la cara.
—¿No esperamos al juez? —cuestionó el jefe de la científica.
—Hoy no.
—Pues no contéis conmigo —advirtió Mateo recordando el episodio en la casa de la madre.
Salcedo se agachó y, agarrándolo de un hombro, giró el cuerpo hasta ponerlo de espaldas. Las exclamaciones de los presentes se mezclaron creando un idioma imposible de descifrar.
La víctima, simplemente, no tenía cara.
—¡Qué barbaridad, Santo Dios! No había visto cosa igual en mi vida. ¡Qué desastre! —insistió Salcedo.
—¡Hostias! —verbalizó Peteira sazonando el vocablo con acento gallego.
Sancho se dio media vuelta y se pasó la mano por el mentón mirando al suelo. No había forma de reconocerle, pero aun así, llamó la atención del agente Botello.
—Áxel, ¿tú qué dirías?
—¿Estás de coña? Diría que el tipo que lo hizo debía de odiarle mucho para hacerle esto.
—¿Altura, peso, color del pelo?
—Altura… yo diría que sí, aunque este tipo parece algo más delgado. También el color del pelo, pero no estoy cien por cien seguro. No sé, podría ser el mismo, pero es difícil asegurarlo sin la cara. Desde luego, el de la foto del DNI se parece mucho al que vino a declarar a comisaría; de eso no tengo la menor duda.
—Déjame verlo.
Sancho se puso los guantes para examinar la foto del carné de identidad, modelo antiguo y caducado.
—Dádselo a los de documentoscopia. ¡Hay que joderse! —exclamó alargando la erre—. No me puedo creer que todo esto termine así.
—Sancho —interrumpió Peteira—, acaba de llegar la juez.
—Gracias. Por cierto, ¿dónde está Matesanz?
—Está de baja por enfermedad desde el viernes.
—¿De baja? Ya es casualidad que tras veinte años de servicio, precisamente hoy el incombustible Matesanz se coja su primera baja.
Sancho fue al encuentro de la juez, que llegaba caminando con paso firme hacia el escenario del crimen, para evitarle el mal trago.
—Aurora.
—¡Menudo regalo de bienvenida!
—Sí. Será mejor que te ahorres el reconocimiento, le han destrozado la cara.
—Gracias, inspector, pero tengo que verlo. Lo sabes.
A Aurora Miralles se le endureció el gesto.
—¿La causa del fallecimiento es traumatismo craneoencefálico? —consultó la juez a Salcedo.
—Creemos que sí. No hay signos que nos hagan pensar otra cosa, pero debemos esperar a la autopsia para certificar la hora y causa de la muerte.
—De acuerdo. ¿Qué sucede, Sancho? —preguntó la juez advirtiendo el semblante preocupado del inspector.
—No me encaja. No me cuadra.
—Explícate.
—¿Por qué destrozarle así la cara? —cuestionó el inspector volviéndose hacia ella.
—No te entiendo.
—Para que no identifiquemos a la víctima.
—¿Estás sugiriendo que esto lo ha hecho nuestro asesino y luego le ha colocado un carné falso para hacernos creer que está muerto?