Memento mori (50 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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—Podría ser, no sé.

—Sancho…

En ese momento, sonó el teléfono de Sancho. Era Travieso. Antes de atender la llamada, le rogó a la juez Miralles:

—Solo te pido que no demos carpetazo al caso sin estar seguros.

Aurora Miralles asintió con la mirada.

—Buenos días, Sancho. Ya me han informado, espero que podamos poner punto final a esta historia.

—Todavía no lo sabemos, comisario.

—Pongámonos manos a la obra con ello. De todos modos, te llamo por otro tema. Me acaba de contactar la hija de Bragado. Estaba muy asustada. Parece que el bueno de Jesús lleva desaparecido desde el día de Nochebuena, que fue la última vez que habló con él para quedar a comer el día de Navidad. No apareció, y no consigue localizarle ni por teléfono ni en su casa. Dice que le notó mucho más tenso de lo habitual cuando habló con él, y le mencionó algo así como que todo iba a cambiar. Seguramente esté enganchado a una botella, pero id a comprobarlo ya que estáis allí, por favor.

—¿Acercarnos? ¿Dónde?

—A su casa. Vive allí mismo, en La Cistérniga.

Sancho enmudeció y cerró los ojos con fuerza.

—Vamos de inmediato.

El inspector agarró a Peteira del brazo y se acercó al cadáver.

—Álvaro, ¿tú sabes dónde vive Bragado?

—¿Qué pasa, inspector? No sé. ¡Espera, carallo! Sí, vive aquí mismo. Botello lo tiene que saber, porque montaban en su casa unas timbas de mucho cuidado. Voy a preguntarle. ¿Qué demonios sucede?

Sancho no tardó en contestar:

—Bragado está muerto.

La casa de Bragado se encontraba a solo cincuenta metros subiendo por un camino de tierra que estaba totalmente embarrado; construida en dos alturas, con fachada de ladrillo y un porche de entrada que marcaba el acceso principal a la vivienda. Las persianas estaban totalmente bajadas y, aunque llamaron varias veces al timbre, no escucharon ruido alguno en su interior.

—Hay que entrar —ordenó Sancho.

—Vale, pero tú das las explicaciones a Bragado —advirtió Peteira antes de abrir la puerta de una patada.

Con el treinta y ocho en la mano, Sancho entró el primero seguido por el subinspector, Botello y Gómez.

—Buscad arriba, pero no toquéis nada —advirtió Sancho a los agentes.

En la planta baja había un salón en el que se amontonaban, mal distribuidos, algunos muebles viejos y poco vistosos. El aseo y la cocina presentaban las mismas características: suciedad y desorden. Cuando encendió la luz, pudo escucharse el inconfundible sonido de los insectos de seis patas buscando escondite.

—Lo único que hay aquí son cucarachas —apuntó Peteira.

Cuando bajaron los agentes negando con la cabeza, Sancho preguntó:

—Esa puerta, ¿adónde lleva?

—Es el acceso a lo que él llama «el casino de La Cistérniga», un tinglado que se montó más postizo que una escena de acción del equipo A. En realidad, es una construcción separada del edificio principal que su padre utilizaba como almacén. Bragado lo acondicionó cuando le compró la casa a su hermano y se trasladó a vivir aquí. Ahí es donde nos desplumaba al julepe los jueves —informó Botello.

—Tiene que estar ahí —auguró Sancho.

Cuando consiguieron abrir la puerta del casino, el hedor de la muerte salió a recibir a los agentes, que se quedaron inmóviles y sin cruzar palabra entre ellos hasta que la voz grave de Sancho hizo que volvieran en sí:

—Avisad a la gente de Salcedo. Que vengan cagando leches.

Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa

—¡Amigo Pílades!

—Orestes.

—¿No te alegras de oírme?

—Claro que sí —mintió.

—Finges muy mal, querido.

—No ando muy bien de salud. ¿Cuándo nos vemos?

—Precisamente por eso te llamaba. ¿Qué tal el viernes día siete?

—¿No puede ser antes?

—Imposible, amigo, tengo planes con una chica para despedir el año en condiciones.

—¿Con una chica?

—No seas malpensado, es solo una buena amiga; no entra en mis planes. Ya sabes, hombre,
semen retentum, venenum est
[75]
—entonó.

Pílades emitió un chasquido con la lengua como respuesta.

—Debería alegrarte que sea capaz de relacionarme.

—Me alegra, pero cuidado con quién compartes la cama.

—Tranquilo, ella es solo una distracción que no durará mucho en mi vida. De hecho, pienso irme en breve para pasar una temporada fuera de Valladolid mientras dan el caso por zanjado.

—¿A qué te refieres?

—He seguido al pie de la letra la fórmula: planificación, procedimiento y perseverancia. Lo he organizado todo para que le carguen el mochuelo a otro desgraciado.

—¿A quién?

—No importa quién, importa el cómo. Sin gato, el ratón es libre, tú me lo dijiste. Déjame que te lo cuente en persona, tengo muchas ganas de compartirlo contigo. Quiero mostrarte que ya no soy una hoja más del árbol, ni una simple baldosa, aunque, por el momento, he decidido que mi brillo no se refleje.

—Claro, ahora esa luz podría cegar impidiendo que tu obra se aprecie correctamente.

—¡¡Exacto!! Veo que lo has entendido.

—¿Cómo no lo voy a entender?

—Por supuesto. Todavía puedo escuchar tus palabras en Central Park y en el Tiergarten.

—Tienes que hacerme partícipe de todo. El momento es este, ¿no crees? Y luego, el día siete, lo celebramos juntos en el Milagros.

—Tienes razón —claudicó al fin—. ¡El momento es este! Ponte cómodo.

Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias

A las dos de la mañana, el café era el líquido más cotizado entre el personal que todavía no se había marchado a su casa. Entre ellos, Sancho, Peteira, Matesanz y Travieso, que se disponían a mantener un intercambio de ideas en las dependencias del Grupo de Homicidios. El inspector rezumaba crispación; Peteira, cansancio; Matesanz, malestar general, y Travieso, prisa; urgencia por cerrar el caso y plantarse en el despacho de Pemán con la cabeza muy alta. Sancho esperaba con expresión iracunda a que Travieso colgara el móvil para empezar a hablar. Tenía a Matesanz a su izquierda y a Peteira a su derecha. Sabía que lo que iba a plantear tenía pocas opciones de ser aceptado, pero estaba convencido de que los hechos no eran tan claros como parecían a simple vista. Se notaba con fuerza para pelear y ganar el tiempo que necesitaba. La cafeína recorría su sistema nervioso frenéticamente, como la bola de un
pinball
. Cuando Travieso guardó finalmente el móvil en su desgastada americana de color incierto, Sancho empezó a frotarse la barba como preludio a su intervención.

—Señores, están tratando de metérnosla doblada —advirtió sin miramientos.

—Acabo de hablar con Salcedo, y su informe preliminar es más que concluyente —atajó Travieso.

—La gente de Salcedo hace muy bien su trabajo en la escena del crimen. Han recogido lo que él quería que encontráramos; por favor, no seamos tan simples.

Esa palabra le molestaba particularmente al comisario, su exmujer siempre le decía que era más simple que el mecanismo de un bote de mermelada.

—Vamos a ver, don Complicaciones, voy a enumerar los hechos i-rre-fu-tables —recalcó Travieso juntando las dos últimas sílabas y abriendo su cuaderno de anillas—. Uno, tenemos un hombre que se mete la pistola en la boca y se levanta la tapa de los sesos. Los resultados de balística certifican que disparó él, que estaba vivo cuando lo hizo, y mayormente borracho, con una tasa de uno coma dos gramos por litro. Dos, tenemos sus huellas en la pistola esa paralizante; además, esta guarda un registro cada vez que se dispara y, de las tres veces que se utilizó, dos coinciden con las fechas del segundo y tercer asesinato. Tres, sus huellas en la cajita de herramientas de la señorita Pepis y concretamente en las dos que la científica ha certificado que fueron las que se utilizaron para hacer las mutilaciones a la primera y segunda víctima. Cuatro, los cabellos encontrados en el sofá del salón de Bragado pertenecientes a la muchacha ecuatoriana. Cinco, las cartas con los poemas preparadas para enviarse a distintos medios de comunicación. Seis, el poema de despedida que mantiene la misma línea de estilo que los anteriores argumentando los motivos que le han llevado a cometer estas atrocidades aparte de sus problemas con el alcohol; esto último es cosecha mía. Siete, los libros que se encontraron en su mesilla, en los que aparecen los personajes que utilizó para encubrir a su cómplice, y esos otros de mitología, tan presente en sus poemas. Por último, pero no menos importante, el cadáver de Gabriel García Mateo, hijo de la segunda víctima dado en adopción a no sabemos quién por malos tratos, y cuyas huellas no aparecen en nuestras bases de datos. Un drogadicto del que se sirvió Bragado para encubrir los crímenes, y al que finalmente asesina a golpes con un martillo que, por cierto, se ha encontrado en su vivienda y en el que también están sus huellas. Otra cosa más, los de documentoscopia no son capaces de encontrar en la documentación que llevaba el sujeto ni un solo indicio que indique que es falsa.

Travieso levantó la vista del cuaderno, se quitó sus gafas de cristales tintados y se dirigió a Sancho con voz cómicamente dramática:

—Como dijo el otro, Bruto tenía más posibilidades de salir inocente en un juicio que Bragado.

—Correcto, esos son los hechos —parafraseó Sancho—. Ahora yo voy a exponer mi teoría de lo que bien podría ser, aunque no lo parezca. Es cierto que Bragado apretó el gatillo, pero en relación con la conversación que habían mantenido unas horas antes, su hija dijo, cito textualmente: «Le noté totalmente eufórico y me extrañó, porque hacía mucho tiempo que no le veía así».

—Eso se puede explicar fácilmente por los altibajos derivados del alcohol —le interrumpió Travieso.

—Comisario, voy a rogarle que no me interrumpa, al igual que yo no le he interrumpido en su argumentación.

Travieso asintió molesto con un gesto despectivo.

—Como decía, desde mi punto de vista, no hay motivos suficientes que den sentido a que un hombre como Bragado decida agarrar su pistola y suicidarse. La teoría del arrepentimiento no cuadra en absoluto con el perfil del asesino en serie que nos definió el especialista; es decir, inteligente, organizado y hedonista. Entendería que se hubiera quitado la vida tras haber enviado las cartas a todos los medios para disfrutar de su momento de gloria. Tiempo tuvo de sobra para hacerlo, pero no lo hizo. ¿Por qué? Porque Jesús Bragado dio con el asesino y trató de extorsionarle, pero le salió mal. No tenía más que dejar el resto de pruebas para que las halláramos en casa de Bragado y encontrar una marioneta que suplantara su propia identidad. Os recuerdo a todos que este tipo es un experto falsificador.

Matesanz, que había permanecido callado hasta ese momento, decidió intervenir:

—Conocía bien a Bragado, lo sabéis todos. Y no me cuadra en absoluto que, si realmente sabía quién era el asesino, tratara de extorsionarle. Su única obsesión era limpiar su imagen y dar en los morros a más de uno colocándose la medalla de la detención.

—Estoy de acuerdo —intervino Travieso prolongando los labios—, creo que es de dominio público que le ofrecimos colaborar en el caso desde fuera, dada la incapacidad temporal del jefe del Grupo de Homicidios.

—Bueno, veámoslo así. Bragado trató de detenerle él solito para colocarse la gran medalla y le salió mal —argumentó el inspector.

Matesanz y el comisario resoplaron al unísono. Peteira miraba a Sancho como si quisera tomar parte.

—Yo no conocía tanto a Bragado; apenas de tres conversaciones —reconoció Sancho con voz queda—. Quizá alguno de vosotros podría decirme si Bragado era tan experto en informática como para ser capaz de violar nuestros sistemas. Si era un amante de la literatura con el ingenio suficiente como para montar los personajes de Gregorio Samsa y de Leopoldo Blume. Si tenía capacidad para escribir un solo verso que rimara y si creéis que era un maestro del disfraz. Pero, sobre todo, si de verdad pensáis que era un asesino capaz de matar a sangre fría a tres personas inocentes.

—Yo diría que no —se apresuró a comentar Peteira—. Es más, diría todo lo contrario. Bragado era incapaz de arrancar un ordenador sin crucificar a todos los santos; lo más parecido a un libro que leyó jamás fue el diario
As
y, aunque sí que le gustaba disfrazarse, lo hacía por otros menesteres más relacionados con juegos de cama. Y añadiré algo más, no creo que se escondiera un asesino frío y despiadado dentro de Bragado. Esta es mi opinión, pero Matesanz le conocía mucho mejor que yo.

Matesanz carraspeó antes de hablar.

—Yo no puedo asegurar que fuera capaz de hacer todo esto, pero en mis años de experiencia he visto crímenes igual o más atroces que estos cometidos por amas de casa, maridos ejemplares y hasta por niños. Lo que sí puedo decir es que Bragado era un hombre atormentado desde que se le forzó a dejar el cuerpo, y que una persona en ese estado, con los problemas con el alcohol que él tenía y que todos conocemos, es capaz de todo eso y de más. Por otro lado, conocía muy bien el procedimiento de investigación, y nuestro asesino siempre iba dos pasos por delante de nosotros. Durante los años que trabajamos juntos, me demostró que había una persona muy calculadora e inteligente bajo esa apariencia de hombre rudo. Si no recuerdo mal, el especialista habló de un tipo de psicópata que permanecía latente y oculto, conviviendo con normalidad en la sociedad hasta que despertaba en algún momento. Personalmente, pienso que Bragado despertó cuando le arrancamos lo que más quería en este mundo: su chapa de inspector. Lo que planteas —continuó volviéndose hacia su mando directo—, como bien dices, podría ser, pero aquí nunca trabajamos sobre hipótesis, sino sobre indicios y hechos probados. De momento, las pruebas que tenemos, y no son pocas, apuntan en una única dirección: el exinspector Jesús Bragado.

La argumentación del veterano del Grupo de Homicidios, acompañada por los constantes y forzados asentimientos gesticulares del comisario provincial, hicieron que Sancho diera la batalla por perdida. No obstante, no quiso darse por vencido y agotó sus últimas balas.

—Señores, creo que vamos a cometer un grave error si cerramos aquí esta investigación. En estos momentos, tenemos un retrato robot mucho más fiable. Solo le pido —dijo dirigiéndose a Travieso— que me deje intentar una última vía de investigación. Necesito tiempo para demostrar que Bragado conocía al asesino y que, ya fuera por tratar de extorsionarle o porque intentó detenerle él solo, le salió el tiro por la culata. Os puedo asegurar que él supo de quién se trataba cuando le dije el nombre del sospechoso. Lo sabía y fue a por él, pero como digo, le salió mal.

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