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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (56 page)

BOOK: Memento mori
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Dejó el revólver sobre el mueble central para barajar las cartas manteniendo siempre la distancia de seguridad con Sancho. Cuando terminó de moverlas, las colocó en la encimera junto a la pistola.

—Muy sencillo. Si aciertas dónde está la sota de oros, te dejaré marchar. Si no, mueres. Elige.

«Él las ha visto. Sabe dónde está. Es más, la ha colocado en el sitio que cree que no voy a decir. Para eso, habrá pensado primero cuál escogería él si estuviera en mi lugar. Va a matarme de igual modo. Tengo que dejar de pensar en tonterías, tengo un treinta y tres por ciento de posibilidades de acertar la carta y cero de salir con vida de esta. ¿Qué más da?».

—Esa —indicó el inspector con la mirada.

—¿Esta de aquí? —preguntó señalando con el dedo y fingida voz de presentador.

—Sí, esa misma.

—¿Seguro? ¿No quieres cambiarla? Te estás jugando tu pelirroja cabellera. Bueno, la que te queda —precisó queriendo ser gracioso.

«Ahora empieza el juego, claro. Quiere hacerme dudar porque he acertado, o puede que lo esté haciendo para que yo piense que he acertado. ¡Cómo me gustaría poder soltarme y reventarle la cara!».

—¿También eres un mago frustrado además de poeta? No sé por qué estoy siguiéndote el rollo si vas a matarme igualmente.

—¿No te fías de mí?

—En absoluto.

—Haces bien, pero decide ya y así sabrás si soy un hombre de palabra. ¿Te quedas con esta?

—Sí.

—Bueeeno, bueno, bueno, bueno. ¿Y si hago esto?

Manteniendo la teatralidad, destapó la carta del medio, la sota de copas, y simuló con ella el despegue de un avión.

—Solo quedamos tú y yo. Mira, voy a darte de nuevo la oportunidad de que cambies de carta. Si quieres, claro. Solo si tú quieres.

«¡Hay que joderse! Ahora tengo el cincuenta por ciento de posibilidades de acertar. Está tratando de forzarme para que elija la otra porque he acertado. ¿Y si de verdad cumple su palabra y me suelta? No lo creo. ¿Y si se limita a dejarme aquí esposado? Me quedo con mi primera elección, aunque… claro, lo mismo es eso de lo que se trata el juego. Cualquier persona en mi situación haría lo mismo, quedarse con la carta que eligió, porque siempre pensamos que el contrario intenta engañarnos. ¿Y si fuera todo lo contrario? Está dándome a entender que quiere engañarme para que me quede con la carta que él sabe que no es la sota de oros. ¡Qué ganas de reventarle!».

—Llegados a este punto, siempre hay que cambiar la elección. El dilema de Monty Hall.

El inconfundible acento de Carapocha hizo que Sancho volviese la cabeza bruscamente. Cuando su mirada volvió hacia Orestes, este ya estaba empuñando el arma y apuntando al psicólogo.

—¡Vaya, vaya, vaya! ¡Mira quién se ha unido a la fiesta! —anunció sin poder ocultar su sorpresa.

—¿En serio pensabas que me la iba a perder?

—Bonita historia la del código. Muy trabajada, aunque te faltaron recursos.

—Supongo que te diste cuenta cuando viste que no te había rajado los neumáticos. Una pena no tener nada afilado a mano.

—No. Descubrí el engaño cuando reconocí el logotipo del restaurante en la factura; idéntico al que estaba al pie de la cuartilla en la que acababas de escribir las citas bíblicas y que tanto te empeñabas en tapar. Supongo que lo hiciste cuando fuiste al baño.

Carapocha le guiñó el ojo.

—Un poco de tiempo y un móvil con Internet fue suficiente.

—Bueno, casi lo consigues. Casi.

—No entiendo una mierda —intervino Sancho—. ¿Qué haces tú aquí?

—He venido a proponer un trato.

—Espera, espera. Todavía tengo que terminar el juego con el inspector y luego, si quieres, jugamos tú y yo. ¿Vale? Quítate el abrigo y siéntate en esa silla. Si te mueves un milímetro, la primera bala será para ti. ¿Entendido?

Carapocha obedeció y, al sentarse, le dedicó una mueca al inspector que este no supo interpretar. Lo cierto es que aparentaba estar tranquilo.

—Bien, inspector. Entonces, ¿con cuál te quedas?

—Cambio a la otra.

Hizo ademán de levantar la carta, pero las recogió y las mezcló con el resto del mazo de forma repentina.

—Nunca lo sabremos. Nuestro amigo se ha encargado de estropearlo todo. Efectivamente —corroboró amenazando a Carapocha con el arma—, era el dilema de Monty Hall. Es una cuestión de probabilidad. Seguro que cuando quité la sota de copas pensaste que tenías el cincuenta por ciento de probabilidades de acertar. Pues no, no es correcto —aclaró encañonando al concursante.

—Nunca lo sabremos —repitió Sancho levantando sus pobladas y pelirrojas cejas.

—Bueno, ya da lo mismo, pero sí, siempre hay que cambiar de elección. Claro que sí. ¿Esto también te lo enseñaron en el KGB?

—Más bien en los malditos concursos americanos. Ya te lo explicaré algún día si salimos de esta —aseguró volviéndose hacia Sancho.

—Tengo mucha curiosidad por escuchar ese trato que quieres ofrecerme. ¿Qué tienes que me pueda interesar tanto como para canjear las vidas de las dos únicas personas en el mundo que podrían arruinar mis planes? ¿Otro código?

—Se trata de una gran sorpresa.

—No me gustan las sorpresas, ya lo sabes.

—Lo sé, a mí tampoco, pero esta te va a encantar. Mira la foto del frigorífico, la que está en la esquina superior de la derecha sujeta con el imán de la hoz y el martillo.

El frigorífico estaba a la espalda de Sancho y Carapocha. Sin dejar de apuntar al psicólogo, rodeó el mueble central avanzando lateralmente con pasos cortos. Llegó frente al electrodoméstico e hizo un cálculo de riesgos. Los más de dos metros que le separaban de Carapocha le aseguraban tiempo de reacción suficiente como para volverse y disparar si el viejo se levantaba de la silla. El policía estaba totalmente inutilizado. Conclusión, riesgo cero.

Examinó la foto, en la que pudo reconocer de inmediato a un Carapocha más joven, en cuclillas y dando un beso en la cara a una niña que miraba de frente a la cámara; al fondo, pudo distinguir los tejados verde floresta con detalles rojos y dorados de estilo oriental y, cómo no, las colosales estatuas de los dos paquidermos que parecen proteger la entrada principal del zoo de Berlín.

Se encogió de hombros y le lanzó una mirada llena de interrogantes.

—Diría que es el año 1983 o 1984 y el lugar ya lo habrás reconocido. Efectivamente, es una foto de la puerta de los elefantes, donde tú y yo quedábamos. El del pelo blanco soy yo y la niña a la que estoy besando es mi hija Erika con unos trece o catorce años.

—Muy tierna la escena, sí —ratificó con fingida ternura girándose hacia Carapocha—. ¿Y?

—Tú la conoces como Violeta.

La curiosidad le hizo fijar toda su atención en la foto y no vio venir el atizador por su derecha, que al impactar en la mano que portaba el arma le rompió el escafoides. El dolor le hizo abrir la mano y soltar un alarido y el revólver. A pesar de ello, pudo rehacerse rápidamente para esquivar el siguiente golpe, desplazándose lateralmente hasta llegar al alcance de la pierna de Sancho. La fuerza de la patada que recibió en el estómago le robó el aire y se plegó sobre sí mismo. Lo siguiente que escuchó fue la orden de Carapocha:

—¡Erika, ya es suficiente!

Erika dejó de atizarle con el atizador. Él intentó incorporarse, pero la presión que ejercía el cañón del treinta y ocho sobre su nuca y sobre todo el ruido del percutor al tensarse le hicieron cambiar de opinión.

—Eso es, chavalín. Ahora, vamos a calmarnos todos un poco, ¿de acuerdo? Quédate así, tumbadito boca abajo.

Permaneció inmóvil con la mirada fija en Violeta.

—¡¡Que te tumbes boca abajo con las manos a la espalda o desparramo tu superdotado cerebro narcisista por el suelo de mi cocina!!

No le quedó otra que obedecer.

—¡¡Suéltame ahora mismo!! ¡¡¡Vamos!!! —exigió Sancho.

—He dicho que nos vamos a calmar todos, y eso también va por ti, Ramiro. Erika, cariño, ¿estás bien?

—Mejor que nunca.

—Estupendo. Ahora, vais a escucharme todos.

—¿Así que ella era tu as en la manga? —interrogó desde el suelo—. Debí haberlo imaginado. ¡Qué estúpido! Maldita zorra…

—Herencia de los años que pasé junto a Marcus Wolf en la Stasi. Nunca deberías haberte enterado, pero, ya ves, finalmente me has forzado a hacer intervenir a mi hija. Para ser sincero, Erika quiso participar cuando empecé a darme cuenta de que todo se me podía ir de las manos, como finalmente ha pasado. Es tan buena psicóloga como su padre y tan excelente actriz como su madre. El casual encuentro estaba previsto en aquel concierto que finalmente se suspendió y por tanto nos tocó organizarlo en la tienda de discos. Cuando me contaste la rabia que sentías por la anulación del concierto y que te ibas a desquitar aquel lunes, lo organizamos todo. Solo teníamos que elegir el cebo para poner en el anzuelo: la música o los libros. Nos decidimos por la música. En realidad yo no quería que Erika llegara tan lejos, solo tenía que acercarse a ti y ganarse tu confianza para sacarte todo lo que me escondías. Pero, mira, ella también es de las que se entregan en cuerpo y alma.

—Por cierto, Bunbury no me gusta una mierda —intervino Erika.

—¡¡Zorra!! —replicó con desprecio. «¿Cómo he podido ser tan estúpido?», se preguntó.

—Cinco vidas, Armando. ¡Cinco vidas! —voceó Sancho.

—Ramiro, ahora no.

—¡¡Cinco vidas!! —insistió.

—¡Veintiséis millones de vidas de soviéticos en la Segunda Guerra Mundial para evitar que el mundo cayera bajo el yugo del nacionalsocialismo! ¡Veintiséis millones! ¿Qué son cinco muertos para entender el funcionamiento de una mente criminal como la suya? —cuestionó señalándole con la pistola—. Perejil. Durante años traté de corregir sus impulsos, pero no lo logré y decidí sacar algo de provecho de todo aquel esfuerzo. ¿Tienes idea de las vidas que podríamos salvar si somos capaces de interpretar el comportamiento de un asesino en serie? Podríamos detectarlos y neutralizarlos a tiempo. ¡¡Protegernos!! ¿Y cuál es el precio? Yo no lo sé, y tú tampoco. Mira, Ramiro, lamento mucho lo de Martina, mucho más de lo que puedas imaginar. No fui capaz de prever que pudiera convertirse en una de las víctimas. No lo vi venir. Lo siento.

—¿Y ha merecido la pena? Dime, maldito loco presuntuoso, ¿ha merecido la pena?

—Todavía es pronto para saberlo. Lo cierto es que hoy sabemos bastante más de lo que sabíamos hace unos meses y ha sido gracias a haberlo vivido desde dentro, que es cuando se toman las decisiones, no cuando todo ha terminado, con el sujeto muerto o entre rejas.

—Pues enhorabuena. Dime, ¿qué es lo siguiente? ¿Vas a terminar tu experimento aquí y ahora o vas a dejar que otros nos hagamos cargo de tu ratón de laboratorio?

—No, inspector. Ahora empieza la parte interesante —aseveró él incorporándose del suelo con dificultad.

—¡Ni te muevas! —exigió Carapocha.

—Si vas a dispararme, hazlo ya.

Carapocha dudó.

—¡Dispara de una puta vez! ¡¡Dispara!! —le gritó Sancho volviéndose hacia el psicólogo.


Fata
! —sonó el «papá» de Erika en alemán.

—No lo va a hacer, inspector. Mejor dicho, no puede hacerlo. El jardinero nunca corta su mejor rosa, ¿verdad?

—No, pero arranca las malas hierbas —contestó.

Se giró muy despacio y caminó de espaldas hasta la puerta manteniendo una postiza expresión de serenidad. Podía sentir el frío del metal en contacto con su frente y la aorta bombeando sangre a un ritmo frenético.

—Ahora, caminaré hasta el coche y me largaré de aquí para que puedas contarle bien al inspector lo mucho que lamentas la muerte de Martina. De todos modos, ya volveremos a vernos. Todos —puntualizó mirando a Erika.

—Eso es, chavalín, mejor fuera —comentó Carapocha apoyando el treinta y ocho en su nuca.

—¡Dispara de una vez! ¡No dejes escapar a ese hijo de puta, por lo que más quieras! —se desgañitaba Sancho tratando inútilmente de soltarse.

Sudaba recelo y angustia mientras Carapocha le susurraba al oído unas últimas palabras. Ambos desaparecieron por la puerta de la cocina y, tras ellos, también lo hizo Erika. El psicólogo se paró bajo el porche para ver cómo se alejaba por el sendero: muy despacio, timorato. Colocó su mano izquierda en la culata para disparar a dos manos y flexionó ligeramente los brazos. Adelantó la pierna izquierda para estabilizar el cuerpo y apuntar con precisión. Presionó ligeramente el gatillo y retuvo el aire en los pulmones. Visualizó el movimiento del objetivo y la trayectoria del proyectil. A esa distancia, un tirador experto como él no podía errar el disparo. Imposible fallar.

En el interior, el inspector se estiró inútilmente todo lo que le dieron los brazos y el cuello para tratar de ver lo que sucedía fuera.

—¡¡¿A qué esperas para disparar?!! —gritó desesperado cuando vio que se marchaba sin mirar atrás.

La detonación sonó como una fuerte palmada, un chasquido hueco.

Efectivamente, no falló.

El cuerpo se venció hacia delante como un árbol talado.

Sancho se estremeció.

Tras unos instantes, pudo ver cómo entre padre e hija lo agarraban por las piernas y lo arrastraban fuera de su campo de visión, hacia la arboleda. Saliva seca y espesa le pasó por la garganta como brea. Le dolían los músculos de las piernas. Notó resecos los ojos.

Pestañeó.

Pasó más tiempo del que fue capaz de calcular mentalmente cuando divisó, a lo lejos, los inconfundibles andares del psicólogo dirigiéndose de nuevo hacia la casa. Erika ya no le acompañaba.

—Asunto zanjado —manifestó Carapocha al entrar en la cocina.

—¡Una mierda! ¿Qué habéis hecho con el cuerpo?

—No tienes que preocuparte por eso. Sé muy bien cómo deshacerme de un cadáver para que nadie lo encuentre. Las cosas se quedan como están. Fíjate, no creo que nadie le vaya a echar de menos. Te dejo aquí tu pistola y las llaves de las esposas; alguno de mis curiosos vecinos que haya oído el disparo vendrá a liberarte. Aquí se termina todo.

—¡Una mierda! —repitió—. Vas a contármelo todo, me lo debes.

—Cuanto menos sepas, mejor para todos. Las cosas se quedan como están —insistió—. Sabes perfectamente que no tienes nada sin cadáver, y ni siquiera la exquisita juez Miralles se tragará tu rocambolesca historia. Tú verás como quieres enfocar el final.

Sancho le miró fijamente desde el suelo como un toro a la espera del descabello.

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