Memento mori (33 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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DE PUTA O DE BEATA,
ENCANTADORAS AMBAS

Disco Center
C/ Labradores, 24 (Valladolid)
10 de noviembre de 2010, a las 11:15

E
l viento y la lluvia se aliaron durante la noche para presentar su candidatura conjunta a día más desapacible del mes. Antes de empujar la puerta de Disco Center, Augusto se notó muy exaltado e inspiró hondo mientras hacía sonar sus nudillos. Para alcanzar ese estado, habían contribuido a partes iguales la molestia de tener que romper su rutina diaria, la irritación por la media hora que llevaba dando vueltas en busca de un aparcamiento, el fastidio de haberse empapado con el aguacero que estaba cayendo y la frustración por haber tenido que cambiar sus planes tras la anulación del concierto.

A pesar de ello, el cómputo de la semana había resultado más que favorable para sus intereses. El asalto a la supercomputadora Clara se saldó con un rotundo éxito. La acción se llevó a cabo a primera hora de la tarde del 3 de noviembre tras analizar que, dos días después de un festivo, los accesos al sistema casi se duplicaban; por lo tanto, contarían con más probabilidades de pasar desapercibidos. Penetrar a Clara fue coser y cantar gracias a que Pílades, tal y como había dicho, consiguió la llave de su cinturón de castidad. Una vez abierto, Hansel la convenció a base de caricias y susurros al oído de que sus intenciones eran legítimas y sinceras. Mientras, Skuld preparó el lecho de sábanas de seda en solo cuatro minutos y catorce segundos. Con todo dispuesto, Orestes se encargó de lubricar de forma remota a Clara sin moverse de su casa y, en apenas seis minutos más, llegaron al orgasmo. Sabía bien dónde tocar, y una vez fumado el cigarro de rigor, se marchó como lo hacen los amantes de una noche: sin dejar rastro alguno.

Así pues, ya tenían en sus manos toda la información que necesitaba sobre sus adversarios —el inspector de homicidios Ramiro Sancho, la doctora especialista en psicolingüística Martina Corvo y el enigmático psicólogo criminalista Armando Lopategui, cuyo expediente estaba marcado con acceso restringido de nivel 1—. Le había provocado un intenso placer leer el historial completo del inspector y comprobar la talla del jugador que tenía enfrente, con una hoja de servicios intachable construida durante su etapa en la Unidad Territorial de Información de San Sebastián. Allí participó activamente en la lucha contra la red de extorsión de ETA y, aunque no lo mencionaba de forma explícita, se podía leer entre líneas que había trabajado durante un tiempo como infiltrado en las filas de Jarrai
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. En el plano personal, sin embargo, las cosas no le habían ido tan bien. Cuando vio su fotografía, le chocó bastante su aspecto; desde luego, no parecía muy español. No obstante, fue a la doctora a quien dedicó más tiempo. Tras anotar su nombre y dirección, buscó en Internet más información, y encontró varias tesis y trabajos firmados por ella que le resultaron de cierto interés. Leyó casi por completo las trescientas veinticuatro páginas de su tesis
La influencia de Juan Ramón Jiménez en la génesis de la Generación del 27
, y había empezado a zambullirse en
Reflexiones sobre la extensión psicolingüística en las traducciones literarias
. La idea de tener una larga charla con la doctora sobre literatura le atraía poderosamente.

Orestes empeñó buena parte de su tiempo en intercambiar información con Pílades. No obstante, el escenario había cambiado y no quiso desvelarle su siguiente paso. Él se percató de ello. Las últimas palabras de Pílades le hicieron pensar: «Si quieres que te acompañe, tengo que saber qué camino coges».

Algo más calmado, Augusto entró en la tienda. En el interior, un chico con rastas discutía airadamente con el dependiente. El tipo de la tienda, con mucho más peso del que podían soportar sus rodillas, hacía grandes esfuerzos por no saltar el mostrador y devorar a ese cliente.

—¿Tan difícil es que entiendas que no nos funciona el sistema? No es que no quiera devolverte el dinero, es que no puedo. Te lo he repetido ya unas cuantas veces.

Augusto aprovechó el momento para intervenir.

—¿Tan difícil es que entiendas tú que nos la suda que no te funcione el sistema? Mira, abres el cajoncito ese, me das mis cincuenta euros y yo te dejo aquí la mierda de entrada que tú me vendiste.

—¡Otro que tal! —exclamó el dependiente, exasperado—. Como le estaba diciendo a él, para poder devolver el dinero, tiene que funcionar el sistema. Si no, la organización no nos lo abona a nosotros.

—¡Es que me importa una mierda que os lo abonen u os regalen un saco de estiércol y os abonéis vosotros mismos! ¡Yo no me voy de aquí sin que me devuelvas mi dinero!

Augusto le sostuvo la mirada al dependiente, que inspiraba y espiraba profusamente por la nariz como un búfalo acorralado. El chico de las rastas dio un casi imperceptible paso atrás cediendo la iniciativa a su nuevo aliado. Justo en aquel momento una voz femenina a su espalda hizo que ambos se volvieran.

—Pues vas a tener que ir sacando más billetes, porque yo te traigo otras dos entradas.

—¡Tócate los huevos! —se lamentó.

Lo primero que le llamó la atención fue el color rojo intenso de su pelo bien cortado y el
piercing
que llevaba en la nariz, pero aquellos ojos se apropiaron inmediatamente de todo su interés; entre azules y grises, ovalados y algo saltones. Distintos. Ella dulcificó el semblante y le regaló un gesto de complicidad que alimentó su ímpetu reivindicativo.

—Parece que esto se te va a ir poniendo cada vez más feo. Lo más inteligente es que nos devuelvas la pasta antes de que se te empiece a acumular gente en la tienda. Ya me habéis estropeado media mañana para venir hasta aquí, y te aseguro que no pienso volver otro día a comprobar si te funciona o no el sistema. Incluso un tipo como tú debería entenderlo.

—¿Qué coño has querido decir con eso?

El dependiente se apoyó sobre el mostrador y se inclinó hacia delante estrechando la distancia con Augusto que, lejos de achantarse, hizo lo propio antes de responder:

—Quiero decir que, si hubieras estudiado, te acabarías de levantar hace media hora para llegar a tiempo al Consejo de Ministros, y tu mujercita estaría planchándote la corbata y limpiando tus zapatos negros, pero como preferiste leer tebeos a estudiar…, aquí estás, jugándote la carita por unos euros que ni siquiera son tuyos.

Cuando entraron otras dos personas por la puerta, el dependiente claudicó golpeando el mostrador con la mano extendida. Abrió la caja, sacó varios billetes de cincuenta euros y los estrelló contra el mostrador como si fueran piezas de dominó.

—¡Tomad vuestro dinero y desapareced de aquí de una puta vez!

—¿Ves como no era tan difícil? —dijo ella cogiendo su parte.

El chico de las rastas se fue sin decir esta boca es mía, mientras Augusto aguantó la mirada del búfalo durante unos cuantos segundos más. Luego agarró sus cincuenta y se encaminó a la puerta, que ya sujetaba la chica del pelo rojo intenso. En la calle rebotaban con fuerza las gotas que, como kamikazes, se lanzaban en picado y en escuadrón dejando por único legado el sonido de sus colisiones contra el suelo.

—Muchas gracias —le dijo ella—. ¿Me dejas invitarte a un café?

Augusto reparó en su boca. Dientes perfectos, labios gruesos.

—Claro —respondió sin pensarlo.

—Aquí cerca está El Géminis. Habrá que correr.

Los apenas treinta segundos que tardaron en llegar fueron suficientes para que lo hicieran completamente calados.

—¡Qué forma de llover! —renegó secándose la cara con unas servilletas de papel—. Por cierto, me llamo Violeta.

Dudó en la respuesta, pero finalmente, sin saber muy bien el motivo, decidió no esconderse bajo ningún seudónimo.

—Yo soy Augusto.

—Muchas gracias por echarme una mano con ese
troll
.

Ella todavía jadeaba ostensiblemente.

—Yo también venía calentito, así que me uní a la causa cuando te vi peleando por lo tuyo.

Violeta le devolvió una sonrisa y llamó la atención del camarero con la mano.

La fragilidad de su físico contrastaba con la fuerza que transmitían sus gestos. Vestía un jersey de lana y unos pantalones vaqueros ajustados que delataban su escaso pero bien distribuido volumen. Esa cara de no haber roto un plato debía de tener más edad de la que aparentaba. Unos veintiocho, se figuró Augusto.

—Para mí, un café solo.

—Yo, un cortado con sacarina.

—Te cuidas, ¿eh?

No supo bien qué contestar, y fue en ese momento cuando se percató de que llevaba algunos meses sin hablar con alguien que le pareciera interesante.

—¡Qué putada la suspensión del festival! Me apetecía mucho ir —dijo al fin.

—Pues sí, aunque yo principalmente había comprado las entradas por ver a Iván Ferreiro.

—Se sale, aunque me gustaba más en su época de Los Piratas. También tenía ganas de ver en directo a Lori Meyers, he oído que son buenos.

Augusto sacó un purito y, en lo que encontró el mechero para encenderlo, ella ya se había liado un cigarro perfecto.

—Son muy buenos en directo, sí. Yo les vi en el Sonorama de este año. ¿Te gusta la música
indie
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?

—La verdad es que me gusta casi todo tipo de música. Devoro todo lo que cae en mis manos. La música y la lectura son mis dos grandes pasiones —aseguró él—. Por cierto, no consigo ubicar ese ligero acento tuyo.

—Mi madre es sueca, y se empeñó en que aprendiera a hablarlo desde pequeña.

—¡Qué suerte!, siempre me han llamado la atención las lenguas nórdicas.

—Que se empeñara no significa que lo consiguiera —aclaró ella—. Creo que podría entenderlo si me hablan despacio, pero no soy capaz de pronunciar ni una sola palabra.

Sus ojos, acompasados con unos sutiles e intencionados movimientos de cejas, decían mucho más de lo que expresaba con palabras. Aquellas señales no pasaron desapercibidas para él.

—Seguro que te gusta Love of Lesbian —aventuró ella cambiando de tercio.

—¡¡Muy buenos!! Aquí los llevo, siempre conmigo —dijo mostrando su iPhone—. Sus tres discos, pero con
1999
he de reconocer que estoy algo obsesionado; tiene canciones cojonudas:
Allí donde solíamos gritar, Algunas plantas
o
Segundo asalto
.

—Muy buenas todas, sí.

—De
Cuentos chinos para niños del Japón
, me quedo con
La niña imantada
, y
La parábola del tonto
me pone los pelos de punta.

—¿Sensible?

—Solo con las buenas canciones y los grandes libros.

—Interesante.

—¿Has escuchado a Vetusta Morla? —pregunto él.

—Conozco la de… espera.

Violeta se mordió el labio inferior antes de empezar a tararear la canción. Augusto tuvo que controlar el impulso que le empujaba a abalanzarse sobre ella.


Al respirar
.

—¡Esa, esa! —gritó ella apuntándole con el índice.

—Tienes que hacerte con el disco
Un día en el mundo
, es realmente bueno —sugirió soltando el humo—, y se supone que el año que viene publican un nuevo disco.

—Ahora si me dices que te gusta Bunbury, te llevo al altar —aseguró Violeta.

Augusto emuló a la mujer de Lot en la huida de Sodoma y tardó unos segundos en recomponerse antes de sentenciar:

—Bunbury es el maestro de maestros.

Violeta se limitó a sonreír cediéndole la palabra.

—Héroes fue el primer grupo con el que me obsesioné en mi vida; en la gira de 2007 estuve en los dos conciertos de Zaragoza y en el de Valencia. Al de Sevilla intenté ir, pero al final no pude.

—Yo también estuve en el segundo de Zaragoza. ¡Fue increíble!

—Acojonante, sí. Ahora también me hago con todo lo que saca en solitario.

—¿Sabes qué? Creo que voy a darle un abrazo al
troll
por haber provocado este encuentro. Hacía tiempo que no me encontraba con alguien como tú.

Augusto solo pudo sostener su mirada. Terminado el segundo café, Violeta dejó la taza de forma repentina sobre la barra.

—¡Por cierto, por cierto! Ya te habrás enterado de que Joe Satriani toca el día 21 en el Polideportivo de Huerta del Rey, ¿no?

Augusto buscó en sus archivos mentales sin éxito. Ese nombre le sonaba mucho, pero no aparecía en los resultados de búsqueda.

—Joe Satriani… —repitió dejando patente su desconocimiento.

—¡No me digas que no has oído a Joe Satriani!

—Pues no te lo digo.

—Yo no me lo pienso perder a pesar de que la persona que iba a ir conmigo me haya dejado tirada. Es uno de los mejores guitarristas de rock del mundo —afirmó—. ¡Aquí, en Valladolid! Es una ocasión única. La revista
Total Guitar
le colocó en el puesto número siete entre los mejores guitarristas de la historia. Es un fenómeno del
tapping
, a una y a dos manos.

—Tiene que ser muy bueno, porque Matt Bellamy, de Muse, que está considerado como el mejor guitarrista de la década, está bastante más abajo. Eso sí, dicen que su
riff
al comienzo de
Plug in Baby
es uno de los mejores de todos los tiempos. ¿Sabes cuál te digo?

—No caigo, pero lo buscaré en cuanto llegue a casa. Me gusta Muse, pero soy más de Placebo. Brian Molko me provoca sensaciones que no sería capaz de describir.

—¡Pufff! —resopló Augusto—. Lo estás bordando, otro de mis grupos favoritos.

—¡Bueno! —Violeta cerró casi por completo los párpados hasta dejar solo una rendija por la que todavía se veía brillar su pupila color gris azulada—. Entonces, ¿qué? ¿Te apuntas?

Buscó alguna excusa que sonara convincente, pero su locuacidad estaba bloqueada. Acertó a decir «por supuesto» antes de que ella le agarrara por el brazo y tirara de él hacia la puerta.

—Genial. Pues ya que estamos aquí al lado, vamos otra vez donde el
troll
y le compramos tu entrada con su dinero.

Augusto no se percató de que le estaba tocando hasta que cruzaron la calle.

Ya llovía menos.

Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias

Con todo el grupo en la calle, Sancho trataba de exprimir al máximo el tiempo que Carapocha «había tenido a bien» concederle para actualizar sus informes y hablar con su gente antes de atender la visita de la madre de la primera víctima, que acudía a él en busca de esperanza. La garra seguía apretando por dentro y no dejaba de preguntarse cómo era posible que hubiera compartido tantos momentos intensos con ese desconocido en menos de una semana. Masajeándose el mentón, tuvo que reconocer que Armando Lopategui le estaba enseñando el sentido de la palabra «camarada».

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