Memnoch, el diablo (47 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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Se hallaba a mi lado y contemplaba tranquilamente la escena. Ninguno de los dos emitíamos un resplandor sobrenatural que nos distinguiese entre aquellos desarrapados y sucios mortales, los hombres y mujeres de esos primitivos y violentos tiempos.

—No quiero verlo —protesté, tratando de resistirme a los empellones de la multitud—. No lo soporto. No deseo verlo, Memnoch, no tengo necesidad de presenciarlo. No... no quiero seguir adelante. Suéltame, Memnoch.

—¡Silencio! —ordenó bruscamente Memnoch—. Casi hemos llegado al lugar por donde Él pasará.

Rodeándome los hombros con su brazo izquierdo, Memnoch se abrió paso a través de la muchedumbre hasta que alcanzamos a aquellas personas que se habían situado en una calle relativamente ancha para presenciar en primera fila el paso de la procesión. Los gritos eran ensordecedores. Unos soldados romanos pasaron frente a nosotros, sus túnicas manchadas de barro, sus rostros expresando cansancio y aburrimiento. Al otro lado de la calle, ante nosotros, una mujer muy hermosa, con el cabello cubierto por un largo velo blanco, levantó las manos y lanzó un grito al ver aparecer al Hijo de Dios.

Éste portaba el madero transversal de la cruz sobre sus hombros y sus manos, atadas a la cruz, pendían ensangrentadas de las cuerdas que las sujetaban. Mantenía la cabeza agachada; sobre su cabello castaño, sucio y alborotado, llevaba una tosca corona de espinas; los espectadores que abarrotaban la calle le increparon y cubrieron de insultos, otros guardaron silencio.

Apenas podía abrirse paso con la cruz entre la muchedumbre. Tenía la túnica hecha jirones, las rodillas ensangrentadas, pero seguía avanzando. Los muros que nos rodeaban despedían un nauseabundo hedor a orines.

Cristo avanzó hacia nosotros, con la cabeza agachada. De pronto perdió el equilibrio y apoyó una rodilla en tierra. Detrás de Él caminaban unos hombres que portaban el palo vertical que clavarían en el suelo.

Los soldados que flanqueaban a Cristo se detuvieron y volvieron a cargar en sus hombros el madero transversal, que había resbalado. El Señor nos miró. Se hallaba a un metro de distancia de nosotros. Observé su rostro curtido por el sol, las enjutas mejillas, sus labios resecos y entreabiertos, sus ojos oscuros, inexpresivos, resignados. De las espinas negras que tenía clavadas en la frente manaban unos pequeños hilos de sangre que se deslizaban sobre sus ojos y mejillas. Su torso desnudo aparecía cubierto de marcas de latigazos.

—¡Dios mío! —grité.

Sentí que me abandonaban las fuerzas. Memnoch me sostuvo mientras ambos mirábamos el rostro de Dios. La multitud seguía gritando, blasfemando y empujando para no perder detalle de aquella espantosa escena. Los niños intentaban asomar sus cabezas por entre los adultos; las mujeres aullaban, otras reían. La apestosa multitud resistía sin desfallecer bajo el implacable sol, cuyos rayos se reflejaban sobre los muros manchados de orines.

Cristo se aproximó a nosotros. ¿Nos había reconocido? Su cuerpo temblaba espasmódicamente, la sangre fluía por su rostro hasta penetrar en sus agrietados labios. De pronto emitió un quejido sofocado, como si se ahogara, y vi que tenía la túnica empapada en sangre debido a los latigazos que le habían propinado. Estaba a punto de perder el conocimiento, pero los soldados lo obligaron a seguir avanzando. Cristo se detuvo frente a nosotros, con los ojos clavados en el suelo, el rostro empapado en sudor y cubierto de sangre. Luego, despacio, se volvió hacia mí y me miró.

Rompí a llorar con amargura. La feroz escena que presenciaba jamás se había producido en ningún otro lugar o época. Las leyendas y oraciones de mi infancia adquirieron en esos momentos una grotesca viveza; olía la sangre. El vampiro que habitaba en mí percibía el olor a sangre. Oí mis sollozos y de repente extendí los brazos y grité:

—¡Dios mío!

Un tenso silencio cayó sobre el mundo. La gente seguía gritando y empujando, pero no en el ámbito en el que nos hallábamos nosotros. Dios nos miró fijamente a Memnoch y a mí, fuera del tiempo, aferrándose a aquel instante en su plenitud, en su agonía.

—Lestat —dijo con una voz tan débil y quebrada que casi no pude oírla—. ¿Deseas probarla?

—¿Qué dices? —respondí horrorizado, sin apenas poder controlar los sollozos que ahogaban mi voz.

—La sangre. ¿No deseas probar la sangre de Cristo?

En su rostro se dibujó una terrible sonrisa de resignación, casi una mueca. Su cuerpo tembló bajo el peso de la cruz mientras la sangre seguía manando de las heridas que le causaban las espinas. Cada vez que respiraba, éstas se le clavaban más hondo en la frente y las llagas de su pecho se abrían y sangraban.

—¡No! ¡Dios mío! —grité, extendiendo las manos y tocando sus frágiles brazos sujetos al madero, sus esqueléticos brazos bajo las desgarradas mangas de la túnica, mientras contemplaba el rostro ensangrentado.

Sollozando, lo tomé por el cuello, sintiendo el áspero tacto de la cruz en mis nudillos, y lo besé. Luego abrí la boca casi sin darme cuenta e hinqué los dientes en su carne. Le oí lanzar un gemido, un largo gemido que parecía elevarse y llenar el mundo con su lastimoso eco, mientras la boca se me llenaba de sangre.

La cruz, los clavos que le atravesaban las muñecas, no las manos, su cuerpo presa de violentos espasmos como si en el último momento fuera a escaparse, y su cabeza aplastada contra la cruz, de forma que las espinas se le hundían en el cráneo, y los clavos que le atravesaban los pies, y sus ojos en blanco y el sonido del martillo, y de improviso aquella luz, una inmensa luz que se elevaba del mismo modo en que lo había hecho sobre la balaustrada del cielo, llenando el universo y borrando incluso la placentera sensación que experimenté al ingerir su cálida y espesa sangre. La Luz, la luz de Dios. Ésta remitió, rápida y silenciosamente, dejando tras de sí un largo túnel o sendero, el cual conducía directamente de la Tierra a la Luz.

La luz comenzó a desaparecer. La separación me producía un dolor indescriptible.

Sentí un golpe que me derribó al suelo.

Al abrir los ojos noté que estaban llenos de arena. La gente gritaba a mi alrededor. Tenía sangre en la lengua y en los labios. El tiempo parecía haberse detenido, el calor era sofocante. Y Él estaba ante nosotros, mirándonos fijamente, mientras las lágrimas rodaban por su rostro, y se mezclaban con la sangre.

—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! —exclamé, tragando las últimas gotas de sangre que tenía en la boca entre desesperados sollozos.

La mujer que estaba frente a nosotros avanzó de pronto hacia Él, alzando la voz sobre los gritos y las injurias, la odiosa cacofonía de aquellos primitivos y salvajes humanos que se deleitaban con la siniestra escena.

Se quitó el velo blanco que le cubría el cabello y lo sostuvo ante el rostro de Cristo.

—Dios, mi Señor, soy Verónica —dijo—. ¿Te acuerdas de mí? Hace doce años padecí una hemorragia, y cuando toqué el borde de tu túnica me curé.

—¡Impura! ¡Eres escoria! —gritó la muchedumbre.

—¡Blasfema!

—¡Cómo te atreves a decir que es el Hijo de Dios!

—¡Impura, impura, impura!

Los gritos de la multitud alcanzaron el paroxismo. Las gentes extendieron las manos hacia la mujer, pero sin pretender tocarla. Le arrojaron piedras. Los soldados, perplejos y furiosos, no sabían qué hacer.

Pero Dios Encarnado, con los hombros encorvados bajo la cruz, la miró y dijo:

—Sí, Verónica, tu velo, suavemente, tu velo, amada hija mía.

Verónica le acercó el blanco e inmaculado velo al rostro para enjugarle la sangre y el sudor, para tranquilizarlo y consolarlo. Durante un instante el perfil de Cristo se dibujó con claridad bajo la tela, pero los soldados se apresuraron a apartar a la mujer, quien permaneció inmóvil con el velo entre sus manos.

El rostro de Cristo había quedado impreso en él.

—¡Fíjate, Memnoch! —exclamé—. ¡Mira el velo de Verónica!

Su rostro había quedado grabado en la tela con gran nitidez, de un modo que ningún pintor habría conseguido, como si el velo constituyera la más perfecta fotografía del semblante de Cristo... como si la imagen impresa sobre la tela estuviera formada por una delgada capa de carne, la sangre fuera realmente sangre y Cristo hubiera grabado a través de su mirada una copia exacta de sus ojos y los labios hubieran dejado también su huella encarnada.

Quienes estábamos junto al Señor observamos el asombroso parecido. La gente nos empujaba y pisoteaba para conseguir ver el velo. Los gritos no cesaban.

Cristo liberó una mano de la cuerda que la sujetaba al madero y cogió el velo que sostenía Verónica, quien cayó de rodillas y se cubrió la cara. Los soldados, estupefactos, trataban de contener a la enardecida multitud. Luego, Cristo se volvió y me entregó el velo.

—Toma —murmuró—. Ocúltalo en un lugar seguro.

Yo cogí el velo con cuidado, temeroso de manchar o destruir la imagen divina, y lo sostuve contra mi pecho para impedir qué me lo arrebataran.

—¡Ese hombre tiene el velo! —gritó alguien, mientras noté que unas manos me agarraban por detrás.

—¡Quitádselo! —gritó otro, mientras intentaba sujetarme por los brazos.

Los que se precipitaron hacia nosotros se vieron de pronto bloqueados por las gentes que avanzaban desde atrás para presenciar el espectáculo. Nos apartaron violentamente a un lado mientras se abrían paso entre los sucios y desarrapados cuerpos, a través de las voces y los gritos. Al cabo de unos momentos la procesión desapareció de nuestra vista y el vocerío empezó a perder intensidad.

Yo doblé el velo, di media vuelta y eché a correr.

No sabía dónde estaba Memnoch ni hacia dónde iba yo. Corrí a través de las callejuelas, pasando frente a grupos de personas que acudían a presenciar la crucifixión, sin reparar en mí, o que se dirigían a realizar sus labores cotidianas.

Jadeante, con los pies llagados y doloridos, seguí corriendo a través de la ciudad. Todavía notaba en mi boca el sabor de la sangre de Cristo. De pronto vi su luz. Cegado por el deslumbrante resplandor, oculté el velo dentro de mi túnica. No permitiría que nadie me lo arrebatara. Nadie.

De mis labios brotó un angustiado gemido. Alcé la mirada. El cielo límpido y azul que se extendía sobre Jerusalén había experimentado un cambio, al igual que la atmósfera cargada de arena. De pronto se levantó una violenta ráfaga de aire que en un instante se convirtió en un torbellino. La sangre de Cristo penetró en mi pecho y en mi corazón, y su luz llenó mis ojos mientras seguía apretando el velo contra mi cuerpo.

El torbellino me transportó en silencio por los aires. Al mirar hacia abajo vi que mi túnica se había transformado en una chaqueta y una camisa, en las prendas que me había puesto para afrontar las nieves de Nueva York. Debajo del chaleco, pegado a la camiseta, llevaba el velo cuidadosamente doblado. Temí que el viento me arrancara la ropa y hasta el cuero cabelludo, y agarré con fuerza la valiosa reliquia que transportaba junto a mi pecho. De la Tierra se alzó una columna de humo y oí los gritos de la multitud, acaso más terribles que los que rodeaban a Cristo en el camino hacia el Calvario.

De pronto choqué violentamente contra un muro y aterricé en el suelo. Junto a mí pasaron unos caballos que casi me rozaron la cabeza con sus cascos, haciendo que las piedras despidieran chispas. Ante mí yacía una mujer con el cuello partido, la cual sangraba por la nariz y las orejas. La gente huía despavorida. Percibí de nuevo el olor a excrementos mezclado con sangre.

Me encontraba en una ciudad en guerra. Los soldados saqueaban viviendas y comercios y arrastraban a sus víctimas por las calles, mientras los gritos resonaban entre los muros de la ciudad y las llamas se alzaban por doquier, casi chamuscándome el cabello.

«¡El velo!», exclamé, palpándolo con la mano para asegurarme de que aún lo llevaba oculto entre la camiseta y el chaleco. De repente un soldado me propinó una patada en la sien y caí de bruces sobre los adoquines del suelo.

Al levantar la vista comprobé que no estaba en una calle, sino en una inmensa iglesia con el techo abovedado y numerosas galerías formadas por columnas y arcos romanos. A mi alrededor, entre los espléndidos mosaicos dorados, yacían hombres, mujeres y niños que habían sido asesinados por los soldados. Los caballos pisoteaban sus cuerpos inertes. Un soldado agarró a un niño y lo estrelló contra un muro que había junto a mí, partiéndole el cráneo; su diminuto cuerpo cayó a mis pies como si se tratara de los restos de un animal sacrificado. Los soldados golpeaban a las gentes con sus sables, amputándoles los brazos y las piernas. Una violenta explosión de llamas inundó la iglesia de luz. Vi a hombres y mujeres que huían a través de los portones, perseguidos por los soldados. El suelo estaba empapado de sangre. La sangre se extendía por el mundo entero.

Los mosaicos dorados de los muros y el techo mostraban unos rostros que parecían petrificados ante aquella feroz matanza. Santos y más santos. Las llamas se alzaban por doquier, ejecutando una danza macabra. En el suelo yacían montones de libros ardiendo, junto a fragmentos ennegrecidos de iconos y estatuas que contrastaban con el resplandor del oro que se consumía devorado por las llamas.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

Memnoch se hallaba sentado tranquilamente junto a mí, con la espalda apoyada en el muro de piedra.

—En Hagia Sofía, amigo mío —respondió Memnoch—. No tiene mayor importancia. Se trata de la cuarta Cruzada.

Alargué la mano izquierda para tocarlo mientras con la derecha seguía sujetando el velo contra mi pecho.

—Estás contemplando la muerte de cristianos griegos a manos de los cristianos romanos. Eso es todo. Egipto y Tierra Santa han quedado de momento relegadas a un segundo plano. Los venecianos disponen de tres días para saquear la ciudad. Ha sido una decisión política. Por supuesto, han venido con el propósito de reconquistar Tierra Santa, donde hemos estado tú y yo, pero la batalla no estaba prevista, de modo que las autoridades han permitido que las tropas campen a sus anchas por la ciudad. Son asesinos cristianos: romanos contra griegos. ¿Quieres que salgamos a dar un paseo? ¿Quieres presenciar más matanzas? Millones de libros se han perdido para siempre. Manuscritos en griego, siríaco, etíope y latín. Libros que versaban sobre Dios y los hombres. ¿Quieres que nos acerquemos a los conventos donde las monjas son sacadas a la fuerza de sus celdas por los cristianos para ser violadas? Constantinopla está siendo saqueada. Pero no tiene mayor importancia, créeme.

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