Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
»—Venid —dije a las otras almas—. Trataremos de penetrar en el cielo. ¿Cuántos somos? ¿Diez mil? ¿Un millón? ¿Qué importa? Dios habló de diez pero no lo limitó a ese número. Seguramente quiso decir que por lo menos le llevara diez almas. ¡Vamos!
—No tardaré en conocer la respuesta, pensé. O bien Dios nos admitirá en el cielo o nos arrojará de nuevo al reino de las tinieblas. Una vez me arrojó a la Tierra. Quizá juzgue mi éxito o fracaso antes de que llegue a las puertas del cielo y haga que nos desintegremos todos. ¿Qué fue lo que dijo el Señor en su infinita sabiduría? Dijo: «Ve y regresa cuanto antes.» Estreché a esas almas contra mí, como cuando te transporté en brazos hasta el cielo; abandonamos el reino de las tinieblas y ascendimos envueltos en el intenso resplandor que se derramaba sobre los muros y las puertas del cielo. Las gigantescas puertas, que nunca había visto durante mis primeros tiempos, se abrieron ante nosotros. Allí estábamos, un arcángel y varios millones de almas humanas, de pie en medio del cielo ante una legión de ángeles sonrientes y perplejos que se agolparon a nuestro alrededor, formando un enorme círculo, entre exclamaciones y gritos destinados a atraer la atención de todo el mundo.
»Hasta ahora todo va bien, pensé. Hemos conseguido entrar en el cielo. Al ver a los ángeles las almas humanas exclamaron de júbilo. Cada vez que recuerdo ese momento siento deseos de echarme a cantar y bailar. Las almas estaban eufóricas, y cuando los ángeles iniciaron su cacofonía de cantos, preguntas y exclamaciones, las almas humanas se pusieron a cantar.
»Jamás había contemplado una escena semejante. Comprendí que el cielo ya no volvería a ser el mismo, pues esas almas poseían un inmenso poder de proyección, es decir, de crear alrededor de ellas, de lo invisible, el entorno que deseaban para sentirse a gusto, y al que dedicaban todos sus esfuerzos.
»La geografía del cielo cambió de forma radical e inmediata. Aparecieron las torres, los castillos y las mansiones que viste cuando te conduje al cielo, suntuosos palacios, bibliotecas, jardines y las maravillosas proyecciones de flores que brotaban por doquier; todas esas cosas que a los ángeles jamás se les había ocurrido llevar al cielo. Brotaron árboles plenamente desarrollados; empezó a caer una suave lluvia impregnada del perfume de las plantas. La temperatura del cielo se hizo más cálida y sus colores se avivaron. Utilizando el tejido invisible del cielo —energía, esencia, la luz divina, el poder creador de Dios o lo que fuere— esas almas crearon a nuestro alrededor, en un abrir y cerrar de ojos, todas esas maravillas que simbolizaban su curiosidad, su concepto de la belleza y sus aspiraciones.
«Aplicaron todos los conocimientos que habían adquirido en la Tierra para crear un fantástico e irresistible paraíso.
»Se organizó un tumulto como yo jamás había contemplado desde la Creación del universo.
»El más asombrado era el arcángel Miguel, que me miraba como diciendo: "¡Has conseguido traerlos al cielo, Memnoch!."
»Pero antes de poder pronunciar esas palabras, mientras las almas, extasiadas, se paseaban de un lado a otro tocando a los ángeles y las cosas que habían imaginado y creado, apareció la luz de Dios,
En Sof.
Ésta se elevó y extendió por detrás de los serafines y los querubines para derramarse suavemente sobre las almas humanas, llenándolas y poniendo al descubierto sus secretos.
»Las almas exclamaron de gozo. Los ángeles entonaron unos himnos de alabanza. Yo abrí los brazos y empecé a cantar: "Señor, os he traído las almas que me pediste. Contempla tu Creación, contempla las almas de los seres de carne y hueso que creaste a partir de unas minúsculas células, a los que luego arrojaste al reino de las tinieblas y que ahora se hallan ante tu excelso trono. ¡He cumplido mi misión, Señor! He regresado y tú lo has permitido."
»Tras esas palabras, me postré de rodillas ante Dios.
»Los cánticos alcanzaron un frenesí, un sonido que ningún ser de carne y hueso podría soportar. Todos los ángeles entonaban himnos de alabanza al Señor. Las almas humanas empezaron a adquirir una mayor densidad, a hacerse más visibles, hasta que se aparecieron ante nosotros con tanta claridad como nosotros ante ellas. Algunas se cogieron de las manos y empezaron a saltar y brincar como niños; otras lloraban y gritaban mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
»De pronto la luz se volvió más intensa y entonces comprendimos que Dios se disponía a hablar. Todos enmudecimos. Todos los miembros del
bene ha elohim
nos hallábamos presentes. Dios dijo: »—Hijos míos, queridos hijos. Memnoch ha venido acompañado de millones de almas merecedoras del cielo.
»Luego, Dios calló y su luz se hizo más intensa y cálida. Todos los presentes lanzaron exclamaciones de júbilo y amor.
»Yo me tendí en el suelo del cielo, extenuado, contemplando el inmenso firmamento tachonado de estrellas que se extendía sobre mí. Oí cómo las almas de los humanos corrían de un lado a otro. Oí los himnos y cánticos con que los ángeles daban la bienvenida a los recién llegados. Lo oí todo, y luego, como un mortal, cerré los ojos.
»Ignoro si Dios duerme alguna vez. El caso es que cerré los ojos y permanecí inmóvil, bañado por la luz del Señor. Después de pasar tantos años en el reino de las tinieblas, me hallaba de nuevo en un lugar cálido y seguro, a salvo.
»Al cabo de un rato me di cuenta de que cuatro serafines se habían acercado y me observaban fijamente. Sus rostros irradiaban una luz tan intensa que casi no podía mirarlos.
»—Dios desea hablar contigo —dijeron.
»—¡Ahora mismo! —contesté, levantándome de un salto.
»De pronto me encontré solo, alejado de las eufóricas multitudes de ángeles y almas humanas, rodeado de silencio, sin nadie que me apoyara. Me cubrí los ojos con el brazo para impedir que la luz me cegara, tan cerca como estaba de la presencia de Dios.
»Al instante, consciente de que Dios podía interpretar el gesto de cubrirme los ojos como un gesto de desacato, lo cual podría significar mi aniquilación, obedecí.
»El resplandor se había vuelto uniforme, glorioso pero tolerable. En medio de él, descubrí un semblante parecido al mío. No puedo decir que fuera un rostro humano. Vi un semblante, una persona, una expresión... El semblante de Dios me observó directa y fijamente.
»Resultaba tan hermoso que hubiera sido imposible volverme para no mirarlo. Al cabo de unos instantes su resplandor se hizo más intenso, obligándome a parpadear y a reprimir el deseo de protegerme los ojos para no quedar irremediablemente cegado.
»Luego, la luz disminuyó; redujo su intensidad hasta un nivel tolerable y me envolvió suavemente en lugar deslumbrarme. Me quedé inmóvil, temblando, satisfecho de no haber cedido al deseo de cubrirme el rostro.
»—Te felicito, Memnoch —dijo Dios—. Has traído unas almas del reino de las tinieblas que merecen compartir el cielo con nosotros; has incrementado la alegría y el gozo del cielo; en definitiva, has cumplido la misión que te encomendé.
»En señal de gratitud, entoné un himno de alabanza, repitiendo que Dios había creado esas almas y que en su infinita misericordia había permitido que llegaran a Él.
»—Pareces muy satisfecho —observó Dios.
»—Sí, pero sólo si Tú también lo estás —respondí, lo cual no era del todo cierto.
»—Ve a reunirte con los otros ángeles —me ordenó el Señor—. Te perdono por haberte convertido en un mortal de carne y hueso sin mi consentimiento y haber yacido con las hijas de los hombres. Atenderé tus súplicas de misericordia para las almas del
sheol.
Ahora, retírate y no vuelvas a interferir en el curso de la naturaleza, ni de la humanidad, puesto que insistes en que ésta no forma parte de aquélla, aunque estás equivocado.
»—Señor... —empecé a decir tímidamente.
»—¿Sí?
»—Señor, esas almas que he traído del reino de las tinieblas constituyen menos de una centésima parte de las almas que habitan en esa región; menos de una centésima parte de las que se han desintegrado o desaparecido desde el comienzo del mundo. En el
sheol
reina la confusión, el caos. Estas almas son las elegidas.
»—¿Acaso crees que no lo sé? ¿Crees que no estoy informado de todo cuanto ocurre en el universo? —preguntó Dios.
»—Deja que regrese al reino de las tinieblas y trate de instruir a aquellas que aún no han alcanzado el nivel del cielo. Deja que las purifique a fin de que sean merecedoras de gozar de tu divina Presencia.
»—¿Por qué?
»—Señor, por cada millón de almas que consigan salvarse, se condenarán varios millones.
»—Ya sabes que lo sé, ¿no es cierto?
»—¡Apiádate de ellas, Señor! Apiádate de los seres humanos de la Tierra que mediante toda clase de ritos tratan de llegar a ti, de conocerte, de aplacar tu ira.
»—¿Por qué?
»No respondí. Estaba desconcertado. Al cabo de unos momentos, pregunté:
»—¿Acaso no te importan esas almas que vagan inmersas en un mar de confusión, que sufren en esas tinieblas?
»—¿Por qué deberían importarme? —inquirió Dios.
»Hice otra pausa, a fin de meditar debidamente la respuesta. Pero antes de que pudiera responder, el Señor me preguntó:
»—¿Eres capaz de contar todas las estrellas que hay en el cielo, Memnoch? ¿Conoces sus nombres, sus órbitas, sus destinos en la naturaleza? ¿Puedes hacer un cálculo aproximado del número de granos de arena que hay en el mar?
»—No, Señor —contesté.
»—En toda la Creación existen innumerables criaturas, de las cuales sólo sobrevive una pequeña parte: peces, tortugas, insectos... Bajo la trayectoria del Sol en un solo día puede nacer un centenar, un millón de miembros de una especie, de los cuales sólo un puñado conseguirá sobrevivir y reproducirse. ¿No lo comprendes?
»—Sí, Señor. Lo comprendí hace tiempo, cuando presencié la evolución de los animales.
»—Así pues, ¿qué me importa que sólo acceda al cielo un puñado de almas? Es posible que dentro de un tiempo te envíe de nuevo al reino de las tinieblas, pero no puedo asegurártelo.
»—Señor, la humanidad siente y padece.
»—¿Acaso quieres volver a discutir sobre la naturaleza? La humanidad fue creada por mí, Memnoch, y su desarrollo sigue mis leyes.
»—Pero, Señor, todo cuanto existe en el mundo acaba muriendo, y esas almas tienen la posibilidad de vivir eternamente. Están fuera del ciclo. Constituyen una voluntad y una sabiduría invisibles. ¿Es que tus leyes no prevén que puedan acceder al cielo? Te lo pregunto, Señor, deseo que me respondas porque, pese al gran amor que te profeso, no alcanzo a comprenderlo.
»—Memnoch, lo invisible y la voluntad se encarnan en mis ángeles y obedecen mis leyes.
»—Sí, señor, pero no mueren. Tú hablas con nosotros, te revelas ante nosotros, nos amas, nos permites ver cosas.
»—¿No crees que la belleza de la Creación revela mi luz a la humanidad? ¿No comprendes que esas almas, que tú mismo has traído aquí, se han desarrollado a partir de una percepción de la gloria de todo cuanto existe en el universo?
»—Podrían acceder muchas más al cielo, Señor, si las ayudáramos. El número de almas que he traído es insignificante. ¿Qué pueden concebir los animales inferiores que no sean capaces de conseguir? Es decir, el león concibe la carne de gacela y la consigue, ¿no es cierto? Pues bien, los animales humanos conciben a Dios Todopoderoso y ansían gozar de su presencia.
»—Eso ya me lo has demostrado —respondió Dios—. Se lo has demostrado a todos los moradores del cielo.
»—¡Pero son muy pocas las almas que han accedido al cielo! Señor, si fueras un hombre de carne y hueso, si hubieras descendido a la Tierra como yo...
»—Cuidado, Memnoch.
»—No, Señor, discúlpame, pero no puedo renunciar a la lógica, y la lógica me dice que si descendieras a la Tierra y te convirtieras en un hombre de carne y hueso entenderías mejor a esas criaturas a las que crees conocer, pero en realidad no conoces.
«Silencio.
»—Señor, tu luz no traspasa la carne humana; la toma por carne animal. Puede que lo sepas todo, Señor, pero no estás al corriente de cada minúsculo detalle del universo. Es imposible, puesto que de otro modo no permitirías que esas pobres almas languidecieran en el reino de las tinieblas. No consentirías que el sufrimiento de los hombres y mujeres de la Tierra careciera de sentido. No lo creo. ¡Me niego a creerlo!
»—No tengo necesidad de repetir las cosas, Memnoch.
»Yo callé.
»—Como verás, me muestro benevolente contigo —dijo Dios.
»—Es cierto, pero te equivocas, Señor. Si permitieras a esas almas acceder al cielo, entonarían sin cesar himnos de alabanza a Ti, ensalzando tu infinita bondad y sabiduría. En el cielo sonarían eternamente cantos e himnos de gloria.
»—No necesito esos himnos, Memnoch —contestó Dios.
»—Entonces ¿por qué los cantamos los ángeles?
»—¡Tú eres el único de mis ángeles que se atreve a acusarme! No confías en mí. Esas almas que rescataste del
sheol
confían más en mí que tú. ¿No fue ése el criterio que te guió a la hora de elegirlas? ¿El hecho de que confiaban en la sabiduría de Dios?
»No pude reprimirme y contesté:
»—Cuando me convertí en un hombre de carne y hueso comprendí muchas cosas que confirmaron mis sospechas, Señor. ¿Qué quieres que haga, Señor? ¿Mentirte? ¿Decir cosas que no son ciertas para complacerte? Señor, en la humanidad existe algo misterioso que ni Tú mismo alcanzas a comprender. No hay otra explicación, pues de otro modo no existiría la naturaleza ni las leyes.
»—Vete, Memnoch. Aléjate de mi vista. Baja a la Tierra pero no te atrevas a interferir en nada, ¿me has entendido?
»—Haz la prueba, Señor. Conviértete en un hombre de carne y hueso como hice yo. Eres omnipotente, puedes asumir una forma mortal...
»—¡Silencio, Memnoch!
»—Si no te atreves a hacerlo, si te parece indigno del Creador que trate de comprender cada célula de su Creación, entonces silencia los himnos de alabanza que te dedican los ángeles y los hombres. Haz que callen, puesto que aseguras que no los necesitas, y reflexiona sobre lo que tu Creación significa para ti.
»—¡Fuera de aquí! —exclamó el Señor. Al instante aparecieron de nuevos todos los ángeles, todos los espíritus que conformaban el
bene ha elohim,
junto con el millón de almas que habían conseguido salvarse. Miguel y Rafael se situaron ante mí, observándome horrorizados mientras me obligaban a retroceder y abandonar el cielo.