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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (38 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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»—¡Te nombré uno de mis observadores! ¿Qué has hecho? —me increpó la voz de Dios, pequeña, junto a mi oído.

»Yo rompí a llorar, desconsolado.

»—¡Señor, se trata de un malentendido. Deja... que te lo explique.

»—¡Quédate con los humanos a los que tanto amas! —me dijo Dios—. Que ellos se ocupen de ti, pues me niego a escucharte hasta que mi ira se haya aplacado. Abraza el cuerpo de esa mujer que tanto deseas, y que te ha contaminado. No volverás a presentarte ante mí hasta que te mande llamar.

»El viento empezó a soplar y, al tumbarme de espaldas, advertí que no tenía alas, que había vuelto a adoptar el cuerpo de un hombre.

»Estaba de nuevo embutido en el cuerpo que yo mismo había creado y que el Señor me había devuelto generosamente, hasta la última célula. Permanecí tendido en el suelo, dolorido, débil, gimiendo lastimosamente.

»Jamás me había oído llorar con voz humana. No sollozaba con rabia ni desespero. Estaba aún muy seguro de mí mismo, de que Dios me amaba. Sabía que estaba enojado conmigo, sí, pero no era la primera vez que eso sucedía.

»Lo que sentí fue el dolor de la separación de Dios. No podía ascender al cielo por voluntad propia. No podía abandonar mi cuerpo mortal. Al fin me incorporé y levanté los brazos como si quisiera elevarme, pero no lo conseguí. Presa de una profunda sensación de tristeza y soledad, agaché al cabeza.

»Había anochecido. El firmamento estaba tachonado de estrellas, que me parecieron tan remotas como si nunca hubiera pisado el cielo. Cerré los ojos y oí los lamentos de las almas que se hallaban en el reino de las tinieblas. Las oí cerca de mí, preguntándome quién era, qué era lo que habían presenciado, por qué Dios me había arrojado a la Tierra. Antes mi presencia había pasado inadvertida, pero cuando Dios me arrojó a la Tierra caí de forma espectacular como ángel y asumí de inmediato la forma de un hombre.

»Las almas que poblaban el reino de las tinieblas me abrumaban con sus acuciantes preguntas.

»—¿Qué puedo responder, Señor? ¡Ayúdame! —grité.

»De pronto percibí el perfume de la mujer. Al volverme la vi acercarse con cautela. Cuando vio mi rostro, cuando observó mis lágrimas y mi tristeza, se dirigió resuelta hacia mí, oprimió sus cálidos pechos contra mi torso y me abrazó con manos temblorosas.

13

—La mujer me condujo de nuevo al campamento. Al entrar, los hombres, las mujeres y los niños que estaban sentados alrededor de una hoguera se levantaron y corrieron hacia mí. Yo sabía que poseía una belleza angelical, y sus miradas de admiración no me sorprendieron. Pero me preguntaba qué se proponían hacer conmigo.

»Me senté y me dieron de comer y beber. Tenía hambre y estaba sediento. Durante tres días sólo había bebido agua y había comido unas pocas bayas que había cogido en el bosque.

»Me senté junto a los hombres, con las piernas cruzadas, y comí la carne asada que me ofrecieron. La mujer, la hija del hombre, se apretó contra mí, en una actitud desafiante, para demostrar que estábamos unidos y nada ni nadie podía separarnos, y habló.

»Se puso en pie, levantó los brazos y relató en voz alta lo que había visto. Se expresaba en un lenguaje sencillo, pero suficientemente elocuente para explicar que me había encontrado en la orilla del río, desnudo, y que se había entregado a mí en un acto de devoción y adoración, pues sabía que yo no era un hombre terrenal.

»Tan pronto como mi semen penetró en su cuerpo, una magnífica luz invadió la cueva. Ella huyó aterrada, pero yo me enfrenté a la luz sin temor, como si la conociera, y me transformé ante sus ojos, de tal modo que ella podía ver a través de mí y a la vez seguir viéndome. Según dijo la mujer, me convertí en un ser inmenso provisto de unas alas blancas. Esa visión de una criatura transparente como el agua la pudo contemplar sólo durante unos instantes. Luego desapareció. Es decir, me esfumé. Temblando, la mujer se puso a rezar a sus antepasados, al Creador, a los demonios del desierto, a todas las potencias, para implorar su protección. De pronto me vio aparecer de nuevo —transparente, para resumir sus sencillas palabras, pero visible— alado y gigantesco, precipitándome hacia la Tierra en una caída mortal, pues había vuelto a convertirme en un ser mortal, tan sólido como todos los que se hallaban allí presentes.

»—Dios —le rogué yo—, ¿qué puedo hacer? Lo que esa mujer ha dicho es cierto. Pero no soy un dios. Tú eres Dios. ¿Qué debo hacer?

»No obtuve ninguna respuesta del cielo, al menos no la percibí en mis oídos, ni tampoco en mi corazón ni en mi complejo cerebro.

»En cuanto a nuestros interlocutores, unos treinta y cinco si excluimos a los niños, todos guardaron silencio y se limitaron a observarnos con aire pensativo. Nadie quería precipitarse en aceptar el relato de la mujer, pero tampoco iban a rechazarlo sin haberlo meditado debidamente. Parecían impresionados por mi talante y mi empaque.

»No me sorprendió. Desde luego, no me acobardé ante ellos ni me puse a temblar ni demostré que sufría. No había aprendido a expresar el sufrimiento angélico a través de la carne. Me limité a permanecer sentado, consciente de que también les impresionaba mi juventud, mi belleza, mi misterio. Les faltaba valor para agredirme como hacían con otros, para matarme a golpes o a cuchilladas o quemarme en la hoguera, como les había visto hacer con sus enemigos e incluso con los de su propia tribu.

»De pronto todos comenzaron a murmurar entre sí. Un hombre muy anciano se levantó y habló con unas palabras aún más singulares que las de la mujer. Diría que poseía la mitad del vocabulario de ésta, pero le bastaba y sobraba para expresarse.

»—¿Qué tienes que decir? —me preguntó.

»Los otros reaccionaron como si me hubiera hecho una pregunta genial. Quizá lo fuera. La mujer se sentó junto a mí, me miró con aire implorante y me abrazó.

«Comprendí que su suerte estaba ligada a la mía. Temía a aquellas gentes, aunque eran sus conciudadanos, y en cambio yo no le infundía ningún temor. Eso es obra de la ternura y el amor, pensé, y de un prodigio. ¡Y Dios insiste en que esa gente forma parte de la naturaleza!

«Permanecí con la cabeza agachada, reflexionando, durante unos momentos, pero luego me puse en pie, ayudé a la mujer, a mi compañera, a levantarse y, utilizando todas las palabras conocidas de su lengua, incluidas algunas que los niños habían ido añadiendo a lo largo de esa generación y que los adultos desconocían, dije:

»—No pretendo haceros ningún daño. Vengo del cielo. He venido para conocer vuestras costumbres y aprender a amaros. No os deseo ningún mal, sino todo lo contrario.

»Mis palabras provocaron un gran vocerío, un clamor de satisfacción. La gente se levantó y comenzó a aplaudir, mientras los niños daban saltos de alegría. Todos se mostraron de acuerdo en que Lilia, la mujer con la que había estado, regresara al grupo. Cuando la vi caminando por la orilla del mar la habían expulsado del poblado. Pero ahora había regresado acompañada por una deidad, un ser celestial, exclamaban, haciendo todo tipo de combinaciones de sílabas para describirme.

»—¡No! —protesté—. No soy un Dios. Yo no creé el mundo. Tan sólo venero, al igual que vosotros, al Dios creador del universo.

»Esas palabras también fueron acogidas con grandes gritos de júbilo. El desenfreno empezó a alarmarme. Era consciente de las limitaciones de mi cuerpo mientras los otros bailaban y chillaban a mi alrededor, asestando patadas a los troncos que ardían en la hoguera, y la hermosa Lilia me abrazaba.

»—Necesito dormir —dije. Era verdad. Apenas había dormido más de una hora seguida durante los tres días que llevaba encarnado en un hombre y me sentía cansado, magullado y deprimido por haber sido expulsado del cielo. Deseaba acostarme junto a aquella mujer y hundir la cabeza entre sus brazos.

»Todos manifestaron su aprobación. A continuación nos prepararon una choza. La gente corría de un lado a otro transportando las mejores pieles y cueros curtidos para acondicionar nuestra vivienda. Luego me condujeron hasta ella en silencio y me tendí sobre la piel de una cabra montesa, larga y suave.

»—¿Qué quieres que haga, Dios mío? —pregunté en voz alta.

»No obtuve respuesta. En la choza reinaba sólo el silencio y la oscuridad. De pronto sentí cómo los brazos de la hija del hombre me rodeaban con ternura y pasión, esa misteriosa y milagrosa combinación que conjuga el amor con la lujuria.

Memnoch se detuvo. Parecía extenuado. Se levantó y se acercó a la orilla del mar. Vi la silueta de sus alas durante unos instantes, tal vez como la había visto la mujer, pero luego éstas desaparecieron y asumió de nuevo la forma de un hombre alto de hombros encorvados; se hallaba de espaldas a mí y ocultaba el rostro entre las manos.

—¿Qué sucedió, Memnoch? —pregunté—. ¡Es imposible que Dios te abandonara de ese modo! ¿Qué hiciste? ¿Qué pasó a la mañana siguiente, cuando te despertaste?

Memnoch suspiró, se volvió y se sentó de nuevo junto a mí.

—A la mañana siguiente, tras haber copulado con ella media docena de veces me encontraba medio muerto, pero aprendí otra lección. No sabía qué hacer. Mientras Lilia dormía, recé a Dios, a Miguel, a los otros ángeles, suplicándoles que me indicaran lo que debía hacer.

»¿A que no adivinas quién me respondió? —preguntó Memnoch.

—Las almas del reino de las tinieblas —contesté.

—Justamente. ¿Cómo lo has adivinado? Fueron esos espíritus, los más fuertes, quienes oyeron mis ruegos al Creador y percibieron el ímpetu y la esencia de mis gemidos, mis disculpas y mis súplicas de perdón y comprensión. Lo oyeron y asimilaron todo, como oían y asimilaban los deseos espirituales de sus hijos humanos. Cuando amaneció, cuando los hombres del grupo se reunieron, sólo tenía la certeza de una única cosa:

«Pasara lo que pasase, cualquiera que fuera la voluntad de Dios, las almas del reino de las tinieblas ya no serían las mismas. Habían aprendido demasiadas cosas a través de la voz del ángel caído, el cual había elevado sus desesperados ruegos al cielo y a Dios.

«Lógicamente, en aquellos momentos no lo pensé, no me puse a reflexionar sobre ello. Las almas más fuertes habían vislumbrado el paraíso. Sabían que existía una luz que hacía que un ángel llorara sin consuelo e implorara perdón ante el temor de no volver a verla. No, no pensé en ello.

»Dios me había abandonado. Eso era lo único que me preocupaba. Dios se había alejado de mí. Al salir de la choza vi que el campamento estaba atestado de gente. Habían acudido hombres y mujeres de todos los poblados cercanos para verme.

»Tuvimos que abandonar el recinto y dirigirnos a uno de los campos. Mira hacia la derecha. ¿Ves esas onduladas colinas, ese extenso prado donde el agua..?

—Sí.

—Ahí es donde nos reunimos. Enseguida se hizo evidente que esa gente esperaban algo de mí: que hablara, obrara un milagro, me salieran alas o algo así. En cuanto a Lilia, seguía abrazada a mí, hermosa y seductora, mientras me contemplaba con asombro...

»Nos subimos en esa roca de ahí, entre esas piedras que los glaciares depositaron hace millones de años. Lilia se sentó en ella y yo permanecí de pie ante la multitud con los brazos extendidos y la mirada elevada al cielo.

»Rogué a Dios con todo mi corazón que me perdonara, que me acogiera de nuevo en su seno, que me permitiera recuperar mi forma angelical, invisible, y ascender al cielo. Lo deseé con todas mis fuerzas, imaginando que ocurría, intenté por todos los medios recuperar mi antigua naturaleza. Pero fue en vano.

»No vi otra cosa en el cielo que lo que veían los hombres: la bóveda celeste, las nubes blancas que se deslizaban hacia el este y la vaga silueta de la Luna, puesto que era de día. El sol me hería los hombros y la coronilla. En aquel momento comprendí algo que me horrorizó: probablemente moriría encerrado en ese cuerpo. ¡Había renunciado a mi inmortalidad! Dios me había convertido en un ser mortal y me había vuelto la espalda.

»Medité en ello durante un buen rato. Lo había sospechado desde el primer momento, pero ahora tenía el convencimiento. De pronto me enfurecí. Miré a los hombres y las mujeres que me rodeaban y recordé las palabras de Dios: "Ve con aquellos a los que tanto amas." En aquellos momentos tomé una decisión.

»Si ése era mi fin, si iba a morir en aquel cuerpo mortal como cualquier hombre, si sólo me quedaban unos días, semanas o años —el tiempo que mi cuerpo consiguiera sobrevivir en ese mundo salpicado de peligros— debía ofrecer a Dios lo mejor de mí mismo. Debía morir como un ángel, si ése era mi destino.

»—¡Te amo, Señor! —exclamé mientras me devanaba los sesos en un intento de pensar algún acto extraordinario que ofrecerle a Dios.

»Al cabo de unos instantes se me ocurrió algo inmediato y lógico, tal vez hasta evidente. Enseñaría a esas gentes todo cuanto sabía. No sólo les hablaría del cielo, de Dios y los ángeles, pues eso no les serviría de nada, sino que les aconsejaría que procuraran morir de forma plácida e intentasen alcanzar la paz en el reino de las tinieblas.

»Era lo menos que podía hacer. Además, también les enseñaría lo que yo había aprendido sobre su mundo, lo que había percibido con mi lógica y ellos aún desconocían.

»Empecé a hablarles sin más dilación. Los conduje hacia las montañas, entramos en las cuevas y les mostré las vetas minerales. Les dije que cuando ese metal estaba caliente brotaba de la tierra en forma líquida, pero que ellos podían calentarlo de nuevo para hacerlo maleable y así confeccionar todo tipo de objetos con él.

»Cuando regresamos a la orilla del mar cogí un puñado de tierra y formé con ella unas figuritas. Luego cogí un palo, tracé un círculo en la arena y les hablé sobre los símbolos. Les dije que podíamos hacer un símbolo parecido a un lino que representara a Lilia, cuyo nombre en su lengua significa "lirio", y así como otro símbolo que representara lo que yo era: un hombre alado. Hice unos dibujos en la arena y les mostré lo fácil que resultaba ligar una imagen a un concepto o a un objeto concreto.

»Al atardecer, las mujeres se congregaron a mi alrededor y les enseñé cómo trenzar tiras de cuero, lo cual jamás se les había ocurrido, para una pieza grande con ese material. Todo era lógico y se ajustaba a lo que yo había deducido mientras observaba el mundo cuando era un ángel.

»Esas gentes ya conocían las estaciones de la Luna, pero no el calendario del Sol. Yo les expliqué cuántos días componían un año, dependiendo del movimiento del Sol y los planetas, y les dije que podían escribir eso con símbolos. Luego cogimos un poco de arcilla de la orilla del mar y formamos con ella unas placas en las que dibujé con una vara las estrellas, el cielo y los ángeles. Luego dejamos que esas placas, o tablas, se secaran al sol.

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