Memnoch, el diablo (41 page)

Read Memnoch, el diablo Online

Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
7.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

»—¡Lo digo en serio, Señor! Yo no era un ser con el que jamás hubieran soñado. ¿Era esto lo que te proponías al crear el mundo, que esas gentes alzasen la voz contra ti? ¿Puedes contestar a mi pregunta?

»Poco a poco los ángeles se fueron calmando y sus risas se desvanecieron, para dar paso a unos himnos de alabanza a Dios por su infinita paciencia conmigo.

»No me uní al coro de voces. Contemplé los rayos de luz que emanaban de Dios, y el misterio de mi obcecación, mi ira y mi curiosidad hizo que me aplacara un poco, aunque sin caer en ningún momento en el desánimo.

»—Confío en ti, Señor —dije—. Tú sabes bien lo que haces. Debes de saberlo. De lo contrario... estamos perdidos.

»Al comprender lo que acaba de decir me quedé atónito. Jamás había llegado tan lejos en mis disputas con Dios, jamás me había atrevido a decir nada semejante. Horrorizado, alcé la vista hacia la luz y pensé: "¿Y si Dios no supiera lo está haciendo ni lo hubiera sabido nunca?".

»Me tapé la boca con las manos para no soltar un despropósito, mientras ordenaba a mi cerebro que dejara de pensar esos pensamientos temerarios y blasfemos. Conocía bien a Dios. Él estaba ahí.

Me hallaba en su presencia. ¿Cómo se me había ocurrido pensar semejante cosa? Sin embargo, Dios había dicho: "No confías en mí", sabiendo que tenía razón.

»La luz de Dios se intensificó de forma extraordinaria; se expandió. Las formas de los serafines y los querubines se volvieron más pequeñas y transparentes. La luz lo llenaba todo, envolviéndonos a mí y a todos los ángeles. Me sentí unido a ellos por el amor que Dios derramaba sobre nosotros, un amor tan infinito y total que no hubiéramos podido ansiar ni imaginar una dicha mayor.

»Cuando Dios habló de nuevo sus palabras quedaron eclipsadas por el resplandor de su amor, el cual me abrumaba. No obstante, las escuché atento y me llegaron al corazón.

»Los otros ángeles también las escucharon.

»—Ve al reino de las tinieblas, Memnoch —dijo el Señor—, y busca diez almas, entre los millones de almas que hay allí, que sean merecedoras de compartir el cielo con nosotros. Interrógalas, diles lo que quieras, pero busca diez almas que creas que sean dignas de vivir con nosotros. Cuando las encuentres, tráemelas.

»—Sé que lo conseguiré, Señor —respondí, eufórico—. ¡Estoy seguro!

»De pronto me fijé en los rostros de Miguel, Rafael y Uriel, ahora casi oscurecidos por la luz divina, la cual ya había empezado a disminuir para alcanzar un grado más tolerable. Miguel parecía preocupado por mí y Rafael lloraba. Uriel me observaba fríamente, sin manifestar ninguna emoción. Era el rostro que tenían los ángeles antes de que comenzara el tiempo.

»—¿Puedo partir ahora mismo? —pregunté—. ¿Cuándo debo regresar?

»—Cuando quieras —respondió el Señor—, o cuando puedas.

»Estaba claro. Si no daba con esas diez almas no regresaría jamás.

»Yo asentí, acatando la decisión de Dios. Era lógica.

»—Mientras hablamos los años pasan en la Tierra, Memnoch. El poblado que visitaste y los que visitaron los otros ángeles se han convertido en importantes ciudades; el mundo gira bañado por la luz del cielo. ¿Qué puedo añadir, querido hijo? Ve al reino de las tinieblas y regresa cuanto antes con diez almas dignas de vivir en el cielo con nosotros.

»Abrí la boca para preguntar qué iba a ser de los observadores, de esa pequeña legión de dóciles ángeles que también habían conocido los placeres de los carne, cuando el Señor respondió:

»—Aguardarán tu regreso en un lugar adecuado del cielo. No conocerán mi decisión, ni su suerte, hasta que me hayas traído esas diez almas.

»—De acuerdo, Señor. Y ahora, con tu permiso, me marcho.

»Y sin hacer ninguna pregunta respecto a las condiciones o límites que entrañaba mi misión, yo, Memnoch, el arcángel y acusador de Dios, abandoné el cielo de inmediato y descendí hacia el inmenso y lúgubre reino de las tinieblas.

15

—Pero, Memnoch, Dios no te dio ningún criterio para evaluar esas almas, ¿no es cierto? —le interrumpí—. ¿Cómo podías saber cuáles eran dignas de compartir el cielo con vosotros?

Memnoch sonrió.

—Así es, Lestat, eso es exactamente lo que Él hizo y el modo en que lo hizo. Y en cuanto penetré en el reino de las tinieblas, la cuestión del criterio que debía adoptar para elegir a las diez almas se convirtió en mi obsesión. Ésa es la forma en que Dios hace las cosas.

—Yo se lo hubiera preguntado.

—No, no quise hacerlo —respondió Memnoch—. Como te he dicho, así es como Él actúa y sabía que mi única esperanza era elaborar mi propio criterio. ¿Comprendes?

—Creo que sí.

—Estoy seguro de ello —dijo Memnoch—. Bien, imagina la situación. La población del mundo ha aumentado hasta sumar millones de habitantes, han aparecido importantes ciudades, buena parte de ellas en el valle al que había descendido y donde había dejado mi impronta en los muros de las cuevas. La humanidad se ha desplazado hacia el norte y el sur del planeta; los asentamientos, los poblados y las fortificaciones se hallan en diferentes etapas de desarrollo. La tierra de las ciudades se llama Mesopotamia, creo, o puede que sea Sumer o quizás Ur. Vuestros eruditos descubren nuevos datos cada día.

»Los sueños del hombre respecto a la inmortalidad y su reencuentro con los muertos han facilitado la propagación de la religión. En el valle del Nilo se ha desarrollado una civilización de asombrosa estabilidad, mientras siguen estallando guerras en la que llamamos Tierra Santa.

»Al llegar al reino de las tinieblas, que hasta entonces sólo he observado desde fuera, compruebo que es inmenso y que aún alberga a algunas de las primeras almas que fueron creadas en el universo. Está poblado por millones de almas cuyos credos y afán de eternidad las han atraído de forma muy poderosa a ese lugar. La desesperación ha sumido a algunas en un mar de confusión y otras han adquirido tanta fuerza que dominan a las demás; algunas han aprendido el truco de bajar a la Tierra, escapando de la influencia de otras almas invisibles, para pasearse entre los mortales con el propósito de apoderarse de ellos, manipularlos, lastimarlos o amarlos.

»El mundo está poblado de espíritus. Algunos de ellos, los cuales no recuerdan haber sido humanos, se han convertido en lo que los hombres y las mujeres vendrán a denominar demonios, y pululan por el mundo ansiosos de poseer, de provocar graves disturbios o cometer simples diabluras, según su estadio de desarrollo.

—Y uno de esos demonios —dije— se convirtió en la madre y el padre vampíricos de nuestra especie.

—Exacto. Y creó esa mutación. Pero no fue el único. Existen otros monstruos en la Tierra que se mueven entre lo visible y lo invisible. Pero la gran preocupación del mundo ha sido y será siempre la suerte de sus millones de hombres y mujeres.

—Las mutaciones nunca han influido en la historia.

—Bueno, sí y no. ¿Crees que un alma enloquecida que grita por la boca de un profeta de carne y hueso no constituye una influencia, cuando las palabras de ese profeta son registradas en cinco lenguas distintas y se venden hoy en día en las librerías de Nueva York? Digamos que el proceso que yo había presenciado y luego describí ante Dios no se había detenido; algunas almas habían muerto; otras adquirieron una gran fuerza; otras consiguieron regresar encarnadas en otros cuerpos, aunque en aquellos momentos yo ignoraba qué medios empleaban para lograrlo.

—¿Lo sabes ahora?

—La reencarnación no es tan común como crees. Además, las almas que logran reencarnarse ganan muy poco con ello. No es difícil imaginar las situaciones que la propician. No siempre supone la aniquilación de un alma joven, es decir, la sustitución de ésta en el nuevo cuerpo. Sin duda, quienes consiguen reencarnarse continuamente representan un fenómeno que no podemos ignorar, aunque eso, como la evolución de los vampiros y otros seres inmortales terrenales, pertenece a un ámbito muy reducido. Aquí estamos hablando sobre el destino del conjunto de la humanidad. Hablamos de la totalidad del mundo humano.

—Sí, lo comprendo perfectamente, quizá mejor de lo que crees.

—De acuerdo. Aunque no tengo ningún criterio en que basarme, no obstante penetro en el reino de las tinieblas y compruebo que es una copia idéntica de la Tierra. Las almas han imaginado y proyectado, en su invisible existencia, todo tipo de estrambóticos edificios, criaturas y monstruos; es un alarde de imaginación sin una orientación divina y, tal como sospechaba, la gran mayoría de almas ignora que están muertas.

»Al entrar procuro hacerme invisible, pasar totalmente inadvertido. Pero resulta muy difícil, pues aquello es el reino de lo invisible; allí todo es invisible. Así pues, bajo mi forma angelical empiezo a recorrer los tenebrosos caminos del
sheol
entre almas deformes, a medio formar e informes, entre las almas que se lamentan y las moribundas.

»No obstante, esas almas apenas se fijan en mí. Están confusas, no distinguen las cosas con claridad. Como sabes, ese estado ha sido descrito por los chamanes humanos, por los santos y por quienes han atravesado la experiencia de la muerte pero han sido reanimados y han seguido viviendo.

—Sí.

—Bien, las almas humanas veían sólo un fragmento de cuanto las rodeaba. Yo veía la totalidad. Me paseé entre ellas sin temor y sin tener en cuenta el tiempo, o mejor dicho fuera de él, aunque el tiempo no detiene jamás su curso, por supuesto. Salía y entraba por donde quería.

—Un manicomio de almas.

—Más o menos, pero dentro de ese manicomio había un sinfín de mansiones, por emplear los términos de las Sagradas Escrituras. Las almas que sostenían unos credos similares se unían en su desesperación para reforzar sus mutuas creencias y aplacar sus temores. Pero la luz de la Tierra era demasiado tenue y la del cielo no llegaba hasta allí.

»De modo que, sí, era una especie de manicomio, el valle de la sombra de la muerte, ese terrible río de monstruos que las almas no se atrevían a atravesar para acceder al paraíso. Ninguna había conseguido alcanzarlo.

»Lo primero que hice fue escuchar atentamente, oír la canción que cualquier de esas almas quisiera cantar, es decir hablar, en mi lengua. Oí muchas afirmaciones, preguntas y conjeturas que me impresionaron por su coherencia. ¿Qué sabían esas almas? ¿En qué se habían convertido?

»En resumen, constaté que en aquel espantoso y tétrico lugar existían unas jerarquías creadas a partir del deseo de las almas de relacionarse con otras semejantes a ellas mismas. Era un lugar estratificado de forma un tanto aleatoria, pero presidido por un orden derivado del grado de conciencia, aceptación, confusión o ira que experimentaba cada alma.

»En el escalafón más próximo a la Tierra se hallaban las almas más miserables, las que se ocupaban sólo de comer, beber o apoderarse de otras, o que no podían aceptar ni comprender lo que les había sucedido.

»En el nivel inmediatamente superior se hallaban las almas confundidas y desesperadas, las cuales no hacían sino que luchar entre sí, gritar, organizar tumultos, tratar de lastimar a otras, invadir el territorio ajeno o escapar. Esas almas ni siquiera me vieron. Sin embargo, los humanos han visto esto y lo han plasmado en multitud de manuscritos a lo largo de los siglos. Nada de lo que yo pueda decir representaría una novedad.

»El último escalafón, el más próximo al cielo, hablando metafóricamente, estaba formado por las almas que comprendían que habían abandonado la naturaleza y se encontraban en otro lugar. Esas almas, algunas de las cuales llevaban allí desde el principio de los tiempos, habían asumido una actitud paciente; observaban la Tierra y trataban de ayudar, impulsadas por el amor, a las otras que las rodeaban para que aceptasen su propia muerte.

—Hallaste unas almas capaces de amar.

—Todas son capaces de amar —respondió Memnoch—. No existe una sola que no sienta amor hacia algo o alguien, aunque ese algo o ese alguien exista únicamente en su memoria o como un ideal. Pero sí, hallé unas almas que expresaban plácida y serenamente su inmenso amor hacia otras, así como hacia los seres vivos de la Tierra. Algunas habían centrado toda su atención en la Tierra y se dedicaban de forma exclusiva a responder a las plegarias de los desesperados, los necesitados y los enfermos.

»Por aquel entonces, en la Tierra habían estallado múltiples y cruentas guerras y vanas civilizaciones habían desaparecido a causa de las erupciones volcánicas. El abanico de posibilidades de sufrimiento se ampliaba sin cesar, y no sólo en proporción a los conocimientos adquiridos por la humanidad o al desarrollo cultural. Aquello se había convertido en algo incomprensible para un ángel. Cuando contemplaba la Tierra, ni siquiera me detuve a establecer qué era lo que diferenciaba las pasiones de un grupo humano de una determinada selva de las de otros grupos que habitaban en otra, o el motivo de que una población se dedicara generación tras generación a erigir monumentos de piedra. Por supuesto, yo lo sabía prácticamente todo, pero en aquellos momentos no cumplía una misión terrenal.

»Los muertos se habían convertido en mi especialidad.

»Me aproximé a las almas que contemplaban a sus semejantes con misericordia y compasión, tratando de influir en ellas por medio del pensamiento. Diez, veinte, treinta, vi millares de esas almas, en las cuales se había desvanecido toda esperanza de renacer o de una gran recompensa; unas almas resignadas a que aquello era la muerte definitiva, la eternidad; unas almas que se habían enamorado de la carne, al igual que nosotros, los ángeles.

»Me sentaba entre esas almas, aquí y allá, donde pudiera captar su atención, y hablaba con ellas. Enseguida comprendí que mi forma nada les importaba, pues suponían que la había elegido de igual manera que ellas habían elegido la suya. Algunas tenían aspecto de hombres y mujeres, pero otras no presentaban ninguna forma determinada. Sospecho que me tomaban por un novato que agitaba continuamente los brazos, las piernas y las alas para atraer la atención. Por lo general, sin embargo, si me acercaba a ellas con respeto y educación conseguía que se olvidaran durante unos instantes de la Tierra y respondieran a mis preguntas, a fin de averiguar la verdad.

»Creo que hablé con millones de ellas. Recorrí el reino de las tinieblas hablando con las almas que lo poblaban. Lo más difícil era captar su atención, pues siempre estaban pensando en la Tierra o en el fantasma de una existencia anterior, o sumidas en un estado de contemplación espiritual en el que la concentración les resultaba tan difícil y exigía tal esfuerzo que no podía ser perturbada.

Other books

The Ones by Daniel Sweren-Becker
The Wanderer by Timothy J. Jarvis
Mistakes We Make by Jenny Harper
Blue Roses by Mimi Strong
Lonestar Sanctuary by Colleen Coble
Rekindling Christmas by Hines, Yvette
All That's Missing by Sarah Sullivan