Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
»—No lo comprendo, Señor —contesté. Pero al volverme vi la tristeza reflejada en sus rostros y comprendí que se habían aproximado a mí como si yo fuera su protector. Esos ángeles habían recorrido también la Tierra entera, y habían contemplado y hecho las mismas cosas que yo.
»—Pero no de forma tan espectacular e ingeniosa —dijo el Señor—. Sin embargo, es cierto, han presenciado también la pasión y el misterio que envuelve a un hombre y una mujer cuando se unen carnalmente, se han sentido también atraídos por las hijas de los hombres y las han tomado por esposas.
«Entonces estalló un gran tumulto. Algunos ángeles seguían riendo alegres y felices, como si aquella escena formara parte de una espléndida y entretenida novela, mientras que otros expresaban su asombro y los observadores, mis compañeros, quienes en comparación con los miembros del
bene ha elohim
constituían un grupo insignificante, me miraron desconcertados, asustados y algunos con aire de reproche.
»—Nosotros te vimos hacerlo, Memnoch —murmuraron algunos.
»Ignoro si en aquellos instantes Dios se reía. La luz proyectaba sus inmensos rayos sobre las cabezas y los hombros de los serafines y los querubines, derramando un eterno y constante caudal de amor.
»—Mis hijos celestiales han descendido a la Tierra para visitar las tribus que pueblan el mundo y conocer los placeres de la carne, como bien sabes, Memnoch; no obstante como ya he dicho, han procedido de forma menos espectacular, sin perturbar la densa atmósfera de la naturaleza ni alterar mi plan divino.
»—Perdóname, Señor —murmuré.
»La legión de ángeles que se hallaba a mis espaldas emitió unos respetuosos murmullos de solidaridad.
»—Pero, decidme los que os habéis situado detrás de Memnoch, ¿cómo podéis justificar vuestras acciones, qué argumentos podéis exponer ante esta corte celestial?
«Silencio. Los ángeles cayeron postrados ante el Señor, implorando su perdón con tal abandono que sobraban las palabras. Sólo yo permanecí de pie.
»—Según parece, Señor —dije—, me he quedado solo.
»—¿Acaso no ha sido siempre así? Siempre has actuado de forma independiente, mi ángel que no confía en su Señor.
»—¡Cómo no voy a confiar en ti, Señor! —me apresuré a contestar—. ¡Confío plenamente! Pero no comprendo esas cosas y no puedo reprimir mis pensamientos ni mi personalidad, es imposible. Bien, no es imposible pero... no me parece justo guardar silencio. Debo expresar lo que pienso. Estoy obligado a exponer la situación tal como yo la entiendo, y al mismo tiempo deseo complacer a Dios.
»Había una gran división de opiniones —no entre los observadores, que no se atrevían a ponerse en pie y se cubrían con las alas como pájaros asustados en el nido, sino entre los que componían la corte celestial—. Hubo murmullos de desaprobación, cánticos, fragmentos de melodías, risas y preguntas. Muchos rostros se volvieron hacia mí para observarme con curiosidad e incluso con irritación.
»—Puedes exponer tu caso —dijo el Señor—. Pero antes de que comiences, recuerda, por mi bien y por el de todos los presentes, que lo sé todo. Conozco la humanidad como jamás tú podrás conocerla. He contemplado sus altares ensangrentados, sus danzas para invocar la lluvia, sus bárbaros sacrificios, he oído los lamentos de los heridos, los afligidos, los moribundos. Veo en la humanidad a la naturaleza, como la veo en los impetuosos mares y en los bosques. No me hagas perder el tiempo, Memnoch. O mejor dicho, no pierdas el tiempo que te concedo.
»Había llegado el momento. Guardé silencio mientras preparaba mi discurso. Era el momento más importante de mi existencia. Sentí inquietud, cierto nerviosismo, al darme cuenta del significado de aquel acontecimiento. Tenía una nutrida audiencia pendiente de mis palabras. No albergaba ninguna duda sobre lo que sentía e iba a decir, pero estaba furioso con la legión de ángeles que se hallaban postrados ante el Señor, sin decir palabra. De pronto comprendí que mientras permanecieran en aquella postura, dejándome solo ante Dios y su corte celestial, no diría nada. De modo que crucé los brazos y aguardé.
»Dios se echó a reír con suavidad, y toda su corte le imitó. Al cabo de un rato el Señor dijo a los ángeles que estaban postrados ante Él:
»—Levantaos, o me temo que, de lo contrario, permaneceremos aquí por los siglos de los siglos.
»—Comprendo que os burléis de mí, Señor, lo tengo merecido —dije—. Pero os doy las gracias.
»Los ángeles se levantaron, en medio de un gran murmullo de alas y túnicas, y permanecieron en pie, erguidos como los humanos indómitos y valientes que yo había visto en la Tierra.
»—El caso que deseo exponer es muy sencillo, Señor —dije—, pero sin duda ya sabes a qué me refiero. Trataré de exponerlo tan simple y claramente como pueda.
»"Hasta un determinado momento en la evolución de la Creación, el primate que habitaba en la Tierra formaba parte de la naturaleza y estaba sometido a sus leyes. Dotado de un cerebro más grande que el de otros animales, era infinitamente más astuto y feroz que éstos. Su inteligencia le permitía idear continuamente nuevos y salvajes métodos de atacar a sus semejantes. Pero pese a las guerras y ejecuciones que he presenciado, pese a haber visto asentamientos y poblados enteros quemados y destruidos, jamás he contemplado nada comparable a la violencia del reino de los insectos, el de los reptiles o el de los mamíferos inferiores, quienes luchan ciega y denodadamente por sobrevivir y propagarse.
»Tras esas palabras hice una pausa, por cortesía y para imprimir mayor dramatismo a mi relato. El Señor guardó silencio. Al cabo de un rato continué:
»—Después llegó el momento en que esos primates, cuyo aspecto, a esas alturas, guardaba un gran parecido con tu Imagen tal como la percibíamos en nosotros mismos, se separaron del resto de la naturaleza. No es que de pronto se les revelara su propia personalidad o la lógica de la vida y la muerte; no, no era tan sencillo. Por el contrario, el sentido de su propia identidad brotó de una nueva y anómala capacidad de amar. Fue entonces cuando la humanidad se dividió en familias, clanes y tribus, ligados por el íntimo conocimiento de la individualidad de cada cual, más que por el hecho de pertenecer a la misma especie, y permaneció unida a través del sufrimiento y las alegrías mediante el vínculo del amor. La familia humana trasciende la naturaleza, Señor. Si descendieras a la Tierra y...
»—Cuidado, Memnoch —murmuró Dios.
»—Sí, mi Señor —respondí, asintiendo y colocando las manos a la espalda para no parecer agresivo—. Quise decir que cuando bajé a la Tierra y observé a la familia humana en el mundo que tú has creado y que permites que se desarrolle conforme a tu plan divino, vi la familia como una flor nueva y sin precedentes, una flor rebosante de emociones y capacidades intelectuales que se había escindido del tallo de la naturaleza que la había alimentado y se hallaba a merced del viento. Vi el amor, Señor, percibí el amor que sentían el hombre y la mujer entre ellos y hacia sus hijos, su voluntad de sacrificarse el uno por el otro, de llorar a sus muertos, de venerar sus almas y de creer en un más allá donde poder reunirse de nuevo con esas almas. Fue gracias a ese amor y a la familia, a esa rara flor tan creativa, Señor, como el resto de tu obra, que las almas de esos seres permanecían vivas después de la muerte. ¿Qué otra cosa es capaz de comportarse así en al naturaleza, Señor? Todo devuelve a la Tierra lo que ha tomado de ella. Tu sabiduría se manifiesta en todo el universo; y quienes sufren y mueren bajo la bóveda celeste permanecen misericordiosamente ignorantes del plan que preveía su muerte. Ni los hombres ni las mujeres eran conscientes de ello. Pero en sus corazones, amándose como se aman, el compañero con la compañera, la familia con la familia, han imaginado el cielo, Señor, han imaginado el momento en que se reunirán con las almas de sus seres queridos y juntos entonarán cantos de gozo y alegría. Han imaginado la eternidad porque el amor lo exige, Señor. Han concebido esas ideas del mismo modo que conciben hijos de carne y hueso. Esto es lo que yo, en tanto que observador, he visto.
»Se produjo otro silencio. En el cielo, el silencio era tan profundo que sólo se percibían los sonidos que procedían de la Tierra, el murmullo del viento, de los mares, y los gritos, débiles y lejanos, de las almas que se hallaban en la Tierra y en el reino de las tinieblas.
»—Señor —dije—, esas gentes ansían creer en el cielo. Y mientras imaginan la eternidad, o la inmortalidad, pues no sé cómo definirlo, padecen injusticias, separaciones, enfermedades y muerte, como ningún otro animal de la Creación. Las almas que habitan el reino de las tinieblas tratan de ayudar a otras, así como a los mortales que se hallan en la Tierra, entregándose con generosidad en nombre del amor. El amor fluye eternamente entre la Tierra y
sheol.
Maldicen a tu corte invisible. Tratan de provocar tu ira, Señor, porque saben que estás aquí. Desean saber todo lo referente a ti, y a ellos mismos. ¡Desean saberlo todo!
»Ése era el núcleo de mi argumentación. Pero Dios no contestó ni interrumpió mi discurso.
»—Sólo puedo interpretarlo como tu mayor logro, Señor —dije—, un ser humano consciente de sí, del tiempo, dotado de un cerebro lo suficientemente vasto para comprender unos fenómenos que se sucedían a tal velocidad que nosotros, los observadores, apenas éramos capaces de tomar constancia de ellos. Pero el sufrimiento, el tormento y la curiosidad constituían un lamento destinado sólo a los oídos de los ángeles, y de Dios, si se me permite decirlo. Lo que deseo pedirte, Señor, es que concedas a esas almas, tanto las mortales como las que habitan en el reino de las tinieblas, una parte de nuestra luz. ¿No podrías darles luz como darías agua a un animal sediento? ¿No son esas almas merecedoras de ocupar un pequeño lugar en esta corte divina?
»El silencio parecía irreal, eterno, como el tiempo antes del tiempo.
»—¿No podrías intentarlo, Señor? De lo contrario, ¿qué suerte aguarda a esas almas invisibles que sobreviven sino hacerse cada vez más fuertes y vincularse a la carne, de forma que en lugar de propiciar unas revelaciones sobre la auténtica naturaleza de las cosas, propicien unas ideas tergiversadas que se fundamentan en pruebas inconexas y un pánico instintivo?
»Esta vez, renuncié a la idea de hacer una pausa cortés y proseguí sin detenerme.
»—Cuando asumí un cuerpo mortal, cuando yací con una mujer, lo hice porque me atraía, sí, porque se parecía a nosotros y porque me ofrecía un placer carnal como jamás había experimentado. Es cierto, Señor, que ese placer es inconmensurablemente pequeño si se compara con tu magnificencia, pero cuando yacíamos juntos, y alcanzábamos el placer, esa pequeña llama rugía con un sonido muy parecido a los cánticos celestiales. Nuestros corazones dejaron de latir al unísono, Señor. Experimentamos la eternidad en nuestra carne; el hombre que yo llevaba dentro sabía que la mujer lo sabía. Experimentamos una sensación que supera todas las sensaciones terrenales, una sensación que se aproxima a lo divino.
»Tras estas palabras, guardé silencio. ¿Qué podía añadir? Era inútil que tratase de embellecer mis argumentos con una serie de ejemplos, puesto que Dios lo sabe todo. De modo que crucé los brazos y bajé la mirada, de forma respetuosa, mientras meditaba. De pronto, los gemidos de las almas del reino de las tinieblas me distrajeron durante unos instantes e hicieron incluso que me olvidara de que estaba en presencia de Dios, recordándome mi promesa e instándome a regresar pronto junto a ellas.
»—Señor, perdóname —dije—. Tus prodigios me han confundido. Y si ése no era tu plan, entonces reconozco que estaba equivocado.
»De nuevo se hizo un silencio, suave, denso, vacío, como los habitantes de la Tierra no pueden concebir. Me mantuve firme porque no podía hacer otra cosa. Estaba convencido de que cada palabra que había pronunciado era sincera y valiente. Comprendí con toda claridad que si el Señor me expulsaba del cielo o me aplicaba cualquier otro castigo, lo tenía merecido. Él me había creado; yo era su ángel y su siervo. Si lo deseaba, podía destruirme. Recordé los lamentos de las almas de los muertos y me pregunté, como hubiera hecho un ser humano, si Dios iba a enviarme al reino de las tinieblas o me reservaba un castigo más terrible, pues en la naturaleza abundaban los ejemplos de catástrofes y destrucción, y Dios podía someterme a cualquier tormento que creyera justo.
»—Confío en ti, Señor —dije de pronto, pensando y hablando al mismo tiempo—. De otro modo, me habría postrado ante ti como los otros observadores. Eso no significa que ellos no confíen en ti, sino que creo que deseas que yo comprenda la bondad, que tu esencia es bondad, y no consentirás que esas almas sigan lamentándose en el reino de las tinieblas y la ignorancia. No consentirás que el hombre, con su vasta inteligencia, permanezca ajeno a todo lo divino.
»Por primera vez Dios contestó a mis palabras con calma.
»—Tú le has procurado una idea más que aproximada, Memnoch.
»—Es cierto, Señor. Pero las almas de los muertos han inspirado y alentado a los hombres, y sin embargo esas almas se hallan fuera de la naturaleza, tal como hemos visto, y cada día se hacen más fuertes. Francamente, no me lo explico, a menos que exista una especie de energía natural y tan compleja que no alcance a comprender. Esas almas parecen estar hechas de lo mismo que nosotros, de lo invisible, y cada individuo posee una identidad propia.
»Se produjo silencio. Al cabo de unos momentos el Señor respondió:
»—Muy bien. He escuchado tus argumentos. Ahora deseo hacerte una pregunta. ¿Qué es exactamente lo que te ha dado la humanidad a cambio de lo que tú le has dado a ella?
»La pregunta me dejó perplejo.
»—Y no me hables ahora del amor, Memnoch —añadió Dios—. De su capacidad para amarse. Sobre este particular, esta corte celestial está perfectamente informada. ¿Qué es lo que te ofrecieron a cambio, Memnoch?
»—La confirmación de mis sospechas, Señor —contesté con absoluta sinceridad—. Sabían que yo era un ángel. Me reconocieron enseguida. Tal como había supuesto.
»—¡Ah! —Del trono celestial brotó una sonora carcajada que retumbó en todo el cielo. Estoy seguro de que hasta debieron oírla en el reino de las tinieblas. Todos los ángeles reían y cantaban alborozados.
»Al principio no me atreví a moverme ni a decir nada, pero luego, de pronto, enfurecido, o quizá debería decir desconcertado, levanté la mano y dije: