Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Vi una puerta y corrí hacia ella.
—No, déjame marchar. No quiero quedarme. Me niego.
—¿Te niegas? —preguntó Memnoch, sujetándome el brazo derecho al tiempo que me miraba enojado y desplegaba lentamente las alas como si pretendiera envolverme en ellas, como si yo le perteneciera—. ¿No quieres ayudarme a vaciar este lugar, a enviar estas almas al cielo?
—¡No puedo hacerlo! —contesté—. ¡Me niego a hacerlo!
De pronto sentí que la ira me recorría las venas como lava hirviendo y borraba el temor, los temblores y las dudas. Había recuperado mi energía y decisión características.
—¡No quiero saber nada de esto! ¡No lo haré ni por ti, ni por Él, ni por ellos ni por nadie!
Retrocedí unos pasos y miré con indignación a Memnoch.
—No voy a hacerlo por un Dios tan ciego como Él, ni por nadie que me exija lo que tú me exiges. Ambos estáis locos. No te ayudaré. Me niego rotundamente.
—¿Serías capaz de hacerme eso, de abandonarme? —preguntó Memnoch. Su oscuro rostro estaba contraído de dolor y sobre sus negras y relucientes mejillas brillaban unas lágrimas—. ¿Serías capaz de no mover un dedo para ayudarme? ¿Después de todo lo que has hecho, Caín, asesino de tu hermano, asesino de inocentes, te niegas a ayudarme...?
—Basta. No puedo apoyarte ni ayudarte en tu empresa. ¡No quiero crear esto! ¡No lo soporto! ¡No puedo enseñar en esta escuela!
Estaba ronco y la garganta me ardía. El ruido ahogaba mis palabras, pero Memnoch comprendió lo que decía.
—No, jamás aceptaré esta situación, estas normas, este sistema.
—¡Cobarde! —rugió Memnoch. Sus ojos almendrados parecían más inmensos que nunca, el fuego se reflejaba en sus negras mejillas y frente—. Tengo tu alma en mis manos, te ofrezco tu salvación a un precio por el que quienes han sufrido durante milenios estarían dispuestos a hacer cualquier cosa.
—No quiero formar parte de este dolor, ni ahora ni nunca. Ve a hablar con Él, cambia las normas, hazle entrar en razón, pero no cuentes conmigo para ayudarte en esta empresa inhumana, atroz, injusta.
—¡Esto es el infierno, idiota! ¿Acaso esperabas servir al señor del infierno sin sufrir lo más mínimo?
—¡No lo haré! —grité—. ¡Al infierno con todos! —dije entre dientes. Estaba furioso y resuelto a no ceder un ápice—. ¡No participaré en esto! ¿No lo comprendes? ¡No puedo aceptarlo! ¡No puedo soportarlo! Me marcho. Dijiste que podía decidir libremente. Bien, pues me marcho a casa. ¡Déjame ir!
Tras estas palabras di media vuelta.
Memnoch me agarró del brazo en un intento de detenerme, pero lo derribé violentamente sobre el montón de almas que giraban y se disolvían. Los Espíritus Amables presenciaban la escena alarmados y disgustados.
—Vete —dijo Memnoch con rabia, tendido todavía sobre el suelo—. A Dios pongo por testigo que cuando mueras regresarás aquí de rodillas, como alumno y pupilo mío, pero jamás volveré a ofrecerte la oportunidad de convertirte en mi príncipe, mi ayudante.
Volví la cabeza y lo contemplé, aún tumbado en el suelo, su codo clavándose en el suave plumaje de su ala mientras trataba de incorporarse sobre sus monstruosas patas de macho cabrío. Luego avanzó hacia mí y gritó:
—¿Me has oído?
—¡No puedo servirte! —grité con todas mis fuerzas—. ¡No puedo hacerlo!
Luego me volví por última vez, consciente de que no volvería a mirar atrás y pensando únicamente en huir. Eché a correr por la resbaladiza ladera de marga y atravesé los arroyos, abriéndome paso entre los atónitos Espíritus Amables y las almas que no cesaban de gemir.
—¿Dónde está la escalinata? ¿Dónde están las puertas? ¡No podéis negarme el derecho a abandonar este lugar! ¡La muerte no se ha apoderado aún de mí! —grité, sin mirar atrás, sin dejar de correr.
—¡Dora! ¡David! ¡Ayudadme! —grité.
De pronto oí la voz de Memnoch junto a mi oído:
—Lestat, no me hagas esto, no te vayas. No regreses, Lestat, es una locura, te lo ruego, por el amor de Dios. ¡Por amor a Él y a tus semejantes, ayúdame!
—¡No! —grité, volviéndome y propinándole un empujón.
Memnoch cayó hacia atrás y quedó tendido en un escalón, atontado, su grotesca figura enmarcada por sus inmensas alas negras.
Ante mí vi la luz que penetraba a través de la puerta abierta y corrí hacia ella.
—¡Detenedlo! —gritó Memnoch—. ¡No le dejéis salir! ¡No dejéis que se lleve el velo!
—¡Tiene el velo de Verónica! —exclamó uno de los Espíritus Amables abalanzándose hacia mí a través de la penumbra.
Resbalé y casi perdí el equilibrio, pero seguí corriendo, sin hacer caso del dolor que sentía en las piernas. Los Espíritus Amables me pisaban los talones.
—¡Detenedlo!
—¡No lo dejéis marchar!
—¡Detenedlo!
—¡Arrebatadle el velo! —gritó Memnoch—. Lo lleva dentro de la camisa. ¡No debe salir de aquí con el velo!
Yo agité la mano para obligar a los Espíritus Amables a retroceder, y éstos chocaron contra un risco que se elevaba como una informe y silenciosa masa. Ante mí se alzaban las gigantescas puertas del infierno. Vi la luz y comprendí que era la luz de la Tierra, brillante y natural.
De pronto noté las manos de Memnoch sobre mis hombros, tratando de detenerme.
—¡No lo conseguirás! —grité—. ¡Que Dios me perdone y tú también, pero no dejaré que me robes el velo!
Alcé la mano izquierda para impedir que me lo arrebatara y le propiné otro empujón, pero Memnoch se precipitó hacia mí propulsado por sus gigantescas alas, obligándome a retroceder hacia la escalinata. Luego clavó los dedos en mi ojo izquierdo, me levantó el párpado y me arrancó el ojo. Noté que la gelatinosa masa se deslizaba por mi mejilla y se escurría entre mis temblorosas manos.
—¡Oh, no! —exclamó Memnoch, llevándose las manos a la boca y contemplando horrorizado el mismo objeto que contemplaba yo.
Mi ojo, redondo y azul, relucía sobre el escalón. Los Espíritus Amables lo observaron estupefactos.
—¡Písalo, aplástalo! —gritó uno de los Espíritus Amables, precipitándose hacia el lugar donde yacía el ojo.
—¡Sí, písalo, aplástalo, machácalo! —gritó otro.
—¡No! ¡No lo hagáis! ¡Deteneos! —ordenó Memnoch—. Os prohíbo que hagáis esto en mis dominios.
—¡Písalo!
Ése era el momento, mi oportunidad de escapar.
Eché a correr escaleras arriba, sin que mis pies rozaran apenas los escalones, me precipité a través de la luz y el silencio y aterricé en la nieve.
Era libre.
Me encontraba en la Tierra. Mis pies avanzaban sobre la resbaladiza nieve.
Tuerto, con el rostro ensangrentado y sujetando el velo que llevaba dentro de la camisa, corrí bajo la nieve mientras mis gritos retumbaban entre los edificios que me resultaban familiares, los oscuros y omnipresentes rascacielos de la ciudad que conocía. Me hallaba en casa. En la Tierra.
El sol acaba de ponerse tras el velo gris plomizo de la tormenta, el crepúsculo invernal devorado por la oscuridad y la blancura de la nieve.
—¡Dora, Dora, Dora!
Seguí corriendo sin detenerme.
Las confusas formas humanas avanzaban bajo la nieve, a través de pequeños y resbaladizos senderos; los automóviles se deslizaban lentamente a través de la tormenta y sus faros perforaban la densa blancura. Me caí repetidas veces sobre la espesa capa de nieve que cubría el suelo, pero me incorporé y seguí corriendo.
Los arcos y las torres de San Patricio se erguían ante mí. San Patricio.
Más allá se alzaba el muro de la Torre Olímpica, su cristal sólido como la piedra pulida, invencible, de una altura monstruosa, como una moderna torre de Babel que intentara alcanzar el cielo.
Me detuve, sintiendo que mi corazón estaba a punto de estallar.
—¡Dora! ¡Dora!
Alcancé las puertas del vestíbulo y contemplé las deslumbrantes luces, los pulidos suelos, los mortales que entraban y salían del edificio, volviéndose para contemplar algo que se movía con demasiada rapidez para sus ojos. La música suave y las luces tenues contribuían a crear un ambiente artificialmente cálido.
Me dirigí hacia la caja de la escalera y ascendí por ella como una brasa por una chimenea, atravesé el suelo de madera del apartamento e irrumpí en su habitación.
Dora.
La vi al instante, percibí el olor de la sangre que fluía entre sus piernas, vi su deliciosa carita, pálida y asustada. A su lado, como unos duendes que hubieran salido de un cuento de hadas o de unas historias del infierno, se hallaban Armand y David, unos vampiros, unos monstruos, observándome atónitos.
Traté de abrir el ojo izquierdo que había perdido, luego volví la cabeza hacia un lado y otro para observar a los tres con el ojo derecho, el que todavía conservaba. Sentía un intenso dolor en la cuenca de mi ojo izquierdo, como si me clavaran un millar de alfileres.
Armand me miró horrorizado. Iba vestido como un maniquí, como de costumbre. Llevaba una chaqueta de terciopelo, una camisa adornada con encaje y unas botas relucientes como un espejo. Su rostro, como el de un ángel de Botticelli, expresaba una profunda conmiseración.
David me miraba también con dolor y simpatía. Ambas figuras se habían transformado en una sola, el anciano caballero inglés y el joven cuerpo en el que había quedado atrapado, vestido con prendas invernales de mezclilla y cachemir.
Unos monstruos vestidos como hombres terrenales, de carne y hueso.
Junto a ellos estaba la esbelta y juvenil figura de Dora, mi amada Dora con sus inmensos ojos negros.
—Cariño —dijo Dora—, ¡estoy aquí!
Sus delgados y cálidos brazos rodearon mis hombros, haciendo caso omiso de los copos de nieve que se desprendían de mi cabello y mi ropa. Caí de rodillas y oculté el rostro en su falda, cerca de la sangre que brotaba de entre sus piernas, la sangre de su útero, la sangre de la Tierra, la sangre de Dora que emanaba de su cuerpo. Luego, caí hacia atrás y permanecí tendido en el suelo.
No podía hablar ni moverme. De pronto noté los labios de Dora sobre los míos.
—Te hallas a salvo, Lestat —dijo ésta.
¿O era la voz de David?
—Estás con nosotros —dijo Dora.
¿O lo dijo Armand?
—Estamos aquí.
—Fijaos en sus pies. Sólo lleva un zapato.
—... y se ha roto la chaqueta... y ha perdido los botones.
—Cariño, cariño —dijo Dora, besándome de nuevo.
Me volví suavemente, procurando no aplastarla con el peso de mi cuerpo, le levanté la falda y sepulté el rostro entre sus muslos desnudos y calientes. El olor de su sangre inundó mi cerebro.
—Perdóname, perdóname —murmuré. Mi lengua atravesó sus finas braguitas de algodón, apartó la compresa y lamió la sangre que retenía su joven y rosada vulva, la sangre que brotaba de su útero, no una sangre pura, pero sangre de su sangre al fin, de su cuerpo fuerte y joven, una sangre que procedía de las cálidas células de su carne vaginal, una sangre que no le producía dolor alguno ni le exigía más sacrificio que tolerar mi execrable acción, mientras mi lengua hurgaba en su vagina y lamía suavemente la sangre de sus labios púbicos, sorbiendo hasta la última gota.
Impura, impura,
le había gritado la multitud a Verónica en el camino del Gólgota, cuando ésta dijo: «Señor, toqué el borde de tu túnica y mi hemorragia cesó.»
Impura, impura.
—Sí, impura, gracias a Dios que eres impura —murmuré, mientras seguía lamiendo sus partes íntimas, ensangrentadas, saboreando y oliendo su sangre, aquella dulce sangre que fluía sin que se hubiera producido una herida que Dora me ofrecía en señal de perdón.
La nieve batía sobre los cristales. Yo oía y olía la nieve blanca y cegadora de una típica tormenta invernal en Nueva York, cubriendo la ciudad con su manto helado.
—Cariño, ángel mío —murmuró Dora.
Apoyé la cabeza sobre sus piernas, jadeando. Había sorbido toda la sangre de su útero e incluso la que retenía la compresa.
Dora se inclinó hacia delante y, en un púdico gesto, me cubrió con los brazos, ocultándome a los ojos de David y Armand, pero no me rechazó ni protestó ni se mostró escandalizada ante mi abominable conducta. Luego me acarició la cabeza y se echó a llorar.
—Estás a salvo —repitió.
Los tres afirmaron lo mismo, pronunciando las palabras «a salvo» como un sortilegio. A salvo, a salvo, a salvo.
—¡No, no! —repliqué entre sollozos—. Ninguno de nosotros está a salvo. Jamás lo estaremos, jamás, jamás...
No dejé que me tocaran. No quería desprenderme todavía de mi chaqueta y mis zapatos rotos, no quería saber nada de sus peines, sus toallas. Lo único que me preocupaba era conservar celosamente el secreto que ocultaba dentro de la chaqueta.
Tan sólo les pedí algo con que cubrirme y me dieron una suave manta de lana.
El apartamento estaba casi vacío.
Según me explicaron, habían empezado a trasladar las cosas de Roger al sur. Encomendaron la tarea a unos agentes mortales. La mayoría de estatuas e iconos se encontraba ahora en el orfelinato de Nueva Orleans, donde habían sido instalados en la capilla que yo había visto y en la que sólo había un crucifijo. ¡Menudo presagio!
Todavía no habían terminado de trasladar todos los objetos. Aún quedaban un par de baúles, unas cajas de papeles y unos archivos.
Yo había estado ausente por espacio de tres días. Los periódicos habían publicado la noticia de la muerte de Roger, pero ellos no quisieron decirme cómo había sido descubierta. En el siniestro mundo de las mafias del narcotráfico había comenzado la lucha por el poder. Los periodistas habían dejado de llamar a la cadena de televisión para indagar acerca de Dora. Nadie conocía la existencia de este apartamento. Nadie sabía que ella estaba aquí.
Pocos conocían la existencia del orfelinato al que Dora pensaba regresar en cuanto hubiera trasladado todas las reliquias de Roger.
La cadena de televisión por cable había cancelado el programa de Dora. La hija del gángster había dejado de predicar. No había visto ni hablado con sus seguidores. Por algunos artículos de prensa e informativos de televisión, Dora se había enterado de que el escándalo la había convertido en un personaje vagamente misterioso. Pero, en general, la consideraban simplemente una telepredicadora que ignoraba los turbios negocios en que estaba metido su padre.
En la compañía de David y Armand, Dora había perdido todo contacto con su antiguo mundo. Instalada en Nueva York, padecía el peor invierno que habíamos tenido en cincuenta años, la incesante nieve, mientras vivía rodeada de reliquias y escuchaba sus palabras de consuelo, sus extraordinarias historias, sin preocuparse de lo que pensaba hacer en adelante, creyendo todavía en Dios...