Memnoch, el diablo (7 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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Yo sonreí. Me encantaba la mentalidad de ese individuo. Y el olor a sangre, por supuesto. Aspiré profundamente, tratando de captarlo, como un depredador salvaje. Despacio, Lestat. Llevas meses esperando este momento. No te precipites. Este tipo es un monstruo. Ha matado a gente de un tiro en la cabeza, o de una puñalada. Un día, en una pequeña tienda de ultramarinos, mató a tiros a un enemigo suyo y a la esposa del propietario con la más absoluta frialdad; la mujer le estorbaba. Luego salió de la tienda tan tranquilo. Sucedió en Nueva York, al comienzo de su carrera de narcotraficante, antes de Miami y Suramérica. Él recordaba perfectamente aquel asesinato, y por eso yo estaba enterado de ello.

Él pensaba con frecuencia en los asesinatos que había cometido, de ahí que yo estuviera al corriente.

Examinó las pezuñas de la estatua de ese ángel, ese diablo, ese demonio. Me di cuenta de que sus alas alcanzaban el techo. Sentí de nuevo un ligero escalofrío, pero estaba pisando terreno firme y en la habitación no había ningún elemento que procediera de un ámbito sobrenatural.

Mi víctima se quitó la chaqueta y se quedó en mangas de camisa. Aquello era demasiado. Al desabrocharse la camisa observé la piel de su cuello, el punto estratégico que se localizaba justo debajo de la oreja, ese espacio entre el cogote y el lóbulo de la oreja, que tanto tiene que ver con la belleza masculina.

No fui yo quien determinó la relevancia del cuello. Todo el mundo conoce el significado de esas proporciones. El físico de ese hombre me gustaba, pero lo más importante era su mente. Al diablo con su belleza asiática y su ostentosa vanidad. Era su mente lo que me atraía, una mente que en aquellos momentos estaba obsesionada con la estatua, hasta el punto de olvidarse durante unos instantes de Dora.

Encendió otra lámpara halógena, la agarró por la parte superior, sin temor a quemarse, y la orientó hacia una de las alas del demonio, permitiéndome así apreciar su perfección, el elaborado detallismo barroco. No, mi víctima no se dedicaba a coleccionar este tipo de objetos. Le gustaba lo grotesco, y esa estatua era grotesca sólo de modo circunstancial. Era horrible. Mostraba una feroz mata de pelo, una expresión iracunda, como las que describe William Blake, y unos ojos redondos y enormes que observaban con odio.

—¡Blake, sí! —exclamó de forma inesperada el padre de Dora—. Blake. Esa cosa parece un boceto de Blake.

De pronto advertí que me estaba mirando. Yo había proyectado ese pensamiento distraídamente, y él lo había captado. Al comprobar que me miraba sentí una especie de descarga eléctrica. Quizá fueran mis gafas, en las cuales se reflejaba la luz, lo que había captado su atención, o puede que fuera mi pelo.

Salí despacio de mi escondite, sin levantar los brazos. No quería que hiciera algo tan vulgar como sacar la pistola. Él no se movió, sino que me miró estupefacto, deslumbrado por la luz de la lámpara halógena, que proyectaba la sombra del ala del ángel sobre el techo. Avancé un paso.

Mi víctima no dijo ni una palabra. Estaba asustada o, mejor dicho, alarmada. Aún más: temía que ésa fuera su última confrontación. Alguien había conseguido colarse en su casa y era demasiado tarde para sacar la pistola o intentar algo parecido. Sin embargo, mi presencia no le inspiraba pavor.

Enseguida se dio cuenta de que yo no era humano.

Me acerqué a él con rapidez y le cogí la cara entre las manos. Él se puso a temblar y a sudar, naturalmente, pero me arrancó las gafas y las arrojó al suelo.

—¡Es maravilloso estar al fin junto a ti! —murmuré.

Él no consiguió articular palabra. Ningún mortal en su situación habría sido capaz de pronunciar más que una oración, y él no conocía ninguna. Me miró a los ojos y me analizó lentamente, sin atreverse a mover una pestaña, mientras yo sujetaba su lívido y frío rostro. Sí, sabía que yo no era humano.

Su reacción me extrañó. Por supuesto, no era la primera vez que un mortal me reconocía, había sucedido en diversos países del mundo; pero ese reconocimiento iba siempre acompañado de una oración, de una mirada enloquecida, de una desesperada reacción atávica. Incluso en la vieja Europa, donde creían en Nosferatu, gritaban una oración antes de que les clavara los colmillos.

Pero él me observaba con su ridícula arrogancia criminal.

—¿Vas a morir como viviste? —murmuré.

De pronto un pensamiento le hizo reaccionar: Dora. Empezó a forcejear en un intento desesperado de sujetarme las manos, que lo mantenían atenazado, mientras se agitaba de forma convulsiva. Pero fue inútil.

Súbitamente me invadió un inexplicable sentimiento de compasión. No le atormentes de ese modo. Sabe demasiado. Comprende demasiadas cosas. Has pasado meses vigilándole, no tienes por qué prolongar su agonía. Aunque, por otro lado, no tropezarás fácilmente con otra víctima como ésta.

Al fin, mi apetito superó todo razonamiento. Apoyé la frente en su cuello mientras lo sujetaba por la parte posterior de la cabeza, dejando que sintiera el roce de mi pelo, y escuché su respiración entrecortada; entonces bebí con avidez.

Lo tenía atrapado. Le había abierto la vena. Pude verlos, a él y al viejo capitán en la sala de estar mientras el tranvía pasaba traqueteando frente a la pensión. El joven le decía al viejo capitán: «Si vuelves a mostrármelo o me pides que te lo toque, te juro que no volveré a acercarme a ti.» Entonces el viejo capitán juró que no volvería a hacerlo. El viejo capitán lo llevaba al cine y a cenar al Monteleone, y en avión a Atlanta, tras jurar repetidamente que no lo volvería a hacer. «Sólo te pido que me dejes estar cerca de ti, hijo, no volveré a hacerlo, te lo juro.» Su madre, borracha, lo observaba desde la puerta mientras se cepillaba el pelo. «No creas que me engañas, sé lo que hacéis ese viejo y tú. ¿Ha sido él quien te ha comprado esta ropa? ¿Crees que no me doy cuenta de lo que pasa?» Después vio a Terry, una chica rubia con un balazo en el rostro, caer al suelo. El quinto asesinato, y tenías que ser tú, Terry, precisamente tú. Él y Dora iban en la furgoneta, y Dora lo sabía. Dora sólo tenía seis años, pero lo sabía. Sabía que él había matado a su madre, a Terry. Pero jamás habían cruzado una palabra sobre aquello. El cuerpo de Terry metido en una bolsa de plástico. Dios, una bolsa de plástico. «Mamá se ha marchado», dijo él, aunque Dora no le había hecho ninguna pregunta. Seis añitos, pero lo sabía. «¿Crees que dejaré que me quites a mi hija? —había gritado Terry—. ¡Eres un hijo de puta! Esta noche me marcho con Jake y me llevo a la niña.»
¡Bang!
«Estás muerta, cariño. No te aguanto más.» Terry yacía en el suelo como un pelele, la típica chica mona y llamativa, de uñas ovaladas pintadas con esmalte rosa, labios en carmín fresco y jugoso y cabello rubio teñido, pantalones cortos de color rosa y muslos delgados.

Aquella noche él y Dora partieron en la furgoneta, sin decir una palabra.

Pero ¿qué haces? ¡Me estás matando! ¡Me estás robando la sangre, no el alma, ladrón...! ¡Dios mío!

—¿Me hablas a mí? —pregunté, apartándome bruscamente, con los labios chorreando sangre. ¡Se dirigía a mí! Volví a clavarle los colmillos y esta vez le partí el cuello, pero no conseguí silenciarlo.

Sí, a ti. ¿Quién eres? ¿Por qué me chupas la sangre? ¡Dímelo, maldito seas!

Le partí los huesos de los brazos, le disloqué el hombro, sorbí hasta la última gota de sangre. Metí la lengua en la herida, ávido de más sangre...

¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?

Estaba muerto. Lo dejé caer al suelo y retrocedí unos pasos.

¡Era increíble! No había cesado de hablar mientras lo mataba, de preguntarme quién era yo.

—No dejas de sorprenderme —murmuré.

Sacudí la cabeza para despejarme. Me sentía saciado, repleto de sangre. La paladeé unos minutos. Sentí deseos de levantar su cuerpo del suelo y morderle las muñecas para sorber las últimas gotas, pero habría sido una ordinariez, y además no deseaba tocarlo de nuevo. Tragué el último sorbo de sangre que tenía en la boca y me pasé la lengua por los dientes. Él y Dora en la furgoneta, una niña de seis años: «Mamá ha muerto de un tiro en la cabeza y a partir de ahora estaré siempre con papá.»

—¡Fue el quinto asesinato! —me había dicho en voz alta, lo había oído con toda claridad—. ¿Quién eres ?

—¡Como te atreves a dirigirte a mí, cabrón! —exclamé, mirando su cuerpo tendido en el suelo.

Sentí palpitar la sangre en las yemas de mis dedos y descender por mis piernas. Cerré los ojos y pensé: «Merece la pena vivir para gozar de un instante como éste, para experimentar esta sensación.» De pronto recordé sus palabras, el comentario que le había hecho a Dora en el bar del hotel: «He vendido mi alma por lugares como éste.»

—¡Muérete de una vez! —murmuré. Deseaba sentir la sangre fluyendo a través de mi cuerpo, pero estaba harto de él. Seis meses era tiempo más que suficiente para un idilio entre un vampiro y un ser humano.

De pronto alcé la vista y comprobé que la figura negra no era una estatua. Me estaba mirando. Estaba viva, respiraba y me observaba con sus feroces ojos negros.

—No, es imposible —dije en voz alta, tratando de sumirme en la profunda calma que a veces me produce el peligro—. Es imposible.

Propiné una pequeña patada al cadáver de mi víctima para asegurarme de que seguía ahí, de que no me había vuelto loco, temeroso de acabar desorientado como en otras ocasiones. Luego grité.

Me puse a chillar como un niño y salí huyendo de la habitación.

Atravesé corriendo el pasillo y salí por la puerta trasera. Había anochecido.

Trepé por los tejados y luego, extenuado, me metí en un estrecho callejón y me tumbé en el suelo a descansar. No, aquella visión no era cierta. Era una imagen que había proyectado mi víctima y me la había transmitido en el momento de expirar para vengarse de mí, haciendo que aquella estatua negra y alada, aquella figura con patas de macho cabrío, cobrara vida...

—Eso debió de ser —dije.

Me limpié los labios. Me hallaba tendido sobre la sucia nieve y había otros mortales en aquel callejón. No nos molestes. No os preocupéis, no os molestaré.

—Sí, quiso vengarse de mí —murmuré en voz alta—, por separarlo de sus tesoros, y me arrojó eso a la cara. Él sabía lo que yo era. Sabía que...

Además, el ser que me perseguía nunca se había mostrado tan sosegado, tan reflexivo. Siempre aparecía en medio de una intensa y apestosa humareda, y aquellas voces... No, esa figura era simplemente una estatua.

Me levanté, furioso conmigo mismo por haber huido, por haberme perdido el último golpe de efecto en aquel asunto. Estaba tan rabioso que pensé en regresar a casa de mi víctima y propinar una serie de patadas al cadáver y a la estatua, la cual sin duda se habría convertido de nuevo en granito al cesar por completo la actividad cerebral de mi víctima.

Le había partido los brazos y los hombros. Era como si mi víctima, reducida a una masa sanguinolenta, hubiera aprovechado sus últimas fuerzas para invocar a aquel espíritu maléfico.

Dora se enterará de cómo murió su padre, con los brazos, los hombros y el cuello destrozados.

Doblé hacia la Quinta Avenida y eché a andar con el viento de frente.

Metí las manos en los bolsillos del
blazer
azul marino, demasiado ligero para protegerme de la nieve, y seguí caminando durante horas.

—De acuerdo, sabías lo que yo era y durante unos instantes hiciste que esa estatua cobrara vida.

Me detuve en seco y contemplé, más allá del tráfico, los oscuros árboles coronados de nieve de Central Park.

—Si todo esto guarda algún tipo de relación ven a por mí —dije, dirigiéndome no a mi víctima ni a la estatua, sino a mi perseguidor. Me negaba a dejarme intimidar por él. Me había vuelto completamente loco.

¿Dónde estaba David? ¿Cazando? ¿Había salido de caza como solía hacer cuando era un ser mortal en las selvas de la India? Yo lo había convertido en el perpetuo cazador de sus hermanos.

Decidí regresar de inmediato al apartamento, examinar la maldita estatua y convencerme de una vez por todas de que era totalmente inanimada. Luego haría lo que debía hacer por Dora, desembarazarme del cadáver de su padre.

Tardé unos pocos minutos en llegar a la casa, subir la estrecha y oscura escalera posterior y entrar en el apartamento. Más que atemorizado, me sentía furioso, humillado y, al mismo tiempo, curiosamente excitado, como suelo sentirme ante lo desconocido.

El apartamento apestaba a cadáver, a sangre derramada.

No oí ni presentí nada. Entré en una pequeña estancia que antiguamente había sido una cocina y que aún conservaba algunos utensilios de la época en que el mortal que había muerto mantenía relaciones con su enamorado. Debajo del fregadero hallé una caja de bolsas de basura de color verde, precisamente lo que andaba buscando para ocultar el cadáver.

De pronto recordé que mi víctima había ocultado también el cadáver de su esposa Terry en una bolsa de basura; yo lo había visto y olido mientras le chupaba la sangre, de modo que había sido él mismo quien me había proporcionado la idea.

Vi unos tenedores y cuchillos, pero nada que me permitiera realizar un buen trabajo quirúrgico o artístico. Cogí el cuchillo más grande que encontré, de acero inoxidable, entré decidido en el cuarto de estar y me planté delante de la gigantesca estatua.

Las lámparas halógenas todavía estaban encendidas y proyectaban su potente luz sobre los objetos que se hallaban diseminados por la habitación.

Miré la estatua, el ángel con patas de macho cabrío.

Eres un idiota, Lestat.

Me acerqué a la estatua y la analicé de forma objetiva. Probablemente no pertenecía al siglo diecisiete, sino que era actual, hecha a mano, sí, pero con la perfección de los objetos contemporáneos. El rostro mostraba la sublime expresión de un ser malvado, feroz, con patas de macho cabrío y unos ojos como los de los santos y pecadores de Blake, rebosantes de inocencia e ira.

De golpe sentí el deseo de llevármela a mi casa de Nueva Orleans, como recuerdo del terror que había experimentado y que casi me había obligado a postrarme de rodillas a sus pies. La estatua se alzaba fría y solemne ante mí. En cuanto descubrieran la muerte de mi víctima confiscarían todas esas reliquias. Ese era el motivo por el que el padre de Dora, temiendo que sus tesoros pasaran a manos extrañas, había intentado convencer a su hija de que las aceptara como legado.

La frágil y menuda Dora se había vuelto de espaldas a él y había roto a llorar desconsoladamente, abrumada por el dolor, la angustia y la impotencia, incapaz de complacer a la persona que más quería en el mundo.

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