Memnoch, el diablo (3 page)

Read Memnoch, el diablo Online

Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
11.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Estás enamorado de ella.

—No, sólo estoy impaciente por matar a su padre. Esa chica transmite por la pantalla un encanto muy especial. Habla sobre teología con una sensatez aplastante; es el tipo de telepredicadora que conmueve a las masas. ¿No hemos temido siempre que el día menos pensado apareciera alguien como ella? Baila como una ninfa, o más bien una virgen de un templo; canta como un serafín e invita a la audiencia que llena el estudio a corearla. Una combinación de teología y éxtasis sabiamente dosificados, aparte de las consabidas recomendaciones morales y éticas.

—La entiendo —contestó David—: eso añade emoción a la perspectiva de chuparle la sangre a su padre. A propósito, el padre no es un tipo que pase precisamente inadvertido. Ninguno de los dos parece querer ocultarse. ¿Estás seguro de que nadie sabe que están emparentados?

En aquellos momentos se abrieron las puertas del ascensor. Mi víctima y su hija se dirigieron hacia las plantas superiores del edificio.

—Él entra y sale de aquí cuando le conviene. Tiene un montón de guardaespaldas. Ella se reúne aquí con él. Creo que conciertan la cita por teléfono celular. Él es un gigante del negocio de la cocaína, y ella una de sus operaciones secretas mejor guardadas. Los guardaespaldas están por todo el vestíbulo. Si hubiera algún intruso husmeando por el lugar, ella habría abandonado el restaurante antes que él. Pero él se escurre como nadie de entre las manos de la justicia.

Hay una orden de busca y captura contra él en cinco estados, pero eso no le impide asistir a un campeonato de pesos pesados en Atlantic City. Se sienta en primera fila, delante de las cámaras de televisión. Jamás le echarán el guante. Lo atraparé yo, el vampiro que está deseando matarlo. ¿Verdad que es estupendo?

—Vamos a ver si me aclaro —contestó David—. Dices que alguien te sigue, pero que no tiene nada que ver con tu víctima, con ese narcotraficante, ni tampoco con su hija telepredicadora. Es decir, te sientes perseguido y asustado, pero no lo suficiente para dejar de perseguir a tu vez a ese tipo de aire siniestro que acaba de entrar en el ascensor.

Yo asentí, aunque las palabras de David me hicieron dudar durante unos segundos. No, no podía existir ninguna relación entre ambas cosas.

Además, ese asunto que me tenía tan preocupado había comenzado antes de que yo me fijara en mi víctima. Había presentido por primera vez que me perseguían en Río, poco después de separarme de Louis y David para regresar allí de «caza».

No sabía nada de mi nueva víctima hasta que un día se cruzó en mi camino en mi propia ciudad, Nueva Orleans. Se había trasladado allí para pasar un rato con Dora. Se habían encontrado en un pequeño bar del barrio francés, y al pasar me fijé en aquel individuo que vestía un atuendo de lo más chillón, y en el pálido semblante y los grandes y bondadosos ojos de su hija. ¡Paf! Fue una atracción fatal, instantánea.

—No, no tiene nada que ver con él —dije—. Empecé a notar que me perseguían hace meses, antes de elegir a mi víctima. Él no sabe que lo estoy acechando. Yo tampoco noté que me perseguía esa cosa, esa...

—¿Qué?

—Observar a ese hombre y a su hija es como contemplar un culebrón. Es el tipo más perverso que he conocido jamás.

—Ya me lo habías comentado. Pero ¿qué es lo que te persigue? ¿Una cosa, una persona o...?

—Deja que te hable primero de mi víctima. Ha matado a un montón de gente. Esos tipos se alimentan de números. Kilos, números de muertos, cuentas secretas. La chica, por supuesto, no es una estúpida que se dedique a hacer milagros asegurando a los diabéticos que puede curarlos a través de una imposición de manos.

—Estás divagando, Lestat. ¿Qué te sucede? ¿De qué tienes miedo? ¿Por qué no matas de una vez a tu víctima y te olvidas del asunto?

—Estás impaciente por regresar junto a Jesse y Maharet, ¿no es cierto? —pregunté a David. De pronto me sentí indefenso, impotente—. Quieres pasar los próximos cien años entre esas tablillas y pergaminos, contemplando los angustiados ojos azules de Maharet, escuchando su voz. ¿Sigue eligiendo siempre a víctimas con ojos azules?

Por la época en que Maharet se convirtió en vampiro estaba ciega, le habían arrancado los ojos. En consecuencia, sacaba los ojos a sus víctimas y los utilizaba hasta que volvía a caer en la ceguera, por más que se esforzara en conservar la visión alimentándose de sangre humana. Ésa era la trágica verdad de la reina de mármol de ojos sangrantes. ¿Por qué no le había retorcido el cuello a un vampiro neófito para robarle los ojos? No se me había ocurrido nunca. Quizá se había abstenido por lealtad hacia nuestra especie. Puede que no hubiera funcionado. El caso es que Maharet tenía sus escrúpulos, severos e inamovibles como ella misma. Una mujer de su edad recuerda los tiempos en que no existía Moisés ni el código de Hammurabi; cuando sólo los faraones atravesaban el Valle de la Muerte...

—Presta atención, Lestat —dijo David—. Quiero saber lo que te preocupa. Es la primera vez que reconoces estar asustado. Olvídate de mí durante unos momentos. Olvídate de tu víctima y de la chica. Cuéntame lo que te pasa, amigo mío. ¿Quién te persigue?

—Antes de responder quiero hacerte unas preguntas.

—No. Explícate. ¿Estás en peligro? ¿O presientes que lo estás? Me mandaste llamar. Fue una clara petición de socorro.

—¿Son ésas las palabras que utilizó Armand, «una clara petición de socorro»? Odio a Armand.

David sonrió e hizo un rápido gesto de impaciencia con ambas manos.

—No odias a Armand, lo sabes de sobra.

—¿Qué te apuestas?

David me miró severamente, con aire de reproche. Debía de ser cosa del internado inglés donde se educó.

—De acuerdo —dije—. Te lo contaré. Pero primero debo recordarte algo. Una conversación que mantuvimos cuando aún estabas vivo, la última vez que charlamos en tu casa de los Cotswolds, cuando eras un encantador anciano que moría en el más absoluto desespero...

—Lo recuerdo —respondió David en tono de resignación—. Antes de que partieras hacia el desierto.

—No, cuando regresé del desierto con graves quemaduras y comprendí que no podía morirme tan fácilmente como había supuesto. Tú me cuidaste. Luego me hablaste de ti, de tu vida. Dijiste algo acerca de una experiencia que habías vivido antes de la guerra, en un café de París. ¿Recuerdas esa anécdota?

—Desde luego. Te dije que en mi juventud tuve una visión.

—Sí, que durante unos segundos te pareció como si el tejido de la vida se hubiera desgarrado y entonces vislumbraste unas cosas que jamás debiste ver.

David sonrió y dijo:

—Fuiste tú quien sugirió que era como si se hubiera desgarrado el tejido de la vida, permitiéndome así contemplar ciertas cosas. Sin embargo, yo no creía, ni lo creo ahora, que fuera algo casual, sino una visión. Pero han pasado cincuenta años y apenas recuerdo el asunto.

—Es lógico. Como vampiro, recordarás todo lo que te suceda a partir de ahora con gran precisión, pero los detalles de tu existencia mortal se irán difuminando, sobre todo los que guardan relación con los sentidos, como el sabor del vino, etcétera.

David me rogó que me callara, pues mis palabras le entristecían. Yo le aseguré que no había sido ése mi propósito.

Levanté mi copa y aspiré el aroma, semejante al de los ponches navideños. Luego la deposité de nuevo en la mesa. Tenía todavía las manos y el rostro bronceados debido a la excursión al desierto, mi pequeño intento de volar hacia la faz del sol. Eso me ayudaba a pasar por un ser humano. ¡Qué ironía! También hacía que mis manos fueran más sensibles al calor.

Al notar el calor me estremecí de gozo. Soy un tipo que disfruta con todo. No hay forma posible de disimular una sensualidad como la mía; soy capaz de morirme de risa durante horas mientras observo el dibujo de una alfombra en el vestíbulo de un hotel.

De pronto advertí que David me miraba fijamente.

Parecía haber recobrado la compostura, o al menos haberme perdonado por enésima vez el hecho de haber metido su alma en el cuerpo de un vampiro sin su consentimiento, es decir, en contra de su voluntad. Me miraba casi con amor, como si quisiera tranquilizarme.

Yo le devolví la mirada. Sí, necesitaba calmarme.

—Según me contaste, en ese café de París oíste una conversación entre dos seres —dije, regresando al tema de la visión que había tenido David hacía años—. Eras muy joven. Todo sucedió de forma gradual. De pronto comprendiste que en realidad esos seres no estaban allí, al menos en un sentido material, y que se expresaban en una lengua que tú comprendías aunque no sabías cuál era.

David asintió.

—En efecto —contestó—. Era como si estuvieran hablando Dios y el diablo.

—El año pasado, cuando te dejé en la selva me dijiste que no me preocupara, que no pensabas emprender un peregrinaje en busca de Dios y el diablo en un café parisino. Me dijiste que habías dedicado toda tu existencia mortal a buscar eso en Talamasca, pero que habías cambiado.

—Sí, eso fue lo que te dije —reconoció David—. La visión ha perdido nitidez desde el día en que te hablé de ella, aunque todavía la recuerdo. Sigo creyendo que vi y oí algo extraordinario, pero me he resignado a no descubrir jamás su misterio.

—De modo que, tal como me prometiste, has decidido dejar los asuntos de Dios y el diablo para los de Talamasca.

—Dejo los asuntos del diablo a los de Talamasca —respondió David—. No creo que a la Orden le interese Dios, sino más bien otras cuestiones esotéricas y sobrenaturales.

Ese ámbito verbal me resultaba familiar. Ambos manteníamos una discreta vigilancia sobre Talamasca, por decirlo así. Sin embargo, sólo un miembro de aquella devota orden de eruditos había conocido la verdadera suerte de David Talbot, antiguo superior general, y ese ser humano había muerto. Se llamaba Aaron Lightner. La muerte del único ser humano que sabía en qué se había convertido David, que había sido su amigo cuando David era un ser mortal, al igual que David había sido amigo mío, le había causado una profunda tristeza.

—¿Acaso has tenido una visión? —me preguntó David, deseoso de retomar el hilo de la conversación—. ¿Por eso estás asustado?

—No, no se trata de algo tan claro como una visión —respondí—. Pero ese ser me persigue, de vez en cuando me permite verlo brevemente, en un abrir y cerrar de ojos. A veces lo oigo conversar con otros en un tono normal, o percibo sus pasos por la calle, siguiéndome. Cuando me vuelvo, se esfuma. Lo reconozco, estoy aterrado. Las pocas veces que se muestra ante mí suelo terminar completamente desorientado, tendido en la calle como un borracho. A veces pasa una semana sin que lo vea o lo oiga. Luego, de pronto, vuelvo a captar el fragmento de una conversación...

—¿Y qué dice?

—No puedo repetir esos fragmentos en orden. Llevo oyéndolos desde hace mucho tiempo, antes de darme cuenta de su significado. Sabía que oía una voz procedente de otra estancia, por decirlo así, que no era un ser mortal que se encontrara en una habitación contigua. Pero quizá tenga una explicación natural, una razón acústica.

—Comprendo.

—Son como fragmentos de una conversación normal entre dos personas. De pronto, uno de ellos, el que me persigue, le dice al otro: «No, es perfecto, no tiene nada que ver con la venganza. ¿Acaso me crees capaz de hacer eso simplemente para vengarme?» Son frases sueltas —añadí, encogiéndome de hombros.

—¿Y crees que esa cosa, o ese ser, quiere que oigas algunas de las cosas que dice, de la misma forma que yo pienso que alguien quería que yo tuviera aquella visión en el café de París?

—Exactamente. Este asunto me está atormentando. En otra ocasión, hace dos años, me hallaba en Nueva Orleans espiando a Dora, la hija de mi víctima. Reside en el viejo convento del que te hablé, un edificio del siglo pasado, medio derruido y abandonado. Es como un viejo castillo. Pero esa hermosa joven, que parece tan frágil e inocente, vive allí sola.

»Pues bien, entré en el patio del convento, que consta de un edificio principal, dos alas rectangulares y un patio interior...

—El típico edificio construido en piedra de finales del siglo diecinueve.

—Exacto. Estaba espiando a la chica a través de las ventanas, cuando la vi avanzar por un pasillo oscuro como boca de lobo. Llevaba una linterna y cantaba uno de sus himnos. Esas gentes que predican por televisión son una curiosa mezcla entre lo medieval y lo moderno.

—Sí, creo que lo llaman la «Nueva Era» —apuntó David.

—Algo así. Como te he dicho, esa joven trabaja en una cadena religiosa ecuménica. Su programa es muy convencional. Invita a los telespectadores a creer en Jesús para salvarse. Pretende conducir a la gente hacia el cielo con sus cánticos y danzas, especialmente a las mujeres, que siempre llevan la batuta.

—Continúa, decías que la estabas espiando...

—Sí, y no dejaba de pensar en lo valiente que era. Al fin llegó a sus habitaciones, que se hallan en una de las cuatro torres del edificio, y la oí echar el cerrojo a las puertas. Pensé que no había muchos mortales dispuestos a vivir solos en un edificio tan oscuro y siniestro como aquél. Además, desde el punto de vista espiritual está contaminado.

—¿A qué te refieres?

—Está habitado por pequeños espíritus, duendes... ¿Cómo los llamáis en Talamasca?

—Trasgos.

—Hay varios en ese edificio, aunque no representan ninguna amenaza para esa joven; es demasiado valiente y fuerte para dejarse intimidar por ellos.

»No así el vampiro Lestat, que la estaba espiando. Como he dicho antes, me encontraba en el patio cuando de pronto oí una voz junto a mí, como si a mi derecha hubiera dos individuos que estuviesen manteniendo una amistosa charla. Uno de ellos, el que no se dedica a seguirme, dijo: "No tengo la misma opinión de él que tú." Me volví precipitadamente, tratando de hallar a esa cosa, atraparla mental y espiritualmente, enfrentarme a ella, desafiarla. Estaba temblando como una hoja. Esos pequeños espíritus a los que me he referido, cuya presencia advertí en el convento... No creo que se dieran cuenta de que esa persona, o lo que fuera, me estaba hablando al oído.

—Lestat, tengo la impresión de que has perdido tu inmortal juicio —dijo David—. No, no te ofendas. Te creo. Pero retrocedamos un poco. ¿Por qué estabas siguiendo a la chica?

—Porque quería verla. Mi víctima está muy preocupada por lo que es, por los crímenes que ha cometido, por lo que las autoridades saben sobre él. Teme que cuando consigan detenerlo y los periódicos aireen el caso su hija salga perjudicada. Claro que nunca llegarán a juzgarlo, pues pienso matarlo antes de que consigan detenerlo.

Other books

River City by John Farrow
A Note in the Margin by Rowan, Isabelle
Broken: A Plague Journal by Hughes, Paul