Finalmente, llegó el momento de empezar y me presentó. Subí al podio y empezaron los aplausos, y que me muera ahora mismo si no es verdad que se puso delante de mí, hizo un gesto con las manos para que se callaran y así poder dirigir a sus asientos a los rezagados de última hora. Sentí unas enormes ganas de echarla fuera del estrado a empujones, pero me contuve.
Tuve que empezar a hablar a una audiencia fría y estaba demasiado furioso para pensar en cualquier truco para calentarla de nuevo. La conferencia no fue un fracaso pero distó mucho de ser un éxito. ¡Qué mujer tan estúpida!
A menudo no se puede hablar si no desarrollas tu propio reloj interior. Cuando daba clase a los estudiantes de medicina, decía la última frase rutinariamente cuando sonaba la campana de fin de clase. Por supuesto, en el aula había un reloj grande que estaba a la vista, para que pudiera marcar el ritmo de la clase. A pesar de todo, era un buen entrenamiento y ayudaba a desarrollar el reloj interno.
Por lo general, cuando pregunto a la persona organizadora cuánto quiere que hable y me dice un tiempo determinado, hablo durante ese tiempo más una sesión de preguntas y respuestas. Si me dicen: "El tiempo que usted quiera", hablo durante cuarenta y cinco minutos.
El 18 de mayo de 1977 (fecha que recuerdo por una razón que explicaré más adelante), pronuncié un discurso de entrega de diplomas en el Ardmore College en los alrededores de Filadelfia. Justo antes de que me pusiera en pie, el presidente de la institución se inclinó hacia mí y murmuró:
—Hable durante unos quince minutos.
—Desde luego —le respondí.
Me puse en pie y anuncié divertido que me habían pedido que hablara durante quince minutos, así que no les entretendría mucho tiempo. (Esto puso de buen humor a la audiencia de inmediato. No habían ido a oírme a mí. Habían ido a recibir sus diplomas o a ver cómo los jóvenes ilusionados los recibían.)
Después del discurso uno de los graduados se me acercó y me dijo que había dado la casualidad de que llevaba un cronómetro en el bolsillo y lo había puesto en marcha en cuanto mencioné el límite de los quince minutos.
—Tardó usted catorce minutos y treinta y seis segundos —dijo—, y en ningún momento le vi mirar el reloj. ¿Cómo lo ha hecho?
—Mucha práctica, joven —le respondí.
Tiempo después, mi hermano Stan me comprometió seriamente y no me dijo nada.
Newsday
inauguraba una sección semanal de ciencia y, como un favor a Stan, el 3 de septiembre de 1984 fui a dar una charla sobre la importancia de la ciencia a una audiencia de anunciantes potenciales.
—Habla durante sesenta minutos —me dijo Stan.
Y lo hice, durante exactamente una hora.
Stan estaba risueño.
—Les había dicho —me confesó— que si te decía que hablaras durante sesenta minutos no emplearías ni un minuto más ni un minuto menos.
—¿Por qué no me avisaste? —le pregunté horrorizado.
—Tenía fe en ti —me respondió.
Me enfadé bastante. Soy bueno, pero no tanto.
A propósito, meses antes
Newsday
me había ofrecido cuatro mil dólares por la conferencia y llegamos a un acuerdo. Por alguna razón, quizá porque lo estaba haciendo por Stan, había olvidado este asunto y dio la casualidad de que no recordaba nada sobre los honorarios prometidos cuando di la charla.
Semanas después, el periódico me llamó para saber mi número de la Seguridad Social.
—¿Para qué? —dije con desconfianza.
—Para poder enviarle un cheque.
—¿Por qué? —pregunté. Y tuvieron que explicármelo.
—¡Oh! —le dije, incapaz de mantener la boca cerrada—. Creí que lo estaba haciendo gratis.
Esa tarde llamé a Stan.
—Stan —le dije—, el periódico quiere pagarme por la charla y no recordaba haber quedado en eso. Si recurren a ti y te preguntan si de verdad tienen que pagarme puesto que yo creía que iba a hablar sin cobrar honorarios, por favor, diles que me paguen.
Se produjo un corto silencio, y después Stan dijo malhumorado:
—¿Por qué me llamas un viernes por la noche para decirme eso?
—¿Qué importa cuando te lo digo? —pregunté sorprendido.
—Pues porque ahora —respondió Stan— tendré que esperar hasta el lunes por la mañana para poder contar la última anécdota del tonto de mi hermano Isaac.
Pero estoy divagando…
Que yo recuerde, sólo en dos ocasiones he tenido que hablar durante más de sesenta minutos. Una vez fue culpa mía y la otra de la audiencia.
Fue mi culpa el 30 de mayo de 1967, cuando hablé en el centro de Boston. Gertrude no se podía mover porque padecía artritis reumatoide, Robyn llevaba la pierna enyesada debido a una fisura de tobillo, David estaba con fiebre y yo tenía que dar una conferencia, la séptima del mes. Estaba tan nervioso que cogí un taxi para ir al centro porque no creía estar en condiciones de ponerme al volante. Una vez allí, acepté una copa en vez de rechazarla como hago invariablemente. Pensé que podría calmar mi ansiedad, pero no fue así. Pude pedir un ginger ale, pero no lo hice.
Empecé mi conferencia y eso fue mi calmante. Todas mis preocupaciones se desvanecieron, pero sabía que volverían cuando terminase, por tanto, era reacio a acabar. La charla duró hora y media antes de que pudiera pararme (y, por supuesto, la ansiedad volvió de inmediato).
Para explicar el otro caso, debo decir que me gusta que el auditorio esté bien iluminado mientras hablo. Quiero ver a la audiencia. Hablar en la oscuridad me hace sentir incómodo. Por supuesto ver a la audiencia no significa que la mire. Eso puede distraer mi atención, sobre todo si una joven en minifalda está sentada en primera fila y cruza las piernas. (Me distrae tanto que no me atrevo a mirarla y me pregunto si algunas no lo hacen sólo para distraer).
Por tanto, lo que hago es escuchar a la audiencia. Oigo las toses, los suspiros, cuándo se agitan en el asiento. Todo ello me indica el estado de los que me escuchan. Me dice cuándo debo ser divertido o serio, cuándo debo cambiar de tema, etc.
Puedo decirle exactamente que sonido va con cada cambio. No lo sé de manera consciente, pero algo dentro de mí lo intuye. Lo que sí sé es lo que escucho con más satisfacción. Es el sonido del silencio.
Cuando se acaban los susurros y mi voz es el único sonido que se oye en la sala, entonces sé que me hecho con ellos y que debo continuar por ese camino. Debo decir, sin embargo, que logro esto último muy pocas veces.
Una vez estaba hablando a un grupo de empleados de IBM en el King de Prussia (Pensilvania) y percibí el silencio. Exultante, seguí, esperando que sería mejor que fuera terminando. (Lo que yo llamo mi reloj interno puede que sea, al menos en parte, mi reacción inconsciente al sonido de la audiencia). Pero el silencio siguió y cuando ya no podía aguantar más, miré el reloj y había transcurrido una hora y media. Me callé de repente y añadí bastante indeciso:
—Llevo hablando hora y media.
—¡Siga hablando! —respondió la audiencia a gritos. Y lo hice, pero sólo durante cinco minutos más.
Lo que todo conferenciante quiere es un aplauso fuerte y prolongado, por supuesto, y casi siempre lo consigo. Todavía mejor es una "ovación con el público en pie". El aplauso en sí mismo puede ser bastante automático, pero ponerse de pie requiere un esfuerzo y es algo más que un aplauso. Me encantan las ovaciones con el público en pie.
En una ocasión, descubrí algo todavía mejor. Di una conferencia en el Carnegie Tech de Pittsburgh. Iba tan bien y la respuesta de la audiencia era tan buena que pensé que seguro que recibiría una ovación con el público en pie. Sin embargo, cuando terminé, todo lo que recibí fue un prolongado aplauso. Nadie se puso de pie,.
Traté de disimular mi disgusto, sonreí, me incliné y me retiré tristemente entre bastidores para meditar. Pero los aplausos siguieron y finalmente, mi presentador vino y me dijo:
—No van a parar. Salga otra vez.
Salí sonriendo de oreja a oreja y saludé por segunda vez. Es la única vez que me ha sucedido algo así, pero es un recuerdo que guardo en mi memoria.
En los años cuarenta vendía prácticamente todos mis relatos a
ASF
. Esto me hacía sentir incómodo. Es bastante arriesgado ser escritor de una sola revista y depender de un único director. ¿Y si Campbell decidía retirarse o se moría? ¿Y si la revista fracasaba? Mi carrera de escritor podría terminar de repente. ¿Quién sabe si podría vender mis relatos a otro director o encontrar a otro editor de revistas?
Mis temores se aliviaron cuando vendí
Un guijarro en el cielo
a Doubleday. Ahí, por lo menos, había otro mercado, y muy prestigioso. El posterior hallazgo de dos nuevas revistas fue, en cierto modo, incluso más importante.
The Magazine of Fantasy and Science Fiction
(
F&SF
) no representaba un mercado muy apropiado para mí. Publicaba obras literarias y de fantasía y yo no era muy bueno en ninguna de las dos cosas. Sin embargo, la otra revista,
Galaxy
, era estrictamente de ciencia ficción y con su primer número demostró ser un serio competidor para "la mejor revista de ciencia ficción". El dominio absoluto de Campbell se resquebrajó y nunca volvió a ser lo que había sido.
Galaxy
me pidió un relato y escribí uno titulado
Darwinian Poolroom
. Apareció en su primer número, en octubre de 1950. Era una obra floja, pero la revista quería más relatos. En el segundo número apareció uno mejor, que yo llamé
Green Patches
, pero el editor le cambió el título por el de
Misbegotten Missionary
, que no me gustó.
Después Galaxy publicó por entregas mi novela
En la arena estelar
, que el director retituló
Tyrann
, algo que me desagradó todavía más. Asimismo, me hizo introducir una intriga secundaria que yo desaprobaba, y cuando quise eliminarla antes de la publicación del libro, Brad decidió que le gustaba y me apremió a dejarla. Debido a esto la novela nunca me ha gustado demasiado.
Todo esto no pudo suceder en un momento mejor, ya que, en 1950, Campbell empezó a promover la seudo ciencia llamada "dianética". Esta empresa me parecía tan desacertada que me hubiese gustado distanciarme de él. No dejé de venderle mi obra, pero me alegré de poder vender relatos a otros.
El director de
Galaxy
, el que me cambiaba los títulos e insistía en añadir horribles intrigas secundarias, era Horace Leonard Gold (más conocido como H. L. Gold).
Era un personaje casi tan pintoresco como el propio Campbell, tan terco y tan hablador como él, pero mucho más propenso al mal genio que el siempre risueño Campbell. Gold era bastante apuesto a pesar de que su cabeza era como una bola de billar.
Entre 1934 y 1937 había escrito varios relatos bajo el seudónimo de Clyde Crane Campbell (un caso de encubrimiento de nombre judío). Pero cuando John Campbell se convirtió en editor de
ASF
, Horace no pudo conservar el seudónimo y empezó a escribir con su propio nombre.
Participó en la Segunda Guerra Mundial y, aunque no sé los detalles de lo que le ocurrió, la contienda dejó en él dos secuelas: agorafobia y xenofobia (temor morboso a los espacios abiertos y a la gente extraña). Cuando le conocí, literalmente no era capaz de salir de su piso.
La primera vez que lo vi, hablamos en el salón de su casa. No conocía su desgracia y me quedé estupefacto cuando de repente se puso en pie y abandonó la habitación. Pensé que había dicho algo que le había molestado y no sabía qué hacer cuando su mujer, Evelyn, me aseguró que no le había ofendido, pero me pidió que me fuera.
Estaba saliendo por la puerta cuando sonó el teléfono; Evelyn respondió y me dijo:
—Es para usted.
—¿Quién sabe que estoy aquí? —pregunté intrigado.
Pero era Horace. No podía soportar la compañía de los extraños. Así que había ido al dormitorio, había cogido otro teléfono y me había llamado.
Tuvimos una larga conversación, él en su habitación y yo en el salón.
El que tuviera problemas para hablar a la gente en persona le convertía en un ser terrorífico al teléfono. Una vez al teléfono no había manera de colgar, como enseguida aprendí. Hablar con él de este modo era un continuo ejercicio de inventar excusas para colgar: "Lo siento, Horace, pero tengo que irme. Mi casa está ardiendo".
Hasta donde yo pude enterarme, su única distracción era jugar una partida de póquer semanal con sus compinches. Puesto que no juego al póquer (ni a ningún otro juego de azar), jamás asistí a esas partidas.
Horace era, en potencia al menos, un director buenísimo, pero tenía un defecto fatal: era muy enfadadizo y, con el paso del tiempo, parecía volverse cada vez más irascible.
Cambiaba los títulos y hacía retoques innecesarios en las narraciones y después se mostraba grosero cuando los escritores se quejaban. También se enfadaba cuando intentabas colgar el teléfono después de una hora o dos de conversación.
Lo peor de todo era su perniciosa costumbre de escribir cartas de rechazo insultantes. Para algunos escritores, como yo, el simple hecho de ser rechazado ya resultaba perturbador incluso cuando el director (consciente del frágil ego de los escritores) procuraba ser educado al hacerlo. Cuando alguien recibía un comentario destructivo y cruel sobre un relato, el insulto era mayúsculo.
Le había ofrecido la primera creación que tecleé en una máquina de escribir eléctrica, un relato titulado
Profesión
. Lo rechazó con terribles alusiones a mi pereza y a mi "abotargamiento mental" y daba a entender que yo creía que podía vender cualquier basura porque llevaba mi nombre escrito. (Después me pedía ver más obras para poder mejorar su impresión). El rechazo me enfureció. Puede que
Profesión
no fuera el mejor relato del mundo, pero desde luego no era la porquería que Horace pensaba.
Se lo llevé a Campbell, que lo aceptó de inmediato. Apareció en el número de julio de 1957 de
ASF
y tuvo muy buena acogida entre los lectores.
Algún tiempo después tuve la ocasión de escribir un poema cómico titulado
Rejection Slips
(
Rechazos equivocados
) que incluía una estrofa para cada uno de los tres editores de ciencia ficción más importantes. La segunda estaba destinada a Horace, y decía así
Dear Ike, I was prepared