Memorias (31 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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El resto de los profesores me evitaba por miedo a que su relación con el leproso de la facultad les causara problemas. Sin embargo, en cierta ocasión uno de ellos se me acercó con precaución y, después de asegurarse de que no le veían, me confesó que estaba orgulloso de mí y de mi valor para seguir luchando por la libertad académica.

Me encogí de hombros.

—No hay nada de valor en eso. Tengo libertad académica y te la puedo resumir en dos palabras.

—¿Qué palabras son esas? —me preguntó.

—Ingresos externos —le respondí.

Es la verdad. La mayoría de los profesores se encuentran en una gran desventaja en su lucha contra la administración. No necesitan ni siquiera ser despedidos, basta con que los acosen y se ven obligados a buscar otro puesto. No es fácil hallarlo y, por lo general, si esperan demasiado se encuentran en la calle, sin sueldo y, posiblemente, con graves problemas económicos.

En mi caso, sin embargo, ¿qué me importaba lo que hiciera la administración? No tenía ningún problema financiero.

Después de dos años el asunto fue sometido a votación por el claustro (o como quiera que se llame el grupo que tiene que aprobar las decisiones) de la facultad. Votaron en contra de Keefer y conservé mi título. Todavía lo tengo. De hecho, el 18 de octubre de 1979, me ascendieron a catedrático numerario.

Al recordarlo me pregunto por qué me molesté.

Hubo dos razones. Primera, no quería perder mi título de profesor. Había luchado durante demasiado tiempo para conseguirlo, a veces en circunstancias adversas, y no iba a rendirme sin pelear.

Segunda, era una simple cuestión de orgullo y terquedad. Estaban dispuestos a echarme y no pensaba permitírselo.

En ese momento estaba furioso con Lemon y Keefer, pero, sin darse cuenta, me hicieron el mayor favor de mi vida desde que, veinte años antes, las distintas Facultades de Medicina me rechazaran. Si me hubieran dejado en paz, mi prudencia natural me habría hecho seguir en la facultad y me habría obligado a perder gran parte de mi tiempo en asuntos sin importancia. Al despedirme, me obligaron a dedicarme a escribir durante todo mi tiempo y eso fue un hecho decisivo para mí.

Estoy seguro de que ni Lemon ni Keefer tenían la mínima intención de hacerme un favor, pero puedo olvidarme de la intención si considero los resultados. Por tanto, hace mucho que los he perdonado.

En 1961, cuando uno de mis libros científicos disfrutó de un éxito notable, asistí a una fiesta en la facultad. Keefer también estaba presente y me tendió la mano para felicitarme. Pensé que era de buen tono hacerlo, así que estreché su mano y le di las gracias con sinceridad. Lemon también me felicitó, asentí con la cabeza y sonreí, pero ésta fue la última vez que le vi. Poco después se fue a la Facultad de Medicina de la Universidad de Nebraska.

Una posdata: En la primavera de 1989, participé en Boston en la celebración del ciento cincuenta aniversario de la Universidad de Boston.

Pronuncié una conferencia sobre el futuro ante una gran cantidad de alumnos de esta universidad, y lo hice con mi ardor acostumbrado. Durante el período de preguntas y respuestas uno de los alumnos dijo:

—Hemos oído algunas charlas muy buenas, doctor Asimov, y puesto que es usted miembro de esta universidad, ¿por qué no da clases permanentemente?

Ésta fue mi respuesta:

—Hace cuarenta años trabajaba aquí y di clases durante nueve años, alrededor de un centenar en total; fueron las mejores clases que se dieron a los alumnos, pero —hice una corta pausa para asegurarme que escuchaban— me despidieron —añadí.

Se produjo una especie de exclamación general en la audiencia y me sentí contento. Durante mi pelea con Keefer le dije al vicedecano, Lamar Soutter (que estaba de mi parte), que si la facultad me despedía, en el futuro, a la gente le resultaría increíble. Pareció pretencioso, supongo, pero sabía que no lo era y estuve encantado de que el tiempo me diera la razón, aunque tardara tanto.

66. Escritor prolífico

Debo reconocer que el 1 de julio de 1958 estaba un poco nervioso. Ahí estaba yo, con treinta y ocho años (un hombre maduro), con una mujer infeliz, dos hijos de siete y tres años, y sin trabajo.

No todo era malo. Nos habíamos comprado una casa en 1956 y habíamos pagado la hipoteca enseguida, así que era nuestra del todo. Tenía una buena cantidad de dinero en el banco y por fin, después de casi dieciséis años de matrimonio, podía cumplir mi promesa y comprar algunos diamantes (debo admitir que no muy grandes) a mi primera mujer, Gertrude; pero ella no los quería. Y, por supuesto, estaba mi obra literaria, que producía, por sí sola, algo más de quince mil dólares al año.

El problema era psicológico. De 1942 a 1945, y luego de 1949 a 1958, había tenido un trabajo y un sueldo fijo. El sueldo no era muy alto, pero era algo a lo que recurrir y me proporcionaba una sensación de seguridad. Ahora la pregunta era: ¿podía dedicarme sólo a escribir sin contar con la seguridad de un sueldo mínimo? ¿Podía dedicarme únicamente a escribir sin que mi mente se desgastara con rapidez y se quedara seca? ¿Me abrumaría la habitual inseguridad del escritor?

Gertrude estaba bastante convencida de que no funcionaría. Se metió durante tres días en la cama y dejó los niños a mi cuidado. Esto no sirvió para darme confianza y mitigar mis dudas.

Yo estaba lo bastante nervioso como para intentar, sin mucho entusiasmo, encontrar otro trabajo académico. Fui a la Universidad de Brandeis, que estaba cerca de casa, y estudié la posibilidad de hacerme con un puesto en el Departamento de Biología, pero el jefe de departamento no estaba interesado en mí, así que me batí rápidamente en retirada. Ésta fue la última vez en mi vida que busqué un trabajo.

Por tanto, lo único que podía hacer era lanzarme a la escritura con auténtico frenesí para conseguir estrujar mi mente al máximo mientras pudiera.

Después resultó que no debía haberme preocupado. Desde que me dediqué por completo a escribir, siempre he escrito una media de trece libros por año (tengo mi propio club del libro del mes). Según parece, soy el autor estadounidense más prolífico. Además, mientras que la mayoría de los escritores realmente productivos tienden a cultivar un solo género (misterio, novelas del oeste o de amor), mis libros abarcan todas las divisiones de la clasificación decimal de Dewey (según un bibliotecario entusiasta). Nadie ha escrito nunca más libros acerca de más temas diferentes que yo. Comprenda que soy tan modesto que me resulta embarazoso decir algo así, pero no puedo mentir.

La pregunta es: ¿cómo se convierte uno en un escritor tan prolífico?

He meditado mucho al respecto y creo que el primer requisito es que a la persona le apasione el proceso del trabajo literario. Con esto no me refiero a que disfrute imaginando que escribe un libro o inventa argumentos. No significa que tenga que gozar sosteniendo un libro terminado entre sus manos mientras lo agita triunfal ante la gente. Quiero decir que debe apasionarse por lo que sucede entre la idea del libro y su conclusión.

Debe amar el proceso real de escribir, los arañazos de una pluma llenando una hoja de papel en blanco, el golpeteo de las teclas de una máquina de escribir, la contemplación de las palabras que aparecen en la pantalla de su ordenador. No importa la técnica que utilice, mientras ame el proceso.

Claro que la pasión no es imprescindible para ser un escritor; ni siquiera para ser un gran escritor. Hay muchos grandes escritores que detestan escribir y que publican un libro cada diez años. El libro puede ser una maravilla de la técnica y el escritor puede convertirse en inmortal por ello, pero no será un escritor prolífico, y en este momento estoy hablando de escritores prolíficos.

Poseo esa pasión. Prefiero escribir a cualquier otra caso. En cierta ocasión, un tipo listo, que conocía mi inclinación a la galantería con las mujeres jóvenes, me preguntó al finalizar una conferencia:

—Si tuviese que escoger entre escribir y las mujeres, ¿qué elegiría, doctor Asimov?

—Bien, puedo escribir a máquina durante doce horas sin cansarme —respondí al momento.

La gente a veces me dice: "Qué disciplinado debe ser usted para sentarse delante de la máquina de escribir todos los días."

Siempre respondo: "No soy en absoluto disciplinado. Si lo fuera, podría dejar la máquina de escribir de vez en cuando, pero soy un tipo tan perezoso que nunca lo logro."

Es verdad. No se necesita disciplina para que alguien como Bing Crosby o Bob Hope juegue al golf durante todo el día, ni para que Joe Six-Pack dormite en la butaca mientras ve la televisión. Yo tampoco necesito disciplina para escribir.

Además, soy inmune a la seducción. El hecho de que afuera haga un día maravilloso no me causa ninguna impresión. No tengo ningunas ganas de salir ni de que me dé el sol. En realidad, en un día perfecto siempre me asalta el temor (que por lo general se cumple) de que Robyn venga llena de entusiasmo, dé una palmada con sus manitas y diga: "Vamos a pasear por el parque. Quiero ir al zoológico."

Por supuesto voy allí porque la quiero, pero le aseguro que dejo mi corazón detrás de mí, pegado a las teclas de la máquina de escribir.

Así que me comprenderá cuando digo que mi tipo de día favorito (siempre que no tenga una cita inevitable que me obligue a salir) es un día frío, triste, borrascoso y con aguanieve en el que me puedo sentar frente a la máquina de escribir o al ordenador en paz y tranquilidad.

Además, un escritor compulsivo siempre debe estar dispuesto a escribir. Sprague de Camp afirmó una vez que quien quiera escribir precisa cuatro horas de soledad ininterrumpida, ya que se necesita mucho tiempo para empezar, y si te interrumpen, tienes que volver a iniciar el proceso desde el principio.

Quizá tenga razón, pero alguien incapaz de escribir si no cuenta con cuatro horas ininterrumpidas no será prolífico. Si no tenga nada que hacer, me bastan quince minutos para escribir una página o dos. Tampoco necesito sentarme y pasar mucho tiempo organizando mis pensamientos.

En cierta ocasión alguien me preguntó qué hacía para empezar a escribir.

—¿A qué se refiere? —pregunté perplejo.

—Bueno, que si antes hace ejercicio o saca punta a los lápices o hace crucigramas o cualquier otra cosa que le sirva para estar en disposición de escribir.

—¡Ah!, Eso —dije asintiendo—. Ya entiendo lo que quiere decir. ¡Sí! Antes de empezar a escribir necesito conectar la máquina eléctrica y acercarme a ella lo suficiente como para que mis dedos lleguen a las teclas.

¿Por qué soy así? ¿Cuál es el secreto para ponerse a escribir sin más?

Por una parte, yo no escribo sólo cuando estoy escribiendo. Siempre que no estoy sentado frente a mi máquina de escribir, cuando estoy comiendo, durmiendo o haciendo mis abluciones, mi mente sigue trabajando. A veces, oigo fragmentos de diálogos que atraviesan mis pensamientos o a la charla que estoy exponiendo. Incluso cuando no oigo las palabras concretas, sé que mi mente está trabajando en ello de manera inconsciente.

Por eso es por lo que siempre estoy dispuesto a escribir. Todo está, hasta cierto punto, escrito. No tengo más que sentarme y empezar a teclear, a una velocidad de hasta cien palabras por minuto, al dictado de mi mente. Además, si me interrumpen, no me afecta. Después de la interrupción me limito a volver a lo que llevaba entre manos y teclear al dictado de mi mente.

Para que esto ocurra, lo que entra en la mente debe permanecer en ella. Es algo que siempre doy por supuesto, así que nunca tomo notas. Cuando Janet y yo nos casamos, a veces yo me despertaba brevemente por la noche y decía:

—Ya sé cómo sigue mi novela.

—Levántate y escríbelo —me decía ansiosa.

—No necesito hacerlo —le respondía. Me daba la vuelta y me dormía.

A la mañana siguiente lo recordaba. Janet contaba que al principio esto la volvía loca, pero que después se acostumbró.

Un escritor normal es propenso a que le asalte la inseguridad cuando escribe. ¿Es acertada la frase que acaba de crear? ¿Está lo suficientemente bien expresada? ¿Sonaría mejor si estuviese escrita de otra manera? Por tanto, el escritor normal siempre está revisando, cambiando de opinión, buscando diferentes modos de expresarse y, hasta donde yo sé, nunca está satisfecho del todo. Desde luego éste no es un modo de ser prolífico.

Por tanto, un escritor prolífico tiene que estar seguro de sí mismo. No puede quedarse sentado dudando de la calidad de su obra. Más bien tiene que amar su trabajo.

Yo lo hago. Puedo coger uno de mis libros, empezar a leerlo en cualquier parte y ser absorbido por él de inmediato, y seguir leyéndolo hasta que algún acontecimiento externo rompe el hechizo. A Janet esto le divierte, pero yo creo que es de lo más natural. Si mis obras no me gustaran tanto, ¿cómo demonios iba a aguantar con todo lo que escribo?

El resultado es que casi nunca me preocupan las frases que salen de mi cabeza. Si las he escrito, doy por supuesto que hay veinte probabilidades contra una de que estén perfectamente bien.

No estoy seguro del todo, por supuesto. Robert Heinlein me contaba que a él "le salía bien a la primera" y siempre enviaba el primer borrador. Se supone que lo mismo le ocurre al escritor de misterio Rex Stout. Yo no soy tan bueno. Preparo el primer borrador y los cambios que hago no suelen pasar del cinco por ciento del total; después lo envío.

Una de las razones de mi confianza en mí mismo tal vez sea que no veo un relato, un artículo o un libro como una sucesión de palabras, sino como un patrón. Sé como encajar cada detalle de la obra en el patrón, de manera que no necesito nunca trabajar a partir de una idea general. Incluso el argumento más complicado o la exposición más intrincada surge por sí misma, con sus distintas partes en perfecto orden.

Me inclino a pensar que un gran maestro de ajedrez ve una partida más como un patrón que como una sucesión de movimientos. Un buen entrenador de béisbol probablemente ve el juego más como un patrón que como una sucesión de jugadas. Pues bien, yo también veo patrones en mi especialidad, pero no sé como lo hago. Simplemente tengo ese don, y lo tenía incluso cuando era niño.

También ayuda el no intentar ser demasiado literario al escribir. Crear prosa poética cuesta tiempo, incluso para un experto en ello como Ray Bradbury o Theodore Sturgeon.

Por esta causa he cultivado deliberadamente un estilo sencillo, incluso coloquial, que se puede crear con rapidez y difícilmente sale mal. Por supuesto, algunos críticos, en cuyos cráneos hay más hueso que cerebro, interpretan esto como "carencia de estilo". Pero si alguien piensa que es fácil escribir con total claridad y sin adornos le recomiendo que lo intente.

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