Memorias (35 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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Por todo el país hay profesores estúpidos que piden a sus alumnos que asalten a escritores ocupados y les pidan lo que, sin duda, es un trabajo escolar. ¿Qué derecho tienen? Para trabajar sólo cuento con el tiempo, es mi materia prima, y cada día que pasa mi suministro de tiempo disminuye en veinticuatro horas. ¿Debo malgastarlo contestando preguntas estúpidas de niños a los que jamás se les habría ocurrido molestarme si no hubieran sido incitados por profesores obtusos que no alcanzan a pensar mejores tareas para sus alumnos? Además, otros escritores tienen secretarias que responden a sus cartas, pero yo no.

A veces, mi enfado llega a tal punto que en casos muy flagrantes le mando una filípica al profesor. En una de esas ocasiones, enviaron mi carta a un periódico local (¡sin mi permiso!), que la presentó como un ejemplo propio de un escritor arrogante. Una amiga de la profesora me mandó el recorte y el comentario y me censuró por negarme a perder los "cinco minutos" necesarios para hacer feliz a un niño.

No debería haberlo hecho. Fue la gota que derramó el vaso de mi ira. Le escribí para preguntarle si era tan imbécil como para creer que sólo recibo una carta como ésa. Me llegan montones de cartas así, cada una solicitando cinco minutos; eso demuestra el bajo nivel de compasión y comprensión que existe en gran parte de la profesión docente. Me temo que me dejé llevar y le lancé una reprimenda en el más claro e injurioso de mis lenguajes. Nunca me respondió; probablemente se quedó muerta de miedo.

En la actualidad ya no tengo problemas. En cuanto leo las palabras mágicas "mi profesor me ha pedido que…", la carta va a la papelera. Ahorra mucho tiempo y mucho desgaste emocional.

Otras veces recibo cartas que señalan errores en mi obra de no ficción (o, con menos frecuencia, en la de ficción). En estos casos envío tarjetas respondiendo de manera rutinaria y, cuando los errores son graves, hago cambios para la versión del libro o para la siguiente edición si ya está impreso. Un error importante es embarazoso, pero inevitable de vez en cuando si se escribe tanto y tan rápido como yo lo hago. Lo asombroso no es que cometa errores, sino que sean tan pocos.

Siempre puedo contar con mis lectores para corregirlos. Ha habido hombres famosos como Linus Pauling que me han escrito para indicarme errores.

Por supuesto, también recibo de vez en cuando cartas censurando mi obra y llamándome monstruo arrogante y presuntuoso e incluso relatan otros supuestos defectos. Éstas no las contesto. Si quieren tenerme manía, que lo hagan.

Otra vertiente de la correspondencia son los pedidos de información; si la cuestión es concreta y se puede contestar con brevedad, trato de hacerlo, sobre todo si la pregunta es interesante y la respuesta no es fácil de conseguir. Es extraño, casi nunca recibo una carta de agradecimiento por haber contestado a esas preguntas. Sinceramente, no sé por qué.

A veces la petición de información demuestra con claridad que me han confundido con una biblioteca pública. "Por favor, envíeme los últimos datos de la carrera espacial", es una petición corriente, por lo general de jóvenes que tienen que hacer un trabajo sobre los últimos progresos en la carrera espacial y que piensan que sería una buena idea que yo lo haga en su lugar. Papelera.

En otras ocasiones (y con sorprendente frecuencia) alguien de una prisión me pide que le envíe un libro o dos, porque ha leído todas las obras mías que hay en la biblioteca de la cárcel y quiere más. Siempre siento un poco de compasión por los reclusos, independientemente de lo que hayan hecho, sobre todo si leen mis libros (lo que me convence de inmediato de que pueden haber sido condenados injustamente). En esos casos pido a Doubleday que envíe un libro o dos, que siempre se niegan a deducir de mis gastos de los derechos de autor, lo que, por supuesto, evita que abuse de este privilegio.

También me piden dinero, pero jamás lo envío a extraños. Puedo ser un poco blando, pero no tanto.

Un tipo de petición todavía más embarazosa es la de que lea el manuscrito de un principiante y haga una crítica concienzuda. Es imposible. Carezco de tiempo y de aptitud crítica para hacerlo, pero no importa cómo lo explique, siempre me queda la desagradable sensación de que el emisor me considera un pez gordo demasiado egoísta y mezquino para ayudar a un principiante. Algunos incluso se aprovechan de mi franqueza al describir mi vida y me dicen: "John Campbell le ayudó cuando empezaba, así que ¿por qué no puede usted ayudarme a mí?" La respuesta es que ayudar era el trabajo de Campbell y tenía talento para hacerlo; no es mi trabajo y yo no tengo ese talento. Tampoco Campbell ayudaba a todos los principiantes de forma indiscriminada. Elegía con mucho cuidado. Estaba esperando a un Isaac Asimov y sabía cómo reconocerlo en cuanto lo vio; yo no. Pero ¿cómo explicar todo esto?

Lo mismo sucede con muchos principiantes que piensan que hay un truco especial para vender historias, alguna estratagema que yo sé y que podría contarles. No importa que insista en asegurar que no hay truco, que es una cuestión de talento innato y trabajo duro. Estoy seguro de que piensan que me guardo el secreto para mí, sólo por miedo a la competencia.

Algunas cartas son razonables y discrepan sobre alguna opinión que he expuesto. A veces, una carta muy bien razonada me obliga a cambiar de opinión y, por lo general, en ese caso contesto y, a veces, encuentro una disculpa para escribir un artículo expresando mi cambio de opinión. Más a menudo, tales catas son simplemente desagradables y las dejo de lado.

Una parte de estos desacuerdos se refieren a mi carencia de sentimientos religiosos, que expreso abiertamente. Recibo cartas de gente que lo lamenta por mí, lo cual no me importa. Estoy seguro de que les hace sentirse mejor.

Que me envíen pequeños folletos pregonando alguna creencia sectaria con la esperanza de que me hagan "ver la luz" me irrita. No sé por qué a esta gente no se le ocurre nunca pensar que mis opiniones están profundamente arraigadas y unos folletos no las van a cambiar.

A veces me enfado tanto que contesto. En cierta ocasión un sectario me censuró en términos desmesurados; le envié una tarjeta que decía: "Estoy seguro de que piensa que cuando me muera iré al infierno, y que una vez allí sufriré todo el dolor y las torturas que la ingenuidad sádica de su deidad pueda imaginar y que esta tortura durará eternamente. ¿No es bastante para usted? ¿Tiene además que insultarme?" Por supuesto, jamás recibí su respuesta.

Después están los cazadores de autógrafos. (No puedo imaginar qué hace la gente con ellos). Las cartas pidiéndolos (sobre todo de jóvenes que los terminarán tirando) son como copos de nieve en una ventisca cada vez más fuerte. Hace tiempo que dejé de sentirme halagado por esto, y si alguien quiere un autógrafo y me envía una tarjeta para firmar y un sobre con su dirección y el sello puesto, contesto. En caso contrario, ya no lo hago. (Desconfío en especial de los que me dicen lo buen escritor que soy y lo que les gustan mis libros y, sin embargo, no mencionan ni un solo título que hayan leído. Sospecho que son cartas modelo.)

En los últimos años ha aparecido una nueva moda. Ya no es suficiente con un autógrafo. Quieren una foto; a veces incluso especifican que sea brillante y de 20 x 28. Pues bien, no tengo fotos. No soy un artista. No me gano la vida con mi cara. Si alguien me envía una foto en un sobre con su dirección y sellos, le contesto. En caso contrario, no lo hago.

También hay quien me manda libros para que los firme y se los devuelva. Por lo general incluyen su dirección y sellos, pero a pesar de todo es un incordio. Los paquetes son voluminosos y hacen que mi correo diario pese una tonelada más o menos. Después tengo que salir y encontrar un buzón en el que quepa el paquete. Cuando me lo piden con anticipación, siempre sugiero que me envíen tarjetas que firmaré y devolveré y que después pueden pegar al libro. Sin embargo, hay pocos lo bastante considerados como para pedirlo de antemano, y de los que lo hacen, pocos aceptan la idea de la tarjeta.

Otro invento horrible bastante reciente es la "subasta de objetos de celebridades". Alguien descubrió que una buena manera de conseguir dinero era escribir a una serie de famosos y pedirles algo personal —un calcetín viejo, una lista de la lavandería— que se pueda subastar entre aquellos que dan valor a semejante basura. Por lo general, la causa para la que se recoge el dinero parece loable, así que las primeras veces que recibí estas peticiones, envié libros en rústica firmados.

Esto puso mi nombre en un listado de ordenador que circula por todo el país, y después llegó el diluvio. Con cada subasta que hay en Estados Unidos, me escriben una petición. He llegado a recibir cuatro en un mismo día y son pocos los días en que no recibo ninguna. ¿Qué puedo hacer? En cuanto echo una mirada a una carta sospechosa y veo las palabras mágicas “subasta de objetos de celebridades”, mi papelera aumenta de peso.

También recibo un pequeño número de cartas estrambóticas de gente que es manipulada por rayos extraños, que ha entrado en contacto con extraterrestres, que ha descubierto conspiraciones secretas o que son sencillamente incoherentes. Suspiro y las tiro a la basura.

Después está la gente que hace “como que escribe libros”. Esto ocurre cuando alguien envía un cuestionario estúpido a un centenar de celebridades, recoge las respuestas y las reúne en un libro del que espera cobrar derechos de autor.

Hay, por ejemplo, gran cantidad de libros de cocina de famosos. ¿Por qué se va a tomar uno la molestia de inventar y probar recetas cuando puede conseguir que una serie de famosos le envíen su receta “favorita”? Me han pedido mi receta favorita un millón de veces, pero la única que tengo es hervir agua y utilizarla para convertir polvo liofilizado en café. Hasta ahí alcanzan mis habilidades culinarias.

(Por supuesto, de vez en cuando, cuando Janet está ocupada, prepara todos los utensilios e ingredientes necesarios y una receta detallada. Entonces, yo trabajo, mezclo, añado, ajusto la temperatura y hago todo lo que haya que hacer. Siempre, no importa lo complicado que sea, resulta excelente, porque soy muy meticuloso siguiendo la receta, mucho más que Janet, por algo soy químico. Pero en tales ocasiones me opongo rotundamente a que nadie entre en “mi cocina” y estoy tan satisfecho con mis propios resultados que Janet rara vez se resigna a dejarme actuar a mi aire).

Casi nunca contesto a este tipo de cuestionarios, en parte porque las preguntas a menudo son completamente estúpidas.

En cierta ocasión una mujer me pidió que escribiera un ensayo sobre mi padre y por qué le admiraba, y me envió una lista de otros famosos que iban a hacer lo mismo. En realidad he escrito sobre mi padre con frecuencia (como en este libro) y está muy claro que le admiraba. Con todo, pensé que la idea era estúpida porque todo lo que podía esperar eran ensayos descafeinados sobre los padres. ¿Qué famoso va a admitir que su padre era un alcohólico que maltrataba a las mujeres, aunque sea verdad?

Fui lo bastante incauto como para escribirle diciéndole esto y ella me contestó una carta virulenta acusándome de odiar a mi padre. Sentí haber contestado, pero nunca oí que el libro se publicara, así que a lo mejor no funcionó.

Una vez, me pidieron que describiera la peor cita que había tenido. Respondí breve y sinceramente que nunca había tenido esa mala experiencia. En muy pocas ocasiones he tenido citas que no hayan sido con las dos mujeres con las que terminé casándome, y siempre me ocupé de que fueran agradables. Publicaron mi carta entre otras que describían unos desastres tan espantosos que me produjeron asco. (He tenido más suerte de la que creía).

En otra ocasión me preguntaron qué quería para Navidad, relacionado con los ordenadores. Me pedían que describiera cualquier cosa que pudiera imaginar, fuera factible o no. Respondí breve y sinceramente diciendo que tenía una máquina de escribir eléctrica antediluviana y un procesador de textos y una impresora medievales y que todos funcionaban perfectamente. Era todo lo que necesitaba, y no quería nada, ni en Navidad ni en cualquier otra época, nada que no necesitara.

La entrevistadora me contestó que recibir mi carta entre todos las que habían contestado había sido un placer, las demás reflejaban pura codicia, pero que su editor no le dejaría publicarla porque el resto quedaría muy mal. (Además, pensé para mis adentros, no ser codicioso probablemente es antiamericano y subversivo).

En la misma carta me pedía que le describiera las satisfacciones que produce el viajar y que comparase los viajes de negocios con los viajes de placer. Tuve que explicarle que yo no viajo. (De nuevo algo antiamericano).

He escrito otras cosas que, al parecer, son antiamericanas e inadecuadas para su publicación. El Tribune de Chicago me pidió que escribiera un artículo sobre la Navidad. “Diga lo que quiera”, me aseguraron. Acepté encantado y aproveché la ocasión para denunciar el craso mercantilismo de las fiestas. Puede imaginar la naturaleza de mis observaciones si le digo que el título era
And now, a Word from Scrooge
[7]
(“Y ahora, unas palabras de Scrooge”). Lo aceptaron con entusiasmo y me pagaron, pero, que yo sepa, jamás lo publicaron.

74. Los plagios

Una de las plagas de un escritor prolífico es la preocupación constante por el plagio, es decir, por la apropiación de las palabras de otra persona con la pretensión de que son propias. En mi opinión, éste es el mayor crimen que puede cometer un escritor, y no hay ninguna posibilidad de que yo lo haga alguna vez. El problema es que quiero evitar la apariencia de plagio y escribo tanto que a veces resulta difícil.

Por ejemplo, el relato de Jack Williamson
Born of the Sun
, escrito en 1934, describía una escena en la que un grupo de fanáticos intentaba destruir un observatorio astronómico donde se había desarrollado una nueva teoría asombrosa. Lo leí y no hay duda de que me impresionó y permaneció en mi inconsciente.

Siete años después publiqué
Anochecer
, en el que había una escena de un grupo de fanáticos que intentaba destruir un observatorio astronómico donde se había desarrollado una teoría asombrosa. Treinta años después de haber escrito Anochecer, cuando volví a leer
Born of the Sun
porque quería incluirlo en una de mis antologías que llamé
Antes de la edad de oro
(1974), me di cuenta de lo que había sucedido y me sentí muy molesto.

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