Memorias (36 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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No se trataba de un verdadero plagio, ya que las ideas y las situaciones se formulan con diferentes palabras, y los contextos y las consecuencias son distintos. Las ideas y las situaciones incluso se pueden copiar deliberadamente siempre que se utilicen de manera diferente.

Me apropié gratuitamente de la
Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano
, de Edward Gibbon, al planear la serie de la Fundación, y creo que la película
La guerra de las galaxias
, a su vez, se apropió de la serie de la Fundación.

Aprendí a no considerar un crimen la coincidencia parcial de ideas cuando escribí
Each an Explorer
, que apareció en 1956 en
Future and Fiction
, no. 30, sin fecha. Cuando lo estaba escribiendo, me di cuenta que la idea era incómodamente parecida a la del gran relato de Campbell
¿Quién anda por ahí?
Empecé a sudar. Llamé por teléfono a Campbell, le dije lo que pasaba y le pedí consejo.

Campbell se rió y me dijo que la duplicación de ideas era inevitable y que en manos de escritores capaces y honestos era inofensiva.

—Puedo dar la misma idea a diez escritores diferentes –dijo— y obtener diez historias completamente distintas.

No obstante, trabajé para que fuera lo más diferente posible de
¿Quién anda por ahí?

Otra vez escribí un relato llamado
Lest We Remember
, que apareció en
Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine
(
IASFM
) el 15 de febrero de 1982. mientras lo escribía, vi que se parecía a la idea del gran clásico de Daniel Keyes
Flores para Algernón
(
F&SF
, abril de 1959), y trabajé como un chino para que mi historia fuera lo más diferente posible.

La vez que he estado más cerca de un plagio fue con un relato corto que alguien me pidió. Tenía que describir un ordenador en el momento en que es consciente de su propia existencia. Escribí sobre uno que deja de funcionar y al cabo de un tiempo empieza a hacer la pregunta “¿Quién soy? ¿Quién soy?”.

Se publicó en un boletín de aficionados a la cibernética y más tarde reapareció en una revista para niños. Otro escritor lo vio y me envió una copia de uno de sus relatos cuyo final describía un ordenador preguntándose “¿Quién soy? ¿Quién soy?. (Por lo demás el argumento era completamente diferente).

Mi interlocutor me dijo dónde había aparecido su relato y con el estómago encogido me di cuenta de que había sido incluido en una antología que también contenía una narración mía y que, por tanto, tenía en mi biblioteca. La busqué y allí estaba su relato, publicado años antes que el mío.

¿Qué podía hacer? Le escribí diciendo que había leído su narración y que el final tal vez se había quedado en mi memoria. Le pregunté si se sentiría satisfecho si no permitía que mi relato se volviese a publicar en ninguna parte. Respondió que sí y fue lo bastante amable como para decirme que en ningún momento había pensado que le estaba plagiando.

Pero ¿qué puedo hacer? Siempre existe el peligro. Fragmentos de esto y aquello se quedan en mi pertinaz memoria y en cualquier momento podría pensar que uno de ellos es de mi creación. Peor todavía, no he leído más que una parte mínima de todos los relatos de ciencia ficción que se han escrito, y podría coincidir, por pura casualidad, en parte con ideas de textos que no he leído nunca.

Una vez, Theodore Sturgeon y yo, cada uno por su lado y casi al mismo tiempo, escribimos un relato en el que la palabra
“hostess”
(anfitriona, azafata, mesonera en inglés) se utilizaba con doble sentido, con el mismo doble sentido. Es más, dos de sus personajes se llamaban Derek y Verna y dos de los míos eran Drake y Vera. Los dos se enviaron a
Galaxy
, por pura coincidencia. Puesto que el relato de Ted llegó al despacho de Horace unos días antes, me tocó a mí hacer algunos retoques. (Vera se convirtió en Rose, por ejemplo.) Mi narración apareció como
Hostess
en el número de mayo de 1951 de
Galaxy
.

Yo soy muy cuidadoso, e intento mantenerme alejado del más mínimo atisbo de plagio, pero no puedo evitar ser plagiado. En todo el país se pide a los estudiantes que escriban textos y relatos, y un pequeño porcentaje de ellos es lo bastante cretino como para buscar la vía más rápida y copiar algo que ya existía.

Digo “cretino” porque cualquier joven que se muestre tan inseguro de sus aptitudes como para plagiar tiene que ser un escritor malísimo, por muy joven que sea. Si de repente entrega un trabajo terminado como el de un profesional, ¿a quién va a engañar, a no ser que su profesor sea igual de cretino?

En cierta ocasión, una profesora de un
college
de Rhode Island me envió una copia de un manuscrito bastante largo. Se lo había dado uno de sus alumnos como escrito por él. Pero trataba de robots y pensaba que a lo mejor le podía decir si el alumno lo había plagiado.

Sí, era un plagio. El muy burro había copiado
Galley Slave
(
Galaxy
, diciembre de 1957) palabra por palabra. No era capaz de parafrasear para poder alegar coincidencia, ni siquiera tuvo el ingenio de cambiar los nombres de los personajes.

Informé de esto a la profesora y espero que el joven haya sido severamente castigado.

Hace unos años, alguien encontró una revista literaria de un instituto que contenía, bajo la firma de algún alumno, mi relato
Nothing for Nothing
(
IASFM
, febrero de 1979). Indignado, escribí una carta al colegio y también lo hizo Doubleday, pero nunca nos respondieron. O la gente del colegio estaba demasiado avergonzada para contestar (y no creo que esto sea imposible) o bien les molestaron mis observaciones sobre el hecho de que uno de sus alumnos descubriera una manera tan inteligente de cumplir con su cometido.

Si duda que esto último sea posible, lea lo siguiente (aunque no implica ningún plagio). Un joven me pidió una vez una carta de recomendación. Quería entrar en una determinada escuela, había leído mis relatos y pensó que mi firma en una carta que declaraba lo fabuloso que era tendría mucho peso. Admitía que yo no le conocía pero pensaba que para mí no sería muy difícil pretender fingir que sí y hablar de su magnífica inteligencia y carácter, para ayudarle. Después de todo (la vieja idiotez), ¿no me había ayudado Campbell?

Me enfurecí. Le contesté que me estaba pidiendo cometer un acto inmoral y que me había insultado al suponer que era capaz de algo así. Su carta, le dije, no demostraba ni inteligencia ni carácter.

Y eso es todo, pensé. Pero con gran sorpresa recibí una contestación, no del chico sino de su madre. Me reprendía con bastante elocuencia por hacer que su hijo se sintiera tan mal, cuando en realidad sólo había estado bromeando. ¿Cuál era mi problema (y el de mi enorme ego, supongo), es que no sabía aceptar una broma?

Me volví a indignar. Le contesté todavía más ásperamente que si ella y su hijo no cambiaban de opinión sobre lo que es una broma y lo que no tiene gracia, el joven terminaría algún día en la cárcel. Esta vez no recibí ninguna respuesta.

La historia más divertida sobre plagios me ocurrió el 23 de mayo de 1989. La editorial Tor Books había publicado un “doble”. Era una edición en rústica que contenía una novela de Ted Sturgeon. Al dar la vuelta al libro, se veía la portada de otra historia, que empezaba en el lado posterior. Esa otra historia era
El niño feo
, escrita por mí.

Después de que se hubiese anunciado en la prensa el doble como una obra de próxima aparición y se describieran brevemente los argumentos mediante enigmas, recibí una carta furiosa de una joven que me acusaba de plagio. Parece que año y medio antes (en 1987 o 1988) había escrito un relato, lo había presentado y se lo rechazaron. Me envió a mí un resumen del texto en el que aparecía un niño (al igual que en
Las aventuras de Oliver Twist
, de Charles Dickens). Así que pensaba que los editores no habían querido publicar un relato de una desconocida, y que me habían cedido la idea para que apareciera bajo un nombre famoso y se vendiera mejor. Así se había escrito
El niño feo
. “¿Qué argumento tenía en mi defensa?”, preguntaba en su carta.

Tenía que contestar. No importaba lo ridículo que fuera, una acusación de plagio no se puede pasar por alto. Fui lo bastante cruel como para dirigirme a ella como “Mi querida loca”. Después le decía que si hubiera leído el doble de Tor en vez de limitarse a leer un anuncio de su futura aparición, habría visto que
El niño feo
era una reimpresión y que los derechos de autor del libro indicaban que había sido publicado en 1958, mucho antes de que ella escribiera su relato y, probablemente, antes de que naciera. ¿Qué había sucedido? Tal vez era ella la que me había plagiado a mí.

Nunca me contestó, aunque lo normal habría sido que se disculpara humildemente.

Esto me recuerda que, con frecuencia, los principiantes me preguntan si sus relatos pueden “desaparecer” si los envían al director de una revista. La respuesta es: “No existe la menor posibilidad.” Si la narración fuera lo bastante buena como para ser robada, el director preferiría el escritor a la obra, ya que éste podría escribir más y mejores relatos. ¿Por qué robar uno si puede conseguir muchos legítimamente?

75. Las convenciones de ciencia ficción

El mismo impulso que hizo que los aficionados a la ciencia ficción se reunieran en clubes locales y que llevó a la formación de los Futurianos, forzó a estos clubes a unirse en asociaciones mayores.

En 1939, Sam Moskowitz programó una Convención Mundial de Ciencia Ficción. Se celebró en una sala en el centro de Manhattan con sólo unos cientos de personas. Sam, que era miembro del Club de Ciencia Ficción de Queens, del que se habían escindido los Futurianos, se negaba a que ninguno de ellos participara. Como, según Sam, yo no estaba asociado a ellos y ya había vendido tres relatos, podía participar.

Desde entonces, se ha celebrado una Convención Mundial de Ciencia Ficción todos los años (menos durante la guerra, de 1942 a 1944) en diferentes ciudades. En todas hay algún invitado de honor importante, conferencias, fiestas de disfraces, banquetes, etc. Se celebra siempre en el fin de semana del Día del Trabajo
[8]
, a no ser que se haga fuera de Estados Unidos, donde este día no es festivo.

Por lo general, la asistencia ha aumentado hasta llegar a seis o siete mil personas. Se fueron creando otras convenciones menores y llegó un momento en que un participante entusiasta como Jay Kay Klein o Sprague de Camp podría, si quisiese, asistir a una convención casi todos los días del año.

Puesto que no me gusta viajar, no suelo asistir a la Convención Mundial de Ciencia Ficción, aunque cuando he estado presente me propusieron a menudo desempeñar las funciones de maestro de ceremonias en el banquete. Sin embargo, una vez hice las cosas con torpeza, cometí el error de entregar un premio a un escritor que no lo había ganado. Pasé tal vergüenza que desde entonces me niego a ser maestro de ceremonias en los banquetes de la convención.

Hubo una excepción. En 1989, en Boston, celebramos las bodas de oro de la primera convención de 1939 y yo era uno de los pocos que había asistido a ella (y desde luego el más destacado de los supervivientes). Por lo tanto, acepté viajar a Boston y oficiar como maestro de ceremonias del “almuerzo de la nostalgia” que servía de celebración. Me encantó.

El invitado de honor de la Convención Mundial de Ciencia Ficción suele ser de alguna zona alejada de la ciudad donde se celebra. Al fin y al cabo, la mayoría de los asistentes son de los alrededores de la ciudad sede y no quieren ver a alguien a quien puedan saludar en las reuniones locales. Un invitado de honor forastero, al que los aficionados locales no suelan ver, atrae más inscripciones y ayuda a pagar los gastos de la convención. Yo, como sólo voy a las convenciones que se celebran cerca de donde vivo, no suelo ser un buen invitado de honor. No obstante, en 1955, la convención se celebró en Cleveland y me pidieron que lo fuera. No pude negarme a semejante halago, así que me dirigí en coche hasta Cleveland para asistir.

Es la única vez que he sido invitado de honor de la convención (algunas personas lo han sido dos veces e incluso tres), pero eso no me molesta. He sido invitado de honor en muchas convenciones menores y tengo muchas placas y diplomas que ocupan casi todas las paredes y llenan los armarios de mi casa.

Mis catorce doctorados honorarios, que se enmohecen en un baúl, también tienen sus inconvenientes ya que me consideran un graduado de la facultad y, por tanto, destinatario legítimo de las cartas de petición de fondos. Esto me recuerda al hombre que se quejaba de que su mujer estaba todo el día pidiéndole dinero. Un amigo le preguntó:

—¿Qué hace con él?

—Nada –replicó el hombre—. No se lo doy.

Pero estoy divagando…

La Convención Mundial de Ciencia Ficción de Cleveland de 1955 hacía el número trece (para los supersticiosos). Fue casi la menos concurrida de todas. Sólo trescientas personas. Esto tenía sus ventajas. En los años anteriores, había estado en convenciones con miles de asistentes, lo que significa grandes hoteles, programas larguísimos, salones y salas de actividades atestados y multitud de desconocidos entre los cuales era imposible encontrar a amigos y compinches. Sencillamente, había demasiada confusión, caos y anarquía.

Cuando me piden que firme libros en una de estas enormes convenciones, la fila se extiende como una anaconda. Es muy halagador, pero uno se cansa de firmar libros después de hacerlo durante hora y media sin interrupción. Como soy un escritor prolífico, no es del todo inaudito que un lector ansioso aparezca con una maleta con dos docenas de libros para que los firme. E incluso cuando no es la hora oficial de firmar, los aficionados te paran en los salones para que lo hagas en programas y trozos de papel.

En parte es por mi culpa. A Arthur Clarke, por ejemplo, se le conoce porque sólo firma libros encuadernados en tapa dura. Pero no soy capaz de negárselo a quien está de pie frente a mí mirándome con cara “que parece” de devoción.

La asistencia de trescientas personas fue perfecta. No había confusión. Los escritores se encontraban fácilmente. La firma de libros era limitada. Durante años, la convención de 1955 fue recordada como la más acogedora de todas.

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