Memorias (64 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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—¡Ah! El último de los derrochadores rumbosos.

Una última palabra…

Con frecuencia, cuando surge el tema de mis viajes me preguntan si he visitado Israel alguna vez.

No, no lo he hecho. Llegar a Israel sin subir a un avión es un asunto demasiado complicado. Tendría que ir en barco y en tren y estoy seguro de que me llevaría más tiempo del que dispongo y sería mucho más complicado de lo que podría soportar.

Por tanto, suponen que, si no voy o no puedo ir, como soy judío, debo tener el corazón destrozado, porque tengo que visitar Israel. Pues no.

En realidad no soy sionista. No creo que los judíos tengan el derecho ancestral de ocupar una tierra sólo porque sus antepasados vivieron allí hace mil novecientos años. (Este tipo de razonamiento nos obligaría a entregar América del Norte y del Sur a los indios, y Australia y Nueva Zelanda a los aborígenes y maoríes.) Tampoco considero válidas legalmente las promesas bíblicas hechas por Dios de que la tierra de Canaán pertenecería para siempre a los hijos de Israel. (Sobre todo, porque la Biblia fue escrita por los hijos de Israel.)

Cuando se fundó el Estado de Israel, en 1948, todos mis amigos judíos estaban felices; yo fui el aguafiestas. Les advertí:

—Estamos construyendo un gueto nosotros mismos. Estaremos rodeados por decenas de millones de musulmanes que nunca perdonarán, nunca olvidarán y nunca desaparecerán.

Estaba en lo cierto, sobre todo cuando resultó que los árabes estaban asentados en la mayor parte de los abastecimientos petrolíferos del mundo. Así que las naciones del mundo, que necesitaban el petróleo, pensaron que era diplomático ser pro-árabe. (Si el tema de las reservas petrolíferas se hubiese conocido antes, estoy convencido de que Israel no se habría creado.)

Pero ¿no merecemos los judíos una patria? En realidad, creo que a ningún grupo humano le conviene pertenecer a una “patria” en el sentido habitual de la palabra.

La Tierra no debería estar dividida en cientos de secciones diferentes, cada una habitada por un solo segmento autodefinido de la humanidad que considera que su propio bienestar y su propia “seguridad nacional” están por encima de cualquier otra consideración.

Soy partidario de la diversidad cultural y me gustaría que cada grupo identificable valorara su patrimonio cultural. Por ejemplo, soy un patriota de Nueva York y si viviera en Los Ángeles me encantaría reunirme con otros neoyorquinos expatriados y cantar
Give My Regards to Broadway
.

No obstante, este tipo de sentimientos deben ser culturales y benignos. Estoy en contra de ello si cada grupo desprecia a los demás y aspira a destruirlos. Estoy en contra de dar armas a cada pequeño grupo autodefinido con las que reforzar su propio orgullo y sus prejuicios.

La Tierra se enfrenta en la actualidad a problemas medioambientales que amenazan con la inminente destrucción de la civilización y con el final del planeta como un lugar habitable. La humanidad no se pude permitir desperdiciar sus recursos financieros y emocionales en peleas interminables y sin sentido entre los diversos grupos. Debe haber un sentido de lo global en el que todo el mundo se una para resolver los problemas reales a los que nos enfrentamos todos.

¿Se puede hacer esto? La pregunta equivale a: ¿puede sobrevivir la humanidad?

Por tanto, no soy sionista porque no creo en las naciones y porque los sionistas lo único que hacen es crear una nación más para dar lugar a más conflictos. Crean su nación para tener “derechos”, “exigencias” y “seguridad nacional” y para sentir que deben protegerla de sus vecinos.

¡No hay naciones! Sólo existe la humanidad. Y si no llegamos a entender esto pronto, las naciones desaparecerán, porque no existirá la humanidad.

131. Martin Harry Greenberg

En 1972 recibí una carta de un tal Martin Greenberg de Florida, quien preparaba una antología y quería utilizar dos narraciones mías. El asunto me pareció tan nimio y rutinario que ni siquiera lo mencioné en mi diario, así que no sé exactamente cuándo recibí la carta. Es una pena, porque fue el inicio de una extraordinaria amistad.

Por supuesto, en ese momento no lo podía prever, no sólo porque no soy adivino, sino también porque de inmediato pensé en una posibilidad inquietante. Martin Greenberg había sido el propietario de Gnome Press y quien, hacía un cuarto de siglo, publicó por primera vez
Yo, robot
y los tres libros de la serie de la Fundación. También había publicado varias antologías, dos de ellas con relatos míos. Mi relación con él no fue precisamente ejemplar y no quería reanudarla.

Con todo, había pasado un cuarto de siglo y Martin y Greenberg eran nombres bastante comunes. Además, la carta empezaba con “Querido doctor Asimov”, y sin duda el anterior Martin Greenberg habría empezado con “Querido Isaac”.

Así que en mi carta le pregunté: “¿Es usted el Martin Greenberg que…?”

No lo era. El caballero de Florida era Martin Harry Greenberg y había nacido en 1941, así que sólo tenía nueve años cuando se publicó
Yo, robot
. Inmediatamente le permití que utilizara mis relatos en la antología, y el intercambio de cartas estableció una progresiva relación de amistad entre nosotros. Por tanto, no resulta sorprendente, como descubrí enseguida, que Marty (que es como me referiré a él desde este momento) sea una persona tan agradable como yo.

No fui el único que receló de Marty. Ese nombre era un obstáculo para iniciarse en el mundo de la ciencia ficción, aunque al principio él no se dio cuenta. Después de todo, fuimos muchos quienes no tuvimos buenas relaciones con el primer Martin Greenberg.

David Kyle, por ejemplo, fue socio del primer Martin Greenberg en la gestión de Gnome Press, y se sintió estafado. Lo recordaba tan vivamente que, cuando visitó a Marty por primera vez creyendo (como yo) que era el primer Greenberg, su intención era darle un puñetazo en la mandíbula. Y para que su puñetazo fuera más contundente llevaba un tubo de monedas de veinticinco centavos en el puño.

Tengo entendido que Lester del Rey le aconsejó a Marty que cambiara de nombre, pero en mi opinión no era necesario. Le expliqué que le convenía utilizar su segundo nombre, Harry, en sus relaciones con el mundo de la ciencia ficción, y lo hizo. Con el tiempo, todo el asunto se solucionó, ya que Marty se hizo tan famoso que el nombre de Martin Greenberg ya sólo se aplica a él. La primera persona con ese nombre fue olvidada por completo y dudo que nadie que no tenga mi edad patriarcal y mi sólida memoria le recuerde.

Incluso yo, que durante algunos años dirigí mis cartas a Marty como “Querido Marty, el otro:” con el tiempo abandoné la costumbre y ahora sólo escribo “Querido Marty:”.

Poco después de conocernos por carta, Marty se trasladó a Green Bay (Wisconsin), la ciudad en la que se crió su mujer, Sally. Había logrado una plaza en la Universidad de Wisconsin, donde es profesor de ciencias políticas y, además, enseña ciencia ficción.

Allí está muy bien considerado, es popular entre los estudiantes y ha conseguido el éxito académico. Sin embargo (como en mi caso) fue su ocupación secundaria la que le proporcionó su auténtica fama.

Su tierno amor por la ciencia ficción creció con los años y en la actualidad muy pocos pueden igualar sus conocimientos sobre el tema. (Sabe mucho más que yo, por ejemplo.)

Marty es un individuo alto y, además, ancho. En 1989 (en parte gracias a las críticas amables pero constantes de Janet y mías) inició un tratamiento de adelgazamiento con el que perdió veintisiete kilos, pero, incluso ahora, nadie diría que está delgado.

Es simpático, amistoso, muy trabajador y absolutamente digno de confianza. Le conozco bien y estoy totalmente convencido de que es imposible ser más honesto y leal que él. Buena prueba de ello es que en ocasiones maneja sumas de dinero de las que yo también soy partícipe, y siempre me ha pagado mi parte con absoluta exactitud y puntualidad. Durante algún tiempo, Marty acompañaba cada cheque con las cuentas detalladas, pero yo no soportaba verle perder el tiempo en semejante tontería y finalmente le convencí (con mucho esfuerzo) de que me mandara los cheques tal cual, por decirlo de alguna manera. No necesitaba los apuntes, al menos no los suyos.

La situación también se ha repetido a la inversa. En ocasiones, yo tengo que mandarle dinero. Al principio, Marty me explicaba concienzudamente cómo había que repartirlo y a quién, pero le persuadí de que bastaba con que me hiciera saber la cantidad que debía escribir en el cheque. Nunca, en toda nuestra relación, me he preocupado ni un segundo porque pudiera estar engañándome en un sentido u otro. Sería como dudar de que mañana amanecerá.

Sally, la mujer de Marty y profesora de escuela, tuvo dos hijas de un matrimonio anterior. Marty la quería muchísimo y crió a las niñas como a sus propias hijas. Sally era tranquila y reservada y, como yo, odiaba salir de casa. En consideración hacia ella Martin se trasladó a Green Bay.

Por lo general viajaba solo, porque ella no quería ir y, puesto que yo tampoco viajo, Sally y yo sólo nos vimos en una ocasión. Fue en julio de 1982, cuando Marty y Sally vinieron con nosotros a las Bermudas. Disfrutamos mucho de su compañía.

Sin embargo, Sally murió de cáncer de riñón el 10 de junio de 1984, a la edad de cuarenta y siete años, y durante un tiempo Marty estuvo deprimido. En esa época, le llamaba por teléfono con frecuencia para asegurarme de que iba tirando e intentar conseguir que estuviera de quince a treinta minutos hablando de trivialidades y así ayudarle a olvidar su tristeza, aunque fuera temporalmente. La costumbre se convirtió en un hábito y al final le llamaba todas las noches y aún lo hago, excepto cuando me es totalmente imposible (lo que no sucede muy a menudo).

Puesto que Marty viaja sin problemas, viene a Nueva York con frecuencia, nos reunimos y salimos a comer.

El 2 de enero de 1985 cumplí sesenta y cinco años y celebré una “fiesta de no jubilación” en la que pedí que nadie trajera regalos sino que me complacieran no fumando. Invitamos a más de cien personas a una comida china de muchos platos (en un buen restaurante, ya que nunca recibo en casa). A propósito, invitamos a gente sobre todo del área metropolitana de Nueva York, pero Marty vino desde Green Bay sólo para la ocasión.

Fue una buena idea que lo hiciera porque había conocido casualmente a una joven llamada Rosalind y aprovechó que estaba en Nueva York para citarse con ella. Todo se desarrolló con gran rapidez. Conocí a Rosalind el 24 de mayo de 1985, cuando cenamos los cuatro. Me gustó, y el 28 de agosto del mismo año se casaron. Me parece que es un segundo matrimonio muy feliz para Marty, y me siento muy dichoso por haber contribuido a unirlos, aunque fuera de manera indirecta.

Rosalind Greenberg es una mujer muy bonita, y tan simpática y amistosa como Marty. También es alta y grande, con cierta tendencia a la obesidad. Es una ferviente amazona y recientemente incluso se ha asociado a otros aficionados a la equitación para comprar un caballo. Contemplo esto con gran preocupación ya que mi gusto por los animales sólo alcanza a los gatos, pero Marty es mucho más permisivo que yo. A lo mejor le divierte tener un caballo como pariente político, por decirlo de alguna manera.

En julio de 1986, Marty y Rosalind vinieron al Instituto Rensselaerville y gustaron tanto a todos que estaba seguro de que se convertirían en asiduos, pero sucedió algo todavía mejor. El 1 de julio de 1987, justo antes de la siguiente estancia en Rensselaerville, Rosalind dio a luz a una niña, a la que llamaron Madeleine, y desde entonces no se han reunido con nosotros en el Instituto.

En esa época Marty tenía cuarenta y seis años y era su primer hijo biológico. No es difícil comprobar, incluso por teléfono, cuánto quiere a su hija. A juzgar por las fotos que reparte, por no hablar de lo que me cuenta de Madeleine por teléfono, está claro que éste es el tipo de niña capaz de tener encandilado a un padre. (Conozco muy bien a las hijas que poseen esa aptitud.)

Pero ahora comentaré mi conexión profesional con Marty. Él es un antólogo. Su conocimiento enciclopédico de la ciencia ficción y de otros géneros le ha permitido preparar muchas antologías de ciencia ficción, fantasía, horror, misterio, del oeste y otros campos. Desde que me envió la primera carta ha publicado cerca de cuatrocientas antologías y no hay duda de que es, con mucho, el antólogo más prolífico, y también el mejor, que el mundo haya contemplado.

Posee el don de idear antologías “temáticas”, o sea, colecciones de relatos con un denominador común. Además, es capaz de persuadir a directores y editores para realizar estas antologías, y lo que es más importante, cuenta con la organización necesaria para obtener permisos, negociar contratos, ocuparse de todos los pagos y repartirlos entre co-editores y autores.

Así, Marty, habitualmente trabaja con co-editores, que siempre son escritores especializados en el campo de la antología, que dan realce a la portada pero que no tienen el tiempo, la energía o la disponibilidad, o ninguna de las tres cosas, para hacer el poco trabajo requerido.

A mí se me dan muy bien estas cosas, así que Marty y yo hemos coeditado más de un centenar de antologías.

Marty tiene la impresión de que mi nombre le ha abierto las puertas de las oficinas de los editores y de que me debe a mí el que sus ingresos hayan aumentado constantemente año tras año, pero esto es absurdo. También ha coeditado antologías con Robert Silverberg, Frederick Pohl y Bill Pronzini, y cualquiera de ellos le podría haber dado el empujón.

De todas maneras, sólo en sus inicios necesitaba la ayuda de un nombre. En muy poco tiempo se convirtió en una autoridad por sí mismo. Ha sido invitado de honor en varias convenciones, ha ganado numerosos premios y es recibido inmediatamente en los despachos de todos los editores del país.

Le he insistido en que si yo me retirara del negocio de las antologías, él podría seguir adelante sin ninguna dificultad. Por otro lado, si fuera él quien se retirara, yo lo dejaría de inmediato. Sin él, sólo sería capaz de hacer alguna antología muy de vez en cuando. Tampoco podría trabajar con otra persona, porque no existe nadie más en quien pueda confiar como en Marty, por su organización, seriedad, competencia y absoluta honradez.

(En alguna ocasión, Marty ha dicho que me considera su padre adoptivo, sobre todo después de que su padre muriera hace algún tiempo a la edad de ochenta y seis años. No es una idea demasiado grotesca. Marty es veintiún años más joven que yo, y debo admitir que, en cierto modo, me siento como si fuera su padre.)

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