Mi recuerdo más vivo, sin embargo, es una imagen de mí mismo preparándome para ir a la cama en un motel situado justo al lado de las cataratas y, de repente, me di cuenta de que por la noche no las desconectaban. El rugido continuó durante las horas de oscuridad, pero era un “rumor monótono” y después de un rato me acostumbré y dormí bien.
Naturalmente, llevábamos a los niños con nosotros, y en el viaje a Quebec David estuvo especialmente excitado porque le dije que la gente de Quebec hablaba en francés. David nunca había oído hablar en otro idioma y se mostró muy impaciente. No hablaba más que de la oportunidad de oír hablar en otro idioma.
Una vez en la habitación del hotel, puso la televisión, por supuesto, y escuchó una perorata en francés. Parecía totalmente perplejo.
—Eso es francés —le expliqué—. Es lo que estabas esperando oír, David.
—Pero no entiendo nada —me respondió.
Se me había olvidado decirle que un idioma extranjero no lo entienden los que no lo conocen. Me temo que esto le estropeó el viaje.
En 1973 la Convención Mundial de Ciencia ficción se celebró en Toronto, y mi libro
Los propios dioses
estaba nominado para un Hugo. Así que fui a Toronto con Janet, aunque nos faltaban tres meses para casarnos. Los dos hemos estado tres veces en Canadá desde entonces. Visitamos Quebec en una escala de un crucero en el
QE2
e hicimos excursiones por tierra a Montreal y Ottawa. Di conferencias en las tres ocasiones.
En conjunto, me gusta Canadá. Las ciudades están limpias y la gente es amigable. Había un restaurante ruso muy agradable en Montreal y me da pena que no volveré a comer allí, ya que estoy seguro de que nunca volveré a ir a Montreal (Ser una persona a la que no le gusta viajar también tiene sus desventajas).
Durante los diferentes cruceros que hemos realizado, a veces he pisado tierra firme fuera del continente norteamericano. En los viajes al Caribe, Janet y yo pasamos unas horas en las diferentes islas, incluidas La Martinica (donde tienen una estatua de Josefina, la mujer de Napoleón, que nació allí), Tobago, una de las islas Vírgenes y algunas más. En estas islas hace calor y mucha humedad, excepto en Barbados, que no cuenta con una montaña central para captar la lluvia y por eso goza de un clima excelente.
Durante un crucero que atracó en un puerto venezolano, todo el mundo desembarcó para ver las maravillas del interior, pero Janet y yo nos contentamos con bajar del barco y pasear durante un rato por el muelle para que pudiera decir que había pisado el continente sudamericano.
En los cruceros, lo que me gustaba era estar en el mar. Atracar en puertos extranjeros siempre me fastidiaba. Significaba que tendría que dejar el barco. Ir del barco a tierra significaba “viajar” y eso no me gustaba. En cuanto llevaba unas horas en un barco, se convertía en “mi casa” y no me gustaba abandonarla. Si tenía que hacerlo, siempre volvía con la misma sensación de alivio con la que regreso a mi propia casa.
No se me ocurre otra explicación: lo que considero “mi casa” me produce una gran sensación de seguridad. Quizás esa sensación se desarrolló durante mis primeros veintidós años, cuando prácticamente no salí de mi hogar (excepto para ir a la escuela) y mis padres siempre estaban allí también. Cualquier otro lugar era territorio extranjero y esto puede justificar mi renuencia a viajar.
Hubo veces en que me negué en redondo a salir del barco. En el crucero del eclipse en el
Canberra
, desembarqué en la mayor de las islas Canarias. Insistí en acompañar a dos chicas. Después de todo estaba convencido de que encontrarían el camino de vuelta al barco cuando llegara el momento, así que si se mantenían siempre al alcance de mi vista evitaría perderme. Entré con ellas en algunas tiendas donde intentaron comprar algo y no pudieron porque ellas no hablaban español y el dueño de la tienda no tenía ni idea de inglés. Yo tampoco sabía español pero logré hacerme entender mediante el lenguaje de los signos y, en consecuencia, me gané una gran reputación como lingüista.
No obstante, me negué a desembarcar en Lagos (Nigeria) cuando el
Canberra
atracó allí y, en consecuencia, nunca he podido decir que he pisado suelo africano.
Mi renuencia a abandonar el barco alcanzó su apogeo cuando nos detuvimos en aguas de la República Dominicana, sobre todo porque el
QE2
tenía demasiado calado para atracar en el puerto, y debía permanecer fuera de él. Así que la gente iba a tierra en embarcaciones auxiliares. Acepté que Janet fuera sin mí. No fue una buena idea. Yo estaba seguro en el barco, pero había perdido la seguridad de Janet. Estuve inquieto todo el tiempo que estuvo fuera y mucho antes de la hora fijada para la vuelta ya estaba abajo en la plataforma de desembarque esperando con ansiedad su retorno.
Nuestros cruceros de “Islas Astronómicas” nos llevaron una docena de veces a las Bermudas, donde daba una conferencia a los aficionados de la astronomía del barco y al grupo de astronomía de las Bermudas. Estas islas preciosas pronto me resultaron lo bastante familiares como para servirme casi de hogar, de modo que descubrí que podía abandonar el barco sin problemas.
Cuando Victor Serebriakoff me habló de volver a unirme a Mensa, tenía en mente algo más que una simple reincorporación. Empezó una campaña muy estudiada para convencerme de ir a Gran Bretaña y hablar allí a Mensa. Por descontado, me negué, pero siguió insistiendo y con el tiempo consideré su propuesta.
Tanto Janet como yo somos anglófilos, ya que hemos pasado nuestra juventud leyendo el rico legado de la literatura británica. Estábamos casi más familiarizados con la historia y la geografía británicas que con sus equivalentes estadounidenses. Así que acepté ir si alguien de la Mensa Británica aceptaba llevarnos en coche por Gran Bretaña y enseñarnos los monumentos de interés ocupándose del alojamiento y la manutención.
Aceptaron, pero todavía teníamos que sacar los pasajes para el barco y el pasaporte (el primero de mi vida) y cada vez estaba más asustado. Janet escuchó mis gritos de preocupación y finalmente puntualizó:
—Escucha, Isaac, siempre me dices que algunas cosas que he aceptado hacer, en realidad no quiero hacerlas, pero que una vez que he aceptado, tengo que hacerlas de buen grado y sonriendo. Bueno, si tú no eres capaz de ello, cancelemos el viaje.
Me llegó al fondo del alma porque tenía toda la razón. Había sermoneado a los más allegados y queridos subrayando la necesidad de hacer aquello a lo que uno se compromete de buen grado y sonriendo. El problema es que pertenezco a esa casta tan común entre los humanos que reparte consejos a diestro y siniestro, por supuesto llenos de nobles sentimientos, pero a los que les parece bastante más difícil seguirlos. Después de que Janet me sermoneara debo admitir que seguía igual de asustado, pero tuve cuidado de no demostrarlo.
Embarcamos en el
France
el 30 de mayo de 1974. Era su último viaje, ya que justo antes de llegar a tierra nos llegó el aviso de que el gobierno francés no estaba dispuesto a asumir las pérdidas que generaba e iba a vender el barco.
Permanecimos una semana y media en Gran Bretaña y después volvimos en el
Queen Elizabeth 2
. Todo el viaje duró tres semanas y, si exceptuamos mi paso por el ejército, ésta es la vez que más tiempo estuve fuera de casa, aunque fue igualada cuatro años después por mi viaje a California, del que ya he hablado.
Debo admitir que me fascina el lujo de los grandes transatlánticos y, sobre todo, la comida. En el
QE2
devoraba el caviar siempre que tenía ocasión, mientras que a Janet le encantaban los soufflés de chocolate. Los dos nos deleitábamos con el buey Wellington e hicimos bien porque como descubrimos después, a medida que uno se hace viejo los médicos le prohíben cualquier clase de comida que sea buena, y es justo que se disfrute mientras se pueda.
En Inglaterra vimos jacintos silvestres azules en New Forest y un maravilloso arco iris doble en Forest of Dean. Visitamos Stonehenge, Stratford en Avon y todas las catedrales que pudimos. Comí todos los platos típicos que pude encontrar: pastel de pastor, empanada de salchicha, pastel de carne y riñones y tartas de melaza.
En Londres visité el laboratorio y el auditorio de Faraday (justo al lado del hotel Brown’s, donde nos alojábamos). Cuando estuve en la abadía de Westminster, lloré ante la tumba de Newton y vi en sus alrededores las tumbas de varios de los más importantes científicos del planeta.
Por casualidad atisbamos a la reina Isabel en un coche, escoltada delante y detrás por jinetes con uniforme rojo, y descubrí algo sobre estos desfiles de equinos que nunca había visto u oído mencionar. Dejan la calle cubierta de fresco estiércol de caballo.
Firmé libros en Londres y en Birmingham y, por supuesto, di una charla a los mensa. Arthur C. Clarke me presentó con insultos geniales (que, no le quepa la menor duda, le devolví en mi charla).
Después de las primeras conferencias que di en el
QE2
, Janet y yo cruzamos dos veces más el Atlántico. Puesto que no tenía ningún interés en estar en Europa, planeamos quedarnos en el barco, pero no se podía.
Todos los pasajeros tenían que desembarcar en Southampton, aunque no fuera más que para pasar una noche en tierra y luego volver. El buque estaba oficialmente “muerto” y cortaban toda la electricidad.
Así que aunque mi segundo viaje a través del Atlántico a bordo del
QE2
fue delicioso, vivía con aprensión preguntándome lo que sucedería en Southampton. ¿Y si por alguna razón no podíamos volver al barco a la mañana siguiente y se hacia a la mar sin nosotros? Como siempre, estos temores resultaron sin fundamento. No perdimos el barco y llegamos a tiempo.
Dicho sea de paso, no puedo explicar las razones de este miedo constante a llegar tarde, a perderme o ambas cosas. Casi nunca he llegado tarde a ninguna parte y jamás me he perdido de verdad. Entonces, ¿por qué padezco esta ansiedad si no he experimentado nunca éstas situaciones?
¿Tal vez porque mi madre siempre se angustiaba tanto por mí que sabía que nunca debía llegar ni un minuto después de la hora permitida o moriría mil veces? Es muy probable. He transmitido mi propia ansiedad a Robyn y a Janet, así que nunca llegan tarde, al menos cuando saben que las estoy esperando. Parece una manera estúpida, incluso perversa, de fastidiar a las personas que quieres y, puesto que siempre fui consciente de que los miedos de mi madre eran una presión molesta, no comprendo cómo he sido capaz de transmitírselos a mi mujer y a mi hija. Pero esta reflexión no me sirve de nada, porque no puedo evitarlo.
Incluso enseñé a Gertrude mi primer mandamiento: “Nunca llegarás tarde.” Al principio ella ponía reparos y decía que era ridículo darse prisa, pero le recordé que la última vez que cogimos un tren llegó justo con un minuto de anticipación y tuvimos que correr por toda la estación arrastrando el equipaje. Le decía: “Vamos pronto para no tener que correr”, y comprendió mi punto de vista.
Pero volvamos a nuestro viaje. Nos divertíamos mucho en Southampton, que para los ojos de un neoyorquino estaba extraordinariamente limpia. Incluso hicimos un pequeño recorrido, visitamos la catedral de Winchester y el buque insignia de Nelson en la bahía de Portsmouth, el
Victory
. Una taxista nos advirtió:
—No necesitan coger un taxi para eso. Les costaría cinco libras.
—No importa —le dije—. Soy un americano rico.
Así que nos llevó adonde queríamos y le di una buena propina por haberse preocupado más por mi cartera que por la suya.
La tercera vez que cruzamos el Atlántico en el
QE2
, Janet me dejó petrificado al sugerir que bajáramos en Cherburgo (Francia), donde atracaba el barco antes de cruzar el Canal hacia Southampton. Podíamos quedarnos en Francia durante día y medio antes de embarcar de nuevo. No sólo eso, además Janet propuso utilizar ese tiempo para ir a París la misma tarde de nuestro desembarco, el 18 de septiembre de 1979, pernoctar allí, pasar el día y la noche siguientes y volver a Cherburgo para coger el barco en el viaje de vuelta.
No esperaba que me gustara París, puesto que me habían dicho que los franceses desprecian a cualquiera que no domine su idioma y, en particular, a los norteamericanos. Por tanto, estaba preparado para mostrarles mis garras, pero en realidad París me encantó. Un amigo me había dado dos entradas para el Folies-Bergère, pero no me interesó. Las chicas francesas desnudas no son diferentes de las estadounidenses desnudas. En vez de eso, recorrimos lentamente los Campos Elíseos en una noche perfecta y observamos a la gente que pasaba. Vimos el Arco del Triunfo y la Torre Eiffel. No subimos a la torre porque la estructura parecía demasiado abierta e insegura.
Vimos la catedral de Notre Dame, algunos museos, comimos en varios restaurantes excelentes y, en resumen, apuramos todo lo que pudimos nuestras treinta y seis horas, pero no vi ningún espectáculo de desnudos y Janet no hizo compras. Y como ya he dicho, cogimos el barco.
Antes de abandonar el tema de los viajes, me gustaría añadir unos pocos detalles incidentales.
Confirmé mi gusto por los lugares con cuatro estaciones climáticas en uno de nuestros viajes al Caribe, que se produjo en febrero. Me pareció de lo más molesto el calor que hacía en una época en la que debería haber experimentado frío. Cuando enfilábamos hacia el norte por el Atlántico, me regocijaba según iba bajando la temperatura, aunque todos los demás se quejaban. Esperaba ansioso poner el pie en los muelles de la ciudad de Nueva York con temperaturas bajo cero. ¡No hubo suerte! Resultó que llegamos en un día de febrero en el que la temperatura era de dieciséis grados centígrados. No hay palabras que puedan describir mi enojo.
Nuestro último viaje en el
QE2
, en julio de 1981, fue la primera vez que este barco llegaba a Quebec, así que miles de personas nos esperaban a lo largo del río durante varios kilómetros para vernos llegar y, después, para vernos marchar. Cuando nos fuimos, una flota de pequeños barcos nos acompañó durante un buen trecho río abajo por el San Lorenzo, como pececillos en la estela de una ballena, una visión muy poco corriente.
Por supuesto, uno de los inconvenientes de viajar en barco es la necesidad de que el equipaje sea inspeccionado por los aduaneros a la vuelta. Janet y yo no hacemos muchas compras en el extranjero. No compramos alcohol, así que los bajos precios no son un aliciente, y esto elimina una gran suma de tasas de aduana. Tampoco sentimos la necesidad de comprar fardos y más fardos de ropa y chucherías que no necesitamos o podemos comprar en nuestro país. Por lo general, volvemos con unos pocos libros en rústica y, de vez en cuando, con un jersey o una bufanda. Nunca superamos el máximo permitido. Un aduanero, mirando nuestra lista, exclamó: