Memorias (78 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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Me pareció que la magia del espectáculo había desaparecido. Ya no me divertía el entorno, todo el mundo bebiendo cerveza, tanto griterío y el pensar que, aunque había llegado en taxi al Shea Stadium, tendría que volver a casa en metro. (En la actualidad, si tuviese que repetirlo, usaría una limusina, sin duda, pero no merecería la pena.)

Tampoco ayudó el resultado. Los Mets perdieron el primer partido de la temporada y Dwight Gooden, su lanzador estrella, al que había ido a ver especialmente, fue eliminado. Luego, los Mets ganaron los siguientes once partidos, que por supuesto no vi. Después de la undécima victoria, me encontré por casualidad con Nelson en el ascensor de la oficina.

—Señor Doubleday —le dije—, vi a los Mets perder el primer partido en Shea, pero desde entonces, cuando no he estado en las gradas, han ganado once seguidos.

—Bien —me respondió Doubleday—. En ese caso no vayas a ningún partido más, Isaac.

—No tengo intención de hacerlo —le dije—. Pero ¿no cree que deberían pagarme por no asistir?

En cierto modo me pagó, porque cuando los Mets llegaron a la final del campeonato de ese año, me consiguió cuatro entradas al precio de coste (en la reventa se pagaban cantidades astronómicas). Por supuesto, no asistí, pero se las di a Bob Zicklin, mi abogado, sin cobrarle comisión.

La situación de Doubleday me llevó a conocer a una nueva directora, la joven Jennifer Brehl. Por aquel entonces tenía veinticuatro años, llevaba sólo dos en Doubleday, había sido la ayudante de Kate Medina y, al sustituirla, me heredó.

Como ya he explicado entes, no me importa lo más mínimo tener directores jóvenes y aún menos si son como Jennifer, que trabajaba duro, era entusiasta, de toda confianza y muy inteligente. Establecimos enseguida una relación de trabajo muy estrecha con la que los dos estábamos muy contentos. Para ella yo era un elemento importante, la afirmación de su categoría editorial, por decirlo de alguna manera, así que trabajaba con ahínco en mi beneficio y eso era exactamente lo que yo quería. Como no soy temperamental y acepto rápida y alegremente cualquier cosa que sea mínimamente razonable, Jennifer acabó sintiendo un afecto filial hacia mí y su preocupación por mi salud y bienestar era casi tan profunda como la de Robyn. De hecho, en octubre de 1987, cuando la Bolsa se hundió y perdió quinientos puntos, sólo dos personas me llamaron por teléfono para saber si por casualidad me había pillado los dedos. (En realidad, no me pilló. Recordaba el hundimiento de la Bolsa de 1929 y mi agente, Robert Warnick, un tipo estupendo, tenía muy claro que yo sólo quería invertir en bonos, no en acciones. No estaba tan loco por ganar una fortuna y arriesgarme a perderlo todo. Por tanto, el hundimiento de la Bolsa no me costó ni un penique.)

Robyn fue una de las dos personas que me telefonearon, y la tranquilicé, pero pensé que al fin y al cabo, tenía derecho a preocuparse por su herencia, por mucho que padeciera bastante más por mi bienestar. La segunda persona que me llamó fue Jennifer, y no tenía herencia por la que inquietarse. Sólo estaba preocupada por mí y me emocionó mucho. Por supuesto que también la tranquilicé.

El 5 de marzo de 1989 Jennifer me dijo que tenía que dejar su puesto en Doubleday para ayudar a su padre en su negocio. Entonces, el trabajo cotidiano en Doubleday (en relación conmigo) pasó a hacerlo una mujer todavía más joven, Jill Roberts, quien como Jennifer, trabajaba duro, era entusiasta, de toda confianza y muy inteligente.

Como ejemplo…

A finales de 1989 se preparaba una edición especial limitada de mi nueva novela,
Nemesis
. Se suponía que iba a firmar cada uno de los quinientos ejemplares de la edición. Cada libro llevaba su envoltorio individual y después iba empaquetado en cajas grandes de diez volúmenes. Los libros estaban numerados y colocados en el correspondiente envoltorio con su número, y hasta que todo estuvo hecho y empaquetado nadie se dio cuenta de que no los había firmado.

Me llamaron una mañana temprano, y hubo que abrir todas las cajas grandes y todos los envoltorios para que firmara los libros, y después los volvieron a meter en los envoltorios y en las cajas. Me pasé allí sentado toda la mañana firmando. No fue muy complicado porque Jill lo organizó con tanta eficacia que los libros aparecían como por arte de magia frente a mí. Todo lo que hacía era firmarlos, mientras que Jill abría las cajas, cerraba los envoltorios y hacía todo lo necesario con tanta tranquilidad que ni un solo libro acabó en el sitio equivocado. Fue un encantador ejemplo de eficiencia.

Y yo también, sin saberlo, di un buen ejemplo. Por lo general, un autor que tiene que sufrir alguna molestia por culpa del editor da rienda suelta a su temperamento y amarga la vida a todos los que le rodean, sobre todo si es un autor viejo y venerado que sabe que puede hacerlo impunemente.

Pero eso no ocurre conmigo. Por un lado, no soy temperamental (al menos no de manera irracional). Y por otro, todo lo que hice fue firmar y Jill se cargó con la parte más pesada, así que no había motivo para no pasar el tiempo agradablemente, gastando bromas y cantando canciones. Sin embargo, en la habitación en la que estaba trabajando se congregó gente de todo Doubleday (eso me dijeron después) para fisgar y comprobar la veracidad de la extraña visión de un escritor feliz.

Cuando terminamos, Jill y algunos más insistieron en invitarme a almorzar, aunque les aseguré que no hacía falta. Es asombroso cómo pululan a mi alrededor las mujeres jóvenes, ahora que soy mayor e inofensivo. ¿Dónde estaban cuando podía haberme aprovechado perversamente de su afecto?

154. Las entrevistas

Ningún escritor puede librarse de las entrevistas. El apetito de los periódicos y las revistas es insaciable y a medida que yo iba siendo más conocido, aumentaba el número de entrevistas. Incluso cuando todavía era profesor en la Facultad de Medicina y no estaba más que en los comienzos de mi inusual carrera literaria, el
Boston Herald
me entrevistó y aparecí en un titular a ocho columnas como “profesor de la Universidad de Boston”.

Era la época en que luchaba con ahínco por mantener mi título académico y mis enemigos de la administración se lanzaron sobre el titular, que consideraron una prueba de que utilizaba mi posición en mi propio beneficio.

Fue fácil de contrarrestar. Los titulares no los había puesto yo, y nada en la entrevista olía a promoción personal. Además, yo la había concedido a petición del presidente de la Sociedad Química Americana, que quería un pequeño apoyo publicitario de cara a una reunión de la sociedad que se iba a celebrar en la ciudad. Tenía la correspondencia que lo probaba y no podía eludir mi obligación de ayudar a mi sociedad profesional cuando ésta me lo pedía. Los de administración se batieron en retirada, muy confusos.

La mejor entrevista escrita que me hayan hecho jamás fue la que apareció en el
New York Times Book Review
el 3 de agosto de 1969, la víspera de la muerte de mi padre.

También me han entrevistado muchas veces en televisión. Las dos más logradas (en el sentido de que fueron las que más disfruté) fueron una de Edwin Newman, en 1987, y otra de Bill Moyers, en 1988.

En ambos casos la entrevista duró una hora y el entrevistador se limitó a hacerme preguntas y a dejarme hablar. Quizá el lector crea que eso es lo que se espera que haga un entrevistador, pero si es así, hay muy pocos que lo sepan. Lo normal es que el entrevistador compita con el entrevistado desesperadamente en lo que parece ser un frenético intento de probar su propia erudición. En tales casos, como yo no necesito probar la mía, preferiría quedarme en casa y dejar que el entrevistador suelte un monólogo.

Una vez, un entrevistador acompañaba todo lo que yo decía con pequeñas interjecciones que pretendían indicar que me estaba escuchando. No me di cuenta de ello cuando estaba grabando la entrevista, pero cuando la vi por televisión me enfurecí. Sus continuos “ums” y “ajás” apagaban mi voz y estropeaban mi discurso.

En el caso de Ed Newman y Bill Moyers, dicho sea de paso, no sabía de antemano qué preguntas me iban a hacer. No hubo ni ensayo ni preparación. Sencillamente me senté, me hicieron preguntas y las respondí. Tengo una gran experiencia en dirigirme al público y soy demasiado claro en mis opiniones (que he expresado en innumerables artículos) para necesitar preparación, sin contar con que hablo con más facilidad y elocuencia cuando no he estado rumiando el asunto en mi mente, puesto que entonces ya he perdido la mayoría de su sabor.

También existen las entrevistas por teléfono. Después de la llegada de la televisión, la radio descubrió que la mayoría de sus elementos de entretenimiento se habían trasladado al nuevo medio. Entonces proliferaron los programas de entrevistas informales. Los presentadores de estos programas tienen que conversar con gente continuamente y, puesto que no viajo, acepto de buen grado realizar las entrevistas por teléfono. Es la única manera de que la gente de Detroit, Tampa o San Antonio me escuche alguna vez.

Naturalmente, llegan montones de peticiones para realizar entrevistas telefónicas. Cada vez que publico una novela o un libro importante de no ficción es seguro que habrá numerosas llamadas pidiendo fijar una hora para una entrevista.

A veces me llaman porque ha sucedido algo que tiene un ángulo científico o técnico. Cuando las sondas del
Viking
aterrizaron en la superficie de Marte, me hicieron muchas entrevistas. El tono general de todas ellas era que puesto que no se había encontrado vida en Marte, no servía para nada y era un gasto inútil, “¿no es así, doctor Asimov?”. Y siempre expliqué pacientemente el enorme valor del conocimiento científico en relación con Marte, incluso si no había vida en él.

Pero durante unos días recibí una verdadera avalancha de llamadas, después del 28 de enero de 1986, cuando el transbordador espacial
Challenger
explotó poco después de despegar y murieron siete astronautas. Me enteré de la noticia justo cuando entraba en el Union Club para presidir una comida del Dutch Treat. Alguien había llevado un transistor, así que oímos los últimos boletines y puedo asegurarle que fue una reunión muy triste.

Pero sabía lo que me esperaba. Mi teléfono no dejó de sonar durante varios días, puesto que todos los programas de entrevistas radiofónicas del país querían conocer mi parecer sobre el tema. La única opinión posible era que se trataba de una tragedia horrible. ¿Y qué otra cosa podía decir además de que en todo gran proyecto cargado de riesgos se producen tragedias, y que a pesar de todo los proyectos deben continuar?

155. Los honores

No se puede vivir toda una vida y no conseguir un premio por algo a menos que uno haya sido un vagabundo borracho. He asistido a muchas convenciones y en muy pocas no se han otorgado premios a varias personas, incluso como agradecimiento (creo) por aceptar la jubilación.

También en el mundo de la ciencia ficción proliferaban los galardones. Están los Hugo (cada vez con mayor número de categorías) y los Nebula. Además, se conceden premios en honor de las grandes estrellas de la ciencia ficción ya fallecidas; galardones con el nombre de John Campbell, Philip Dick, Ted Sturgeon y otros más. A lo mejor llegará un día en que haya un premio Isaac Asimov.

Naturalmente, yo he recibido muchos premios (y tendría más si estuviese dispuesto a viajar). Algunos son bastante triviales, y el que más, aunque me gusta de todas maneras, es una placa estrafalaria que reza: “Isaac Asimov, simpático libertino.” Esto si se merece un premio, ¿o no?

También he recibido diplomas, no sólo el de doctor, que está enmarcado y colgado de la pared, sino también catorce doctorados
honoris causa
, que están en un baúl.

Nunca tuve una toga propia (me negué a asistir a mis graduaciones), así que cada escuela en la que hacía el discurso de graduación tenía que proporcionarme una con birrete y borla. No obstante, cuando me nombraron
doctor honoris
causa por la Universidad de Columbia me regalaron también la toga y no tuve que devolverla al final de la ceremonia. ¡Qué placer! Ahora puedo llevar la mía.

Sin embargo, la primera vez que me la puse en otra graduación empezó a llover durante el discurso. Nunca me había sucedido antes, así que tuve que sujetar un paraguas mientras hablaba para proteger mi preciosa toga.

Y ya no me la he vuelto a poner, porque me estoy haciendo viejo para permanecer sentado dos horas al sol viendo cómo cientos de jóvenes recogen diplomas, a fin de hacer al final un discurso de veinte minutos.

También he recibido honores por razones que no tenían nada que ver con mis logros, sino que me correspondieron por mi lugar de nacimiento o por circunstancias de mi infancia.

Así, cuando surgió el proyecto de reconvertir la isla de Ellis en una especie de museo para honrar a los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos durante los años en que la isla era la puerta de oro de la Tierra Prometida, la revista
Life
buscó a gente que realmente hubiera entrado por la isla de Ellis; forzosamente gente mayor, ya que la isla hacía varias décadas que se había cerrado.

Yo fui uno de los ancianos que encontraron. El 28 de julio de 1982 me llevaron al extremo sur de Manhattan (dio la casualidad que fue en medio de una lluvia torrencial) y después en
ferry
a la isla de Ellis. Era la primera vez que la pisaba desde 1923, cuando llegué y cogí el sarampión para celebrarlo. Los edificios estaban semiderruidos y me fotografiaron bastante taciturno, sentado en medio de uno de ellos.

La fotografía apareció en
Life
y todos los que la vieron me preguntaron:

—¿Por qué llevabas botas de agua?

—Porque llovía mucho. ¿Por qué si no? —les respondía.

Un par de años después me concedieron algún tipo de medalla por (a) haber sido un inmigrante y (b) haber hecho algo para que Estados Unidos no se arrepintiera de mi llegada. Estaba en Battery Park con docenas de otros inmigrantes famosos en un día gloriosamente soleado. El alcalde Ed Koch (a quien he presentado en tres ocasiones distintas como orador en el Dutch Treat) pronunció un discurso, alguien cantó
Barras y estrellas
y se me citó en el momento oportuno.

Probablemente, el honor más sorprendente que he recibido es el de ver mi nombre en una losa de piedra en un camino del Jardín Botánico de Brooklyn. Por supuesto no soy el único. A medida que se recorre el camino, losa tras losa aparecen los hombres de famosos nacidos en Brooklyn. (Está el de Mae West, por ejemplo.)

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