Memorias (82 page)

Read Memorias Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
8.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Arthur W. Thomas, el profesor que me amparó cuando pedí permiso para hacer mi tesis doctoral, murió en 1982, a la edad de noventa y dos años. Louis P. Hammett, que me había enseñado química física en 1939 (la última vez que me fue bien desde el punto de vista académico), falleció en 1987, también a la edad de noventa y dos años.

Richard Wilson, uno de los viejos futurianos, murió en 1987, a los sesenta y seis años. Bea Mahaffey, para quien había escrito mi relato Everest en 1952 mientras visitaba su despacho en Chicago, falleció en 1987 a los sesenta años de edad. Bernard Foronoff, un viejo camarada de los días de Boston, murió el mismo año, a la edad de sesenta y siete.

William C. Boyd, que me llevó por primera vez a la Facultad de Medicina, falleció en 1983 y Lile, su primera mujer (también una amiga), había muerto antes. Matthew Derow, otro compañero de la facultad, murió en 1987, a la edad de setenta y ocho años. Lewis Rohrbaugh, que sucedió a Chester Keefer como decano de la Facultad de Medicina y con quien me había llevado muy bien, falleció en 1989, a los ochenta y un años.

Y la vida continúa. Me aferro cada vez más apasionadamente al grupo, ya muy reducido de amigos que sobreviven: Sprague de Camp, Lester del Rey y Fred Pohl, en la fraternidad de los escritores de ciencia ficción; Fred Whipple de Boston, y otros más.

No hay duda de que el crepúsculo se acerca y las sombras lo van cubriendo todo cada vez con más intensidad.

163. Setenta años

Estas reflexiones deprimentes, estos pensamientos tristes de muerte y separación y de un final que se acerca, no eran sólo consecuencias de un pensamiento filosófico y de la experiencia amarga que adquirí con los años. Era algo más concreto que eso. Mi salud física se estaba deteriorando.

No habría sido un buen “negador” si hubiese admitido este deterioro y puedo garantizarle que no lo hice. Durante el verano y el otoño de 1989 continué obstinadamente con mi vida habitual, fingiendo que no se notaban los años.

Janet y yo fuimos por cuarta vez al sur, hasta Williamsburg (Virginia), para dar una conferencia. El 19 de octubre de 1989 tuve el inefable placer de cenar en dos lugares diferentes; en uno comí conejo y en otro venado, y encontré ambas cosas de una perfección celestial. Cuando se lo conté con placer a alguien, la respuesta de desaprobación fue:

—¿Quieres decir que te comiste a Bambi y a Tambor el mismo día?

El 15 de marzo de 1989 participé en Boston en la celebración del sesquicentenario de la Universidad de Boston. También pronuncié la conferencia que prometí a la Universidad Johns Hopkins, el 28 de junio del mismo año.

Por supuesto, seguí escribiendo, terminé
Nemesis
y
The Next Millenium
y un par de libros de la serie
How Did We Find Out About…?
También empecé
Hacia la Fundación
y revisé la conversión de
Anochecer
en novela. Además, trabajé sin descanso en mi enorme libro de historia.

Y sin embargo, durante todo el verano y el otoño sentí cada vez más una tendencia inexplicable a la fatiga. Andaba despacio y con esfuerzo. De vez en cuando la gente comentaba mi falta de animación y yo, molesto, intentaba ser más vivaz, pero a costa de un mayor gasto de energía. A veces, me sorprendía imaginándome lo agradable que sería tumbarse, dejarse arrastrar por el sueño y no despertar jamás. Estos pensamientos eran tan extraños en mí que, cuando se me ocurrían, los alejaba lleno de pavor. Lo hacía doblemente horrorizado porque, por un lado, no podía evitar pensar cómo reaccionarían Janet y Robyn y, por el otro, me daba cuenta, consternado, de que dejaría tras de mí varios trabajos inacabados.

Pero estos pensamientos eran recurrentes.

A pesar de todo, ni una sola palabra de esta fatiga creciente aparecía en mi diario. Me negaba a admitir abiertamente su existencia. De todas maneras, había algo más que no podía negar porque era una manifestación física y no algo que podía ser sólo hastío.

Ya el 15 de marzo de 1984, Paul Esserman había notado que mis tobillos estaban un poco hinchados. Retenía líquido y me aconsejó que tomara de vez en cuando algún diurético para favorecer la evacuación de orina y la eliminación de líquidos.

La retención de líquidos es algo que acompaña con bastante frecuencia el aumento de edad y Paul no estaba preocupado. Yo estaba indignado, por supuesto, y odiaba cualquier sugerencia que supusiera que mi cuerpo no funcionaba a la perfección. Además, me resistía a tomar diuréticos por necesidad, ya que no deseaba sufrir la indignidad de las urgencias urinarias y la consecuente carrera al cuarto de baño.

Esto sucedió sólo tres meses después de mi operación de
bypass
, y lo que no sabía (y a lo mejor Paul, en ese momento, también lo ignoraba) era que los riñones habían sido dañados de alguna manera por la máquina que tuve conectada al corazón y al pulmón durante la operación.

Janet se encargó de que tomara un diurético ocasionalmente (siempre estaba del lado de los médicos y nunca entendió que por lealtad debería ponerse de mi parte contra ellos). Esto pareció resolver lo de la retención de líquidos, al menos durante un tiempo.

Después, en Rensselaerville, en 1987, las cosas empeoraron. Me hundí en la tristeza cuando descubrí que a Izzie Adler le habían diagnosticado un cáncer de próstata, y compartí la depresión comiendo de manera imprudente, que en mi caso siempre quiere decir demasiado y bien.

Además, no me preocupaba que la comida fuera salada. En realidad, prefería la sal. Me gustaba su gusto. Me encantaban las anchoas, el salmón ahumado, los arenques, el tocino y cualquier otra cosa que fuera buena y salada. Si estaba buena pero no salada, añadía sal con generosidad.

Janet protestaba. La hipertensión era común en su familia y ella tenía que dejar de tomar sal porque hace subir la tensión. Yo, por el contrario, aunque me tomara la tensión cualquier doctor que llevara un aparato para medirla y estuviera a mi alcance, nunca, ni una vez, presenté esa tendencia.

Así que cuando Janet me reconvino por la cuestión de la sal le respondí con arrogancia que la hipertensión no era un problema mío y que no pensaba dejar de tomarla. Lo que yo no sabía y descubrí rápidamente después de mi estancia en Rensselaerville, era que la sal facilitaba enormemente la retención de líquidos.

Llegué a casa con tres kilos y medio de más y los pies visiblemente hinchados. Tampoco negaré la seriedad del asunto, ya que en Rensselaerville tuve grandes dificultades para subir la cuesta del comedor al dormitorio, algo que antes jamás me había dado problemas.

Paul Esserman me recetó grandes dosis de diuréticos y dictó su ley: una dieta sin sal durante el resto de mi vida.

Me sentí amargado y, luego, indiferente. Janet se dedicó con entusiasmo a preparar comidas sin sal (después de todo, tenía que hacerlo para ella de todas maneras) y a controlar con gran celo mis hábitos alimenticios en los restaurantes. Me sometí, pero le aseguro, querido lector, que no lo hice dando saltos de alegría.

Para entonces la retención de líquidos y ciertas indicaciones de la química de mi sangre (con una concentración elevada de creatinina, por ejemplo) mostraron, si duda, que mis riñones no funcionaban como era debido, así que el 24 de agosto de 1987 visité a otro médico, Jerome Lowestein, un urólogo (especialista del riñón). Era un caballero muy agradable, con la cara delgada y el pelo canoso, y fue muy simpático a pesar de que insistió en la orden: “sin sal”.

La retención de fluidos que se produjo en Ressenlaerville se corrigió gracias al abundante uso de diuréticos, pero el problema no desapareció. En realidad, las cosas fueron acelerándose hacia el máximo en 1989.

De vez en cuando, experimentaba lo que en mi diario llamó una “caída”. Una de esas veces, por ejemplo, fue el 17 de noviembre de 1989, en que me quedé en la cama casi todo el día. Lo achaqué a una sucesión de noches sin dormir, y esto, por supuesto, algo tuvo que ver. Pero no era sencillamente que tenía un día perezoso; el problema radicaba en que no me sentía culpable por ello. En una caída, no me enfurecía quedarme en la cama; en vez de eso, me gustaba y me negaba a levantarme.

A pesar de todo, luché por sobreponerme. Fui a Long Island para celebrar con Stan y Ruth el Día de Acción de Gracias. (Por supuesto nevó, la única nevada importante en todo el invierno.) El 4 de diciembre, Janet y yo cenamos en Peacock Alley con Fred Pohl. Fred estaba escribiendo un libro sobre medio ambiente y quería que yo cooperara con él. Le dije que lo haría encantado, pero ése iba a ser el último día normal que tendría en medio año.

El 6 de diciembre tenía programada una sesión combinada de tres horas de charla, tanda de preguntas y respuestas y firma de libros, pero pasé muchas dificultades para terminarla. Era la primera vez en muchos años que no me divertía hablando. Cuando terminó, me apresuré a ir a casa, estaba agotado, y Janet furiosa porque me había comprometido a una sesión de tres horas. Así que empecé a pensar que había abarcado más de lo que me podía permitir.

Al día siguiente experimenté una caída y a partir de ese momento, durante varios días, lo único que pude hacer era arrastrarme. Mi debilidad, contra la que luché durante meses, era tan aguda que me obligó a mencionarla en mi diario. El 13 de diciembre escribí: “No tengo energía. Ése es el problema.”

En realidad, eso era el síntoma. El problema era algo que no habría admitido incluso si lo hubiese sabido.

La anotación de mi diario del 14 de diciembre tiene una sola palabra: “¡Enfermo!”

Paul llamó dos veces a casa para preguntar cómo estaba y me conmovió. Los médicos ya no llaman a las casas y lo tomé como una prueba de que Paul se consideraba más un amigo que un médico. (En realidad está totalmente dedicado a su profesión, como Peter Pasternack. Soy un hombre muy afortunado al tener dos médicos como éstos cuidándome, aunque procuro que no se enteren de lo que siento, ya que prefiero gritarles mucho.)

Pasé tres semanas en cama y descuidé el trabajo, aunque no del todo. Me las arreglé para leer mi correo, contestado sólo las cartas estrictamente esenciales. También escribí mi columna semanal para el Times de Los Ángeles. Pero mi trabajo en el libro de historia se interrumpió. Tampoco pude añadir los toques finales a
The Next Millenium
ni a los dos libros
How Did We Find Out About…?
en los que había estado trabajando. No pude escribir el trigésimosegundo y último número de la serie de astronomía para Gareth Stevens. De hecho, las fechas del 17, 18 y 19 de diciembre están totalmente en blanco en mi diario.

Con gran esfuerzo logré ponerme en pie para ocasiones especiales. El 20 de diciembre Janet y yo fuimos en limusina a un restaurante del centro para cenar con Lou Aronica, de Bantam Books, y unas pocas personas más de Doubleday. La conversación versó sobre los planes de ambas editoriales para publicar una colección perfectamente coordinada de todas mis obras de ficción, tanto novelas como relatos cortos de ciencia ficción y de misterio.

Era una idea magnífica y estaba contento y halagado, pero también sentí la ligera sensación (que no expresé) de que es el tipo de idea que se lleva a la práctica a título póstumo. ¿Estaban, como buenos hombres de negocios, simplemente preparando el futuro?

Si era así no podía culparlos, ya que yo también lo hacía. Durante todo ese desgraciado mes de diciembre no dejé de pensar: “Estoy muy cerca, muy cerca, pero no llegaré a los setenta.”

Ese mes casi se convirtió en una obsesión. Pensaba que me moría y, furioso, me quejé con amargura a Janet de que el destino no me iba a dejar alcanzar la edad mágica de los setenta años.

¿Qué tiene de mágico el número setenta? Pues que en Salmos 90:10 se dice: “La duración de nuestra vida es de tres veintenas más diez…”

Esta edad se había considerado, de acuerdo con la Biblia, la duración normal de la vida humana. En realidad no lo era. La vida media de los seres humanos no llegó a los setenta para una gran parte de la población hasta bien avanzado el siglo XX. La medicina y la ciencia moderna lograron que nuestro años de vida fueran setenta. Pero la Biblia hablaba de setenta y esta cifra se convirtió en mágica.

Desde joven, me las arreglé para grabar en mi mente la idea de que no era ninguna desgracia morir después de los setenta, pero que hacerlo antes era “prematuro” y un reproche a la inteligencia y el carácter de una persona.

Sin duda, era poco razonable; yo diría que bastante irracional.

Con todo, había llegado a los sesenta, cuando, después de mi ataque cardíaco, pensé que podría no hacerlo. Después, alcancé los sesenta y cinco, cuando, antes de mi
bypass
triple, pensé que no lo lograría. Y ahora, los setenta estaban a mi alcance y pensaba: “No los cumpliré.” (Me acordaba de los días de 1945 cuando intentaba llegar a los veintiséis antes de que me llamaran a filas y fracasé.)

Janet, desesperada, trataba de tranquilizarme. Me dijo:

—A menudo me has dicho que el 2 de enero era una fecha de nacimiento ficticia que te asignaron al salir de Rusia, y que probablemente naciste dos o tres meses antes. Así que en realidad, ya tienes setenta años.

No quería saber nada de eso.

—Mi fecha oficial de nacimiento es el 2 de enero —le respondí furioso—. Si me muero antes, la necrológica del New York Times dirá “Isaac Asimov, 69” y eso es inaceptable. Quiero que ponga como mínimo “Isaac Asimov, 70”.

Con todo, yo resistía. El día de Navidad, Janet, Robyn y yo fuimos a la casa de Leslie Bennetts a celebrarlo y a contemplar maravillados a su bebé de diez meses. Y al día siguiente, por primera vez en tres semanas, salí solo a la calle y me dirigí a Doubleday.

Fui arrastrando los pies, y mis piernas estaban cubiertas de edemas. Tenía lo que en los viejos tiempos se llamaba “hidropesía” y mis piernas parecían troncos de árbol. No me podía poner los zapatos, andaba con zapatillas y no me sentía muy cómodo con ellas.

Robyn, al enterarse de esto, se puso muy nerviosa y me obligó a ir a ver a un cardiólogo. Trabajaba en un hospital y estaba en permanente contacto con médicos, así que ahora yo tenía a dos excelentes guardianes, Janet y Robyn.

Pero hice lo que Robyn quería y visité a Peter Pasternack el 27 de diciembre en su consultorio del hospital universitario. Escuchó mi corazón y me dijo:

—Tienes un soplo.

—Lo sé —le dije—. Probablemente es congénito.

Other books

Hot Flash by Carrie H. Johnson
Heaven's Light by Hurley, Graham
Learning to Spy by Moore, Leigh Talbert
Her Restless Heart by Barbara Cameron
Cotillion by Georgette Heyer
Paper, Scissors, Death by Joanna Campbell Slan
Santa Fe Fortune by Baird, Ginny