Cuando me dijeron que iban a añadir mi nombre, les señalé que yo no nací en Brooklyn pero me respondieron que puesto que me crié allí desde los tres años y fui allí a la escuela, era suficiente. Así que Janet y yo nos dirigimos al Jardín Botánico el 8 de junio de 1986.
Cuando llegamos en taxi a la Gran Army Plaza nos encontramos la zona bloqueada por la fiesta (que era mucho mayor de lo que se podía esperar) y sólo dejaron pasar al taxi porque uno de los policías me reconoció.
Janet y yo seguimos el sendero, leímos todos los nombres y conocimos a varias celebridades que también fueron homenajeadas. Me pidieron que dijera unas palabras, pero la auténtica estrella era Danny Kaye, al que siempre había admirado y con el que estuve por primera y única vez. Me llamó
payess
(patillas, en yidis) y después dio una charla encantadora.
Sin embargo, parecía enfermo y, de hecho, murió el 3 de marzo de 1987, sólo nueve meses después, a la edad de setenta y cuatro años.
Por supuesto, sabía que tenía parientes en Rusia. Mi padre tenía tres hermanos y un par de hermanas y mi madre varios hermanos. Y probablemente éstos, a su vez tenían hijos, etc. Pero no manteníamos ningún contacto. Nunca lo habíamos hecho.
Durante los primeros años en Estados Unidos mis padres recibían cartas de Rusia de vez en cuando, pero no me las leían ni me hablaban de ellas. (Y, para ser sincero, tampoco me interesaban.) Por tanto, me crié sólo con mi núcleo familiar, padre, madre, hermana y hermano, y estaba bastante contento con la situación. También estaba el hermanastro de mi madre, su mujer y su hijo, pero nos tratábamos poco.
Después de la guerra di por supuesto que no era probable que ninguno de mis parientes hubiese sobrevivido. Los que se alistaron seguramente estarían entre los millones que murieron. Y los que fueron atrapados por los invasores podían estar entre los millones de asesinados por la brutalidad nazi.
Hasta que los primeros volúmenes autobiográficos llegaron a la Unión Soviética no supe que tenía parientes que habían sobrevivido; o mejor dicho, ellos supieron que yo existía.
Sin duda, durante años fui un escritor popular de ciencia ficción en la Unión Soviética (quizás ayudado por el final en “ov” de mi apellido) y puede que los que llevaban el mismo apellido, o estuvieran casados con alguien llamado así, sospecharan que yo era un pariente lejano.
Pero Asimov es un apellido corriente en Uzbekistán, en el Asia Central, y allí se escribe (en caracteres cirílicos) con una “s”. En Bielorrusia, donde yo nací, se escribía con “z”, pero mi padre se equivocó al deletrearlo cuando llegó a Estados Unidos. Era difícil que otros bielorrusos supieran si yo era un pariente o no juzgando sólo por el apellido. En realidad, fui yo quien se enteró de que había uzbecos que afirmaban ser parientes míos.
Cuando se publicó la autobiografía, mi lugar de nacimiento, Petrovichi, se hizo famoso al igual que el nombre de mi abuelo, Aaron. Esto bastó. Empecé a recibir cartas, sobre todo de mi prima carnal, Serafina, la hija de un hermano menor de mi padre, Samuel, que fue oficial del ejército soviético y sobrevivió a la guerra, pero que ya había muerto. (Otro hermano más joven, Ephraim, murió luchando en el Caucaso en 1942.)
El benjamín de los hermanos de mi padre, Boris, sobrevivió a la guerra y vivió en Leningrado, pero en los años setenta logró salir de la Unión Soviética y emigró a Israel. Mi hermano Stan, que tiene más sentido de la familia que yo, averiguó su paradero. Acto seguido, decidimos actuar (teníamos que hacer algo, puesto que estaba sin un penique y era el hermano de nuestro padre).
Sugerí que Marcia se encargara de la correspondencia con Boris, en la que incluiría cheques. Yo proporcionaría el dinero y Stan tomaría las decisiones. Si Marcia tenía algún problema relacionado con el tío Boris, tendría que consultar a Stan, que ostenta el monopolio del sentido común en la familia.
No funcionó demasiado bien porque a Marcia le resultó difícil mantener una correspondencia fluida, pero de una forma u otra nos las arreglamos. Stan incluso consiguió que alguien de Newsday, que casualmente pensaba viajar a Israel, le prometiera que visitaría a Boris y vería como estaba. Y lo hizo. Mi tío era muy viejo, estaba muy débil y aparentemente no muy en su sano juicio. Murió el 30 de agosto de 1986.
Pero éste no era el único pariente ruso, en absoluto. Teníamos primos carnales, primos segundos y gente que se había casado con ellos y tenía hijos y todos ellos escribían cartas a su pariente famoso de América. Una vez que Mijaíl Gorbachov suavizó la situación en la Unión Soviética, algunos de ellos vinieron a Estados Unidos y, entonces, las cartas empezaron a llegar desde América.
Recibí una carta en la que se quejaban de que no me hubiese presentado en Florida para saludar a mis parientes desconocidos y perdidos durante mucho tiempo. Tuve que responder educadamente que nunca viajaba.
Otro grupo vino a nuestra casa sin avisar. Cuando el portero, precavido, me llamó para decirme que había unos extranjeros que decían ser mis parientes, tuve que bajar a verlos. Cuando lo hice, una mujer de mediana edad se lanzó a mis brazos y lloró sobre mi hombro por la alegría de ver a su querido esto o lo otro. No llegué a descubrir exactamente qué parentesco tenían conmigo, pero lo que querían era que les encontrase un lugar para vivir. Les dije que se había establecido una gran colonia de rusos judíos en Brighton Beach, pero dijeron que ya lo sabían y que querían un vecindario mejor.
¿Esperaban que les pagara un apartamento? Por fin se fueron.
Mientras tanto, siguieron llegando cartas de distintas partes de la Unión Soviética. Las ramificaciones familiares parecían ser increíbles.
Es uno de esos asuntos que me deprimen. No puedo evitar pensar que la mayoría de la gente tiene familias muy grandes, con lazos familiares muy fuertes y deben vivir según un código establecido por el cual cualquier miembro de la familia puede recurrir a otro pidiéndole ayuda y estar seguro de recibirla. Los parientes de Janet son así.
Pero yo nunca he tenido una gran familia y no poseo ese sentimiento de espíritu familiar excepto para Janet, Robyn y Stan. No quiero parecer cruel y duro de corazón y estoy dispuesto a dar dinero a los que están sin blanca, pero nada más. Simplemente no soy capaz de recibirlos con lágrimas de alegría, invitarlos a que me visiten y agasajarlos, sólo porque son parientes lejanos, o dicen que lo son.
Podría parecer que cuando tenía sesenta y siete años ya había conseguido todo lo que deseaba por lo que a la ciencia ficción se refiere. Tenía varios Hugo, unos cuantos Nebula y novelas que eran grandes éxitos de ventas. Era uno de los Tres Grandes. En las convenciones de ciencia ficción me trataban como a una vaca sagrada y los jóvenes recién llegados al mundo de la literatura de ciencia ficción me respetaban. Gracias a mis prominentes patillas blancas me reconocían por la calle y estaba seguro de que, si viajase, descubriría que me conocían en todo el mundo. Era tan popular en Japón, España y la Unión Soviética como en Estados Unidos, y mis libros han sido traducidos a más de cuarenta idiomas.
¿Qué más quería?
¡Una cosa! En 1975 los Escritores de Ciencia Ficción de América crearon un Nebula muy especial, que se llamaría el premio Gran Maestro. Era para entregarlo en el banquete de los premios Nebula, a una gran estrella de la ciencia ficción por la obra de su vida, más que por una producción en concreto.
El primero fue inevitablemente para Robert Heinlein. No hubo discusión. Era el principal favorito de los lectores de ciencia ficción y había sido pionero en la inclusión de este género en las revistas importantes y en el cine. Era tan respetado fuera como dentro del mundo de la ciencia ficción. Por casualidad, Sprague de Camp estuvo en la celebración junto con Heinlein, el 23 de octubre de 1984, y tuvimos la oportunidad de hacernos una foto en la misma postura en que nos la hicimos los tres en la NAES, exactamente treinta años antes.
En los años siguientes, se otorgaron estos premios a otros autores; Jack Williamson fue el segundo y Clifford Simak el tercero. Otros fueron para Sprague de Camp, Fritz Leiber, Arthur C. Clarke y Andre Norton, también muy merecidos. Todos menos Norton estaban íntimamente relacionados con John W. Campbell y la Edad de Oro.
Es más, ellos eran de edad avanzada, pero afortunadamente habían sobrevivido para recibir el honor. En realidad, sólo puedo recordar a dos personas relacionadas con las revistas de ciencia ficción que seguramente hubieran merecido el honor pero que murieron antes de 1975. Eran E. E. Smith y el propio John W. Campbell.
Naturalmente, pensaba que yo era uno de los que más posibilidades tenía de conseguir que algún día me nombraran Gran Maestro, pero ¿cuándo?
Los premios no se concedían todos los años. En el período de 1975 a 1986, sólo se otorgaron siete premios. Los siete Grandes Maestros eran mayores que yo y todos habían empezado a publicar en los años treinta y cuarenta, así que no tenía nada en contra de que los consiguieran el premio. De los que quedaban, había dos respetables candidatos que eran mayores que yo, Lester del Rey y Frederik Pohl, y esto podía retrasar mi turno entre dos y cuatro años.
Estaba nervioso. Padecía una serie de problemas físicos que no me daban mucha confianza en mis posibilidades de sobrevivir tres o cuatro años más y, desde luego, no quería que la gente anduviera diciendo: “Deberíamos haberles dado el Gran Maestro antes de que muriera.” ¿Para qué me hubiera servido?
Puede parecer codicioso por mi parte anhelar tanto el premio, pero también soy humano. No obstante, guardaba mis deseos para mí. No hice ninguna campaña a mi favor y ninguna de mis palabras o hechos indicaron nunca abiertamente que estuviera interesado.
Pero por fin llegó el momento, y seguía vivo. El 2 de mayo de 1987, en el banquete de los premios Nebula, recibí el título de Gran Maestro. Era el octavo, y todos los demás premiados seguían vivos, algo que subrayé con júbilo en el discurso de aceptación.
(Por desgracia, fue la última vez que se pudo decir esto, ya que al año siguiente murieron dos de los Grandes Maestros, Robert Heinlein y Clifford Simak. Además, en 1988 el noveno Gran Maestro iba a ser Alfred Bester, pero se estaba muriendo y el premio que le dieron fue a título póstumo. Por fortuna, se lo comunicaron antes de que muriera, el 20 de septiembre de 1987, a la edad de setenta y cuatro años. El décimo y último premio por el momento fue para Ray Bradbury, en 1989. Espero que Lester del Rey y Frederik Pohl consigan uno pronto. En estos momentos, Lester tiene setenta y cinco años y Fred setenta, y ambos se lo tienen muy merecido.)
En mi discurso, dicho sea de paso, dije que todos buscamos una distinción especial. Así que aunque Bob Heinlein fue el primer Gran Maestro, Arthur Clarke fue el primer Gran Maestro británico y Andre Norton fue la primera mujer Gran Maestro, yo, aunque era el octavo, era el Primer Gran Maestro judío.
Después del banquete, Robert Silverberg (que, junto conmigo es el escritor judío de ciencia ficción más destacado) me preguntó:
—Ahora que eres el primer Gran Maestro judío, ¿qué me queda a mí?
A no ser que Bob muera de forma prematura, es seguro que algún día será Gran Maestro, y así se lo hice saber:
—Bob, serás el primer Gran Maestro judío guapo.
Sonrió complacido.
He escrito un considerable número de libros para jóvenes. De ficción, por ejemplo, la serie de Lucky Starr, que firmé como Paul French y la de Norby, que hice con Janet (aunque ella realizó, con mucho, la mayoría del trabajo). En obras de no ficción, la serie de libros de ciencia que escribí para Abelard-Schuman estaba dedicada a los adolescentes.
No es muy difícil escribir para jóvenes si se evita pensar en ellos como niños. No simplifico mi vocabulario para ellos, aunque a menudo añado la pronunciación de los términos técnicos, simplemente para reducir el terror que inspiran visualmente. Evito las frases demasiado largas y complejas y no caigo en alusiones de difícil interpretación. Los jóvenes no carecen de inteligencia ni de capacidad de razonamiento, sólo les falta experiencia.
(En realidad, a veces los críticos más arrogantes consideran que la parte de mi producción de ficción dirigida a una audiencia adulta es “lectura para jóvenes”, y eso me duele. Supongo que se debe a que mis novelas de adultos eluden la violencia y el sexo descriptivo y también cometen el terrible crimen de estar escritas con claridad. Esto quiere decir, por supuesto, que los adolescentes inteligentes pueden leer mis novelas de adultos con facilidad y las comprenden, aunque eso no las convierte en “lectura para jóvenes”.)
De vez en cuando, también he escrito libros para niños de la escuela primaria, menores de trece años. Eso es más difícil. Aquí hay que cuidar el vocabulario. Las obras de ficción tienen que ser cortas, mientras que los libros de no ficción sobre ciencia deben ser especialmente claros.
Mi primer intento de escribir ciencia ficción para niños fue
The Best New Thing
, que escribí a principios de 1962. Era para niños pequeños y puesto que Robyn estaba a punto de cumplir los siete años en esa época, se lo leí y le fascinó. Pero la editorial para la que lo escribí sufrió grandes cambios, y el libro no se publicó hasta 1971, bajo el sello de World Publishing.
Boy´s Life
publicó varios relatos cortos para niños algo mayores. El más conocido de los míos para esta revista fue
Sarah Tops
, el primer cuento en que aparecía Larry, mi joven detective de la escuela, que ha formado parte de alrededor de una docena de antologías.
Por lo que respecta a la no ficción, fracasó el
Ginn Science Program
, para el que redacté el texto de los volúmenes dirigidos de cuarto a octavo grado. No quiero hablar de ellos.
Mucho más de mi estilo fue una serie de cuatro libros que hice para Walker & Company:
ABC’s on Space
(1969),
ABC’s of the Ocean
(1970),
ABC’s of the Earth
(1971) y
ABC’s of Ecology
(1972).
La idea de hacer estos libros me atrajo de inmediato cuando Beth Walker me lo sugirió por primera vez. También parecían fáciles, pero dio la casualidad de que no resultaron ni fáciles ni buenos.
Tenía que elegir dos palabras que empezaran por cada una de las letras del alfabeto y definirlas. Por ejemplo, en el libro sobre el espacio, la S se podía utilizar para sol, estrella (star, en inglés), Saturno, satélite, espacio (space, en inglés) y muchas más. Otras letras, como la Y, no tenían prácticamente ningún candidato. El resultado fue que algunas palabras muy importantes fueron omitidas y otras muy dudosas tuvieron que incluirse. Tampoco fue fácil definir cada palabra en tres o cuatro líneas con claridad y precisión.