Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online
Authors: Ángela Becerra
Tags: #Drama, #Romántico
No apareció.
Lo esperé hasta que un helaje lo fue invadiendo todo y se desplomó la noche sobre el Parque. Las flores primaverales que rodeaban la glorieta empezaron a escarcharse. Fresias, narcisos, petunias y lirios salvajes se petrificaron en el hielo, y el perfume que regalaban se evaporó. Del viejo sauce llorón comenzaron a escapar sollozos que pronto se convirtieron en lágrimas.
Una cascada de llanto resbalaba por su tronco, brotaba de entre sus hojas y sus ramas y fue inundando el monumento donde las mujeres y los cupidos de mármol daban desesperadas braceadas, luchando por no ahogarse.
No me podía mover. Mis zapatos escaparon; se perdieron en la corriente de lágrimas desbocadas que formaba enfurecidos remolinos a mi alrededor, y tras haber engullido las esculturas buscaban nuevas víctimas para saciar su hambre. Sentí que aquel sabor salado de mi llanto se diluía entre el caudal del sauce. El Parque se inundaba y yo me ahogaba en él. El agua me tragó y yo me dejé ir en su corriente. Deseaba perderme, que aquel diluvio me arrastrara a la muerte. De repente unos brazos me rescataron.
—Señora, ¿se encuentra bien?
Abrí mis ojos, hinchados de llorar y lo miré. Era un anciano de larga barba que llevaba un inmenso libro en sus manos. Me miró amoroso.
—¿Puede caminar?… ¿Quiere que llame a alguien? Está temblando.
Traté de hablarle pero sólo me salió un sollozo. Se sentó a mi lado, se quitó la americana, la puso sobre mis hombros y me abrazó. Nos quedamos en silencio un largo rato.
—El amor duele, pequeña… —me dijo paternal pasando su mano por mis cabellos—, pero también nos eleva. Vale la pena haber amado, aunque sólo sea una vez en la vida.
Llegué a mi casa y al abrir la puerta Beltrán me recibió muy alterado; en su rostro se reflejaba la angustia.
—¿Dónde te habías metido? Hace horas que trato de localizarte; ha ocurrido una desgracia. Francisco ha sufrido algo grave en el corazón, el médico dice que es una disección aórtica y que debe ser operado de urgencia.
Me quedé estatuada, sin poder reaccionar. ¿Francisco? ¿Disección aórtica?… ¿qué diablos era eso? El corazón se me cayó al suelo. La cabeza me daba vueltas y sentí que me moría. Veía que los labios de Beltrán me hablaban, pero estaba aturdida. Traté de entender, mientras mi interior repetía: no puede ser, no puede ser, no puede ser…
—Se lo han llevado al Sagrado Corazón. Han llamado a tu amigo, el doctor Cequier; su equipo se va a ocupar. Está en buenas manos. Alma… ¿me escuchas? Te he dicho que Francisco está grave.
Reaccioné como pude y, sin esperar, abrí la puerta y salí corriendo.
—¡ALMAAAA!… ¿Qué haces? ¿Adónde vas?
Me subí al coche impulsada por una fuerza sobrenatural, como si fuese yo quien debiera salvarlo. Mientras trataba de serenarme, en el camino al hospital llamé a Cequier. Me dijo que habían logrado estabilizarlo, que el problema cardíaco era grave y necesitaba ser operado de urgencia. En la evaluación postraumática le realizaron una ecocardiografía y en ella descubrieron que además de la disección aórtica, que requería un inminente cambio de válvula, Francisco tenía un fibroelastoma endocárdico que debía ser extraído cuanto antes. En ese momento estaba en la UVI y lo operarían en tres horas. Le rogué que me dejara entrar al quirófano y, tras mucho suplicarle, me dijo que trataría de organizarlo para que pudiera asistir como observadora. No entendía el porqué de mi insistencia.
Llegué en quince minutos y aparqué como pude. En urgencias pregunté por mi amigo, quien autorizó mi acceso. Corrí por los pasillos de la UVI hasta llegar a la habitación donde tenían a Francisco. En la puerta me esperaba Cequier, quien al ver mi desesperación trató de preguntarme algo, pero yo lo silencié.
—No me preguntes nada, Ángel, por favor. No puedo explicártelo. Sé que me entiendes. Necesito estar presente en su operación.
—De acuerdo —me dijo comprensivo—. Te advierto que es una cirugía que impresiona, hay mucha sangre, puedes marearte y acabar en el suelo; podría durar más de seis horas. Tú decides. ¿Te ves con fuerza?
No sabía si estaba preparada. Lo único que tenía claro era que debía estar ahí, acompañándolo. Asentí. Me quedé sola delante de su habitación; ignoraba si me iba a encontrar con Morgana, pero no me importó. Abrí la puerta; no había nadie. Lo vi en la semipenumbra, tendido en la cama. Su perfil se marcaba nítido, como si fuese un dibujo al carboncillo que destacaba en sombras su cabello desordenado, sus pronunciados pómulos y sus mejillas hundidas por el agotamiento de lo sufrido. Sus párpados cerrados le daban un aire de escultura griega. Entre las sábanas su cuerpo parecía más pequeño.
El monitor con aquel sonido frío marcaba los latidos acompasados de su corazón; ese corazón que yo tanto amaba. Me inspiró una infinita ternura verlo así, desmadejado, a la suerte de lo que la vida quisiera decidir qué hacer con él. Toda su magnificencia quedaba reducida a una nada. No había pulsos ni ansias por alcanzar la gloria… Volvía a ser el niño de la Glorieta de Bécquer. ¿Cómo podía no amarlo, si él era lo más bello que me había regalado la vida?
Viéndolo en aquella indefensión, le perdoné todo.
Me acerqué al lecho y acaricié su pelo ensortijado; nunca había podido tocarlo. Besé su frente, sus mejillas y sus ojos: estaba sólo para mí. Cogí su desmadejada mano, la llevé a mis labios y lloré como jamás lo había hecho; eran lágrimas que liberaban. Pensé cuán estúpidos éramos los seres humanos. Frente a la inminencia de la muerte, nos convertíamos en insulsas marionetas cuyos hilos se rompían; se había acabado la función. Huesos y músculos, sin sentimientos ni fuerza para representar ningún papel… ni un grito ni un silencio… ni indignación ni consuelo… Un saco de serrín que se desploma sobre un escenario vacío… no hay máscaras ni aplausos. El rostro se repliega y se somete, como un servil esclavo, al desamparo de lo que viene.
—Amor mío —le dije—. Te esperé hasta muy tarde en nuestro Parque… ¡No te imaginas cómo estaba de bello! Los pájaros revoloteaban preparando nuestro encuentro, como cuando éramos niños. Tus fresias exhalaban aquel perfume suave… No llegaste; pero estabas ahí, como yo estoy aquí, ahora… como siempre hemos estado.
Acerqué una silla y permanecí cogida de su mano en un duermevela, hasta que llegó una enfermera y me anunció que en quince minutos se lo llevarían al quirófano. Al poco tiempo apareció Cequier y me explicó lo que haríamos. Después de que la camilla viniera a buscar a Francisco, un ayudante pasaría por mí y me prepararía para asistir a la intervención.
Se lo llevaron. Lo acompañé hasta el ascensor; al despedirme, besé sus labios y me acerqué a su oído.
—Te amo —le susurré—. Has sido y eres la razón de mi vida. Lucha, amor mío, lucha. Yo estaré a tu lado.
Le hubiese dicho más cosas… todas las que llevaba represadas durante nuestros largos años perdidos, pero no era el momento; quizá ya no habría ningún otro.
Regresé a la habitación, y minutos después el ayudante de Cequier vino a por mí. Me condujo por pasillos donde sólo era admitido el personal sanitario. Me llevó hasta un vestidor, donde me recibió una enfermera que me entregó el uniforme de quirófano para que me cambiara. Al poco tiempo entraba en la sala número tres.
Verlo delante de aquel equipo me impresionó. La luz le daba sobre su cuerpo desnudo, que yacía a merced del personal. Estaba rodeado de máquinas y de auxiliares que controlaban sus constantes vitales. Me acerqué, sacando fuerzas de donde no tenía, para que me sintiera cerca (sabía que estaba inconsciente, pero necesitaba que notara mi presencia). Sobre su pecho llevaba dibujado a modo de croquis unas líneas que delimitaban la zona que iban a intervenir. Lo desinfectaron, cubrieron su rostro y su cuerpo con un paño verde que dejaba al descubierto su pecho. Ya lo habían entubado. La anestesista, con un monitor, se mantenía atenta. Llegó el cirujano y, siguiendo la línea, con un bisturí hizo un corte en el centro. Empezó a brotar sangre, que los ayudantes iban aspirando conforme salía. Al llegar al esternón, con una pequeña sierra abrieron la caja torácica. Un olor a carne quemada me inundó y pensé que me iba a desmayar, pero resistí; no podía dejarlo solo.
Después de maniobrar, rompían aquella caja fuerte y sus costillas se abrían de par en par. Cortaron el saco pericardio y su enorme corazón quedó al descubierto. Me puse a llorar al ver su magnificencia. Allí, en ese órgano que palpitaba acompasado, con un baile de ventrículos y aurículas, estaba su amor por mí; allí, también se concentraba su vida.
Empezaron a manipularlo con destreza; arterias y venas eran conectadas a un circuito extracorpóreo, una máquina que hacía las veces de corazón, mientras el suyo lentamente se paraba hasta quedar inmóvil. Ahora su cuerpo vivía a través de aquel sistema en el que toda su sangre circulaba frente a mí. Sobre su corazón colocaron bolsas heladas para mantenerlo intacto, mientras lo manipulaban. Suturaron la disección, buscaron el tumor y lo extrajeron. A continuación, prepararon el cambio de su válvula aórtica: cirujano y asistentes trabajaban en el centro del pecho, desprendiéndola y con un sinfín de hilos, como si tejieran encajes de bolillo, fijaron la nueva.
El corazón, aún dormido, estaba listo para despertar. El monitor se mantenía en silencio. Volvieron a conectar las venas y arterias y, lentamente, aquel músculo comenzó a fibrilar. El cirujano lo masajeó, buscando que recuperara el ritmo normal. Había llegado el momento de que volviera a la vida.
Viéndolo, yo no podía parar de llorar. Rogaba por oír sus latidos.
Pero en la pantalla el gráfico que marcaba el ritmo de su corazón continuaba mostrando una débil respuesta. Vi que el equipo médico se agitaba. Estaba presentando un paro cardíaco. Con el desfibrilador le aplicaron una descarga eléctrica y su cuerpo se arqueó, pero seguía sin cambios. Supliqué a la Virgen que lo salvara. Vi que el cirujano le gritaba:
—¡VAMOS, VALIENTE… VUELVE!
De nuevo, aplicaron otra descarga… Hubo un silencio y todos se miraron derrotados. No pude evitarlo. Lancé un grito desgarrador.
—¡FRANCISCO… NO ME DEJES! POR FAVOR…
Me salvé.
La vida me daba una segunda oportunidad y no la iba a desaprovechar.
Tras una larga convalecencia en el hospital, en la que prohibí la entrada a mi mujer, me recuperé. El día que llamé a Alma para que nos encontráramos en la Glorieta de Bécquer, antes de que me sucediera el accidente, quería contarle lo que había descubierto en un compartimiento secreto del cuarto de Morgana: un arsenal de venenos y fórmulas que hubiesen matado a un ejército. Quizá llevara mucho tiempo tratando de acabar conmigo. Tal vez, y eso estaba aún por comprobarse, uno de ellos me había llevado a sufrir aquella subida de presión que me produjo el colapso. En el fondo hasta se lo tendría que agradecer, pues fue lo que hizo que descubrieran el tumor y la necesidad de cambio de la válvula. Buscando matarme, para su desgracia me había salvado.
Me reuní con mi albacea y ante mi amigo notario redacté un nuevo testamento donde dejaba claras instrucciones sobre mi funeral y mis bienes. Haber acariciado tan de cerca a la muerte me obligaba a tomar cartas en el asunto. Eso incluía dejar toda mi herencia a mis amados hijos y a mis queridas y abnegadas monjas con las que había fundado el colegio Los Valientes de Sevilla. Quería que aquellos chicos nunca sufrieran ni cayeran en lo que yo había caído.
Apenas me vi con fuerzas, volví a llamar a Alma. El doctor Cequier me contó en confidencia lo que había hecho durante mi inconsciencia. Sus desvelos y preocupación en los momentos en que me encontraba más solo. Me enteré de que había estado a mi lado en la cirugía. Entonces supe por qué había vuelto de aquel túnel blanco y placentero que me llevaba lejos. No lo había soñado; había oído su grito pidiéndome que volviera.
Realizando un trabajo titánico conseguí acondicionar en quince días «El Costurero de la Reina», un pequeño y hermoso pabellón con forma de castillo que se encontraba muy cerca de la Glorieta de Bécquer, en la esquina del Paseo de las Delicias y la avenida de María Luisa —donde Merceditas de Orleans y Alfonso XII se habían amado—, para reunirme con ella y hacer de nuestro encuentro algo inolvidable.
Era maravilloso lo que el amor podía provocar en mi interior. Emociones que hacía ya tantos años no vivía; me parecía mentira que yo fuese la misma persona estúpida y vacía que buscaba la gloria al precio que fuera. Me sentía un hombre nuevo y limpio. Quería convertirme en la mejor persona que existía en la Tierra. Me avergonzaba de la vida que había llevado y por primera vez sentí que un ser humano equivocado, cuando toma plena conciencia de sus equivocaciones, es capaz de transformarse. Que el destino, en su bondad te brinda la oportunidad de ordenar tus valores y ser íntegro.
Preparé con meticulosa precisión y mucha ilusión todos los detalles. Deseaba que aquel momento fuera el más bello que jamás hubiéramos vivido. No se trataba de lujos… de ésos, a ambos nos sobraban. Quería vivirla, abrazarla, besarla… hablar con la madurez que nos acompañaba; algo tan sencillo y maravilloso que, por más increíble que parezca, nunca habíamos hecho. Escuchar música… saber qué le gustaba y cómo sentía su piel. Recuperar los años perdidos y comprimirlos en un instante eterno. ¿Qué más daba que la vida se hubiera gastado entera si todavía nos quedaban los estertores del sueño?
Me reproché mi sed de venganza, mi recalcitrante odio; no haber luchado lo suficiente. Me había faltado la valentía —yo que me había vanagloriado de llamarme Valiente— para transformar nuestra historia y convertirla en algo tangible y verdadero. Tenía cincuenta y cinco años y quizá, siendo bondadosa, la vida me regalaría un poco más.
Ya no pedía mucho; sólo unas horas, tal vez unos minutos para darle lo que sólo ella merecía y yo había malgastado en oropeles y vacíos. Me daban náuseas de mí. No entendía cómo Alma había ido comprendiendo mis repulsivos comportamientos. Su bondad era tan grande que a su lado yo era un ser ínfimo y miserable.
Seguía en mi casa, pero evitaba encontrarme con Morgana. La última vez que la vi, salía vestida con aquellos trajes, provocativos y carísimos, a uno de sus encuentros que de sobra conocía. Sentí pena de saberla tan perdida, como yo lo había estado. Pero no podía odiarla, aunque durante años había jugado a hacerlo. Me sentía culpable de ver en lo que se había convertido, pero no iba a pedirle perdón. El mal que nos habíamos causado era demasiado grande para humillarme ante ella. En eso, seguía siendo el mismo orgulloso de siempre. Tampoco deseaba hacer daño a mis hijos, que no tenían la culpa de habernos tenido como padres. Habíamos hecho muchas cosas malas, pero ellos, a pesar de nosotros, habían sobrevivido.