Yo dije que sí. Ella añadió:
—Léete el otro de la lista. Te gustará también.
La lista la habían elaborado entre Lola y Julián un día que me habían pillado in fraganti, enfrascado en la lectura de
Los cazadores de cabezas del Amazonas
, una novelita de un autor italiano, Marotta, que tenía además unas ilustraciones tan espeluznantes como cochambrosas. Mi hermana, que era más constructiva que su futuro marido, empezó su lista con
El último mohicano
, siguió con Mark Twain, Stevenson, Bécquer y Baraja. Yo había tirado la lista por ahí, sin hacerle el menor caso. No podía olvidar que ella me había enseñado a leer con
Platero y yo
, que desde el primer verso me pareció una mariconada. (Por cierto, que lo releí mucho tiempo después y me volvió a parecer la supermariconada). Pero el hecho es que yo seguí leyendo y leyendo
Shanti Andía
hasta que lo terminé, y me gustó tanto que me puse a buscar como un loco la puñetera lista. Y cuando al fin la encontré, mi hermano más pequeño, Javier, la había convertido en un avioncito de papel. Me pasé un buen rato desplegándolo, pero mereció la pena. Los libros de aquella lista me hicieron gozar como un enano; estaban llenos de aventuras, de acción e intriga, pero también de sentimientos nada gazmoños o cursis. Lola fue la segunda mujer de mi infancia, pero tan importante en mi corazón y mis entrañas como mi pobre madre, siempre atosigada y corriendo por los pasillos como una esclava de mi padre, con un mocoso en brazos. En ese ir y venir no le quedó mucho tiempo para mí.
Jesús Franco en una escena de
El extraño viaje
.
Las uvas de la ira
En los años cuarenta ya éramos solamente seis hermanos y dos hermanas. Dos habían muerto de muy niños. A Emilio le dieron
el paseo
al principio de la guerra porque el muy gilipollas se apuntó al SEU para ligar en los bailes que daban los sábados en la Universitaria, sin saber que era un sindicato fascista. Por esa ignorancia, tampoco se preocupó de romper su ficha. Le trincaron los de la checa de Fomento, y a los dos días estaba en la zanja. Y pocos meses después del final de la guerra, mi hermano Carlos también murió, tísico. El, que era el abastecedor de la familia, que se mercó una bici de cuarta mano y se iba por los pueblos de los alrededores, donde mi padre tenía algunos pacientes que le querían, y volvía siempre con algo sólido, aunque no fuera el ideal del
gourmet
: unas lentejas llenas de bichos, unos cardos o una misteriosa verdura que crecía en las cunetas, llamada verdolaga, que Dios confunda.
Mi madre cocía con mucho amor y un poco de sal aquellas mierdas, y si Carlos había sido afortunado en su gira, podía añadirse al festín algún cacho de tocino. Carlos hacía estas excursiones desde un año antes de terminar la guerra, por zonas peligrosas casi siempre, y luego siguió hasta que murió en un suspiro, sobre todo por la falta de medicamentos. Su muerte hizo más frágil aún a mi
mamasita linda
, y a mi padre le quitó el sueño durante años. Se despertaba durante la noche, gritando y diciendo incongruencias. Al principio, mi madre se llevaba unos sustos de espanto, cuando el hombre se incorporaba en la cama, diciendo: «¡Ay, que me muero! ¡Haz algo, Lola!, ¿no ves que me estoy muriendo?». Esto ocurría casi todas las noches y, al cabo de algún tiempo, mi madre se acostumbró al número y con pachorra caribeña le ponía un vaso con agua y unas gotas de digitalina, que él mismo se había recetado, y al cabo de un rato él se dormía como un tronco. Mi padre estaba seguro de que sufría un mal incurable de corazón y, sin embargo, murió de cáncer, ya muy viejo. El, que fumaba poquísimo y sin tragarse el humo, y llevó una vida regular y ordenada. Duró más de lo previsto porque tenía un corazón de piedra berroqueña. Fue médico porque se lo impuso la tradición familiar, pero la medicina le repateaba las tripas. Sólo le interesó de verdad su profesión cuando se hizo radiólogo y le vio al asunto el
lado artístico
: era un fotógrafo de páncreas y píloros, de pulmones y yeyunos, y enseñaba sus radiografías a los amigos y colegas:
—¡Mira la gama de grises de este duodeno!
La verdad es que debía de ser un buen fotógrafo de visceras. El propio doctor Negrín publicó
fotos
suyas y, a pesar del abismo ideológico que los separaba, se lo quiso llevar con él a Barcelona, sin éxito, por supuesto. Este sentido artístico, completamente intuitivo, salvó a mi padre más de una vez, en aquellos tiempos. Al principio de la guerra, sobre todo, cuando fue detenido como comandante médico que era del Ejército «faccioso». Sus propios enfermeros fueron en masa a liberarle, porque era un tío muy majo, y tocaba muy bien el piano y cantaba con ellos romanzas de zarzuelas. Mi padre tocaba bastante mal y de oído. Pero en aquel tiempo, un jefe del Ejército faccioso que se sentaba al piano con un enfermero de la FAI para cantar
La del manojo de rosas
del rojo Sorozábal era un tío majo al que había que dejar en paz. Nunca lo volvieron a molestar. De todos modos, se refugió en la embajada de Cuba, a instancias de mis tías cubanas, que tenían mano allí.
Y salió cuando Sanidad le autorizó de nuevo el ejercicio de su profesión. No lo tuvo fácil, el hombre.
Unos meses antes, mientras uno de mis hermanos y yo estábamos asomados al mirador para ver pasar los aviones que sobrevolaban Madrid, uno de estos aviones tiró una bomba. Mi hermano la vio venir y tiró de mí hacia dentro. La bomba se llevó, enterito, el mirador, y convirtió el gabinete de rayos X en un amasijo de hierros retorcidos y chisporroteantes, aunque nosotros salimos milagrosamente incólumes. Sinceramente, yo no me acuerdo de nada de esto, pero lo oí contar tantas veces, que a menudo he tenido la impresión de estar viviéndolo. Siendo objetivo —y yo procuro serlo siempre, con desigual acierto— creo que mi propensión al cine de terror debió de nacer en aquella singular velada. Nosotros vivíamos en un piso enorme junto a la Puerta del Sol, donde mi padre había instalado su gabinete radiológico, empeñándose hasta las cejas. Y de golpe, por obra y gracia de un piloto de la Luftwaffe, toda una familia numerosa, si las hay, se encontraba en la puta calle. No sé quién tomó la decisión, pero la familia tuvo que dividirse y nos convertimos en
refugiados
. A mi hermana Gloria y a mí nos tocó irnos a casa de una de mis tías cubanas, la tía María, en quien mi sobrino Ricardo se basó para su primer largometraje:
Los crímenes de la tía María
.
Ella vivía con su paciente y estoico marido, un abogado donostiarra, aristocrático y muy
british
, trasplantado a Madrid por imposición de la tía María. Tenían un piso grande, cerca de la Audiencia y los juzgados. A mi hermana y a mí —ella es la anterior a mí, cronológicamente— nos adjudicaron un cuartito mínimo y sin ventilación como «sala de juegos». Mi tía nos pidió que no nos prodigáramos por el resto de la casa, para dejar trabajar al tío Alfonso, Alfonso Barroeta Fernández de Liencres, marqués de Donadío. Yo me sé la retahila porque mi tía solía repetirla a la menor oportunidad, aunque a él no se la oímos jamás. Si ella la largaba delante de él, solía esbozar una sonrisa de disculpa. En los salones, que olían a almoneda, se guardaban celosamente porcelanas y «figulinas», cornucopias y damascos, y hasta alfombras persas, a los que se habían incorporado más recientemente algunos cuadritos muy oscuros, con marcos enormes más negros aún, y hasta un estúpido pato de porcelana. Mi hermana Gloria —a quien llamábamos Tina, porque así la bautizó mi hermano Pepe, el anterior de la saga, en una involuntaria abreviatura de «chiquitina»— y yo creíamos que todos aquellos
tesoros
habían sido adquiridos pacientemente por mi tía. Años después, en mis primeros viajes a Guipúzcoa, descubrí que todo venía de allí, incluido el pato de porcelana, y que debían de ser parte de la herencia de la familia Barroeta. Tina y yo solíamos darnos una vuelta por la
zona noble
cuando mi tía salía, o sea, de Pascuas a Ramos. Mi hermana me abrió los ojos al erotismo, en una de esas veces que estábamos solos.
—¿Te has fijado en aquel cuadro? —me dijo.
Era un óleo ennegrecido, como los demás, en el que apenas podía distinguirse a una pareja desnuda, besándose. Era algo así como una copia de un óleo de un primo tonto de Tiziano. Yo me fijé lo que pude, sin encontrar nada de particular.
—¿Qué le pasa al cuadro?
—Cuando yo lo miro, me dan ganas de hacer pis.
A mí debió de divertirme tal posibilidad, porque respondí:
—¡Es verdad!
Y nos fuimos corriendo al cuarto de baño, con una inocencia rayana en la estupidez. A partir de aquel día, siempre que podíamos, íbamos a ver el cuadro y a hacer pis.
Pero casi siempre estábamos encerrados en aquel cuartito, donde nos aburríamos como ostras. Un día, descubrimos que podíamos hacer muñecos con papel de periódicos viejos, rellenando algún pijama. Con un rollo de cuerda que encontramos en la desierta despensa, logramos dar forma a algunas cabezas y atarlas a los cuerpos, que colgábamos de la pared. Por suerte, mi tía guardaba todos los periódicos, así que no nos faltaba la materia prima. Les fuimos poniendo nombres. Aquel flacucho era el tío Alfonso, y el de al lado, más pequeño, era Julián, y el gordo, el tío Emilio. Un día, mi tía María entró de repente y se llevó un susto de espanto al toparse con todos aquellos
cadáveres
. Tina y yo tuvimos diversión para una semana, aunque hay que reconocer que debía de producir escalofríos la visión de aquellos monstruos colgados en aquel cuartito tan oscuro y sin más iluminación que una tulipa cenital. Vivíamos y dormíamos allí. Comíamos en el comedor, solos, aquellas porquerías que mi tía, eso sí, nos servía en porcelanas ricas, con todo el ceremonial. No veíamos a nadie más de la familia, ni nos dijeron que nuestros hermanos habían muerto. Una vez mi madre nos visitó, y yo le pregunté por ellos y por mi padre, y ella se echó a llorar. De vez en cuando nos bombardeaban. Sonaban las sirenas, y el ruido de los aviones y algunos silbidos siniestros, y las explosiones. Alguien, entonces, solía cogernos de la mano y bajarnos al «refugio» o sea, al sótano, en el que habían puesto unos sacos terreros y algunos camastros. Aveces se iba la luz, y nos quedábamos en la sombra, callados, acojonados, hasta que la sirena sonaba de nuevo y podíamos volver al cuarto de arriba. No teníamos ni dinero ni ropa decente. Pero lo peor era el martilleo continuo y sádico de los obuses sobre Madrid. Día y noche. Algunos caían más lejos, pero a veces explotaban como si fueran a arrancarnos la cabeza. En aquella prisión en
régimen abierto
aprendí a sobrellevar con naturalidad aquel desastre generalizado; de ahí nació mi odio a la guerra y a la injusticia, y la ternura por la tercera mujer de mi infancia: Gloria, «Tina», que ocupó todos los lugares de mi vida durante mucho tiempo.
Un día, mi tía María y su marido se despidieron de nosotros tratándonos un poco más efusivamente que de costumbre, y desaparecieron de nuestras vidas por un tiempo. Sin contarnos gran cosa, hicieron nuestros bártulos, nos deshicieron todos los muñecos y nos llevaron a otro barrio, cerca de la plaza de toros, a otro piso enorme —hay que ver, los pisos tan grandes que había en Madrid por aquel entonces—. Habíamos sido acogidos por mi tío el catalán —primo hermano de mi padre—, un tipo grandote, simpático y campechano, que se llamaba Emilio Martí Majó, aunque enseguida pasó a llamarse Emilio Martín Mayor, cosa que yo no comprendí y nadie me explicó. El iba y venía a Barcelona, y le dejó a mi padre su piso de Madrid. Era una casa luminosa y alegre, mal amueblada, creo, pero donde podíamos movemos sin angustia. Allí pudimos, además, estar todos juntos de nuevo, y empezamos a comer algo mejor, porque mi tío el catalán nos traía o nos mandaba —con uno de sus hermanos, que era taxista, pero al que yo vi muy pocas veces— suculentos saquitos con habas, monchetas, lentejas normales y ¡patatas! Yo no comprendía por qué mi padre apenas se hablaba con el tío Pau (Pablo hasta la muerte de Franco), aunque luego supe que los parientes de aquella rama estaban mal vistos porque eran rojos. Sólo se salvaba Emilio porque, a pesar de ser rojo también, quería mucho a mi padre —y mi padre a él— y contemporizaba o eludía las discusiones de política. Ellos eran hijos de mi abuelo materno, turolense creo, recriado en Lleida. Mi tío Emilio se tomaba a cachondeo a mi padre y le decía: «No me jodas, coronel». Eso enfadaba más al doctor Franco, que nos tenía prohibidas las palabras groseras. Durante bastante tiempo frecuentó nuestra casa. Era un ejemplar estupendo de hombre emprendedor. El
inventó
la lámpara
petrólica
, un quinqué baratísimo que se vendía con mecha y depósito de petróleo incorporado, muy bien presentado, con una foto del quinqué en la caja; él también inventó el bocadito Royan, turrón rodeado de barquillo y envuelto en papel de plata, y unas cuantas cosas más. Mi padre le repudió al descubrir que mi tío vivía una doble vida: tenía esposa legal en Madrid y una amante en Barcelona. Yo tuve el privilegio de conocer a las dos —nunca presentó a «la otra» a nadie más que a mí— y confieso que la esposa me pareció una pija, y «la otra», tan simpática y campechana como el tío Emilio. Viviendo en su casa, tomé contacto con la música.