José Juan y Enrique habían empezado un programa semanal en la radio, con mi esporádica colaboración. Pero a Enrique, que era ya un excelente compositor, además de pianista, le llegó la hora de empezar a ganarse la vida, y enseguida se lo llevaron a Radio Madrid, de la SER, para hacer montajes musicales, como ayudante de Remedios de la Peña, una mujer altísima y maravillosa. Yo pasé a hacer
Ritmo en las ondas
en Radio SEU con José Juan, oficialmente contratado. Ganaba, en principio, 200 pelas al mes, que me parecieron un lujo, comparadas con las diez semanales que me asignaba mi padre, para mis vicios, y a las que renuncié al instante.
Hacíamos una emisión medio surrealista y muy divertida. Conseguimos poner discos bastante actuales, pero no Bing Crosby o Dinah Shore, que eran edulcorados y ñoños, sino música con
swing
, desde Louis Armstrong hasta Harry James. Además hacíamos algo en directo —él y yo a cuatro manos, o él primero y yo después, o a dos pianos—, pero enseguida se nos acabó la cuerda, y buscamos a algunos chicos del Conservatorio o del Hot Club. Porque había un Hot Club semiclandestino con sede itinerante. Los pocos músicos de jazz que había entonces colaboraban con entusiasmo. Nos reuníamos después de comer, en alguna
boite
que los dueños nos prestaban, hasta las siete. Si era posible hacíamos música en directo. Si no, Franco Orgaz o Navarro Reverter llevaban discos. A esas reuniones acudían disidentes y marginados que, en general, no entendían un pijo de jazz, pero estaban interesados por músicas alternativas a la tonadilla o la zarzuela. Así, conocí a las gentes más interesantes que he conocido en España: Fernán Gómez, Bardem, Saura, Pere Portabella, y a músicos como Tete Montoliú, Pedro Iturralde, Vlady Bas o Casa Augé. Yo tocaba también, pero no siempre, porque aún estaba muy verde y sólo me defendía con el
rhythm and blues
.
Miss Muerte
(1965).
Juegos prohibidos
Seguía, a pesar de todo, seguro de mi vocación. La grúa, la gorra y el altavoz reclamaban su presencia real, íuera de mis ensoñaciones. Iba entonces al cine. Veía dos o tres películas diarias desde hacía tiempo. Los cines casposos de barrio pasaban todos dos películas, y algunos tres. Solía ir con Javier, mi hermano menor. Al principio íbamos a las sesiones infantiles, donde veíamos algún corto de Jaimito o Pamplinas, y luego, una del Oeste. Así, me familiaricé con el uso del lazo, con los
long horns
o los cuatreros, de la mano de unos actores a los que yo amaba y que desaparecieron de mi vida el día que me pasé al «otro cine», y a los que luego volví a ver alguna vez en films de John Ford, sobre todo, en papeles secundarios —Tom Tyler, Tim McCoy (que era coronel de verdad, como mi padre, ¿por qué coño no nacería yo en Texas?), Harry Carey o Bob Steele. Con la sala repleta y nuestro cucurucho de pipas —10 céntimos— aplaudíamos y pateábamos cuando Barton McLane —sí, ya era él— raptaba a la chica que, por supuesto, era salvada por el bueno de Ken Maynard; Slim Sumerville —sí, ya era él— animaba el film soltando alguna parida. A veces, el gracioso de turno era ya Andy Devine. Pero un día, mi hermano y yo nos pasamos al «cine serio». Claro está que ya habíamos visto algunas películas de otro tipo, de la mano de Lola y Julián, como
La corona de hierro
, de Blasetti o
El pequeño lord
, de Cromwell. Eran paréntesis. Yo las consideraba «serias» porque las pasaban en cines pijos y mucho más caros —1,60—, aunque filáramos al gallinero. Y además no se podía patear ni comer pipas. Y el «cine serio» fue para mí la reafirmación, al menos, de que mi vida sería un erial si no conseguía ser director. Vimos alguna película estupenda:
Con su misma arma
, de Allan Dwan,
Alarma en el expreso
, de Hitchcock o
La dama desconocida
, de Siodmak. Descubrí entonces que había otras muchas salas de cine,
supercaspez
, que no venían en las carteleras, y que muchas de ellas estaban en la zona de Cuatro Caminos, que no pillaba muy lejos de mi casa, cruzando un descampado. En estas salas —el Tetuán, el Pelayo, el Iris, y sobre todo el Montija— cambiaban de películas dos veces por semana (lunes y jueves), pero ponían carteles de la programación semanal.
El domingo me iba de excursión por la mañana temprano y, a la hora de comer, ya estaba de vuelta a tiempo de saborear los maravillosos platos cubanos que hacía mi madre y a cuya llamada acudía la familia al completo. Vivíamos a la sazón (¡qué placer usar por fin esta frase!), vivíamos a la sazón —insisto— en una zona de las afueras, muy cerca del actual estadio del Real Madrid, un barrio hoy de los más caros, pero que a la sazón era pura zanja y puro matojo. Mi padre, cuya afición a las mudanzas era absolutamente demencial, adquirió un pequeño chalé allí —horroroso— con un jardín minúsculo en el que había, sin embargo, un manzano, un cerezo, una higuera y una parra en la parte de atrás con juego de rana
incorporated
. Mi padre mantenía que era una barriada con futuro, lo que provocaba las risitas escépticas de Julián Marías —él era muy propenso a las risitas escépticas— y el inútil cabreo de mis hermanos mayores. Mi padre argüía que era muy sano y tranquilo. Es decir, que había que andar diez minutos y coger dos tranvías para llegar al centro de Madrid. A los pequeños, Javier y yo, no nos venía mal —unos quince minutos a pie y la posibilidad del «tope del tranvía» para subirnos la cuesta de Serrano, al volver—. Nosotros estábamos ya en el Ramiro de Maeztu; Tina iba al Beatriz Galindo, que estaba mucho más lejos, en Goya, pero al pie del tranvía. El único realmente afortunado era mi padre, que tenía coche oficial y chófer. El coche era un Adler viejísimo y renqueante y el chófer era Pepe,
Armillita
. Pepe había sido chófer de la familia desde tiempos de la República, cuando mi padre, con su trabajo, pudo darse el lujo de comprarse un Ford gordísimo. Mi padre consiguió después enchufarle a su servicio. Él sufría con aquel Adler miserable.
—Don Emilio, es de vergüenza llevarle en una birria como ésta. ¡Tres años de guerra para esto!
Pepe era triste, serio, honesto. Era un miembro más de la familia. Sólo se le alegraban las pajarillas cuando hablaba de Armillita, su torero favorito. De ahí su apodo.
El cambio que se había producido en nuestras vidas —sin duda benéfico— al pasar de la enseñanza religiosa —corazonistas y ursulinas— a la seglar, pienso yo que se debió al coñazo de Lola y Marías —sobre todo al de él, que era el rey del coñazo— y nunca se lo agradecimos lo bastante. En aquellos almuerzos tropicales de los domingos, se abordaban todos los problemas familiares, pero se acababa siempre con la política. Había monárquicos, republicanos, franquistas, demócratas, y no había más porque Gloria, Javier y yo no abríamos el pico más que para engullir picadillos criollos y bananas fritas. A estas reuniones familiares asistían, en fechas señaladas, Navidades o santos, mi tía María y su marido, el abogado vasco. Nos regalaban cinco pesetas y ella se pavoneaba. Si mi madre preguntaba:
—¿Dónde está Javier, que no le veo?
Ella respondía:
—Habrá ido a gastarse nuestro regalo.
Y el vasco sentenciaba:
—Pues no debe de haber ido muy lejos.
Era un hombre paciente y sereno, que sabía frenar las fantasías moriscas de mi tía:
—Nosotros, los cubanos, tenemos un sentido muy especial del ritmo —decía ella, exagerando su acento.
—¡Qué buena memoria tienes, Marutxa! —respondía él, y le cortaba la parida siguiente con la total aprobación de los demás. Pero la
jam session
se hacía inevitable. Mi padre se ponía al piano, mi tía cantaba una habanera, Enrique hacía contrapuntos de montuno. Eran momentos terribles, porque ninguno de ellos tenía ni un «poquito de gracia», o sea, de
swing
. Sólo mi madre sabía moverse, y sus caderas se balanceaban un instante. «Quem nao tem swing morre com a boca cheia de formigas», mentía el gran sambista brasileiro Wilson Simonal. De haber sido cierto, los tres habrían caído fulminados por el rayo de «Ajemanja».
Aquellos cines del extrarradio se convirtieron en mi filmoteca —una palabra aún inexistente—. Vi programas dobles y hasta triples realmente maravillosos. Además, si no eras muy bajito, los porteros hacían la vista gorda y entrabas aunque el programa no fuera «apto» —yo dejé de crecer a los quince, pero iba para Pau Gasol—. Además, todavía se podían ver viejas copias en versión original con subtítulos, abucheadas por los chiquillos y bendecidas por mí. La represión mental había llevado a nuestros proceres de mierda a un nacionalismo demencial. Obligaron a cambiar, incluso, los nombres de las salas: el cine Hollywood pasó a ser Príncipe Alfonso, el Royalty, Colón. Manipulaban —manoseaban más bien— escenas y diálogos y hasta a ciertos actores. James Cagney, Douglas Fairbanks dejaron de existir para los españoles porque ellos —y otros muchos— habían estado, aunque fuese un día y de visita, con las brigadas internacionales. Al principio se prohibieron sus películas, de un plumazo. Después, creo que por el poder del dólar, el marco, o lo que fuera, se admitían las películas pero sin mencionarlos a ellos, ni en los títulos ni en la publicidad. Así,
Sangre bajo el sol
, magnífica película de Frank Lloyd, con un James Cagney en la cumbre de su extraordinaria vitalidad, no tenía protagonista, o
El prisionero de Zenda
, donde Ronald Colman tenía un duelo de espada contra Douglas Fairbanks, en España se batía contra nadie, o contra Mary Astor —porque a Madeleine Carrol la conocíamos y no podía ser aquel Ruperto de Henzau del film de John Cromwell, bigotudo y saltarín—. En cuanto al cine francés —entonces en sus años de mayor gloria— dejó simplemente de existir; Renoir, Carné, Prévert, Clouzot eran unos desconocidos. Sólo se veía algo de René Clair, de su época americana, claro; y del cine ruso, para qué hablar. Así que seguíamos viendo películas americanas, sin el menor sacrificio, desde luego. Javier y yo nos convertimos en eruditos, cartelera en mano:
—Dos pesetas si me dices cinco actores de
La jungla en armas
, o
Tres lanceros bengalles
, o
Arizona
.
—Facilísimo. Cinco técnicos de
La fiera de mi niña
o de
La diligencia
.
—
Tirao
: John Ford, Dudley Nichols, Bert Glennon, Boris Morros, Walter Wanger.
Muchas tardes nos chupábamos las clases, sobre todo cuando había un buen programa al otro lado del descampado. La tentación era, a veces, demasiado fuerte. Voy a dar un ejemplo que juro que es auténtico. Yo he visto, en el cine Montija, en una misma sesión a un precio total de 1,10 pesetas,
Los crímenes del museo
de Michael Curtiz,
Doctor Sócrates
de William Dieterle y
El sueño de una noche de verano
de Max Reinhardt, en versión original. A pesar de esos montaraces desvaríos, seguía aprobando mis exámenes, incluso las matemáticas, materia con la que siempre estuve peleado a muerte. El resto me resultaba muy fácil y no desgastaba demasiado las coderas de los jerséis. Mi formación literaria se había estancado bastante. Leía lo que me daba la gana, o sea colecciones americanas, como
Hombres audaces
(Doc Savage, Bill Barnes), que me gustaban, y además eran cortas. Un día desaparecieron del mercado. Supongo que algún preclaro censor decidió que eran antipatrióticas, o dañinas, o algo así. Lo gracioso es que las colecciones siguieron publicándose pero con nuevos héroes, más hispánicos. Las nuevas novelitas eran, por lo menos, tan buenas como las anteriores. El editor tuvo el acierto de encargárselas a los traductores de las americanas, tan válidos, al menos, como los originales: Guillermo López Hipkiss, Manuel Vallvé y, sobre todo, José Mallorquí, un muy buen traductor de todo tipo de literatura y poseedor de una prosa fácil y rica, muy superior a la de muchos pelotudos más o menos consagrados. El inventó la serie
Tres hombres buenos
(un mexicano, un portugués y un español que deshacían entuertos en el lejano Oeste) y más tarde el personaje de
El Coyote
, que fue, y sigue siendo, un éxito impresionante (mientras escribo este panfleto se está reeditando otra vez). Tuve ocasión de conocer, años más tarde, a aquel hombre grande, inteligente y lúcido, que escapaba de Madrid, acojonado, como casi todos sus compatriotas, por el peso asfixiante de esos dos aguiluchos surgidos de las tinieblas que fueron el general Franco y el cardenal Cisneros. Yo había escrito algunos relatos cortos y hasta alguna tontería a lo Ramón —sí señor, también me gustaba Gómez de la Serna, y Azorín y Baroja—. Mi tía María leyó aquellas paginitas endebles y decidió por su cuenta presentarlas a unos concursos casposos, augurándome fama y riqueza en las letras españolas. A mí, en aquellos momentos de indigencia, lo de la riqueza me sonó bien, a pesar de que ella era una cantamañanas. Y gané los dos premios. El de la revista
Vórtice
—de seudodivulgación científica— consistió en una suscripción durante un año a aquel mamotreto, que mi tía devoraba con fruición para apabullarnos a todos. El otro premio me dio derecho a un montón de novelas de la Biblioteca Oro, una colección estupenda en la que yo había descubierto a Agatha Christie, a Van Dine, a Edgar Wallace y a Erle Stanley Gardner. Como ya había leído casi todas las novelas, le vendí el resto a mi librero favorito, un hombre con aspecto de mulero castellano, y que era, sin embargo, un tipo culto y de buen gusto. Se ponía con un carro de libros, casi en la esquina de mi casa, y compraba, vendía y, sobre todo, cambiaba por un precio irrisorio. La mayor parte de su
stock
estaba formado por libros viejísimos manchados de grasa, de tinta y otros materiales orgánicos. Si no recuerdo mal, se cambiaba por 25 céntimos y podías quedarte el libro para siempre o cambiarlo de nuevo, aunque estaban tan mugrientos que yo no me habría quedado ni siquiera con
Rojo y negro
de Stendhal, por poner como ejemplo un libro que hoy me sigue gustando tanto como el primer día. Llegamos a hacer buenas migas, aquel intelectual y yo. Yo estaba empezando a fumar y él me obsequiaba con un cigarrillo de Ideales sin filtro, que tenían papel amarillento y carga explosiva. Muchos españoles aprendimos a toser con ellos. Un día, cuando ya éramos amigos, me descubrió el cajón secreto que sólo ofrecía a los íntimos, y enseguida comprendí la razón: allí ocultaba dos libros prohibidos:
El capital
, de Marx y
Memorias de un vagón de ferrocarril
, de Zamacois. El me recomendó ambos con el mismo apasionado deleite. Como yo tenía aún varios volúmenes de mi premio, hicimos un extraño cambalache y yo me fui a casa llevando escondidas bajo la camisa aquellas dos pruebas acusatorias, de haber caído en manos de algún servidor de la ley, como por ejemplo mi sereno, el único asturiano fascista que he conocido, y a quien vi apalear sádicamente a una imberbe parejita que se hacía arrumacos en un portal. No sé si vivieron para contarlo, pero al día siguiente había manchas de sangre por todas partes. Me leí acojonado aquellos dos libros y la verdad es que «ambos los dos» me tocaron los cojones. El de Marx porque era una losa de mucho cuidado y pensé que a quien tuviera paciencia para chupárselo entero ya no le quedarían fuerzas para hacer ninguna revolución. El otro libro era más o menos como los chistes soeces de los chicos de la calle o del instituto, pero con un léxico más redicho. A pesar de que nunca me gustaron sus vulgaridades, me quedaba con las de los chicos. Así que le devolví a mi amigo los dos libros. El se quedó algo sorprendido cuando le dije mi opinión. «Joder, qué tío más difícil eres», me dijo. Pero buscó en su cajón prohibido y me entregó un volumen más nuevo, forrado con papel de periódico, pidiéndome en voz baja que lo escondiera enseguida. No lo saqué de debajo del abrigo hasta que estuve encerrado en mi cuarto. Era
Santuario
, de William Faulkner, uno de los libros que más me ha impactado en toda mi vida.