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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Relato

Menos que cero (15 page)

BOOK: Menos que cero
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—¿Y las llaves?

—En el coche.

—Por supuesto.

El sol empieza a asomar entre las nubes y el chico de los perros se sienta junto a Trent y se pone a hablar con nosotros. Al parecer también es modelo y trata de trabajar en el cine, como Trent. Pero lo único que le ha conseguido su agente es un anuncio de Carl’s Jr.

—Oye, Trent, ya está listo —dice un chico desde el interior de la casa.

Trent me da un golpecito en el hombro y me guiña un ojo y me dice que tengo que ver algo; hace un gesto a Blair y Daniel para que vengan también. Entramos en la casa y bajamos a un vestíbulo y entramos en lo que parece el dormitorio principal. Hay unos diez chicos en la habitación, además de nosotros cuatro y los dos perros, que nos siguieron al interior de la casa. En la habitación todo el mundo está mirando una gran pantalla de televisión. Yo también miro.

Hay una chica, desnuda, de unos quince años, en una cama, con los brazos atados por encima de la cabeza y las piernas abiertas, y cada uno de los pies atado a uno de los postes de la cama. Está tumbada encima de algo que parece un periódico. La película es en blanco y negro y borrosa y resulta difícil determinar sobre lo que está tumbada, pero parece un periódico. La cámara cambia a un chico, delgado, desnudo, con pinta asustada, de unos dieciséis años, o quizá diecisiete, al que empuja dentro de la habitación un tipo negro y gordo que también está desnudo y con una tremenda erección. El chico mira a la cámara durante un tiempo demasiado largo con expresión de pánico en la cara. El negro ata al chico en el suelo, y me pregunto por qué hay una sierra mecánica en un rincón de la habitación, al fondo, y luego se folla al chico y después a la chica, y luego desaparece de la pantalla. Cuando vuelve a aparecer lleva una caja. Parece una caja de herramientas y durante un momento me siento confuso y Blair sale de la habitación. Y saca un pico de hielo y lo que parece un gancho de metal y unos clavos y luego un cuchillo fino y delgado y se dirige hacia la chica y Daniel sonríe y me da un codazo en las costillas. Me voy cuando el negro trata de clavarle un clavo en la garganta a la chica.

Me siento al sol y enciendo un pitillo y trato de tranquilizarme. Pero alguien sube el volumen, de modo que allí, sentado en el porche, oigo las olas y los gritos de las gaviotas y hasta el sonido de los cables del teléfono, y noto el sol brillando encima de mí y escucho el rumor de los árboles agitados por la cálida brisa y los chillidos de la chica que llegan del televisor del dormitorio principal. Trent sale veinte, tal vez treinta minutos después, cuando ya se han apagado los gritos del chico y de la chica, y veo que está empalmado. Se sienta junto a mí.

—El tipo pagó quince mil dólares por eso.

Los dos chicos que jugaban al Comecocos salen al porche con unas copas en la mano, y uno le dice a Trent que no cree que sea real, aunque la escena de la sierra mecánica tenía mucha fuerza.

—Te apuesto lo que quieras a que es real —dice Trent, un poco a la defensiva.

Me siento en la butaca y veo que Blair pasea junto a la orilla.

—Sí, yo también creo que es real —dice el otro chico, metiéndose en el jacuzzi—. Tiene que serlo.

—¿Verdad? —dice Trent, algo esperanzado.

—Quiero decir que ¿cómo se puede falsificar una castración? Le cortaron los huevos despacio de verdad. Eso no se puede falsificar —dice el chico.

Trent asiente con la cabeza, sonriendo, con la cara roja, y yo vuelvo a sentarme al sol.

West, uno de los secretarios de mi abuelo, apareció aquella tarde. Era cargado de hombros, llevaba una corbata muy delgada y una chaqueta con el escudo de los hoteles de mi abuelo en la espalda, y mascaba chicle. Se refirió al calor y al viaje en avión. Venía con Wilson, otro de los ayudantes de mi abuelo, que llevaba una gorra roja de béisbol, y traía recortes de periódico del tiempo que había hecho en Nevada durante los dos últimos meses. Los hombres se sentaron y hablaron de béisbol y bebieron cerveza y mi abuela también estaba sentada con ellos con un pañuelo azul y amarillo al cuello.

Trent y yo estamos en Westwood y me cuenta que el tipo volvió de Aspen y echó a todo el mundo de la casa de Malibu, así que Trent va a vivir con alguien del Valle durante un par de días, y luego irá a Nueva York a rodar unas cosas. Y cuando le pregunto qué va a rodar, se encoge de hombros y dice:

—Unas cosas, tío.

Me dice que quiere volver a Malibu, que echa de menos la playa. Me pregunta si quiero algo de coca. Le digo que sí, pero no ahora. Trent me coge del brazo y dice:

—¿Por qué no?

—Mira, Trent —le contesto—. Me duele la nariz.

—Hará que te sientas mejor. Podemos ir al piso de arriba de Hamburger Hamlet.

Miro a Trent.

Trent me mira.

Sólo nos lleva cinco minutos y cuando volvemos a la calle, no me encuentro mucho mejor. Trent dice que él sí y que quiere ir al salón de máquinas recreativas que hay al otro lado de la calle. También me cuenta que a Sylvan, un francés, lo liquidó una sobredosis el viernes. Le digo que no conocía a Sylvan. Se encoge de hombros.

—¿Nunca te has picado? —pregunta.

—Y tú, ¿te has picado alguna vez?

—Sí.

—Yo no.

—Vaya chico —dice con tono siniestro.

Cuando llegamos a su coche, el Ferrari de algún amigo suyo, me sangra la nariz.

—Te conseguiré algo de Decadron o Celestone. Sirven para destaponar los conductos nasales —dice.

—¿Dónde conseguiste eso? —pregunto, con un Kleenex lleno de sangre en la mano—. ¿Dónde conseguiste esa mierda?

Hay una larga pausa y él arranca el coche y dice: —¿Hablas en serio?

Mi abuela se puso muy grave aquella tarde. Empezó a toser sangre. Ya había empezado a quedarse calva y había perdido mucho peso debido a un cáncer de páncreas. Esa misma noche, mientras mi abuela estaba en cama, los otros siguieron con sus conversaciones, y hablaban de Méjico y de corridas de toros y de malas películas. Mi abuelo se cortó un dedo al abrir una cerveza. Pidieron comida a un restaurante italiano del pueblo y un chico con un parche en los vaqueros que decía «Aerosmith Live» trajo el pedido. Mi abuela se levantó. Se encontraba un poco mejor. No quiso comer nada. Me senté junto a ella y mi abuelo hizo un juego de manos con dos dólares de plata.

—¿Has visto, abuela? —le pregunté. Demasiado asustado para mirarla a los ojos.

—Sí, lo he visto —dijo, y trató de sonreír.

Estoy a punto de quedarme dormido, pero llega Alana sin avisar y la muchacha la deja entrar y Alana llama a la puerta de mi cuarto y yo espero un largo rato antes de abrir. Había llorado y entra y se sienta en mi cama y dice algo de un aborto y se echa a reír. No sé qué decir, qué hacer con ella, así que digo que lo siento. Se levanta y se dirige a la ventana.

—¿Que lo sientes? —pregunta—. ¿El qué? —enciende un pitillo, pero no puede fumar y lo deja.

—No lo sé.

—Verás, Clay… —Se ríe y mira por la ventana y durante un minuto creo que va a echarse a llorar. Yo estoy de pie junto a la puerta y miro el póster de Elvis Costello, a sus ojos, que la miran a ella, que nos miran, y trato de apartarla de aquella mirada, así que le digo que venga y se siente, y ella cree que quiero abrazarla o algo así y se acerca a mí y me pone los brazos alrededor de la espalda y dice algo como:

—Creía que ya no teníamos ningún tipo de sentimientos.

—¿Era de Julian? —le pregunto, poniéndome tenso.

—¿De Julian? No. No era de él —dice Alana—. No le conoces.

Se queda dormida y yo bajo la escalera, salgo, y me siento en el jacuzzi, mirando el agua, el vapor que sube de ella, que me calienta.

Salgo de la piscina poco antes de amanecer y vuelvo a mi habitación. Alana está sentada junto a la ventana fumando un pitillo y mirando hacia el Valle. Me dice que ha sangrado mucho toda la noche y que se encuentra débil. Vamos a desayunar a Encino y no se quita las gafas de sol y toma cantidad de zumo de naranja. Cuando volvemos a mi casa, se baja del coche y dice:

—Gracias.

—¿De qué?

—No lo sé —me dice al cabo de un rato.

Sube a su coche y se aleja.

Cuando tiro de la cadena del retrete de mi cuarto de baño está atascado con Kleenex, y el agua se tiñe de sangre y bajo la tapa porque no puedo hacer otra cosa.

Paso por casa de Daniel ese mismo día. Está sentado en su habitación jugando con un Atari en el televisor. No tiene demasiado buen aspecto. Está muy quemado por el sol y parece más joven de lo que le recuerdo en New Hampshire, y cuando le digo algo repite parte de lo que le digo y luego asiente. Le pregunto si recibió la carta de Camden preguntándole los cursos que va a seguir el próximo semestre y saca la casete de «La caída en el pozo» y pone una titulada «Megamanía». Sigue frotándose la boca y cuando comprendo que no me va a responder, le pregunto qué ha estado haciendo estos últimos días.

—¿Que qué he estado haciendo?

—Sí.

—Anduve por ahí.

—¿Por dónde has andado?

—¿Por dónde? Por ahí. Pásame el porro que está en la mesilla.

Le doy el porro y luego una caja de cerillas. Lo enciende y luego vuelve a jugar a «Megamanía». Me pasa el porro y lo vuelvo a encender. Unas cosas amarillas caen sobre el nombre de Daniel. Daniel se pone a hablarme de una chica que conoce. No me dice cómo se llama.

—Es muy guapa y tiene dieciséis años y vive por aquí cerca y algunos días va a Westward Ho, en Westwood Boulevard, y se encuentra con su díler. Es un tipo de diecisiete años de Uni. Y el tipo se pasa el día entero vendiéndole caballo y… —Daniel no alcanza una de las cosas amarillas que caen y alcanzan a su nombre, que desaparece de la pantalla. Suspira y sigue—. Y luego le pasó ácido y se la llevó a una fiesta en las colinas o en la Colony y luego… y luego… —Daniel se calla.

—¿Y luego qué? —pregunto, volviendo a pasarle el porro.

—Y luego se la follaron todos los de la fiesta.

—¡Oh!

—¿Tú qué opinas?

—Me parece bastante mal.

—¿No es una buena idea para un guión de cine?

Pausa.

—¿Para un guión de cine?

—Sí, para un guión de cine.

—No estoy demasiado seguro.

Deja de jugar a «Megamanía» y pone una cinta nueva, «Donkey Kong».

—Me parece que no voy a volver a New Hampshire —dice.

Al cabo de un rato le pregunto por qué.

—No lo sé. —Calla y vuelve a encender el canuto—. Me parece como si nunca hubiera estado allí. —Se encoge de hombros, da una chupada al porro—. Me parece como si hubiera estado aquí siempre. —Me lo pasa. Le digo que no con la cabeza.

—¿Así que no vas a volver?

—Voy a escribir ese guión.

—¿Y qué opinan tus padres?

—¿Mis padres? Les da igual. ¿Opinarían algo los tuyos?

—Supongo que sí.

—Los míos han ido a pasar un mes a Barbados y luego van a ir… mierda… no me acuerdo… ¿A Versalles? No lo sé. Les da igual —repite.

—Creo que deberías volver —le digo.

—En realidad no veo para qué —dice Daniel, sin apartar los ojos de la pantalla, y me pongo a preguntarme si alguna vez hemos pensado para qué íbamos. Por fin Daniel se levanta y apaga el televisor y luego mira por la ventana—. Hoy hay un viento muy raro. Es bastante fuerte.

—¿Qué es de Vandem? —pregunto.

—¿Quién?

—Vandem. Vamos, Daniel. Vandem.

—Puede que no vuelva —dice, volviendo a sentarse.

—A lo mejor sí vuelve.

—¿Quién es Vandem?

Me dirijo a la ventana y le digo que dentro de cinco días me voy. Hay revistas junto a la piscina y el viento las hace volar por el cemento que hay en derredor del agua. Una revista cae dentro. Daniel no dice nada. Antes de irme veo que enciende otro porro. También me fijo en la cicatriz de sus dedos y por algún motivo me siento mejor.

Estoy en una cabina telefónica de Beverly Hills.

—Diga —contesta mi psiquiatra.

—Hola. Soy Clay.

—Ah, claro, Clay. ¿Dónde estás?

—En una cabina telefónica de Beverly Hills.

—¿Vas a venir hoy?

—No.

Pausa.

—Oye, ¿y por qué no?

—No creo que me estés ayudando demasiado.

Otra pausa.

—¿De verdad que es por eso?

—¿Cómo?

—Oye, ¿por qué no…?

—Olvídalo.

—¿En qué parte de Beverly Hills estás?

—No quiero volver a verte nunca más, me parece.

—Creo que llamaré a tu madre.

—Haz lo que quieras. No me importa nada. Pero no voy a volver, ¿entendido?

—Mira, Clay, no sé qué decir y me doy cuenta de que ha sido difícil. Oye, tío, tenemos que…

—Vete a tomar por el culo.

La mañana del último día, West se despertó muy temprano. Llevaba la misma chaqueta y la misma corbata, y Wilson llevaba la misma gorra roja de béisbol. West me ofreció una pastilla de chicle Bazooka y dijo que una pastilla te deja con ganas y cogí dos. Me preguntó si todo estaba listo y le dije que no sabía. La mujer del director se acercó a decirnos que irían en avión a Las Vegas a pasar el fin de semana. Mi abuela tomaba Percodan. Partimos hacia el aeropuerto en el Cadillac. A primera hora de la tarde llegó por fin el momento de subir al avión y dejar el desierto. Nadie dijo nada en la sala de espera del aeropuerto hasta que mi abuelo se volvió y miró a mi abuela y dijo:

—Muy bien, camarada, vamos.

Mi abuela murió dos meses después en una cama muy alta de una habitación de un hospital del margen del desierto.

Desde ese verano he recordado a mi abuela de muchas maneras. Recuerdo cuando jugaba a las cartas con ella y cuando me sentaba en su regazo en los aviones, y el modo en que se apartó poco a poco de mi abuelo en una de las fiestas de mi abuelo en uno de sus hoteles cuando trató de besarla. Y recuerdo cuando estaba en el Bel Air Hotel y me regaló unos caramelos rosa y verdes, y en La Scala, a última hora de la noche, bebiendo vino tinto, y canturreando «En la parte con sol de la calle».

Me encuentro de pie a la puerta de mi colegio. No recuerdo que hubiera hierba y flores, buganvillas creo, cuando yo iba; y el asfalto que estaba junto al edificio de la administración ha sido reemplazado por árboles, y los árboles secos que solían estar junto a la cabina de seguridad ya no estaban secos. Todo el aparcamiento ha sido asfaltado de nuevo. Tampoco recuerdo un gran cartel amarillo que dice: «Cuidado. Perros peligrosos» que cuelga de la puerta de entrada, que resulta visible desde mi coche, aparcado en la calle del colegio. Como las clases de este día han terminado, decido entrar.

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